Capítulo VI
Y EN JUNIO, DON JOSÉ bajaba las escaleras del cortijo a saltos.
—Gregorio, la señorita está mala.
Gregorio entró en la cuadra, sacó las mulas y las enganchó al coche calmosamente. Fue la primera vez, durante cinco años, que don José le gritó:
—¿Por qué andas tan despacio? La cosa no es para juego.
Gregorio no repuso nada, subió al pescante y arreó los mulos. Luisa estaba en pie, en su habitación, quejándose suavemente. Encarna le apretaba la cintura con las manos; luego bajó a la cocina para preparar un cocimiento de canela.
Dos horas después llegó el médico. Era un viejecito muy simpático que había visto nacer, durante cuarenta años, casi todos los chiquillos del pueblo, incluso a Luisa. Gregorio trajo también una botella de coñac y la puso sobre la mesa. Don José la descorchó tembloroso y bebió dos copas seguidas.
Gregorio sonrió:
—No se ponga usted así, don José. Hay que echarle valor.
El niño no vino hasta el amanecer. Durante las once horas de espera, don José paseó por la habitación del piso bajo. A lo largo de la noche, Encarna y las criadas y las mujeres del yegüero, del porquero, del pastor, que acudieron enseguida con ese misterioso sentido de humanidad que tienen las mujeres en el trance, bajaron y subieron las escaleras corriendo. Doña María vino también, en su coche, con una criada vieja, ama de Luisa. Gregorio se acercaba de cuando en cuando a la puerta, y contemplaba los paseos de don José.
—Don José, que se va usted a poner malo…
Por fin, ya con la luz del día, don Luis el médico, bajó las escaleras, sonriente. Por vez primera tuteó a don José.
—Anda, sube. Ya tienes un hijo.
Don José subió apoyándose en el pasamanos. Llamó, tímidamente, a la puerta de la habitación. Luisa estaba desencajada sobre la cama, los labios hinchados, el pelo pegado al rostro por el sudor. A su lado, sobre la almohada, había un paquete de telas y dentro una cabecita cubierta de diminutos granitos rosas. Parecía un trozo de carne. Solo los ojos brillaban con un raro fulgor cuando los abría, pero los cerraba, instantáneamente, porque la luz le molestaba.
—¡Luisa! ¡Luisa! —balbuceó luego, vencido, las dos manos sobre el embozo de la cama, sin importarle que lo vieran.
Pero Luisa se durmió profundamente, con el cansancio, con el sopor de quien ha corrido treinta kilómetros.
Las noches siguientes fueron malas. Ninguno de los dos dormía. El niño lloraba, y Luisa intentaba acercarlo al botón del pecho. Sin embargo, los dos sentían una felicidad, un goce insospechado. Don José oía respirar a su mujer al lado suyo, fajada como una momia, y luego contenía la respiración para oír la del niño.
—¿Respira? —preguntaba a su mujer.
El niño lloriqueaba o se movía.
Entonces don José notaba una tranquilidad extraña. «Vive. Vive» —se decía, y se estiraba dentro de la cama, con una sensación de beatitud desconocida.
Después del bautizo, doña María trajo la noticia, como la cosa más natural del mundo.
—¿Sabes que Luis pretende a Consuelito?
Una tarde vinieron a «San Rafael» ya novios. Merendaron arriba los cuatro. Consuelito charlaba, como siempre, asistida por la mirada admirativa y seria de Luis.
Luis no miró una sola vez a Luisa. En Andalucía, el casamiento es una línea decisiva. Luisa pertenecía a su marido para siempre y quedaba olvidada, lejanísima, imposible para los demás.
Consuelo, en cambio, empezaba a querer a Luis. El amor en la mujer es una corriente de agua que puede dirigirse o encauzarse para donde se quiera. Además, Luis la había ganado por la lástima.
—Pobrecillo Luis. Se ha quedado tan solo —repetía incansable.
Aquella misma tarde, mientras José contaba la calderilla de la esportilla de la que se pagaban los jornales, Luisa se le acercó.
—José —dijo—, yo quiero que ahorremos para el niño.
Don José contaba las perras gordas, pesadas, de color verde, en montones de diez.
—Yo quiero que sea más rico que Luis.
José envolvía las pesetas contadas en papel de estraza, para facilitar los pagos.
—Lo será, Luisa, lo será. Mejor dicho, ya lo es.
A la noche, cuando el niño despertó llorando, don José no pudo dormir más. Se pasó la madrugada pensando que con diez o doce cosechas buenas de «San Rafael» habría dinero para comprar un nuevo cortijo.
Pero siempre ha sido difícil hacer dinero, lo que se llama dinero, en el campo. Don José contemplaba aparejar su apero, a la salida del sol, desde la ventana de su cuarto, acabado de afeitar, con el primer cigarro liado del día entre los dedos. Los yugos de acebuche con las costillas de chaparros, los collarines para el carro, de piel de bestia, piel de tambor rellena de paja de centeno, que es la paja más fina. Después, ya sobre el caballo, veía caer el grano en la tierra, abierta cada año con más cuidado. Don José fue el primer propietario de Andalucía que trajo un arado Brevans al campo. Un enorme arado de hierro al que había que enganchar cuatro bueyes de los más robustos. Pesaba tanto que los bueyes enfermaban al año. Fue el caso de «Redondo», el buey colorado, famoso en la campiña, porque en un herradero, toreado para divertir a la concurrencia, levantó él solo con los cuernos el break donde permanecían 30 personas.
El grano quedaba quieto hasta que escuchaba llover.
«Ahora despierta» —se decía don José, en Octubre, cuando oía los pasos descalzos de la lluvia sobre los techos. El agua debía poner en marcha un diminuto aparato de relojería dentro de cada grano, porque se desdoblaba la raíz y aparecía una suave hoja verde, como esos estiletes diminutos que sirven para abrir los libros. Daba la impresión de que se desdoblaban, de que debían estar plegados, empaquetados bajo la cáscara, como los saltamontes esconden las alas fulgurantes, azules y rosas, bajo la quitina.
De noche, don José se levantaba descalzo.
—Vas a enfriarte, José —le decía doña Luisa medio dormida.
—Nada. Nada. Ni una gota —hablaba don José desde la ventana.
Otras veces era lo contrario:
—Sigue lloviendo. ¿Lo oyes? El trigo va a pudrirse.
En Abril, el cortijo olía a pan. Por instinto, los campesinos sabían que es el mes que el trigo dedica al amor. El trigo se autofecunda a sí mismo; esto es, cada flor utiliza su propio polen. Los cereales, como casi todas las plantas útiles, no pueden perder tiempo, y la aventura del amor en ellas es lo más casera, lo más reducida posible. El pimiento, la berenjena, el tomate, la lechuga, también son autógamas.
Después el grano empezaba a concretarse. Al principio era como un líquido blanco, como horchata dentro de cada vaina. Lentamente se solidificaba. Era entonces Mayo y llegaba Salvador, que mandaba los segadores de la sierra.
—¿Cuántos hombres va usted a querer este año?
Don José llamaba a don Fernando, su suegro, y hacían la cuenta entre los dos.
—Salvador, unos noventa.
En el casino, los propietarios reunidos sumaban:
—Con 300 nos apañaremos este año.
Hacia el 20, cuando el olor de la cebada madura flotaba sobre el campo, bajaban los serranos de sus pueblos —Parauta, Juscar, El Burgo—, pueblos entre castaños rojos y valles de limones dulces. El más viejo tendría treinta años y el más joven dieciocho. Muchos de ellos habían cazado la cabra montes entre los pinsapales de Ronda. Bajaban a pie, 600, 700 hombres, como hemos visto en las estampas de Doré en las emigraciones de Historia Sagrada, el patriarca Salvador delante, con su pelo blanco y la vara de avellano totémica, y detrás, veinte o treinta burrillos con los hatos. Cuando llegaban a la tierra llana, se desparramaban por los cortijos y trabajaban de sol a sol, dieciocho horas diarias, para ganar cuatro o cinco duros de plata de jornal que entonces constituía un capital auténtico.
La siega es la faena más dura del campo. El cuerpo va en el aire y todo el peso del trabajo cae sobre los riñones. Bajo el sol terrible, conviene sudar mucho, porque el sudor evaporado refresca todo el cuerpo. Un chiquillo con un burro por cada treinta hombres, transporta cántaros de agua. La medida es un cántaro de agua para cada hombre.
Hubo tres o cuatro años de cosechas malas, y don José gastó los ahorros que doña Luisa guardaba, billete a billete, en la cómoda de doña Gertrudis. Llegó un año que don José tuvo que vender el trigo en verde para pagar la siega a los serranos de Salvador. Vinieron tres o cuatro usureros del pueblo, gentes que le sacaban una opípara renta a cuatro, cinco mil duros, y pasearon el sembrado con el tacto con que la cigüeña caza la cigarra por el rastrojo. Compraron la cosecha a 6 pesetas cuando el trigo estaba a 8. Don José pensó admitir cochinos a la espiga; pero en la feria de Medina donde estuvo a comprar un caballo, cambió de parecer. En la fonda, mientras almorzaba, se encontró con un pariente suyo de Jerez, también labrador.
Charlaron por encima de las demás mesas donde comían tratantes, vendedores de mantas de Grazalema, dueños de circo y cunitas.
—¿Este año no compras cochinos, pariente?
Don José sonrió:
—La verdad, pariente. No tengo dinero y no quiero malvender el trigo.
—Por eso no lo hagas. Cuando termines de comer, ves lo que traigo a la feria y si te gustan me los pagas a la salida de la espiga.
Don José compró los 180. Retintos, largos, portugueses. «Son muy buenos, José» —dijo don Fernando cuando los vio, esparcidos sobre las rastrojeras de «San Rafael»—. «Guárdame cinco machos».
Pero en Julio, les entró la epizootia, la pezuña. No podían moverse, y Gregorio decidió echarles todas las habas de los graneros para salvarlos. Don José no dormía.
—Mal negocio hemos hecho. Criar cochinos es una locura.
Don José había oído contar a don Fernando que un antepasado suyo, a la hora de hacer el testamento, llamó a sus hijos y les recomendó: «Si queréis ser ricos, agarraros al rabo de un cochino».
—Mañana no queda uno. Y son seis mil duros los que tenemos que entregar en Septiembre. Es nuestra ruina.
Doña Luisa despertaba:
—Duerme, hombre, duerme. Vas a ponerte enfermo.
Gregorio sumaba ávidamente las fanegas gastadas:
—Vamos por las 200. Es tirarlas al suelo.
En Septiembre, de los 180 cochinos quedaban la mitad. Don José hizo la cuenta en el librito de papel de fumar, ante la mirada fúnebre de Gregorio.
—Son 465 arrobas perdidas. A 22 pesetas: 10 230 pesetas.
—Ponga usted ahora las habas a 10 pesetas la fanega: 3800 pesetas.
—Hemos perdido unos tres mil duros.
Menos mal que al comienzo del invierno los mulos subieron inesperadamente de 1000 pesetas a 3000. En el mismo campo llegaban tratantes levantinos y catalanes y lo compraban todo sin remilgo. Don José se deshizo de quince a veinte mulos entre lechales y domados.
—Nos hemos salvado de milagro —dijo don José aquella noche a su esposa.
—En el campo vive uno pobre, pero termina rico —contestó doña Luisa sonriente—. Había oído la frase a su padre.
Los mulos vendidos iban a la artillería francesa de montaña, que operaba en los Vosgos. Fue la única noticia en los cuatro años de la Guerra Europea que tuvo influencia en el cortijo de «San Rafael». Aparte, claro está, de los dos nuevos hijos… Ya eran tres: Fernando, como su abuelo; José, como su padre, y María como su abuela. Aunque a María la llamaron Mauca desde que nació.
Don José rebosaba de satisfacción al verlos.
Y gracias a ellos, aquellos fueron los años más felices de «San Rafael». El campo daba todos los años su cosecha y los niños corrían por el cortijo sin salir de él, como si el mundo conocido acabara en las lindes.
—Papá —preguntó un día Mauca—. ¿Francia empieza en el olivar de don José Luis?
Los niños gozaban, sobre todo, los veranos. Los inviernos son largos y hay muchos días tediosos en que nadie entra ni sale del caserío. Pero en cuanto el sol calienta, las veredas se poblaban de gentes, los pájaros volvían a los nidos antiguos, y los sembrados, altos y oscilantes, eran un tesoro de sorpresas, de secretos, de noticias alegres.
—Pepito —avisaba el viejo Gregorio, que aún daba vueltas por los trigos—, ayer llegaron las codornices.
Pero el verano empezaba oficialmente con la aparición de los peladores de ovejas. Venían a finales de Mayo, montados cada uno en un burrito gris, el hato y el pan del costo en el serón, la tijera afiladísima colgada a la cintura. Esta tijera tenía un atractivo especial para los niños. Se les oía «chis chas», «chis chas» en todo el cortijo. Pelaban 30, 40 ovejas cada uno en la cuadra, y el olor a sebo negro dominaba, lentamente, el aroma de la avena, el estiércol y la paja fermentada. Era preciso que la zamarra de la lana saliese íntegra, y la oveja quedaba ridícula con su piel de pollo, como un perro con hambre y con pulgas.
En Junio y Julio las tribus volanderas del verano se sucedían exactamente como las bandadas de pájaros: los alcaravanes, los sisones, las perdices del rastrojo, las tórtolas agosteñas que amaban el calor como las chicharras.
Primero eran los encaladores. Con sus pinceles de caña con brochas de crin, como cola de jaca, el sombrero de fieltro manchado de cal, llegaban a pie de dos a dos y preguntaban:
—Don José, ¿metemos mano ya?
En diez días dejaban el cortijo, hasta las más lejanas dependencias, como bañado en nieve. Dormían en el granero vacío, bajo las ristras de ajos y de cebollas que colgaban del techo. Habían heredado la limpieza de la cal. Doblaban la manta, el cabezal, y ordenaban los enseres. Como buenos albañiles, bebían vino, mientras los peladores preferían el aguardiente seco, sin matalaúva. Cuando se emborrachaban, se contaban unos a otros hazañas de su oficio:
—¡En dos días me encalé la fachada del Ayuntamiento de Villamartín!
Otro huésped del verano era el sillero. Un hombrecito calvo, esos calvos dignos de Andalucía, de cabeza romana, con la calva amarilla y brillante, como de alabastro. Llevaba al cortijo un burro y cinco niños.
Trabajaba metido en el arroyo, cortando la enea, que es una especie de caña tierna y verde, con un hocino muy afilado. Luego, mientras la dejaba secar siete días al sol, subía al cortijo:
—Gregorio, lo tratado… ¿Cuántos asientos hay que echar?
Durante todo el verano vivían además, «permanentes» en el cortijo lo que Gregorio llamaba: «los artistas». El guarnicionero, tan pequeñito, que se alimentaba solo de café; el zapatero, mozo viejo que leía el periódico; el carpintero, que dirigiera la banda del pueblo; el herrero, gordo, con sus gafas, con su camisa azul, los brazos llenos de las picaduras rojas del fuego…
Y por último, casi siempre después de las tormentas, cuando el aire olía todavía a ozono, el tipo más siniestro del verano, Francisco el pellejero. Todos los niños, incluso el más travieso, el niño del yegüero que se atrevía a robar los nidos de los cuervos, se escondían. Llegaba en un burro color de chocolate de enormes orejas, que apestaba a tejón desde dos kilómetros. Las yeguas nada más olerle, enderezaban las orejas y huían enloquecidas. Era un hombre corpulento, vestido con un blusón de tela negra y un bastón redondo amarillo. Compraba las pieles de los animales sacrificados y las regateaba encarnizadamente, mosca a mosca. Estaba muy poco tiempo en el cortijo. Colocaba sobre el burro las pieles cruzadas, pieles de borrego, de conejo, el pellejo del potro que se partió las patas, y luego, seguido de las moscas verdes, a grandes zancadas, desaparecía.