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Capítulo I

¿NO SABE USTED si nos atascaremos en el Salado? —preguntó don Simón Cifuentes, notario, a don Alberto Rojas, labrador—. Esta noche ha llovido más de lo que nos creemos.

—Hace cuatro días se pasaba por allí —contestó este—. Pero más vale bajar por la cuesta. De cualquier modo, Frasquito sabrá por dónde ha de llevarnos. Frasquito, en el pescante, acortó las riendas de las mulas. Era mejor llevar al tiro sujeto por la cuesta, porque los animales resbalaban con el barrillo; sobre todo, la «Beata», acabada de herrar.

Don Manuel Rodríguez, el médico, sacó la mano por la ventanilla del coche.

—Sigue lloviendo.

—Pues ya esto es mucha agua. La tierra está ya harta.

—Lo malo va a ser para volver —añadió don Manuel—. Hay que decirle a don Santiago que las tardes así, no mande el coche.

Don Simón se sentaba enfrente de don José, el juez. Tenían los dos casi la misma edad: más de cuarenta y menos de cuarenta y cinco. Hará unos cinco años que llegaron al pueblo, por la misma época en que el Mayorazgo, don Santiago, decidió también venirse de la ciudad con su hermana Gertrudis, y labrar «San Rafael». Pronto, se conocieron y organizaron una partida de tresillo, una vez por semana, en la finca; después, fueron dos días por semana, y por último, casi a diario. A las tres de la tarde, Frasquito los recogía en el casino. Iban ellos dos y don Alberto a «San Rafael». Jugaban allí tres o cuatro horas y volvían ya de noche. Bastantes tardes se les unía también don Manuel, que gustaba de hojear, mientras jugaban, las Ilustraciones Españolas y Americanas que recibía don Santiago. Los últimos números —de noviembre de 1889— trataban de la Exposición Universal de París, de la muerte de Luis I, de Portugal, de los inventos de un americano: Edison.

—El fonógrafo conserva la voz en un disco —comenta don Manuel—. Cuando una aguja raya la cara de ese disco, vuelven a oírse las palabras.

—¿Y el canto de los pájaros se oye? —pregunta doña Gertrudis.

—Igual… igual.

—¡Habrá de tener, entonces, una garganta muy fina ese…! Ya se me olvidó. ¿Cómo dice usted que se llama?

—Fonógrafo, Gertrudis —decía don Santiago.

Don Simón y don José se enamoraron de Gertrudis, la hermana del Mayorazgo. Uno y otro se declararon a ella varias veces, y los dos tuvieron mala suerte. Sin embargo, no por eso perdieron las esperanzas; su admiración y su amor por ella aumentaba a cada visita.

—Está en todo. No se le escapa ni un detalle. No tiene más que mirar a su hermano para saber qué es lo que quiere. Vive pendiente de él.

—Si no fuera por ella, el Mayorazgo no hubiera podido vivir en «San Rafael». Gracias a su hermana, ha ido enterrando su disgusto en la finca.

Esta era también la opinión de todos; porque don Santiago vive separado de doña Carmen, su mujer. De doña Carmen corrían malas voces. No se sabía nada en concreto —claro está, no la habían visto nunca—; pero los rumores eran muchos. Lo cierto es que don Santiago, un día, cansado ya, se vino con su hermana a «San Rafael», una tierra olvidada de su patrimonio.

—Les presento a mi hermana Gertrudis —dijo a sus amigos, la primera vez que fueron a la finca.

Han pasado los años, y don Simón y don José siguen dispuestos a esperar cuanto sea preciso.

—Mientras Santiago me necesite, me debo a él —contesta siempre doña Gertrudis.

Ahora, Frasquito afloja el tiro a las mulas. Han bajado ya la cuesta, y el coche coge un carril a la derecha. Corren ya por tierras de «San Rafael». En la mitad de un llano, setenta arados, formados en círculo, aguardan a que salga el sol. Es el famoso «caracol» del Mayorazgo, un apero de labranza de ciento veinte bueyes de seis a nueve años, una veintena de mulas cuatreñas para cerrar los cartabones, y más de cien metros de largo desde el gañán de punta al de cola.

Por los últimos surcos abiertos se apelmaza el agua de la lluvia. Andaban sembrando y hubo que dejar la faena parada; pero no se despidió a nadie. A los gañanes se les entrega un par de kilos de pan por cabeza, entretanto no cambie el tiempo. ¡Ha sido una lástima porque no quedaba mucho por sembrar! De las cuatro hazas de siembra de este año hay sembradas tres. La cuarta, nadie sabe cuándo se podrá sembrar. A don Santiago y a Gregorio, el aperador, les disgusta la raspa tardía. A veces, por el contrario, resulta mejor que la otra; mas, en general, a estas tierras les viene mejor echarles el grano temprano. Se crían con más fuerzas, granan mejor las espigas y, luego, empezando pronto, siempre queda verano para la siega.

Desde el coche, don Alberto mira, atentamente, una loma en la lejanía:

—¡Con qué buenos verdes está naciendo ese trigo! De seguro que allí no se para tanto el agua.

La yeguada del Mayorazgo —sesenta y cinco yeguas de vientre— pace, muy cerca del carril, la zulla y las lenguas de oveja de la ería. Los hermosos animales, empapados bajo la lluvia, apenas si levantan sus cabezas del suelo. Son yeguas castañas, cartujanas, zapateras, de grandes flancos, y tordas árabes, finas y pequeñas, nerviosas y ligeras como nubes. El yegüero, al ver cruzar el coche, saluda, ceremonioso, quitándose su sombrero forrado de hule negro.

—No hay mujer más buena que esa —insistía don Simón—. ¿Vieron ustedes cómo, el otro día, cuidaba del reuma de su hermano, trayéndole bayetas calientes?

—¡Y cuidado que don Santiago ha de tener que aguantar! Se necesita de una paciencia de santa… ¡Ojalá yo hubiera tenido una hermana así, capaz de sacrificarse tanto, que otro gallo me cantaría! —tercia don José.

Muy cerca del caserío, les adelantó Gregorio, a caballo. Don Alberto apuntó:

—Vendrá de darle una vuelta a las ovejas. Estarán buenas. La otoñada ha cuajado y la hierba crece por todos sitios. Mis becerros parecen novillos, de gordos.

—¡Más vale así, a ver si se mueve algo la notaría! Porque si no…

Ladraron unos perros y el coche se detuvo. Don Manuel y don José traían sus paraguas; los abrieron y cruzaron todos, rápidamente, el patio del caserío. Don Santiago se levantó al verlos entrar.

—Buenas tardes, señores…

La chimenea estaba encendida, y doña Gertrudis hacía encaje junto a una ventana.

—¡Qué valor, Dios mío! —dijo sonriendo—. Con la tarde que está…

Enseguida, se sentaron alrededor de una mesa y comenzaron la partida, mientras don Manuel repasa la última Ilustración que llegó ayer. Tenía interés por acabar aquello de Edison; pero, lentamente, se queda dormido. La noche pasada había tenido un parto laborioso; tuvo que acostarse casi al amanecer. Apenas cerrados sus ojos, rompió a llorar su hijo más pequeño…

Al despertar, encendían ya los velones.

—¡Vaya sueñecito! —exclamó doña Gertrudis.

—Estaba muy cansado. Y su hermano ¿mejora?

—Pues, sí. Los paños calientes le sientan muy bien.

Un canalón de lata, de los que bajan del tejado, se ha roto, y cae el agua afuera. De la gañanía sale un velador, cubierto por un capote, y se dirige hacia donde pastaban las yeguas. Otro hombre mete a un mulo, cogido por un ronzal, en la cuadra. En la estancia, el boyero comienza a encender los pesados faroles que cuelgan de la bóveda; hay que darles la primera ración de alverjones molidos en la paja a los bueyes de trabajo, que esperan con los belfos húmedos metidos en las pilas de piedra.

Mientras preparan la merienda, don Simón, terminada la partida, se acerca a la ventana. Mira al campo. Llueve. Doña Gertrudis pasa junto a él, Don Simón le mira a los ojos; ella los baja.

—Por favor, ya le he dicho que no me mire así. No me gusta. Vamos a merendar. Mi hermano aguarda.

En el comedor, don Santiago se entusiasma hablando de cacerías:

—Después de todo, he tenido suerte. La veda ha coincidido con mi ataque de reuma.

—Ya me ha dicho su hermana que está mejor —dijo don Manuel.

—Pero ella me agobia con tantos paños calientes. Dígale usted que con un par de ellos, basta.

—¡Sea bueno, don Santiago! —dice don Alberto—. Comentaba, hoy, con el párroco y, después, con estos señores, lo que vale doña Gertrudis.

—Sí, desde luego, es muy buena. Si acaso, un poquitín pesada.

Doña Gertrudis sonríe.

—¡Lo que daría yo por tener una hermana como tiene usted! —añade don José.

—Algún día, la veremos en los altares. Porque…

—¡Oh, sois demasiado buenos! —interrumpe doña Gertrudis—. Haced el favor de callarse, o hablad de otra cosa. Ya está bien ¿no? Huele a grano mojado y a hierba fresca. Un muchacho saca del almacén una espuerta llena de paja; las gallinas saltan para picotearla. Se oyen unos cencerros y unos gritos muy lejanos.

Hay unos segundos de silencio. Doña Gertrudis toma una bayeta amarilla y la sostiene en alto cerca de la chimenea.

—¡Cuidado! Va a quemarse los dedos… —dice, muy bajo, don Simón.

El Mayorazgo lo ha oído y se muerde los labios. Su hermana se inclina y le pone la bayeta caliente sobre un hombro. Es ya de noche. Don Manuel se impacienta:

—Señores, vámonos… Ha empezado a llover otra vez.

—Esperad, un momento. ¿Qué prisa tenéis? Frasquito se sabe el camino de memoria. ¿Queréis jugar otra partida?

—No, don Santiago, esta tarde no es posible. La cuesta resbala mucho.

—Bien, como queráis.

Los cuatro señores hacen una pequeña inclinación ante doña Gertrudis.

Ella pregunta:

—¿Verdad que encontráis mejor a mi hermano?

—Don Santiago no tiene más que mimos. Usted lo cuida demasiado —dice don Manuel.

—No; creed que el hombro le molesta mucho.

—Hasta mañana, doña Gertrudis…

—Buenas noches, señores —ha dicho don Santiago.

Han abierto la puerta. Choca la lluvia sobre las piedras relucientes del patio. Gregorio aparece con un farol, la pelliza sobre los hombros.

—¿Manda usted algo, don Santiago?

—Nada. La noche se ha cerrado en agua. Por lo menos, en tres o cuatro días, no hay quien tire un grano a la tierra. ¿No te parece, Gregorio?

—Tirando corto y si el cielo cambia de cara; pero está el tiempo muy tierno.

—¡Qué vamos a hacerle! Acompaña a los señores.

Se abren los paraguas. Don Simón vuelve la cabeza. Doña Gertrudis sigue de pie, junto a la chimenea. Ahora, los cuatro señores cruzan el patio, muy de prisa, y suben al coche. Frasquito tranquiliza a las mulas que se impacientan.

—¡Quieta «Beata»! ¡«Pastora»! ¡Tonta!

—Mucho cuidado con la cuesta, Frasquito.

—No hay novedad, don Alberto y la compaña —contesta este, mientras remueve con su mano la crin mojada de la «Beata».

Arranca el coche. Don Manuel se santigua, despacio. Ladran unos perros.

—Ya se han ido —dice doña Gertrudis.

Don Santiago se dirige a la puerta de la habitación y la cierra con llave.

—¡Ven! —exclama, volviéndose a doña Gertrudis.

—¿Qué quieres?

—Quiero que vengas.

Doña Gertrudis se dirige hacia él, paso a paso. Don Santiago la coge por los hombros y la aprieta contra sí.

—¡Por Dios, Santiago! Aquí no. Arriba. Pueden vernos.

—Nadie puede vernos. He cerrado la puerta.

—Apaga, al menos, las luces.

Don Santiago apaga el par de velones. Ella, entonces, en la oscuridad, busca los labios del Mayorazgo y los besa, furiosamente, una vez y otra. Continuaban ladrando los perros. En el coche, los cuatro señores seguían haciéndose lenguas de la santidad de doña Gertrudis y de su bondad para con su hermano, don Santiago.


—¿Te ha molestado otra vez?

—No. De verdad.

—De cualquier forma, el día menos pensado voy a llamarle la atención. ¿Qué se habrá creído?

—Que soy tu hermana, como se creen todos. Yo misma me lo creo a ratos también. Llevamos cinco años haciéndoselo creer a todo el mundo.

—Y ha sido lo mejor. Te respetan, te admiran, te quieren.

—Sí. Me suponen santa. ¡Si supieran la verdad! ¡Si supieran que soy tan solo tu…!

—¡Chisss! Habla más bajo. Pueden oírte.

—Algún día se sabrá.

—Nadie lo sabrá. ¿Por qué habrán de saberlo? Mi mujer no ha de venir por aquí… y a la vista de todos vives, honradamente, conmigo.

—¿Pero no volverás a decir que soy pesada?

—¡Bah! Fue para engañarles. Te quiero, te necesito mucho.

La noche ha caído totalmente sobre «San Rafael». Gregorio, el aperador, ha salido a dar una vuelta. Ha soltado los perros —unos, junto al pajar; otro, a la puerta del caserío— y se dirige hacia la estancia. Los veladores —el de las yeguas, el que cuida del «caracol» de los arados— encienden unas lumbres. Hace frío. El pastor se mete en su carromato de circo, varado junto a la red donde se aprietan las ovejas. Un gran silencio envuelve la finca.

Don Santiago, antes de acostarse, mira, una vez más, hacia el cielo. Continúa lloviendo. Mañana habrá grandes charcos de agua en los sitios bajos, y comenzarán a pudrirse las raicillas del trigo. Don Santiago mueve la cabeza; está ya curtido en pasar malos ratos. Antes, a los primeros reveses de la labor, creía que esta iba a hacer agua y a hundirse, como un barco viejo; era el naufragio, el lobo de la ruina enseñándole los dientes. Ahora, acepta los embates con más filosofía. Poco a poco, «San Rafael» le ha ido enseñando a no desesperarse. Para tratar con la tierra hay que saber esperar y no darse nunca por vencido. Hay que tener, además, confianza en que el día menos pensado llegará el milagro de la granazón, y los sembrados, de pronto, se convertirán en mares amarillos, y las espigas se hincharán como si Dios las soplase desde dentro.

En el campo, cada día, siendo igual a los demás, trae algo diferente, y las horas vuelan, muy rápidas, como perdices asustadas. Cambió, al fin, el tiempo, y pudo sembrarse el haza que quedaba. Don Santiago vino a caballo para ver desperezarse el apero de sus arados sobre la tierra. Arrancó el gañán de punta, dejando una raya muy derecha; los demás le siguieron. Crujían los yugos y los engeros en sus balsones de cuero gastado; los gañanes paraban con frecuencia para limpiar las orejas de las cuchillas con sus rejadillas puntiagudas, y acortar el engero retrasando la lavija, porque la tierra estaba muy pesada todavía y se pegaba mucho. Los bueyes, lentos y solemnes, avanzaban despacio, entre un incienso de vahos; brillaban con el sudor los lomos curvados de las mulas, tirantes los nervios del cuello como si fuesen a saltar.

Dándole vueltas al apero, el arreador cuida de que los gañanes no cojan el surco abierto y vaya toda la tierra removida. Es preciso tapar, abrigar el grano que hacen llover a golpes espaciados e iguales; un grano menudo y rojizo, como el ojo de un pájaro pequeño salpicado en sangre. El trigo colorado se daba en estas tierras negras, ya tardías; los padres salían con fuerza y ahijaba mucho, sobre todo si se sembraba espeso. Cada trigo tiene su carácter, y este era un grano fuerte y bronco, deseoso siempre de abrazarse a la tierra.

Hacia el mediodía, el arreador ordenó detenerse el apero. Formaron un círculo con los arados y metieron los animales dentro de él. En «San Rafael» se revesaba en casi todas las yuntas; se domaban novillas y mulas cada año. «Los pellejos a las Ferias» —decía Gregorio—. «La mula que no tenga la edad en la boca, aquí no sirve».

El revero revisa las colleras, echa ceniza en las mataduras en carne viva, y pone el yugo en el cuello de los nuevos animales; entretanto, el aguador quita la corcha de la boca de los cántaros y los gañanes, de pie, alrededor del perol humeante que ha traído el gazpachero, comen según la ley del campo: una cucharada y un paso atrás.

Don Santiago tira de las riendas de su caballo, y vuelve hacia el caserío. Viene contento el Mayorazgo; en cuatro o cinco días el haza quedará lista. Pero no todas son buenas noticias en «San Rafael». Una mañana, por ejemplo, de este invierno, Gregorio le despierta con la novedad de que una piara de cerdos que va a llegar del monte, viene con pulmonía. Rápidamente se levanta don Santiago.

—¿Pasa algo? —protesta doña Gertrudis con sueño enredado aún en las pestañas.

—¡Los primales! ¡Lo que nos faltaba!

—¡Válgame Dios! ¡Y qué mala suerte!

Don Santiago baja a la cuadra y allí se separan dos burros viejos —«Carasucia» y «Amapola»— para apuntillarlos. Son carcamales que se mantienen exprofeso por si llega este caso. La carne de burro es rica en nitrógeno, y no se conocía otro remedio más eficaz, ni había, entonces, sueros ni vacunas preventivas.

Los burros tiemblan como si supieran lo que va a pasarles. A la fuerza han de sacarlos a un claro delante del pajar. Allí, el propio yegüero les parte la nuca con un clavo afilado. Los animales se derrumban y agitan en el aire sus patas; después se van quedando rígidos, el ojo abierto, inmóvil, al penetrar bajo su piel el yeso seco de la muerte. A media mañana llega la piara enferma. Los porqueros restallan sus látigos; vienen pálidos, de verlos caer en las coladas. Los cerdos tosen, las orejas gachas, tambaleándose; han bebido en el pozo, porque les ahoga la fiebre.

—Quemar el dornajo —ordena don Santiago—. Y los lechones y las puercas que no salgan de la zahúrda. Comenzaron a morirse hace dos días y vienen ya cuarenta y dos menos; veintiuno se han quedado en el camino.

—Quedan ciento sesenta y nueve —comenta Gregorio.

—¡Si consiguiéramos cortarla! Pero va a ser difícil. Los ha cogido de lleno.

—Ha entrado muy fuerte, señor —balbucean los porqueros.

A latigazos acercan la piara a los burros muertos. Se oye gruñir a los cerdos, tal si fueran buitres sobre la carnaza. Una hora después quedan unos esqueletos tan solo. Los primales, ahítos ya, se tienden bajo un sol tímido que golpea en sus panzas. Gregorio se saca un pañuelo de cuadros de uno de los bolsillos de su pelliza y se seca la frente. Pero, por la noche, quedan ciento veintiocho.

Luego, se compensaba aquello con la buenaventura de la preñez de las yeguas —¡treinta y dos, nada menos, aquel año!—, y se olvidaban los disgustos. Pronto, el trigo tiene palmo y medio de alto, y las mujeres rascan los sembrados desde el amanecer. Llegan hasta el caserío las voces del manijero de la escarda, que riñe a las mujeres porque no doblan, lo suficiente, la cintura. Es implacable este manijero como un sol de Agosto y con él no hay páseme usted el río.

—La mujer que no trabaje, a la cama —dice, mascando cada palabra como si se tratara de una libra de tabaco de Gibraltar.

Doña Gertrudis se horroriza al oírlo:

—¿No podrías decirle que no riña tanto? Son casi unas niñas.

—¿Niñas? La que más y la que menos, ya ha tenido mellizos, señora —contesta el manijero, honradamente.

—¡Cállese! ¡Qué barbaridad, Santiago! No sé cómo lo aguantas.

Don Santiago mira cómo los arados despellejan la gramilla que crio el invierno en los barbechos, antes de enterrar los garbanzos, las habas y los alverjones. De noche, la gañanía anda revuelta con la presencia de las mujeres, tan cerca; las mujeres se inquietan también, mientras se dan bromas al oído.

—Nada; prefiero tratar con alacranes —repite el manijero.

Los días son ya más largos. El sol, al nacer, semeja encendido, en el horizonte, la cresta de un gallo de pelea. A medida que sube, se buscan las primeras rodajas de sombra para tenderse. Doña Gertrudis pasea por la finca y se asoma al pozo; le gusta mirarse en el agua.

Por las mañanas, muy temprano, don Santiago sale a tirar unos palomos. Es Mayo y la tierra está cansada de soportar la noche encima. En cuanto callan los gallos, el día se precipita sobre «San Rafael». Doña Gertrudis también gusta, entonces, de levantarse al alba. Salta de la cama, anda de puntillas, descalza, sobre los ladrillos que se aljofifan diariamente, y abre, de par en par, el balcón. Como un canasto de naranjas que se volcara, así entra la luz dentro de su cuarto. Se siente acariciar por la luz, igual que siente rozar la seda de la camisa sobre su carne.

Un criado acompaña a don Santiago, llevándole una silla. Los palomos parece que nadan por el cielo celeste del amanecer. Suben, bajan, se esponjan en el vuelo, como colgados por unas cintas invisibles. De vez en cuando, un disparo desgarra una de estas cintas, y un palomo cae, manchadas de sangre las plumas del buche. «Antares», el lebrel del Mayorazgo, corre hacia él, y lo trae, aleteante, una gota roja, la última fresa de la vida, en el pico. Don Santiago aprieta con el dedo pulgar, ligeramente, el dedal del corazón, escondido bajo las plumas, y el palomo dobla la cabeza, inmóviles los ojos amarillos.

Doña Gertrudis cierra los ojos al oír cada disparo. Don Santiago intenta justificar la cacería:

—Tenemos demasiados palomos. No caben ya en el palomar. Todos los palomos del término se han ido a vivir a «San Rafael». Doña Gertrudis suspira y piensa en el caldo de pichones que va a tomar el Mayorazgo aquella noche. Se está peinando y el pelo suelto casi cubre sus hombros. Ha de darse prisa, porque don Santiago regresa para desayunar. Lo ve venir despacio, un hilillo de humo en el cañón de la escopeta, y el zurrón repleto de plumas calientes y tronchadas. Desde aquí se diría que trae el zurrón lleno de blanda nieve.

Doña Gertrudis corre escaleras abajo y abre la puerta. Por sus mejillas resbalan unas gotas de agua. A don Santiago le gusta besar las mejillas mojadas con sus labios secos; pero, antes de hacerlo, mira hacia la puerta.

—No, Santiago, no… Ahora, no.

—Estas gotas de agua… —murmura el Mayorazgo.

—¿Te gusto hoy? Vaya, me alegro.

Don Santiago ordena que ensillen el caballo.

—Voy a dar una vuelta. Vendré a comer un poco tarde.


Una mañana, doña Gertrudis ha terminado de peinarse; lleva un rato arreglada del todo, y aún no ha visto volver al Mayorazgo.

—¡Qué raro! ¿Se habrá entretenido con alguien?

Pasa otro rato, y doña Gertrudis no sabe qué hacer.

—De seguro, se habrá ido con Gregorio a cualquier sitio.

Pero es Gregorio quien llama, ahora, tímidamente, a la puerta.

—¿Quién? ¿Quién es?

—Soy yo, Gregorio, señora. ¿Don Santiago no ha vuelto?

—No. Y me extraña. ¿No lo ha visto usted desde que salió?

—No lo he visto, señora.

—Hace tiempo que no oigo disparar a los palomos. ¿Le habrá pasado algo?

Oye los pasos de Gregorio alejarse por el pasillo y bajar la escalera. Doña Gertrudis se pasea por el cuarto y se asoma a la ventana. El oleaje amarillo de los sembrados se estira bajo el sol; relincha una yegua a lo lejos; una nube de polvo crece en el horizonte: alguna piara que llevan a beber al Salado.

—¡Santo Dios! ¿Pero qué ha pasado?

Doña Gertrudis apenas si puede respirar. Le parece que el suelo de la habitación cede y que ella cae con él.

A don Santiago lo traen, entre dos hombres, en una silla, la cabeza caída, los ojos cerrados.

—¡Santiago! ¡Santiago! ¿Qué te ocurre? Soy yo, Gertrudis… ¿Me oyes?

—Es su hermana, don Santiago —repite Gregorio.

—Por favor, escúchame… ¿Qué tienes, Santiago?

Doña Gertrudis abraza la cabeza del Mayorazgo, y, cuando la suelta, la cabeza cae, pesadamente, hacia el lado izquierdo.

—¡Pronto! Llevarlo arriba… ¡Un médico!

El cuerpo de don Santiago se derrumba en la cama. Es muy débil la voz de doña Gertrudis:

—¡El coche! ¡A por don Manuel! Hay que reventar las mulas, si es preciso… Don Santiago se nos muere.

Pero don Santiago estaba muerto. ¿Una embolia, una angina de pecho? ¡Quién sabe, y qué más da! Lo cierto es que la muerte vino a «San Rafael» y que no le fue difícil encontrar lo que buscaba. Calladamente la muerte se puso detrás del Mayorazgo y colocó las manos heladas sobre sus hombros. Apenas si don Santiago notó su presencia; si acaso, unas cosquillas extrañas en la nuca; miraba unos palomos que se acercaban, raudos…

Doña Gertrudis ha cerrado la puerta, y lo abraza una vez y otra.

—¡Amor, amor mío! ¿Me oyes? ¡No es posible que no me oigas! Soy yo, Gertrudis. No me importa que ya me oigan. Te quiero, te he querido, te querré siempre. Soy tuya. ¡Soy tu querida, tu amante, lo que tú quieras! Pero vive, Santiago. Necesito que vivas. No, no puedes morirte así, de esta manera… ¿Me oyes, Santiago? No puedes morirte…

Sonaron las campanillas del coche de mulas al arrancar. Las voces de Frasquito eran como latigazos en el silencio.

Don Manuel, el médico, llegó a la hora. Las mulas no podían sostenerse de pie; la espuma del sudor les chorreaba por los cascos. Don Manuel apretó las manos de doña Gertrudis:

—¡Valor, hija mía, valor! Dios lo ha querido así. Su hermano ha…

—¡No! No lo diga. Mi hermano no ha muerto; no es posible que haya muerto.

Y, deshecha en llanto, se retorcía las muñecas.

Otros coches de caballos trajeron a los amigos del Mayorazgo. Don Simón corrió hacia doña Gertrudis.

—Déjeme… Márchese… Marcharse todos. ¿No lo comprendéis? ¿No sabéis lo que esto significa para mí?

Trataron de consolarla. Don José y don Simón insistían, en voz baja, para sacarla del cuarto.

—Ahora, menos que nunca —contestaba ella.

Y corría a abrazar a aquel cuerpo muerto, apretando sus labios violetas, helados, contra los suyos, ardientes, vivos.

—Dejadme… Dejadme sola con él. Es mío… mío…

—Adoraba a su hermano —decía don Alberto, al cura párroco don Silverio.

—Sí. Ha sido un golpe muy duro. Y, luego, tan de repente…

—Como para perder la cabeza.

Después, don Manuel reclamó un segundo de silencio:

—Señores, es preciso notificar este fallecimiento de don Santiago a su señora, a doña Carmen. Como quiera que sea, se trata de su marido. Veamos el parecer de doña Gertrudis.

Esta no comprendía al principio.

—Su cuñada, doña Gertrudis. ¿Me comprende? Hay que avisarla. Y cuanto antes.

—¿Qué queréis que haga yo?

—Darnos su dirección. ¿Dónde vive?

—No sé.

—Pues es preciso que lo recuerde.

—No sé. Además, no quiero que venga.

—¡Hora es de perdonar, hija mía, y de olvidar agravios pasados! —dijo don Silverio—. Ante Dios, era su mujer.

—¿Y yo? ¿Yo qué soy, entonces?

—Tú eres su hermana, hija, y tu sitio no te lo quita nadie. Por eso, debéis perdonar todo el mal que ella hizo a vuestro hermano. ¿No lo veis así? Vamos, reflexionad.

—Lo pensaré, padre. Dejadme sola con Santiago y bajaré enseguida.

En efecto, bajó a los pocos minutos. Parecía más serena:

—Le diré, padre, dónde vive. Llamadla.

Aquella noche en el caserío de «San Rafael» se encienden docenas de luces. Los pesados faroles de la estancia alumbran el patio donde los gañanes permanecen callados. Hace calor. Del campo en granazón llega un ramalazo de vida, como si las espigas se estuvieran llenando de sangre. Los ganados andan sueltos de un lado para otro; mugen unas novillas a la luna. Ahora, aúlla el mastín de las ovejas.

—Matadlo —dice Gregorio al pastor, que tiembla.

Como un escalofrío rueda un tiro en la espalda desnuda de la noche.

Dentro, en el velatorio, apenas si se habla. Los hombres fuman y Gregorio reparte las copas de anís. Solo se oye llorar a doña Gertrudis. Por la mañana, al mismo tiempo que se llevan a hombros el cuerpo de don Santiago, y cruza, por última vez, su finca, doña Gertrudis huye por la puerta falsa del caserío.

—No puedo quedarme y esperar que venga Carmen a descubrirme —pensó toda la noche, a ramalazos, entre las lágrimas…—. ¿Qué dirán de mí, entonces? ¿Y qué dirán de él? ¡Sería horrible! Me creen santa… santa… No podría soportarlo. Por lo menos, no los veré más.

Entre los pechos, envueltas en un pañuelo de encaje, lleva unas cuantas monedas de oro. Corre, y siente la frialdad de las monedas que se agitan junto a la piel templada. Es mediodía. No la ha visto nadie todavía. Todos los hombres del cortijo acompañan a don Santiago en su paseo final por estas tierras negras que comienzan a agrietarse por el calor.

Doña Gertrudis vuelve la cabeza por última vez. Está ya en los linderos de la finca. Un paso más allá y estará en «La Palmosilla» que don Santiago quería comprar para redondear lo suyo. Su mirada se tiende sobre aquel esplendor de las espigas que cabecean, sobre el largo verde y tierno del maíz recién nacido al que señorea el viento…

Hace la señal de la cruz y da unos pasos hacia adelante. Una extraña sensación la domina. La tierra que pisa ahora no pertenece ya a «San Rafael».