Capítulo VIII
ENTONCES OCURRIÓ LO DE Rosita. Rosita era la hija de los caseros de la mata de olivar que lindaba con el cortijo. Vivía en una choza de palmito y piedras encaladas, adornada con adormideras criadas en cazuelas desportilladas y botes de leche condensada. Sobre la pared, un solo puchero azul no estaba encalado y cuando le llegaba el sol fulgía como un zafiro.
De pequeña había jugado con los niños del cortijo. (El olivar es un campo absolutamente distinto al del trigo, incluso con nidos y pájaros diferentes, como los zorzales, los estorninos, los abejarucos, los mochuelos, los alcaudones con sus huevos de manchas amarillas y violetas). En un olivo viejo, los niños hicieron un columpio y en el verano, Fernando y José columpiaban por turno a Mauca y a Rosita. Otras veces, Fernando buscaba a la niña solo y los dos charlaban sobre la hierba. Los dos eran inocentes, pero Fernando tenía ya esa crueldad prevista de los niños grandes. Fernando le explicaba, por ejemplo, los platos de dulce que comía en su casa, sin pensar que ella no los comería jamás.
—Rosita ¿tú sabes lo que es jamón en dulce con huevo hilado?
—Rosita ¿y los merengues de fresas?
—¿Y el turrón de avellanas?
Rosita reía, absorta, con los ojos muy abiertos, pero con un extraño y mortificante placer.
Pasó el tiempo. Fernando y José iban y volvían del colegio y Rosita entró de criada en el cortijo. Tenía 15 años rubios y fragantes, que habían estallado, de pronto, como las tusas del maíz. Parecía que maduraba, día por día, como el gluten del trigo cuaja dentro del grano. Fernando le puso cerco en cuanto llegó. Estaba en esa edad en que la mujer es una pieza de caza, después de haber sido un objeto lejano y misterioso. La esperaba horas y horas en la oscuridad, en las galerías solitarias, en los graneros apartados, y cuando pasaba, la atraía hacia sí, y la besaba sin decir palabra. Ella se defendía con las uñas, con los pies, pero sin decir nada. Podía haber dado un grito, un solo grito, y todo se habría resuelto a su favor; pero, tácitamente, aceptaba la batalla silenciosa y dulce. Al final, ganaba él, y la besaba, una y otra vez, y ella se abandonaba con los ojos cerrados. Fernando llevaba el olor de ella, durante todo el día, un olor a tierra y a lluvia, como un cántaro recién hecho.
En Junio de 1932 ocurrió la riada. En plena siega, el cielo se llenó de gigantescas nubes y comenzó a llover. Fernando, que esperaba a Rosita en el campo, entre las juncias y las adelfas del arroyo, en los linderos de la huerta donde ella iba por fruta, volvió al acecho en las habitaciones de su casa, en la galería, en los graneros, en la sala de máquinas, en cuanto anochecía.
Una de esas noches de lluvia, sin avisarla siquiera, esperó en su cuarto hasta la una. Se levantó, entonces, y descalzo atravesó la casa palpitante bajo la lluvia, abrió la puerta, salió al patio, y empujó la puerta del viejo granero donde dormía Rosita. La puerta estaba abierta. Fernando entró rápido, y cerró por dentro. Rosita se revolvió en la cama.
—Soy yo —dijo con un hilo de voz—. No te muevas.
Rosita se sentó en la cama:
—Vete o grito.
Fernando adelantó en la oscuridad unos pasos.
—¡Cállate!
Rosita se levantó de la cama, se envolvió en una sábana, y se abalanzó sobre él, dándole puñadas sobre el pecho:
—¡Cobarde! ¡Cobarde!
De pronto hubo un ruido en la habitación, como si otra persona dentro de ella, hubiera dado un paso. Los dos que luchaban en silencio, jadeantes, se quedaron quietos, conteniendo la respiración. Por fin, Rosita se dio cuenta.
—Es la culebra del granero —dijo, riendo apagada.
Fernando, que la tenía abrazada contra su pecho, le buscó la boca y se la besó. Rosita se apretó contra él, y le besó también, despacio, golosamente, como no lo había hecho hasta ahora.
—Vente aquí. Hace mucho frío.
La lluvia que caía, constante, se tornó de repente en una catarata. Era una cortina de agua helada, turbia, que se precipitaba del cielo, como un inmenso río desbordado.
—Van a ceder los tejados —murmuró Fernando, los labios en el cuello de Rosita.
Entre la lluvia, oyeron cómo Gregorio se levantaba y daba voces. Después, el chirrido del cerrojo de la puerta del cortijo. Rosita lo empujó con los brazos:
—Vete. Nos buscan.
Fernando saltó de la cama, escuchó un rato sobre la puerta, y en un segundo la abrió, salió, y volvió a cerrarla. Estuvo un rato quieto, bajo el agua, para orientarse donde venían los ruidos. La ducha helada le hizo castañear los dientes. Pero, en la palma de la mano cerrada, conservaba el calor de la piel de Rosita, como una hormiga viva.
Nadie como él conocía la casa a oscuras. Atravesó el patio y abrió la puerta de la casa. Ya dentro, en el piso de abajo, se tropezó con su padre que bajaba con el impermeable del mandadero.
—¿Dónde estabas?
A Fernando le temblaban las manos:
—He ido a ver si la cuadra resistía el temporal. Oí un ruido y voces.
—Ha cedido el techo de la estancia.
—¿Te acompaño?
Don José recordó de pronto la sospecha que doña Luisa tenía de su hijo.
—Vete a tu cuarto y no te muevas hasta que te lo mande.
Amaneció lloviendo. El cielo era gris con una extraña claridad indecisa. Nadie pudo salir del cortijo. Los caballos se hundían en el fango. Al anochecer llovía con la misma constancia, con la misma intensidad.
—Es el fin del mundo —comentó Gregorio.
Durante el día, los bueyes fueron trasladados al patio de la zahúrda y todos los hombres disponibles fueron pocos para la operación. Toda la noche continuó lloviendo. Fernando no se atrevió a salir de su cuarto, pero no durmió. Oía llover y llover a cataratas, un agua inútil, tibia; pero él pensaba en el cuerpo de Rosita. Rosita tampoco durmió, y varias veces en la noche se acercó descalza a la puerta y escuchó entre el trepidar de la lluvia. A las seis, Gregorio subió para que despertaran a don José. El espectáculo era terrorífico. Sobre la llanura de color de fango, el arroyo había llegado hasta media ladera, y arrastraba gavillas, cadáveres de animales, árboles con raíz; hasta una máquina segadora pasó. En el hueco de los olivos, las tórtolas se refugiaban hambrientas. No podían volar, pero tampoco se podía ir por ellas. A las diez de la mañana, el pozo de la Niña, tan hondo, empezó a manar agua por el brocal. Los gañanes espantados, no quisieron que se abriese la puerta del cortijo. El agua que brotaba del pozo duró solo una hora y cuarto. Luego cedió y volvió a su nivel. Gregorio, asomado al balcón central del cortijo, empapado como una sopa, avisó:
—Es una buena señal. El agua va a menos.
Al tercer día salió el sol. Al cuarto día, los segadores segaban descalzos, con el fango hasta media pierna, como si estuvieran en el arroz.
Don José llamó a Fernando:
—Mañana vuelves al colegio. Ya he escrito al Rector.
Fernando tenía todavía el calor del cuerpo de Rosita en su piel.
—¿Pero, por qué, papá? ¿Si acaban de empezar las vacaciones?
Don José prefirió no discutir con su hijo:
—Es una orden ¿sabes? Y no me preguntes más.
Cuando el último grano estuvo recogido en el granero y los dos pajares, a la espalda del caserío, quedaron terminados, con su corteza de agujas y paja del barbecho, y la trilladora limpia y desarmada volvió a la sala de máquinas, Gregorio se dejó ganar por la enfermedad.
Encarna subió lloriqueante:
—Don José, que Gregorio no se ha levantado.
Gregorio estaba en su colchón sobre el suelo, vestido y con las botas puestas.
—¿Qué pasa, Gregorio?
—Nada, don José. No tiene remedio.
Don José salió al patio y, nervioso, dio órdenes para que trajeran el médico del pueblo.
—Don José, déjese usted de tonterías. El día diez tiene usted que avisar a las yeguas para que vengan a la espiga. Aunque sobra hierba, ya han comido bastante.
Una hora después, Gregorio casi no hablaba. Daba la impresión de un árbol cuyo tronco cortaban minuto tras minuto. Don Rafael vino y de rodillas sobre el colchón lo estuvo observando mucho tiempo sin tocarlo.
—¿Qué tiene? —preguntó don José.
—No lo sé —respondió don Rafael, bajando la cabeza—. Estos hombres así, caen de patilla, como los olivos con el levante.
Gregorio abrió los ojos y pidió un vaso de aguardiente. Don José miró a don Rafael, y don Rafael asintió con la cabeza. Hubo que incorporarle un poco, y bebió muy despacio; los dientes entrechocaban con el cristal.
—¡Dejarme con don José! —dijo después silbándole el pecho—. ¡Fuera mujeres!
Don Rafael los dejó a los dos y salió cerrando la puerta, cuidadosamente. Fuera, doña Luisa, Encarna, Pepillo, el guarda, callaban. Don José salió diez minutos después con los ojos hinchados por las lágrimas.
—Pepillo —ordenó—, coge un caballo, ve al pueblo y telefonea a Jeromo. Dile que coja un coche, que yo lo pago.
Media hora después, Gregorio entraba en la agonía. Don Rafael preparó una inyección y cuando se acercó con la jeringuilla lista, Gregorio dio un salto y soltó un taco.
—¡Don Rafael! Parece mentira… Inyecciones a mí.
Don Rafael se volvió de espaldas y vació la jeringuilla en el suelo.
El cura del pueblo, don Francisco, llegó también, avisado por doña Luisa. Se arrodilló al lado del enfermo.
—Hijo mío, Gregorio, ¿te arrepientes de todo lo malo que has hecho?
Gregorio se removió en el jergón:
—Don Francisco, he engañado al amo. Le dije que las semillas estaban desinfectadas, y le mentía.
Gregorio palidecía por momentos. Don José pensaba en el filo del hacha que cada segundo ahondaba la muesca en el tronco del árbol. Hasta las convulsiones semejaban el trágico balanceo del árbol antes de caer.
Gregorio habló dos veces más:
—¿Y Jeromo? ¿No ha venido todavía?
Después, con los ojos vidriados:
—¿Don José, qué vamos a sembrar este año en el Haza de la Merina?
Don José dispuso que engancharan una carreta con los bueyes negros, los mejores bueyes del cortijo, y que llevasen el cuerpo al pueblo. Todas las gentes que en Andalucía viven en el campo, tienen una casa o una habitación en el pueblo para esto, para que el duelo y el velatorio se hagan decentemente.
Dispuso también que se enganchase el coche de caballos para llevarse a las mujeres y que se cerraran las puertas del cortijo. Él fue detrás de la carreta, a pie y destocado; a continuación caminaban Pepillo, Jeromo que acababa de llegar con su traje de paño nuevo. —Jeromo había obtenido una parcela en los regadíos del pantano de Guadalcacín—, el yegüero, el porquero, el pastor, los veladores, los dos faeneros y todos los gañanes.
—¿Quién va a quedarse aquí?
—Nadie.
—¿Y las bestias?
Don José meditó:
—Darles de beber y trabarlas. Como hay mucha comida por delante, no saldrán de las lindes.
Al día siguiente, muy temprano, fue el entierro. Presidía don José. A la derecha, Jeromo; a la izquierda, don Fernando. La gente, que esperaba en las tabernas tomando café, se unían a la comitiva cuando pasaba.
Lo enterraron en un nicho. Encarna había querido que fuera un nicho por aquello de la lápida de mármol. Don José, mientras los albañiles pegaban los ladrillos con la mezcla, pensaba en que Gregorio hubiese preferido oír caer las paletadas de tierra sobre la caja.
«Esta tierra no sirve para nada —pensaba don José que le hubiera dicho—. Es un albero muy fino que solo cría alcaparrones…». Pero, con el tiempo, la raíz del ciprés aquel de la izquierda habría llegado hasta sus botas o hasta su pelliza.
—«Domine exordio orationes meas…» —rezaba don Francisco, cuando los albañiles terminaron el tabique de la boca del nicho.
Don José se llevó el pañuelo a los ojos.
—Él era «San Rafael» —dijo a Jeromo, que lloraba a su lado como un niño chico.
Las noches de verano en el campo no son silenciosas. Con la luna, las cogujadas, las terreras, vuelan alegremente por el aire, porque creen que ha amanecido. A las tres, a las cuatro, la totovía en los chaparros de Tierras Nuevas empieza a cantar y a despertar a los demás pájaros.
Con la ventana abierta, don José velaba.
—¿Luisa? ¿Duermes?
Luisa sacó un brazo del embozo de la sábana.
—No.
Don José dio la vuelta en el lecho.
—José, ¿tú tampoco puedes dormir?
—No. Hoy no puedo…
La luz de la luna llegaba hasta la cómoda, hasta la esferilla brillante del despertador.
Don José se sentó en la cama. Le dolía la cabeza de hacer cálculos.
—¿Luisa —dijo en alta voz, como si quisiera espantar a alguien—, y si arrendáramos el cortijo, a quién se lo arrendaríamos?