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Capítulo II

GREGORIO VIO ACERCARSE el coche, sentado en la piedra delante del cortijo, una piedra redonda de molino que había servido de mazo en un batán destruido en el Salado. Indiscutiblemente, era un coche que venía de la ciudad. Se había detenido varias veces a lo largo de la cuesta, y el cochero se había bajado otras tantas para ver si los ejes seguían en su sitio. Luego preguntó, antes de entrar en el camino del cortijo, a uno de los veladores que iba con su borriquillo cargado con las trabas de la noche.

—Soy la señora —dijo una voz muy fina, dentro del coche, cuando este se hubo detenido.

Gregorio se levantó, entonces, sombrero en mano, y abrió la portezuela. Doña Carmen bajó.

—Vengo a vivir en la finca —dijo. Sonreía con un gesto forzado que le ahondaba aún más las arrugas de las comisuras de los labios.

Gregorio, silenciosamente, abrió las puertas del caserío y fue delante de ella, entornando las maderas cerradas de las ventanas. Todo estaba como la última noche. Las sillas alineadas en la pared para los que habían venido al velatorio, los ceniceros llenos de ceniza gris. Sobre uno de los veladores, una bandeja llena de pequeños vasitos donde se sirvió el anís. El anís se había coagulado y dejaba un círculo blanco en la cintura de las copas.

—No se ha tocado nada —apostilló Gregorio.

Subieron. La casa tenía una larga galería de techos bajos con puertas a las habitaciones. Gregorio empujó la puerta de una habitación pequeña con un balcón pintado de verde.

—Este es el cuarto de doña Gertrudis.

Era una habitación insignificante, pero con un enorme armario pintado de blanco, casi infantil y desarmónico, que cubría la pared. Doña Carmen abrió las puertas de él; los trajes estaban colgados, uno al lado del otro, con ese aire muelle y tibio de la ropa que sirve. Doña Carmen metió la mano entre las telas. Parecía que un aroma caliente a femineidad se desprendía de ellas. Cerró los ojos.

—No se llevó nada —continuaba Gregorio—. Y como no nos ha dicho dónde debíamos enviarle la ropa a la señorita…

El cuarto comunicaba con otra habitación amueblada con una mesa camilla, tres sillones, una consola con tapa de mármol y un quinqué.

—Aquí almorzaban los días de invierno —apostilló Gregorio—. Tiene una vista preciosa.

Gregorio abrió el balcón de par en par. Anochecía sobre el cortijo. La llanura naranja cerraba en unos cerros dorados hasta el borde.

—Es el cuarto de don Santiago.

Doña Carmen tuvo la impresión de que las enormes botas de becerro del aperador no pisaban. La cama estaba incluso con las sábanas que habían soportado el cadáver la última noche. Olía la habitación a cera.

—Debió tener una vena rota —habló Gregorio—. Porque cuidarlo, mire usted que lo cuidaba doña Gertrudis. Con una hermana así, todos llegaríamos a viejos. Gregorio había dicho la frase con un cierto inconsciente puntillo de crueldad. Doña Carmen se revolvió, rápidamente, como si la ahondaran en una vieja cicatriz.

—Dormiré aquí —dijo, muy tranquila—. Vete y dile a tu mujer que venga a hacerme la cama.

Gregorio bajó las escaleras muy despacio. «Desde luego —masculló en su casa como único comentario—, es una mujer con los calzones bien puestos». Cuando Encarna subió, encontró a doña Carmen con los cajones del armario blanco abiertos, repasando la ropa íntima de doña Gertrudis. Era una ropa muy cuidada, con encajes y bordados muy finos. «Parece la ropa de una novia» —había dicho antes Encarna, que la estuvo repasando.

La noche fue terrible. Doña Carmen se acostó vestida sobre la cama de su esposo, sin siquiera quitarse el largo traje negro que le llegaba a los pies. A las dos horas, se sentó en la cama y se descalzó de una de las botas con botones que le llegaban más arriba de la caña de la pierna. En la habitación se oía un grillo. Después doña Carmen se dio cuenta de que eran miles de grillos los que había en la casa y fuera, sobre el campo, frotaban sus cristales en la noche. Luego, volvió a parecerle, de nuevo, un solo grillo enorme, gigantesco, incansable. Después fue un extraño ruidito en el cajón de la mesa de noche. Doña Carmen encendió la vela y abrió el cajón. Una salamandra escapó y zigzagueó sobre la pared. Doña Carmen removió los papeles del cajón y ahogó un grito. Entre ellos, como algodón negro, estaba el nido de la salamandra. Más tarde, sobre el cielo raso empezó a oír carreras y chillidos ahogados. «Deben ser ratas» pensó. Pero cuando abrió el balcón, descubrió que eran lechuzas. Se las oía sisear y volar quedamente, desde el tejadillo del balcón, como si volaran con guantes. Una luz morada, lechosa, penetró hasta la cama. En el arroyo se oían centenares de ranas. Luego, sobre el rastrojo de cebada pasó la piara de cerdos, rápidamente. El porquero iba delante con un perrillo, y, detrás, el hijo. Entonces, como era Junio, amanecía muy temprano; antes de las cinco ya empujaba el alba. Doña Carmen, sentada en la ventana, oyó los pitidos de las cogujadas, que son las que primero se levantan. A las seis vio volar de vuelta las lechuzas y zarpar en la luz azul los primeros vencejos. La cigüeña del techo tableteó a las seis y media, y, a las siete, los cucos de la dehesa vecina comenzaron.


La primera orden de doña Carmen fue cerrar los respiraderos de los cielos rasos del cortijo. Gregorio subió en una escalera empalmada y taponó con una lata agujereada los ventanucos redondos. Trabajaba despacio y a conciencia, con ese odio misterioso y antiguo de los campesinos a las aves nocturnas.

—Hay, por lo menos, cien allá dentro —dijo, cuando bajó.

Las lechuzas silbaron y revolotearon furiosamente toda la noche. A través de la capa de cañizo y yeso del techo raso, se las oía dar coletazos y saltos desesperados, como los peces cuando se les saca del agua. Sin embargo, cada noche los aletazos eran más débiles, y el sexto día no se las oyó más.

A la semana, el día del Corpus, doña Carmen subió al pueblo. Las calles estaban cubiertas de juncias verdes recién regadas y de matas de romero arrancadas de raíz. Olían a río. De los balcones de las casas pendían colgaduras y colchas de colores vivos: azules, rojos, amarillos. En la casa del más rico, colgaban hasta cerca del suelo grandes paños de raso blanco, bordados con abejitas de oro. En otra, los cierros parecían vestidos de damasco morado, casi frutal, como ciruelas negras. De la Iglesia volvían a su casa las niñas vestidas de ángeles, con sus cabelleras de crin, sus túnicas largas, sus alas de tul almidonado donde las plumas habían sido exageradas con tinta china, una a una.

Doña Carmen encontró al notario, don Simón, vestido aún con la levita y los botines de la procesión. Era un hombre grueso, de cara sonrosada y redonda, frente enorme y una barbita que le envolvía como una pelusa vegetal, el óvalo del rostro. La habitación estaba entornada con persianas verdes, y el notario hablaba tan suave que sus palabras producían más confortabilidad aún que las numerosas butacas de la casa. Sin embargo, don Simón no pudo ocultar un gesto de disgusto:

—Ya le escribí que, según el testamento de don Santiago, «San Rafael» pasaba, forzosamente, a usted.

Pronunció el adverbio «forzosamente» cerrando los párpados, como si le hiciera daño la luz de oro que filtraban las persianas.

—Bien —repuso doña Carmen—. Pero me gustaría consultarle varios asuntos, como hacía mi marido. Quieren arrendarme la finca colindante a «San Rafael». ¿A usted qué le parece?

Don Simón estuvo un rato quieto, beatífico; contaba las rayas de la luz de la persiana. Por último se levantó:

—Señora, yo fui muy amigo de su marido. Perdóneme si le molesto, pero usted comprenderá… Me sería muy difícil aconsejarle nada.

Doña Carmen fue, después, a casa de don José, el juez. La hicieron pasar ceremoniosamente a una sala con los muebles forrados de dril incoloro. En la consola, dentro de un fanal de cristal, había un ramo de dalias construidas con conchas marinas sonrosadas. La familia debía almorzar, porque se oía, a través del patio, el tintineo de los cuchillos y tenedores. Don José salió sacudiéndose unas miguitas de pan en la solapa.

—Señora —habló, nervioso—. Mi casa se honra con su presencia; pero debió tener en cuenta que yo fui amigo de don Santiago que en paz descanse.

—Por eso vengo a verle.

Don José sonrió con esfuerzo:

—Señora… Yo le rogaría que evitase esta penosa conversación…

Estaba en pie, y doña Carmen se levantó mordiéndose los labios.

El párroco se revestía en la sacristía para un bautizo. La Iglesia estaba aún llena del olor de incienso del Corpus.

—Hija mía —explicó como si tuviera prisa—, aquí todos queríamos mucho a don Santiago, y todos sabemos que la gran pena de su vida fue usted. Doña Carmen volvió al coche muy seria. Pero cuando Gregorio azuzó los caballos, se derrumbó en el asiento y lloró. Gregorio puso el coche al galope. «No se debe ver llorar a una mujer así» —pensaba.


Una de las noches, antes de que se agotaran las lechuzas, doña Carmen recordó su vida punto por punto.

Primero su casamiento con Santiago, después de aquel primer novio que ella tuvo y recordaba como una de esas historias que se leen de niño y que, al final, no se sabe si ha ocurrido en realidad o si se ha leído. El matrimonio fue hecho entre las dos familias: el padre de doña Carmen habló con el padre de don Santiago, que todavía vestía casaca azul y zapatos con hebilla de plata. Don Javier accedió, y la boda se celebró con la pompa que tienen las bodas cuando las familias se sienten contentas. Doña Carmen recordaba los días del noviazgo, cuando don Santiago venía puntualmente, a las seis de la tarde y, luego, en la galería alta de cristales, jugaba con su padre y el administrador al tresillo, y charlaban de fincas y de cacerías. Solo algunas veces, cuando tardaban en encender las luces, o los sábados, mientras su padre y don Luis salían a liquidar los sueldos, don Santiago apretaba por encima de la mesa, la mano de doña Carmen, una mano blanca y excesivamente fina.

—Iremos a vivir a mi casa de la ciudad —decía.

Doña Carmen cerraba los ojos. Le gustaba aquella voz tranquila, opaca, como hecha para oírse en voz baja.

—Tendremos muchos hijos ¿no crees? El primero se llamará Santiago, como yo. El segundo, Javier, como tu padre.

Luego, los dos primeros años del matrimonio. Don Santiago no salía de casa. Fumaba después de comer y, más tarde, subía a llenar sus cartuchos o a repasar las cuentas, los pies junto al brasero de picón de chaparro que quemaba las piernas. Algunas veces preguntaba solícito, sobre todo los días de lluvia o de invierno, cuando la casa era más acogedora:

—¿No sientes nada?

—No. Nada.

Doña Carmen sabía que su amor mudo, casi de perro a amo, no era bastante para aguantarlo quieto, y pensaba qué hacer delante de los ojos de él, para que continuara su felicidad, para que siguiera allí, eternamente, los pies en las alas del brasero encendido.

—Padre —había dicho una noche, de niña, en aquella casa donde se crio, grande, destartalada, llena de habitaciones vacías y de ventanas sin madera—, yo no sé expresar mis sentimientos.

Don Javier, que solo sabía ordeñar sus olivos, había sonreído.

Ahora, se sentía helada, inexpresiva, sin palabras, como un árbol al que no acaban de brotarle las hojas. Muchas noches, cuando se despertaba y veía a su lado a don Santiago, despierto, los ojos en el balcón por donde entraba esa luna gris de la ciudad, tenía deseos de decirle algo afectuoso, de decirle cómo estaba allí, en la cama, atada a su voluntad por los años y los años, pero era imposible. «No sé hablarle —se decía—. No sé hablarle». Sin embargo, fue la tarde aquella, después que el médico traído de Madrid les comunicó solemnemente que ella no tendría hijos nunca, cuando la tranquilidad se derrumbó. A la cena, don Santiago pidió el coche para dar una vuelta por el casino.

—No sé lo que pasa por el mundo —dijo a su mujer, como si se disculpase.

Una semana después, no vino a comer. Un mes más tarde dijo que iba a una montería y estuvo quince o veinte días fuera de casa. Doña Carmen los recordaba, uno tras otro, despierta en la cama, todavía no acostumbrada a dormir en el sitio de él. Pero doña Carmen reaccionó como si hubiera vivido en su casa de niña: se metió aún más dentro de sí misma, se hizo aún más inexpresiva, más callada, más fría; y fue entonces cuando el orgullo le hizo pensar que él tenía mucha más edad que ella, y la cosa no tuvo ya remedio.

Por los criados, y como si oyera hablar de otra persona, se enteraba de las aventuras de su marido. Jugaba y perdía, tuvo varias queridas y no le importaba pasearlas. Una vez era una mujer pequeñaja, vivaracha, provocativa, con ojos como insectos; otra, fue una écuyére del circo que había llegado de París con ocasión de las ferias. Doña Carmen tuvo el valor de ir a verla al circo. Tenía la cabeza pequeña, las piernas largas y doradas en la malla rosa. Parecía un jacinto. Doña Carmen pensó que aquella cabeza dorada como la de un icono, la despeinaba su marido.

Sin embargo, las relaciones por fuera continuaban perfectas. Don Santiago almorzaba en casa, puntual como un reloj, todas las mañanas, a las once. Bajaba arreglado y se mostraba obsequioso, cortés, incluso charlatán, como si temiese que la conversación derivase por donde él no quería.

Fue en uno de estos almuerzos. Doña Carmen recordaba los gestos, las palabras exactas, podría decir incluso cómo estaba cruzado el cuchillo de plata en el plato de él.

—Llevo varios días pensando en la hija de mi amigo Luis. Sola y sin nadie.

—¿Y por qué no la traes unos días?

—Eso mismo pensaba yo; pero no me atrevía a proponértelo no fuera a molestarte la muchacha en casa.

Doña Carmen pensó si acaso no había sido todo preparado de antemano: la llegada de Gertrudis, su manera de introducirse en la casa, sus primeras conversaciones con ella…

Gertrudis era una mujer hecha y derecha, de grandes ojos negros, profundos y brillantes como esas manchas que nacen en el fondo de los espejos antiguos. Los labios finos, apretados, el cuello suave y largo, la piel morena y mate; de toda ella se desprendía una brisa femenina, joven, que contrastaba con el aire un poco cansado, varonil quizá, de doña Carmen. Salían las dos juntas y se hicieron grandes amigas. Doña Carmen confiaba en ella y le contaba sus secretos, esas cosas que no se cuentan más que a una persona sola. A don Santiago debió pasarle lo mismo. Le gustaba sentarse a su lado y aspirar ese perfume infantil que irradiaba y que le rejuvenecía, como cuando uno se sienta al lado del mar.

Una noche, doña Carmen que bordaba, levantó los ojos y se encontró que los dos, Gertrudis y don Santiago, se miraban. Gertrudis se dio cuenta y bajó los ojos. Después se puso encendida. Doña Carmen pensó, ahora, que fue el color de las mejillas de Gertrudis lo que la hizo ponerse en guardia. En el fondo, Gertrudis iba a los brazos de don Santiago como esos insectos que, de noche, entran en la habitación y se estrellan, una vez y otra, contra el tubo de cristal del quinqué.

Otra noche doña Carmen fue al cuarto de Gertrudis para pedirle algo. Se detuvo suspensa, en la oscuridad, cerca de la puerta. Le pareció oír dentro la voz de su marido.

Sin embargo, todavía no existían más que suposiciones. Hacía falta una prueba definitiva. Doña Carmen temía encontrarla, porque comprendía que entonces aquella felicidad parcial, de rechazo, a la que se aferraba —don Santiago no salía de casa y, por lo menos, lo tenía durante el día, aunque de noche fuera de Gertrudis—, iba a romperse para siempre.

Un amanecer, no pudo más. Salió a la galería. Presentía ya el fin, como se presiente en las novelas cuando faltan diez páginas. No tuvo que esperar mucho. Se abrió la puerta del cuarto de Gertrudis, y salió don Santiago. El diálogo fue rápido, en voz baja, como si temieran despertar a Gertrudis:

—Lo sabes ¿no?

—Sí. Vete.

—Lo siento, Carmen. Y lo siento porque, en el fondo, te quiero.

—No me hables… ¡Vete! ¡Vete! Que no os vea más.

Estaba muy pálida. Pero antes de que él la viera llorar, salió corriendo hacia su cuarto y se encerró allí. Aquella mañana se marcharon los dos. Doña Carmen oyó todos los ruidos de la marcha. Los bisbíseos en el pasillo, el arrastre de las maletas, los pasos quedos de ella, los pasos de don Santiago por la escalera, el coche que se alejaba por la calle…

Se marcharon a Sevilla y se inscribieron en el hotel como hermano y hermana. La idea se le ocurrió a don Santiago en el viaje del tren. Doña Gertrudis no podía soportar la mirada de curiosidad que rodea a los amantes.

—Serás mi hermana —dijo don Santiago aquella noche, en alta voz, con ese extraño goce que produce acercarse sin miedo a los que llevan mucho tiempo besándose secretamente.

Al poco tiempo don Santiago propuso marcharse a «San Rafael», una finca olvidada de su mayorazgo. A Gertrudis le entusiasmó el proyecto.

—Seré tu hermana mucho mejor que aquí.

—Todos te respetarán como te mereces —repuso don Santiago, que pensaba, otra vez, en sus escopetas y sus perros.

Día tras día, doña Carmen supo de ellos. Sabía que ella pasaba por su hermana ante todo el mundo y que don Santiago se había hecho labrador en «San Rafael». Supo también que don Santiago había dejado entrever en las conversaciones con sus contertulios, que se había separado de ella, de su mujer, porque doña Carmen le hacía la vida imposible.

Doña Carmen pensaba que ella podía haber tomado un coche y caminado hasta «San Rafael». Pero ¿para qué? Ella esperaba el aburrimiento, la vejez de don Santiago.

—Se compadecerá de mí y volverá. Entonces, lo tendré para siempre —se decía a sí misma.

Pero ahora todo había pasado, y ella estaba allí, en la misma habitación donde ellos se besaron tantas noches, escuchando las lechuzas aletear por encima del techo raso.


Doña Carmen reformó el caserío del cortijo. Mandó traer una familia de albañiles de Puerto Serrano, los Ayuso, que habían levantado todas las grandes casas de la región, y, bajo su experiencia, tiró los techos y levantó los muros cuatro o cinco metros. «No quiero ahogarme» —dijo a Juan, el mayor de los Ayuso, que dibujaba sobre las paredes la silueta del futuro cortijo.

Los carros fueron por vigas a Utrera, vigas de pino de Flandes tan curadas que parecían de cedro. Otros trajeron tejas de Arcos, tejas cocidas con el ramón de los chaparros. Se terminó el piso de arriba, y la fachada, con las ventanas y los cierros simétricos, tomó un aspecto imponente. Dos carpinteros, durante dos años, hicieron las puertas, los bastidores, las ventanas, todas pintadas de color ocre. Al final, doña Carmen, delante del caserío, en un pedazo que había servido para trillar los guisantes y donde Encarna, la mujer de Gregorio, el aperador, tenía las macetas y las plantas de alhucema para los sahumerios, levantó una tapia, cerrada de una verja de forja de hierro macizo que entonces costó dos mil pesetas y hoy costaría cien mil. Dentro de él, sembró un jardín. Vino de Jerez un jardinero, un hombrecillo extraño que en la gañanía comía en escudilla aparte y los domingos salía solo por el campo, en busca de hierbas medicinales para los dolores de muelas y las ciáticas. Utilizaba, después, en su trabajo, recetas que había recibido en herencia de su abuelo, y que ahora solo encontraríamos en los libros de agricultura del siglo XVI: por ejemplo, enterraba ajos como colmillos de jabalí, en el mantillo, junto a los rosales, o los regaba con una infusión de hoja de oliva para alejarles la humedad y para que parieran rosas grandes siete meses al año. Él enseñó a doña Carmen el vicio de injertar rosales. Se les abría con una navajita una incisión, se les separaba la corteza verde, y, en la carne viva, se le introducía otro pedacito de corteza del rosal injerto con una yema encima. Luego, se cosían los dos, dándoles vueltas con un hilo y era como si se clavara un trozo de piel debajo de la piel, y aquel trozo produjese brazos o piernas de distinto matiz, pero con la misma sangre. A doña Carmen le temblaban las manos.

Cuatro pipas de latón, cada una de trescientos litros, vinieron de «El Caballo», la vieja guarnicionería de Sevilla, para regar el jardín. Las cuatro iban mañana y noche, ante la desesperación de Gregorio, a los pozos cercanos: el de la Niña, redondo como un morabito y donde lavaban las mujeres; el del Espino, en medio de los trigos, y el de las Siete Fuentes de donde manaba siempre un hilillo de agua, incluso los veranos muy largos, y los años secos, al pequeño río con galápagos y patos salvajes, que circundaban la finca.


Doña Carmen oía lejanamente las explicaciones de Gregorio cuando salían al campo, sobre la vereda gris, a ver cómo iban los sembrados. Doña Carmen tuvo, desde el comienzo, una preocupación: aumentar las yeguas. «Es una locura» —decía Gregorio, cuando se le ordenaba sembrar alcaceles en Enero, en tierras paniegas y fértiles. Pero empezaba a admirar a aquella vieja recia, que mandaba en voz baja, apretados los dientecillos de ratón, terca y segura, como si hubiera pensado mucho las mismas cosas.

Gregorio tuvo que ir de feria en feria, con el cinturón hinchado de onzas de oro, para comprar las mejores yeguas. Pronto tuvo la mejor yeguada de la región, y ella se llenaba de orgullo oyendo sus cencerros y las voces de los veladores, de noche, desde su balcón. En verano cuarenta yeguas trillaban en la era emparvada, detrás de la casa, con cuatro trillos, sin confundir los trillos. Los sementales vivían en la cuadra oscura todo el día y solo salían dos veces a beber agua fresca y verde del pozo. Las yeguas grandes, panzudas, quietas, de cabeza pequeña, las venas señaladas en el cuello y en los hijares, levantaban la cabeza, los miraban y, luego, volvían al pasto. «Deben tenerles miedo» —pensaba doña Carmen.

Era también terriblemente difícil criar los potros. El potro está lleno de peligros constantes: se puede abrir de pechos, los gañafones, la boca. Los sábados venía el veterinario, la única persona de alguna importancia del pueblo que era recibida en «San Rafael». Gordo, con un bigote negro y unas botas de elástico azul, luchaba con los gañanes para reducir los potros enfermos, porque nadie puede adivinar, hasta no verlos, la fuerza que puede tener un potro de cuatro meses.


A los tres años de vivir doña Carmen en la finca, vinieron los dos años más duros de sequía que conoció el campo. Fueron dos años donde no llovió más que en Diciembre y de mala gana. El primer año, la cosecha fue buena, porque, en Andalucía, los años buenos para el trigo son los secos. Pero no hubo aceituna y, en los alcornocales, la bellota se cayó antes de que llegaran los cerdos. El segundo año, la raspa no dio espiga. Las yeguas, los cochinos, las dos piaras de ovejas, tuvieron que bajar de la dehesa por Febrero a comerse el sembrado. Gregorio extendió alrededor del caserío el ramón de los olivos.

—Voy a tener que poner un guarda a las Siete Fuentes.

Gregorio sumaba mentalmente el agua que le hacía falta para la finca. Las vacas, dos cubos por cabeza; los caballos y los mulos, uno; las ovejas, medio; los cerdos, fango.

—Ese jardín bebe como cien vacas.

Un día Gregorio no pudo aguantar más y entró en el jardín, dándole vueltas al pavero negro.

—Señora, este agua…

Doña Carmen, sentada en la butaca de mimbre amarillo le atajó:

—Gregorio, solo me importan las yeguas y el jardín. Ya lo sabes.

El segundo año no hubo paja. En Mayo quemaba el aire, y las dos o tres tormentas que se abatieron sobre el cortijo fueron secas, y los relámpagos restallaban como látigos amarillos. En el Pozo de la Niña se empezaron a ver las paredes del fondo y solo había agua al amanecer. Los nidos de los vencejos, como se hicieron sin barro, no podían resistir el peso de los gurriatos y caían de las vigas. Fue un año de lagartos. Estaban en todas partes, dormitando, gordos, lentos, como si los alimentara el sol. El río se secó a trozos y se podía andar sobre las piedras del cauce. En los charcos, los peces se apretaban y la vida transcurría frenética. Pero, en Junio, el agua estaba ya podrida, y los chiquillos, todas las mañanas, venían con la noticia de que los galápagos y los peces aparecían boca arriba con la panza blanca hinchada.

Solo el arroyo del pie del cortijo corría aún gota a gota. A él acudían las cigüeñas y los animales. De noche, los pastores contaban que bajaban los tejones, los zorros, los gatos monteses. Una mañana, en el cielo azul aparecieron docenas de cigüeñas. Venían al olor del arroyo vivo. Las cigüeñas del caserío castañearon furiosas. Doña Carmen mandó que se las espantase con tiros de escopeta.

En el pueblo, los obreros, desesperados, apedrearon el Ayuntamiento. Doña Carmen dispuso que los cien obreros que dormían en la finca, no volvieran a ella, y recibieran los sueldos en sus casas, como si tal cosa. Todos los sábados subía Gregorio por el dinero y lo encontraba contado ya, en pequeños montones de cincuenta.

En Agosto, doña Carmen mandó cortar el arroyo para llenar las pipas. No hubo jamás rosas como las de aquel año. Tenían todos los jugos de la tierra, que habían acudido lentamente a aquel pedazo de tierra que se regaba. Les pesaba el perfume como si fuese almíbar.

Gregorio adelgazaba todos los días. Montaba a caballo desde el amanecer, galopando el término, las aletas de la nariz dilatadas, a la busca del agua. Soñaba con ríos enormes de agua poderosa. A media noche, mandaba las ovejas hacia los ríos de la provincia limítrofe, pero las ovejas se quedaban por el camino. Una tarde, bajó el porquero, silencioso, puso el largo látigo de tomiza sobre la mesa y dijo:

—Gregorio, los cochinos no se levantan hoy.

Gregorio anduvo como un autómata y entró en el jardín sin pedir permiso.

—¡Doña Carmen, esto es una Inquisición!

Doña Carmen leía en su butaca de mimbre un libro que había encontrado arriba, en el armario de su marido. Era el libro de Agricultura de Abu Zacarías, editado por Banqueri el año 1878. Le gustaba leerlo, porque parecía escrito por un hombre extraño que criaba su jardín también en una atmósfera de fuego. Estaba lleno de noticias deliciosas pinchadas en las páginas con alfileres: «Hay albahaca de tres clases»; «el jazmín conviene plantarlo en Abril, de rama criada el año anterior y regado hasta que prenda». El arrayán «sufre» mucha agua. «Los rosales son blancos, leonados, encarnados, de color de lapislázuli o celestes por fuera y leonados por dentro».

—¡Esto es una Inquisición! —repitió Gregorio.

Doña Carmen pensaba que había leído que algunos reyes árabes criaban jardines en medio del desierto, con rosas rodeadas de arena y de sed. «Desde la sierra —pensaba— mi jardín se verá como uno de esos palacios, rodeados por el desierto de los barbechos encendidos y tostados como pan frito». Gregorio —preguntó, por último— ¿tú no has tenido nunca caprichos?

Sin embargo, aquel verano despiadado, interminable, como un castigo bíblico, era excesivo para sus nervios. El calor no la dejaba dormir de noche, y una madrugada oyó los bueyes de la estancia que mugían de sed. En la hoja del almanaque venía casualmente el tiempo que los seres animados pueden vivir sin beber agua. Un pájaro: 9 días. El hombre, 12. El perro, 20. La culebra —«la culebra de los graneros» recordó doña Carmen— 800 días.

—Esa no pasará sed.

Cuando vino Septiembre, doña Carmen estaba enferma y se levantaba muy poco de la butaca del jardín. Una extraña sensación de angustia la envolvía, y la idea de que nada podría vivir pasaba una y otra vez por su cabeza, como si Gregorio se la hubiera insinuado.

El ruiseñor que se destrozaba en el naranjo del patio, de cuando en cuando, sobre todo cuando las notas eran más transparentes y altas, se quebraba en un croar que recordaba las ranas. Por si fuera poco, los rosales fueron invadidos por una plaga de pulgones verdes, pequeñitos, que se fijaban en los troncos y chupaban la savia. Una tarde, doña Carmen recogió en su habitación una golondrina agonizante.

—Tiene sed —dijo Gregorio—. ¡Este año hasta las ranas van a dar dos pesetas por un vaso de agua!

Doña Carmen descubrió con horror que hasta las golondrinas tenían la cabeza llena de piojos.

Fue precisamente ese día cuando doña Carmen dispuso que engancharan el coche, y trajesen a Manuel, el corredor.