Capítulo III
LAS MULAS QUE LLEVABAN José Manuel y Antonio José Carrasco pasaron las lindes de «San Rafael» y tomaron un carril que había de llevarles al caserío. Eran dos mulas tordas, de paso igual, acostumbradas a llevar el mismo jinete y el mismo camino: de la cuadra de la casa, en el pueblo, al haza y mata de la «Señora», unas doscientas ochenta aranzadas entre olivar y tierra de labor.
Todas las mañanas, con lluvia o con sol, a las ocho en punto, salían al campo y, tras una hora de andar, llegaban al haza. Cuando los cascos de las mulas volvían a sonar sobre las piedras de la calle, ya se sabía: eran las ocho de la noche. Un cuarto de hora más, y las mulas estaban amarradas a los pesebres, con un medio largo de cebada delante de los hocicos.
Subían, entonces, a una habitación pequeña, y en una mesa camilla cubierta por un hule a cuadros, ajustaban las cuentas del día al céntimo. Las diez en el reloj de la Iglesia, los dos se marchaban a dormir. Y así un día y al siguiente, y un año y al otro. Porque vivían en la más absoluta austeridad: jamás se permitieron un lujo, y para ellos fueron lujos muchas cosas que para la mayor parte de las gentes son pura necesidad. En el pueblo se contaba alguna que otra anécdota reveladora. Por ejemplo, aquella del tabaco de Antonio José. Un día que no había «liaíllo» en el estanco —un paquete de una perrilla—, Antonio José se permitió ordenar a la chiquilla comprase de otra clase superior: de una perrilla más. José Manuel recriminó acremente a su hermano:
—Mira, si tú estás dispuesto a tirar de ese modo la hacienda, me pongo yo igual. Y si no, espera: ¡a ver, niña, que me pongan un huevo frito!
Eran unos niños todavía, cuando se les metió en la cabeza el deseo de ser labradores ricos. Heredaron ochenta aranzadas de su padre, y, arañando los ochavos, a los doce años de mal vivir, de no comer más que un plato, de no vestir más que un traje, trataron el haza y la mata de la «Señora» que colindaba con sus tierras, muy barata, en diez plazos, a razón de quince mil reales cada Septiembre. Fue aquel un negocio durísimo para ellos. Los olivos de la finca eran tan viejos que la yunta pasaba por la mitad, y, en la tierra, se criaban más piedras que espigas. Sin embargo, a fuerza de ahorrar, cada Septiembre, por San Miguel, José Manuel y Antonio José dejaban un día de ir al campo, se vestían unos ternos azules muy raídos e iban a dar los quince mil reales en las manos de don Felipe de Rojas, en la casa grande, cuyas puertas tenían de llamadores unas magníficas manos doradas.
—Hasta el año que viene —decían siempre a guisa de despedida.
Por fin, un San Miguel no tuvieron que despedirse con estas palabras. El haza estaba pagada y no tenían por qué volver.
—Me parece mentira —murmuró José Manuel, en voz baja, al salir—. Ya hemos comprado una finca.
Aquel día, Antonio José rebuscó en una alacena y sacó una botella de vino. No había más que una sola copa y en ella bebieron por turno una vez.
—Guárdala… Para la próxima tinca que compremos, beberemos de nuevo.
Pasaron quince años… ¡Quince años levantándose a la misma hora, aparejando las mulas, cuidando la tierra, vigilando los olivos, inclinándose cada vez que los cogeritos dejaban olvidada una aceituna en el suelo! ¡Quince años hablando contadas y casi idénticas palabras, el capote a la espalda por si llueve, el sombrero ancho por si el sol achicharra, las sopas de pan a la noche y la preocupación colgada de los ojos! Cosechas malas, en las que apenas si se coge lo que se sembró, y la aceituna que se pica, se cae, se agosta o la roban. De cualquier forma, los gastos eran tan reducidos que, cuando soplaron un par de años buenos, la caja de los billetes comenzó a llenarse de prisa. El aceite subió un poco —un real por kilo—, y esta subida les sorprendió con las tinajas llenas.
Inesperadamente, José Manuel comenzó a concurrir al casino. Llegaba allí, con su paso menudito, con su terno azul, y se mezclaba en los corros y en las conversaciones, con su cara de hombre que busca, perpetuamente, una peseta debajo de la mesa. Algunas noches, porque no dijeran, tomaba un café. Se veía que el café había sido discutido por los dos hermanos y formaba parte de los gastos permitidos para conseguir algún beneficio más tarde. Sin embargo, como el café costaba siete céntimos, y el camarero acostumbraba a no tener cambio para quedarse con los tres céntimos que restaban, José Manuel tomaba dos cafés, uno detrás de otro. «Siete y siete son catorce —decía—. Así no perderemos más que un céntimo».
Una noche, de vuelta del casino, José Manuel dijo a su hermano:
—Me gustaría hablar contigo. Quiero contarte un sueño…
—Te escucho —respondió Antonio José—. Comienza…
José Manuel bebió un sorbo de agua, se levantó y cerró la ventana. Los dos hermanos vivían solos en la casa; pero, a pesar de todo, se cercioró, abriendo, de repente, la puerta, de que no había nadie escuchando detrás. Luego volvió a sentarse:
—Es el levante que empuja la puerta —dijo Antonio José.
Era Septiembre y los granos dormían en sus almacenes, pared por medio de aquel cuarto donde hablaban. A los dos hermanos les gustaba —era el único placer permitido— abrir, de cuando en cuando, los almacenes, asomarse a la puerta, y ver el montón de trigo o de maíz recogido —un grano limpio hasta la exageración—, y calcular, a simple vista, los duros de plata que representaban. No era mucho, pero para ellos un ochavo constituía una suma apreciable, una moneda que aumentaba el total. Además una vez los dineros en el cajón de la mesa del escritorio, ningún terremoto podría sacarlos de allí, como no fuera para llevarlos a la notaría.
—Verás. He soñado lo siguiente: tenemos unos trescientos mil reales en esa mesa.
—Bien.
—Escúchame: podemos pedir a don Tomás cien mil reales de préstamo.
—¿Pedir dinero a don Tomás? —preguntó Antonio José como si acabaran de proponerle que le despellejasen vivo.
—Escucha hasta el final. Trescientos mil reales, más cien mil, son cuatrocientos mil reales en números redondos. ¿No es eso?
—Justo. Pero ¿a qué viene todo ello?
—Pues que, con cuatrocientos mil reales, podríamos ir a ver a doña Carmen.
Antonio José se puso en pie de un salto.
—¿Se vende acaso «San Rafael»?
—¡Quién sabe! La señora está cansada. Es mucho cortijo para ella. Aquello se lleva muy mal, muy mal. Han levantado un jardín, mientras las zahúrdas se resquebrajaban. La sequía le ha apretado las encías a la tierra y llevan dos años sin recoger cosecha. Los mulos no comen, y no pueden trabajar hondo, como labramos nosotros. Arañan la tierra por encima, y así no sirve. He oído en el casino que la señora no sale de sus habitaciones. ¿No comprendes cuanto quiero decirte?
—Te comprendo. Pero con cuatrocientos mil reales no se compra «San Rafael».
—Ya sé que no se compra. Pero óyeme la operación. Nosotros lo compramos en dos plazos. Ahora, entregamos los cuatrocientos mil reales primero: trescientos mil nuestros, cien mil de don Tomás. A los cinco años, liquidamos el otro plazo: otros cuatrocientos. Hay cinco años de por medio: uno, para devolver el dinero a don Tomás, y cuatro para reunir cuatrocientos mil reales. Y en paz. Me parece que ochocientos mil reales se pueden dar por esas tierras y por el apero de labranza del Mayorazgo. Vamos, me parece que se pueden dar…
Antonio José cerró los ojos, como si la idea se concretara en el aire.
—Desde luego, se pueden dar.
—Es una tierra negra, crujiente, harta de que la labren de mala hechura desde que murió don Santiago. A nosotros se nos va a rendir muy pronto. ¡Y figúrate lo que sería vernos dueños de mil quinientas fanegas de tierra!
—Sería la felicidad —dijo Antonio José, y le temblaron las manos.
Durante unos segundos guardaron silencio. Se veían ya con sus mulas, por aquellas tierras, cada mañana. Veían los sembrados doblados por el peso de las espigas, los almacenes llenos a reventar hasta la puerta.
Fue Antonio José, sin embargo, quien quiso aclarar algunas dudas:
—¿Y tú crees que podremos reunir quinientos mil reales en cinco años?
—Creo que sí. Tenemos granos sin vender, trescientas arrobas de aceite en el molino, ciento noventa primales…
—Hemos de comprar algunas cosas.
—Se compran. Respecto a nosotros, hay que apretarse el cinturón hasta el último agujero de la hebilla. ¿Estás dispuesto?
—Lo estoy en principio. Déjame pensarlo por una noche.
—Piensa que merece la pena. Saldremos del rancho para entrar en el cortijo, pasaremos de rancheros a labradores. Ya es hora de que veamos verdaderos peces de trigo en la era. Porque esa tierra negra nos hará ricos en unos años.
Antonio José pensaba que todo aquello era demasiado hermoso para ser verdad.
—¿Qué te parece, entonces, mi sueño?
—Voy a soñarlo yo también. Mañana te contesto.
A la otra mañana, antes de aparejar las mulas para ir al haza, Antonio José dijo a su hermano:
—Conforme en todo. Cuando quieras vamos a ver a la señora.
—Pues, ahora mismo: ¿a qué retrasarlo más?
Y montando en sus mulas, ante la sorpresa de estas, no cogieron aquella vez la trocha del haza, sino que se dirigieron por el camino de la derecha hacia «San Rafael».
Muy pronto estuvieron dentro de la finca. Bajaron de las mulas, escarbaron en el suelo, y se levantaron con un montoncito de tierra negra dentro del puño. Después se miraron atentamente y casi la llevaron a los labios, como si fueran a probarla o a besarla.
—¡Es gloria pura!
Más tarde, a medida que avanzaban por la finca, las críticas se sucedieron. Tenían esa mirada de los hombres acostumbrados a inspeccionar el campo.
—Los mulos están muy flacos. ¿No te lo decía?
—Esas puercas necesitan más grano.
Dieron una vuelta para ver el pozo. Estaba casi seco.
—¡Hum!
Y movían sus cabezas a cada paso, como marionetas. Pero, sobre todo, cuando vieron los jardines verdes que abrazaban al caserío, fue cuando la crítica resultó más amarga:
—¡Esto es bochornoso!
—¡Qué vergüenza!
—¡Lo que ha tenido que soportar «San Rafael»!
—¡Cómo quieren que así produzca una finca! A las tierras hay que entregarse por entero, como si fueran una…
Iba a decir «mujer» pero calló. Nunca habían hablado de ellas: no tenían tiempo ni capital para eso.
—Hermano, la mujer es un lujo de ricos —repetía Antonio José—. Cuando nosotros seamos ricos, llegará la hora de tenerlas.
Y no se le ocurría pensar que había cumplido cincuenta y tres años y que su hermano rondaba ya los sesenta.
Gregorio no se extrañó mucho al verlos desmontar delante de la puerta de «San Rafael». Recogió las riendas de las mulas y las ató a las rejas del piso bajo, despaciosamente. Olfateaba, por instinto, los nuevos amos de «San Rafael».
—¿Es posible hablar con la señora?
Gregorio subió con el recado, y la señora dijo que sí:
—Nada se pierde con oírlos. ¿No es verdad, Gregorio?
José Manuel y Antonio José pidieron permiso para entrar, nerviosos, con sus sombreros de azul desvaído en las manos. Si dijéramos que era la primera señora a la que iban a hablar ¿lo creeríamos? Pues era así: nunca habían tenido ocasión de hacerlo, ni ellos la buscaron tampoco. Doña Carmen notó su intranquilidad y procuró ayudarles:
—¡Adelante!
José Manuel, como mayor, se encargó de exponer el asunto. Al comienzo anduvo vacilante; más tarde fue recobrando su aplomo, y buscó el grano de la cuestión a base de emplear las palabras justas, las palabras pensadas y repensadas muchas veces.
—Le daríamos cuatrocientos mil reales si usted nos firma un vendí de «San Rafael». Y, a los cinco años y en la misma fecha, otros cuatrocientos mil, más los intereses de esa cantidad. En la venta entra también el apero de labranza.
—¿Pero quién les ha dicho a ustedes que yo vendo la finca?
—Nadie. Esto se huele, doña Carmen. Usted está ya cansada de «San Rafael».
Doña Carmen pensó que podría divertirse oyendo a estos dos hombres extraños, de los que había oído hablar a la gente del pueblo.
—¿Y ustedes no se cansan de la lucha? —preguntó—. Vamos: la verdad.
José Manuel se turbó ante la pregunta inesperada, y su hermano, Antonio José, salió en su ayuda.
—No, doña Carmen. Hemos nacido para eso.
Calló, avergonzado, quizá de haber hablado demasiado.
—No los comprendo —repuso doña Carmen—, pero en fin, cada persona tiene sus manías…
Tercos, callados, los Carrasco no hablaron más. Daban la sensación, al haber descubierto su secreto, de estar vacíos.
Doña Carmen volvió al negocio:
—En principio, la proposición no me disgusta. De este modo, cuatrocientos mil ahora y cuatrocientos mil dentro de cinco años, son ochocientos mil reales lo que ustedes me ofrecen por «San Rafael». Cuarenta mil duros ¿no? Me parece muy poco.
—Pues eso es lo que vale. Mejor dicho, tal como está, vale menos —contestó José Manuel.
Estaba, otra vez, en lo suyo: el negocio, el dinero regateado, los miles de reales. «Los jardines no cuentan, señora» —iba a añadir; pero se contuvo a tiempo, mordiéndose, ligeramente, los labios manchados por el humo del tabaco malo.
—En resumen —dijo doña Carmen, poniéndose de pie—, lo decidiré la semana que viene. Pero que conste, que si acepto, lo hago con las siguientes condiciones: si a los cinco años, en la fecha convenida, no se pagan los cuatrocientos mil reales que restan, dinero en mano, se pierden los cuatrocientos mil que me entreguéis ahora.
Recalcó las palabras «se pierden», como si esas palabras la mantuvieran lejos de aquellas cuatro manos menuditas de los dos hermanos, hechas para contar los céntimos.
—¿Conformes?
—Conformes —comentaron José Manuel y Antonio José al unísono.
Al salir, respiraron fuerte: les parecía que «San Rafael» era más suyo que a la entrada.
Los acontecimientos se precipitaron. La semana siguiente, Gregorio vino al pueblo a comunicar a los hermanos Carrasco que la señora aceptaba. Aquella misma noche fueron los dos hermanos a casa de don Tomás. Don Tomás vivía en un caserón, en una de las callecitas del pueblo. Su juventud debía haber sido muy extraña y él no hablaba nunca de ella o cambiaba la conversación cuando se le insinuaba algo. Su historia comenzaba, pues, la noche que llegó al pueblo y de la diligencia bajó un baúl que, según las gentes, iba cargado con monedas de oro.
Es absurda la teoría de que el dinero es una cosa estéril; estos hombres saben que el dinero se multiplica subterráneamente, como las larvas o los termes. Don Tomás prestaba al 50 por 100 como mínimo. La técnica era muy fácil: el pagaré se firmaba por la cantidad y el interés: «He recibido —escribía la víctima— la cantidad de 1500 pesetas que pagaré el 19 de Diciembre del año en curso…». Y la verdad era haber recibido mil.
Don Tomás era otro hombre menudito, que vestía un traje raído, muy atildado, muy limpio. «El agua no cuesta dinero» —decía. De él se contaban historietas muy divertidas. Por ejemplo: que su tertulia, compuesta por dos usureros como él, apagaba la luz y se quitaban los pantalones para no desgastarlos, o que un invierno se dejó pudrirse todas las muelas, estoicamente, en medio de dolores atroces, para no llamar al médico, que, entonces, cobraba dos pesetas por visita.
Don Tomás se frotaba las manos: «¿Los hermanos Carrasco?». Aquella visita le desazonaba. Como lobos de la misma carnada, se observaron despacio. —¡Vamos a ver! ¡Vamos a ver, señores…!
Los hermanos Carrasco traían aprendida la papeleta: los negocios no iban bien. Habían pensado solicitar un crédito de cien mil reales… En la hipoteca quedaría la mata de la «Señora», que, como don Tomás sabía, valía por arriba de los doscientos mil.
Don Tomás parpadeaba rápidamente. «¿Para qué querrán el dinero?» —pensaba. Luego habló melifluo:
—Nada de hipotecas, señores. Ustedes tienen en esta casa el crédito que deseen. Cien mil, doscientos mil… Un pagaré sencillo, y basta.
Los hermanos Carrasco se inclinaban, ceremoniosos. Pero, después, vino la cuestión de los intereses.
—Naturalmente, con ustedes tendré que hacer una excepción…
En realidad, don Tomás admiraba a aquellos dos hombres cuya vida conocía al dedillo, como la de todo el pueblo. En el fondo, adivinaba en ellos la misma resistencia, la misma terquedad heroica para reunir dinero. Solo había una leve diferencia: los hermanos Carrasco creían que el dinero debía transformarse en tierra. «Solo es rico el que tiene tierras, bienes raíces, sólidos, indestructibles. El dinero puede perderse. La tierra cría plata…». «¡Tonterías! —opinaba don Tomás—. Quien cría plata es la plata…».
—Pondremos un interés prudencial. Un 25 por 100 ¿no les parece a ustedes?
Los hermanos Carrasco se batieron, peseta a peseta, durante tres largas horas. Don Tomás oía, sonriente, las palabras acostumbradas; pero pronunciadas, ahora, con una dureza, con una expresión distinta:
—Los negocios están muy mal… Aunque la finca responda. No sabemos…
—¿Pero, para qué querrán el dinero? ¿Para qué lo querrán? —pensaba don Tomás.
—Usted sabe cómo anda todo… Nosotros somos gente seria…
Don Tomás cortó, por último:
—Bueno. Se trata de ustedes. Dejémosle en 22.
—¡Una locura! ¡22 por ciento!
—Sí: 22. Pero, luego, no digan por ahí que don Tomás se ablanda.
Los Carrasco meditaron. «Tenemos prisa» —debían pensar para sus adentros. Silenciosamente, extendieron el pagaré:
«Hemos recibido la cantidad de 122 000 reales…».
Al día siguiente, por la tarde, y ante la presencia de don Simón, el notario, que accedió a venir «a regañadientes» a «San Rafael», los hermanos José Manuel y Antonio José Carrasco entregaron a doña Carmen los cuatrocientos mil reales convenidos, o sea la primera mitad del importe de la finca.
Doña Carmen mandó a Gregorio que los contase, y planeó su viaje para el otro día. El coche de mulas le llevaría a la estación más cercana, a unos treinta kilómetros.
A la puerta del caserío, tan solo la despidieron los dos hermanos compradores, la familia de Gregorio y el boyero.
—Que rieguen mi jardín —fue lo último que dijo doña Carmen, ya dentro del coche, sacando una mano enguantada por la ventanilla para decir adiós. José Manuel y Antonio José Carrasco se inclinaron, mientras la saludaban con el sombrero. Finalmente, cuando el coche se perdió entre el polvo, los dos hermanos se miraron y sonrieron.
—Bueno… pues, ahora, a trabajar y sin perder un segundo. Cinco años se pasan corriendo, y hay que juntar la otra mitad. Un poco de suerte y «San Rafael» es nuestro.
Estaban felices y no tenían necesidad de palabras para comunicárselo el uno al otro. Solo que esta alegría fue cuestión de unos segundos. De repente se volvieron serios y llamaron a Gregorio:
—Vamos a revisar los arados, enseguida, y las yuntas. No hay tiempo que perder.
Gregorio, por toda respuesta, bajó la cabeza y echó a andar delante de ellos.
Y, en efecto, sucedió como José Manuel Carrasco vaticinaba. Aquel año fue mediano, pero se araba como nunca se había arado en «San Rafael», y, al año siguiente, rindieron aquellas tierras una cosecha buena. Bien es verdad que, por el contrario, se murieron los primales y malparieron algunas yeguas, mas el trigo creció a su gusto con los nuevos amos, que se pasaban el día y la noche viéndole, casi escuchándole, crecer.
Cuando llegó el verano, las espigas eran largas, firmes con una barba de varios días alrededor del vientre. Cuando se desmenuzaba una espiga y se soplaba para que volara la paja, quedaban catorce o quince granos en mitad de la palma de la mano.
Los almacenes se limpiaron, se encalaron y repasaron los tejados de las goteras del invierno y se compraron puertas nuevas. A mediados de Junio comenzaron a llegar las primeras cuadrillas de segadores. Eran portugueses que trabajaban a destajo, de sol a sol, con los labios agrietados, con dediles de caña en vez de dediles de cuero, y que, luego, contaban cosas muy extrañas de muertos y apariciones en la gañanía. Casi desde el amanecer, las hoces se hunden en el aire, como en una fruta azul que se cortara a navajazos. Los segadores abrazan las espigas antes de cortarles de un tajo su cuello de paja, húmedo y resbaladizo por el rocío. Al mediodía, las espigas brillan como viriles de oro demasiado frágiles. José Manuel y Antonio José se levantan de noche aún, y las primeras luces amarillas les cogen ya en sus tierras. Porque no han consentido en dormir ni una sola vez en el caserío de «San Rafael». No pueden dormir más que en su casa del pueblo, junto a la caja donde se aprietan los billetes grandes con una cinta de goma, sintiendo, abajo, las patadas de las mulas en la cuadra. Lo que hacen es volver más tarde del campo y salir más temprano hacia él. Por lo demás, día tras día, cuidan de «San Rafael» y siguen, como antes, con su haza, ajustando las cuentas al céntimo, mientras apenas si gastan un par de reales en vivir. Mas, ahora, ¿quién no se levanta a las claras para admirar el trajín de su campo? ¿A qué amo se le pegan las sábanas al cuerpo, cuando se levantan sus haces con el tenedor de madera del viergo y se convierten las carretas en enormes garberas que andan? ¿Y quién no disfruta al contemplar la era ya preparada —regada y enchascada de paja—, dispuesta a soportar los cascos de las yeguas inquietas? La era de «San Rafael», grande como una inmensa calva, precisaba veinte carretadas para emparvarse. Los dos hermanos miraban el vacío de haces que dejaba en el sembrado la parva del día, y calculaban, a la vista del pez de trigo, la bondad de la cosecha.
Aquel año, la paja estaba muy dura y se enganchaban diez mulos a tres trillos para remover aquel berenjenal de espigas; luego, retrillaban cinco cobras de yeguas —a cuatro por cobra—, sujetas de la mano del trillador, la punta del látigo picoteando los flancos sudorosos de los animales.
A partir del mediodía, la fila de los aventadores lanzaban la parva al aire con sus viergos, y el grano caía abajo, más pesado, como un enjambre de oro, mientras la paja volaba afuera. Lentamente el pez de trigo se dibujaba sobre el suelo. En la posible largura y grosor de este pez, se medía la tristeza y la alegría de los hermanos Carrasco. Solo que en este aspecto de aforar el pez de trigo, vivo y coleando aún en la era, los dos hermanos tenían un ojo finísimo.
—De la cabeza a la cola hay aquí unas ochenta y cinco fanegas.
Y no marraban ni en un par de fanegas de diferencia.
Por último cribaban el pez y lo metían en unos sacos de lona, marcados con una C, que vaciaban en los almacenes.
—¿Se llenará el almacén, llegaremos hasta esa raya, o ganaremos la puerta? —se preguntaban los hermanos.
La respuesta tardaría en contestarse un par de meses aunque, a medida que el tiempo anda, ya se sabe, más o menos, hacia dónde se llegará con el trigo.
—Nada, lo conseguimos: hasta la puerta.
—Buen golpe. Otro como este, y tenemos a «San Rafael» en el bolsillo.
Acaban de darle dos vueltas de llave a la puerta del almacén. La cosecha está ya dentro, salvada y segura. José Manuel y Antonio José se sienten satisfechos. Han visto la piara de los primales inflada en el agostadero; el ganado, en general —yeguas, bueyes y mulos—, está gordo también, listo para meter el cuello levantando las tierras endurecidas, agotadas por el parto.
José Manuel y Antonio José contaron los primeros 122 000 reales de don Tomás.
—Hay que llevárselos mañana a prima. Ya nos conocemos.
A las seis, antes de que naciera el alba, estaban los dos hermanos en la puerta de don Tomás. En el barranquillo había sentado un hombre alto, vestido de negro, la boca grande y fina.
—¿Vienen ustedes como yo: a cancelar una hipoteca? —dijo aquel hombre mientras daba una larga chupada a su cigarro.
Los dos hermanos no contestaron.
—Hacen ustedes bien en venir temprano.
Al hombre le brillaban los dientes en la oscuridad.
—Don Tomás lo que no quiere es que le paguemos —continuó—. Hace diez años perdí una finca por diez horas. Pero ya no me pasa más.
A las ocho, el propio don Tomás abrió la puerta.
—Pasen, pasen, señores… ¡Cuánto bueno por aquí!
José Manuel y Antonio José contaron los 122 mil reales del pagaré, meticulosamente.
Pasó un año. Al mes de Junio siguiente, cuando vendieron el trigo, volvieron a contar ciento diez mil reales en el cajón. «Aún nos quedan tres años», se dijeron. Desde luego, que podían suceder muchas cosas, mas lo probable, casi seguro, es que la finca se pague. Hay que luchar mucho todavía, suprimir algún que otro gasto, aunque parezca imprescindible, pasar hambre, si fuera preciso; pero «San Rafael» ha de ser de ellos.
Y lo será por muchas contrariedades que aparezcan. Verbigracia, el incendio de cien aranzadas de sembrado la noche del nueve de Julio. Acababan —como quien dice— de llegar a su casa. Avisaron unos vecinos, subieron a la azotea, y, pálidos, descompuestos, montan a escape en las mulas que levantan chispas al trotar, como si las piedras de la calle fuesen piedras de mecheros.
—¡«San Rafael» se les quema! —comentaban las gentes.
Ardía un buen pedazo cuando llegaron. Rápidamente se preparan los cortafuegos, se siegan, febrilmente, bajo la luna, unas rayas de unos cuatro metros de anchas, se ahondan trincheras… Sin embargo, fue el viento quien al cambiar, apagó el incendio que amenazaba destruir, en unas horas, la cosecha. Con el alba el peligro pasó por completo. Y no era esto lo peor. Otro incendio —quizás más peligroso— se alzó contra el esfuerzo de aquellos hermanos Carrasco por hacerse con la finca: las huelgas que hierven por doquier, la agitación anarquista, y sobre todo, la Mano Negra, que busca las paredes más blancas de los cortijos para imprimir su huella fúnebre.
—Pero… ¿qué queréis? —pregunta José Manuel a los agitadores—. Comer sin trabajar. Fijaos en nosotros. Éramos pobres como ratas y aquí nos tenéis. ¿Y sabéis cómo? Metiendo los puños y apretando los dientes. Noches y noches sin pegar un ojo, y días enteros fijos en el pegujal, como las liebres. Así es como se consigue el ser ricos. Y ahora ¿qué queréis? ¿Ponernos trabas para que no podamos pagar la mitad que nos queda? Pues quien piense así se equivoca. Si no queréis segar, mi hermano y yo, y quien nos acompañe, segaremos y trillaremos, y ¡ay! del que se nos ponga por delante.
De este modo, por las malas y por las buenas, medio convencidos a veces, por las voces y las razones que daban los Carrasco, se segó y trilló aquel año. Tampoco escaparon mal. Cuando contaron en Mayo, pasaban de los doscientos mil reales los que se guardaban en el cajón.
La Mano Negra, mientras tanto, apretaba sin piedad las gargantas de los propietarios, o hundía las navajas en el vientre de los guardas o aperadores que no obedecían. Nadie en el campo se consideraba a salvo, ni tranquilo. Se trataba de una sociedad secreta rural, al estilo de las maffias italianas, organizada a base de misteriosos conciliábulos en chozos de cabreros, cada vez en uno distinto, entre embozados, y con un cierto aire de brujería, de donde partían órdenes concisas y terribles que no había más remedio que cumplir.
Los iniciados actuaban como sonámbulos, entre el miedo y el odio de las víctimas. Tengamos en cuenta, además, que los tentáculos de la Mano Negra se extendieron durante diez años en la zona baja de la Sierra de Cádiz, una zona minada ya por el bandolerismo secular, el contrabando y la cacería furtiva, entre alcornocales espesísimos o las dehesas de quejigos de la larda, tan salvaje que a los mismos corzos les costaba trabajo abrirse paso, y donde no había más camino que los carriles hechos por los astilleros navales de San Fernando para sacar los grandes troncos rectos que iban a servir de mástiles de fragatas y quechemarines.
José Manuel y Antonio José, como medida de precaución, volvían del campo con un buen pedazo de sol. Sin embargo, al llegar la primavera siguiente, creyeron estar más seguros en «San Rafael» que yendo y viniendo al pueblo, y se trasladaron, sin decir nada, al caserío. Trajeron dos o tres mastines, unas escopetas y, a media noche, sobre una mula, una caja que ellos mismos dejaron en el piso de arriba.
La cosecha del año fue regular, y los hermanos Carrasco contaron en la caja trescientos diez mil reales. Tan solo faltaban noventa mil, y, aunque de la cosecha próxima no se espere mucho —los sembrados amarillean, podridos por la lluvia—, son dueños de una soberbia piara de primales de dos años, que va a servirles para redondear la suma cuando se vendan en Agosto, con once o doce arrobas por cabeza.
Así pues, todo quedará resuelto en la fecha convenida. Los dos hermanos no viven más que para eso. De cuando en cuando llegaban a «San Rafael» noticias alarmantes del pueblo. El secuestro de don Diego, camino de la Huerta del Lobo. Don Diego fue llevado a pie, durante muchos días, con los ojos vendados, y encerrado, por fin, en el desván de una casa desconocida. Tres meses tardó la familia en reunir el dinero; entonces no había Banco y el dinero se encontraba con dificultad. A los tres meses, don Diego fue devuelto con el pelo blanco y ciego. Cuando le quitaron la venda, que había llevado durante cien días y cien noches, no veía, ni vio más.
Otro caso espeluznante fue el de don Alberto. Don Alberto fue raptado a la puerta del casino, por gentes que llevaban la cara tapada por antifaces. Lo montaron en un caballo, con los ojos vendados, y lo hicieron cabalgar toda la noche. Al amanecer, lo bajaron del caballo y a empujones lo hicieron entrar en una casa y subir unas escaleras. Cuando le quitaron la venda, se encontró en una habitación interior donde no había más que un catre y una silla. Un hombre, también con la cara tapada, tabicaba la única salida delante de él. Dejaron solo un pequeño tragaluz que cerraba por fuera y que daba a otra habitación interior. Por la mañana lo abrían un rato, para que entrara el aire, y le dejaban un kilo de pan y una jarra de agua.
El hijo de don Alberto, un mozo alegre y juerguista, famoso en el pueblo, reunió a la familia y pidió que esperaran un mes. Durante ese mes desapareció. «Ha ido a la ciudad por el dinero» —dijeron en su casa. Pero donde marchó fue a casa de un hermano suyo, y de allí salió disfrazado de mendigo viejo y andrajoso, que tocaba una guitarrilla.
En el mes de plazo recorrió el término y en cada caserío se detenía, cantaba una cancioncilla con voz cascada y, luego, pedía los mendrugos sobrantes. Al mes, volvió, sin disfraz, y ordenó a la familia que pagaran el rescate.
Vino don Alberto pálido, desencajado, como un fantasma. A los diez o doce días se encerró su hijo con él en una habitación.
—Padre… ¿durante los días de su encierro no oyó usted un pobre que cantaba?
Y tarareó, encorvándose, la cancioncilla que había cantado durante un largo mes.
A don Alberto se le iluminaron los ojos. En el encierro los más leves ruidos extraños son una revelación.
—¡Sí! ¡Sí! Lo he oído.
—¿Y qué día lo oyó usted?
Don Alberto meditó:
—El doce, a las once de la mañana, poco más o menos…
El mozo repasó una libreta donde apuntaba las fechas y nombres de caseríos.
—Ya está. A las once de la mañana del doce… Es en el rancho del Bermejal. Vamos al Cuartel de la Guardia Civil.
Fue así como cayeron los primeros cómplices de la Mano Negra.
José Manuel y Antonio José oían estas historias, temblorosos.
—¡Santo Dios! ¿Dónde vamos a parar?
No quieren oír más cosas. Ellos, por lo visto, tienen suerte. Bien es verdad que su campo está ya en la campiña, y la sierra solo se divisa como una sombra azul. Nadie aparecía por allí, como no fuera para pedir trabajo. De esta forma, hicieron la recolección —pésima, por cierto— y quedaron pendientes de la venta de los primales. José Manuel hacía la cuenta de memoria:
—Justo. A dos duros la arroba, nos sobran aún veinte mil reales.
—Faltan veintidós días para tomar el dinero de la piara y treinta y seis para entregar la totalidad a doña Carmen —decía Antonio José.
—Ese día beberemos dos copas en lugar de una. Las tenemos ganadas.
—Podríamos bajar también a la ciudad.
—Iremos. Necesitamos comprarnos ropa. Porque debemos pensar en casarnos. Es preciso tener hijos a quienes dejarles todo esto.
Y señalaba con su mano extendida el paisaje abierto hasta el Salado.
Era Septiembre otra vez, y los días parecía que no terminaban nunca. Se agarraban al día anterior, desesperadamente, o se enroscaban en sí mismos, sin caer nunca, como si estuviesen pegados en el calendario. Los dos hermanos apenas si salían del caserío, y consumían su impaciencia paseando de una habitación a otra, hasta caer rendidos.
—¡Mira que si los primales enfermaran!
Pensaban lo mismo y no se atrevían a decirlo.
—¡Sería horrible!
Desde luego lo sería, faltándoles ya tan poco. Por eso, no querían ni verlos, y cuando Gregorio hablaba de la piara, se tapaban los oídos. De noche, no dormían; daban vueltas en la cama, hasta el amanecer. Cuando conseguían agarrar la cola del sueño, caían en pesadillas donde se veían de pie, entre los primales que morían a su lado, hasta perderse totalmente la piara.
Para colmo de males, el comprador no llegó el día señalado, sino siete días después. Un día más en venir y, quizás, no hubiesen podido aguantar; quedaba maíz para tres piensos escasos, y el problema hubiera sido pavoroso. Por otra parte, no cabía aparentar la menor prisa, desconfiaría el comprador del estado de salud de los primales y capaz sería de dejarlos colgados.
El comprador, gordo, vestido con un traje de rayas, los espiaba en sus menores gestos, sentados, frente por frente, en la sala de abajo, en un sillón de enea.
—¡Mal negocio! —decía, moviendo las gruesas y blancas manos donde brillaban unos anillos de plata—. Me he cogido los dedos. Los cochinos no valen nada.
—Déjelos, si quiere. Por nosotros, ya ve usted… Son dos pesetas seguras de ganancia en arroba, la quincena que viene. Están haciendo todavía, y, si llegamos a sospecharlo…
—Pues, por mí, dejemos el negocio.
—Hecho —contestaron los dos hermanos en el acto, la saliva seca.
El comprador, ante la seguridad, dudó:
—La cosa es que… A mí no me gusta quedar en mal lugar. La palabra es la palabra, se pierda o se gane…
Los dos hermanos se precipitaron por la brecha abierta:
—Pero si ambas partes están conformes en dejarlo… ¿qué mal hay en ello?
—Será mejor. Dejado está —remachó Antonio José.
—De ninguna forma —saltó, convencido, el comprador.
Los dos hermanos gruñeron; por dentro, reventaban de satisfacción.
—Lo dicho, dicho. ¡A pesar!
Cuando se desenlió el último primal y se cantó su peso —9 con 8—, una libra menos por la soguilla, los dos hermanos se retiraron de un lado y el comprador por otro. Ajustaban la cuenta. Los dos hermanos mojaban el lápiz en la lengua, de continuo, y la sentían seca y amarga como un trapo sucio.
—Sesenta y siete mil reales —dijo José Manuel.
—Buenos son —contestó el comprador—. Vayamos dentro.
Entraron en el caserío y cerraron la puerta. El comprador abrió su blusa y sacó una bolsa sudada.
—Uno, dos, tres…
Los billetes pasaban de una mano a otra y Antonio José volvía a contarlos, lentamente.
—Listo. ¿Hay satisfacción?
—La hay.
—Pues ni una palabra de más… ¡Suerte y a seguir metiendo dinero en el buche!
—Así se hará.
Aquella noche sacaron la caja de su escondite y se hizo el recuento final: cuatrocientos veintiséis mil reales.
Por primera vez —desde hacía un par de meses— los hermanos Carrasco durmieron como unos benditos, y no despertaron hasta que el sol afiló sus espolones por los ladrillos del cuarto.
—Cinco días nos quedan para ir a ver a doña Carmen —dijo Antonio José que contaba las fechas cada mañana.
¡Cinco, cuatro, tres, dos días, ya tan solo!
—Mañana iremos a pagar. Nuestra hora se acerca.
Son las nueve y media de la noche. La sopa de pan está dispuesta, humeante, sobre la mesa. José Manuel se levanta y trae una botella de vino: —Como mañana por la noche dormiremos en el pueblo, he pensado que es ahora cuando debemos tomarnos un par de copas cada uno.
A Antonio José le brillan los ojos cuando ve colorearse el cristal de la copa con el vino rojo, igual que si unos labios de muchacha se hubieran deshecho dentro.
Bebe Antonio José muy despacio; bebe José Manuel cerrando los párpados a cada sorbo; quiere beber, de nuevo, y se queda con la botella suspensa en el aire…
¿Pues, no ladran con furia los perros? ¿Qué será?
Se oye gritar fuerte, afuera. Unos hombres corren hacia la casa, por el patio del caserío, como en una descubierta. Ladran los perros. Dos disparos desgarran la noche, esos disparos antiguos, secos y rotundos, que parecían precipitar la angustia sobre los tejados.
—¡Santo Dios! ¡La Mano Negra!
Los dos hermanos Carrasco, blancos como la pared, intentan cerrar la puerta de la casa. Es tarde. Los que sean, suben por la escalera. ¿Y si, al menos, pudieran asegurar la puerta de la habitación? Está cerrada; pero los asaltantes la golpean con hachas, con estacas de olivo. La puerta cede, y los hermanos Carrasco caen hacia atrás. Entonces pretenden luchar, arañar, morder, apretar el cuello a los hombres que entran. La lucha es corta y rápida. Son diez o doce hombres delgados, bajitos, con el antifaz sobre la cara, aunque no pueden ocultar que son campesinos, sobre todo por sus manos, grandes, bronceadas, con las uñas ribeteadas de negro. El que se hacía pasar por jefe, el más alto, llevaba un sombrero de ala ancha sobre el antifaz.
—Amarrarlos a las sillas.
Pero los dos hermanos Carrasco no se han rendido aún: quieren gritar, pedir socorro. Uno de aquellos hombres, maldiciendo, se acerca y les mete un puñetazo en la cara. Los dientes tiemblan y sangran. A José Manuel le sale un hilillo de sangre de la comisura de los labios, baja por su cuello y mancha el cuello de su camisa. Antonio José lo mira con los ojos espantados, desmesuradamente abiertos:
—¡No pegarle, canallas! Respetad sus canas.
—¡Tú, calla! Queremos los dineros.
—No. Eso nunca.
—¿Que no?
El mismo de la vez anterior golpea el rostro a los dos hermanos con una vara de olivo. La vara gime en el aire y deja sobre la piel verdugones largos de color violeta.
José Manuel solloza:
—No los tenemos aquí. Están en el pueblo.
—Están aquí. Lo sabemos.
Callaron los hermanos, firmes en resistirse.
—¡Húndele la navaja en la cara, a ver si se le suelta la lengua!
El Tiznao abrió ceremoniosamente la navaja de muelles. Luego, la acercó, despacio, al rostro de José Manuel.
—¿Qué, te gusta?
José Manuel sintió el frío de cadáver de la hoja penetrar en la piel de la mejilla, como cuando se cortaba con la cuchilla de afeitar los días que estaba nervioso. Tembló de pies a cabeza. Antonio José, lívido, miraba gotear la sangre de su hermano por la punta de la navaja.
—¡No! No hacerlo.
—Pues suelta la pasta.
—¿Cuánto queréis?
—Cuatrocientos mil reales. Lo que tenéis: ni uno más y ni uno menos.
El jefe quiso dar más detalles:
—Mañana, tienen ustedes que pagar a doña Carmen, la Mayorazga. Son cuatrocientos mil reales. Por ellos venimos.
Antonio José interrumpió:
—¡Es mentira! ¡Mentira! Pensábamos pedir un plazo a la señora. Llevamos cinco años pasando fatigas, y no hemos reunido ni cincuenta mil. Si los queréis, son vuestros.
El jefe se echó el sombrero para detrás. Tenía los pelos blancos del flequillo pegados a la frente por el sudor.
—¡Cincuenta! ¡Cincuenta! ¿Pero tú quién te crees que somos nosotros? Venga. Menos papeles, y acaba ya.
El Tiznao, rápido, bajó la navaja y la colocó sobre la garganta de José Manuel.
—No. No —gritaba este—. Es nuestra vida, toda nuestra vida la que queréis llevaros. No los entregues, hermano. No los entregues. Déjales hacer, Antonio. Que no se vayan con ellos.
Antonio José aullaba como un perro:
—¡Cobardes! No hacerle daño. Nos lo pagaréis. Lo juro. Tarde o temprano, iréis al garrote.
—¡Que calles y entregues la pasta! Si no…
El Tiznao clavó su navaja unos milímetros nada más. José Manuel sintió como si la muerte hubiese entrado en aquel cuarto y se le quedase fija, mirándole. No podía hablar. Sus ojos buscaron a los de su hermano. La navaja daba la impresión de que se hundía, ansiosa ya por cortar la carótida.
Antonio José no pudo resistirse:
—Doscientos.
—Doscientos no. Es que no oyes…
Le levantaron los labios de un culatazo. José Manuel masculló una frase…
—Ponerle un bozal a ese perro.
Le metieron un pañuelo en la boca. Se asfixiaba.
—¡Canallas! ¡Cobardes! Dejarlo… dejad a mi hermano…
—Trae el dinero. Contaremos hasta diez, y, si no, ya sabes…
—Trescientos —dijo con un suspiro, como si también lo asfixiaran.
—¡Los cuatrocientos, o la cabeza de tu hermano! A elegir —dijo El Tiznao.
Antonio José chilló:
—¡Bueno! ¡Bueno! Pero dejadle.
Salió. Subió unas escaleras y aún tuvo fuerza para separar las 6250 pesetas del baúl. Volvió con la caja llena de billetes. José Manuel cerró los ojos. No podía mirar.
—¿Son los cuatrocientos?
Antonio José bajó la cabeza.
—¡Cómo nos engañes, te abrimos en canal!
—Cuéntalo, Curro —dijo el jefe a un hombrecito gordo, que había permanecido hasta entonces asomado a la ventana de la habitación, como si oteara el paisaje. Curro dejó la escopeta que llevaba, sobre la mesa, y empezó a contar con el dedo gordo. Separaba los billetes en montoncitos y al décimo lo doblaba sobre ellos. Parecía que no había hecho otra cosa en la vida, sino contar.
—Diez, veinte, treinta…
Los hermanos Carrasco lo miraban trémulos. Cada billete que pasaba —uno, dos, tres— era un día, por lo menos, de sacrificios, de mal comer, de noches sin dormir sobre la parva sin trillar, de horas y horas sobre las mulas, arriba y abajo, para vigilar el apero o la siembra.
—¡Justos! —murmuró Curro, y se levantó contento de haber mostrado su superioridad frente a aquellos patanes—. Cuatrocientos mil reales. Cien mil pesetas, veinte mil duros.
Hubo un rumor de asombro incontenible entre los bandidos. Aquellos billetes desparramados sobre la mesa representaban la mitad de «San Rafael», con sus tierras negras, sus arroyos de juncias, su caserío, sus zahúrdas, sus pajares gigantescos. Los ojillos de todos chispeaban. El jefe, silencioso, sacó un gran pañuelo de hierbas, metió los billetes en él, y lo anudó por los picos.
—¡Vamos! —dijo.
Luego, con la cabeza baja, dijo a los hermanos:
—Bueno, señores, no hay que ponerse así. A don José Manuel no se le ha hecho ni pizca…
Ante el dinero le había vuelto la sumisión ancestral, el respeto de siglos. Curro apostilló, sujetándose el antifaz negro:
—Don José Manuel, podíamos haberle dado un disgusto…
El jefe se volvió desde el dintel de la escalera, recobrada, otra vez, la apostura jaque y desafiante. El dinero estaba ya tapado, oculto bajo la manta que llevaba al hombro.
—¡Tú, menos charla! ¡Venga! ¡Deprisa! Llevarse también las escopetas y los cartuchos.
José Manuel y Antonio José cayeron, vencidos, pesadamente al suelo. Crujieron las escaleras de madera, alguien blasfemó en la oscuridad, se oyeron unas voces, después dos disparos, seguramente para amedrentar a la gente del cortijo, el fragor de un galope… Y, luego, nada.
—Hermano, hermano… ¿has visto?
José Manuel se arrastró por el suelo y se acercó adonde estaba Antonio José.
—¿Y tú? ¿Tú, cómo estás? ¿Te sientes bien?
—Se lo llevaron, hermano.
—Ya sé… ya sé…
A rastras se asomó a la ventana y gritó:
—¡Gregorio!
No contestó nadie.
—Lo tendrán maniatado.
Antonio José lloraba en silencio.
—Perdimos «San Rafael», hermano.
—Mía es la culpa. Tú lo hiciste por mí. Para que no me mataran esos hijos de…
Se llevó una mano al cuello y la mojó en sangre.
—Hay que bajar como sea y pedir socorro. Estamos heridos.
Antonio José seguía llorando.
—No llores más… ¡Qué le vamos a hacer! Este era nuestro sino: ser pobres, pobres otra vez. Más pobres que nunca. Se perdieron los cuatrocientos de la señal, y estos de ahora, y «San Rafael» se nos fue de las manos. Y todo por mi culpa. Debías de haberme dejado que me mataran. «San Rafael» sería tuyo. Tuyo solo. ¿No lo comprendes?
—No pude, no pude, hermano. «San Rafael» sin ti, no merecía la pena.
Una oleada de cariño subía por el cuerpo de José Manuel, como suben la savia y las hormigas por los viejos naranjos encalados. Se acercó, temblando, a su hermano y lo abrazó, fuertemente, por primera vez después de cincuenta años. Desde que murió el padre, quizá.
—No te preocupes, Antonín —así lo llamaba de niño—. Nos curaremos y volveremos a empezar. ¿Quién ha dicho que nos rendimos? Mira la botella: aún tiene vino dentro. Trabajaremos y compraremos tierra. Los Carrasco no se rinden. Aún nos sobran veinticinco mil reales. Lo necesario para un par de yuntas, y todavía el haza es nuestra.
—¡Es tarde ya, hermano! ¡Es tarde para volver a empezar!
—Nunca es tarde, Antonín… Aún nos sostenemos en pie y la tierra nos quiere. Cogeremos cien por uno y se llenarán los almacenes. Y un día…
—«San Rafael» será nuestro otra vez.
—Tú lo has dicho, hermano… Dejaremos de ser rancheros, y volveremos, de nuevo, a ser labradores de un gran cortijo. Tú lo has dicho, hermano: «San Rafael» será nuestro. ¡Que Dios te bendiga por haberlo dicho! ¡Nuestro, y nadie nos lo quitará entonces! ¿Me oyes? Nadie; pero, ahora, escucha, escúchame: ahora hay que trabajar, hay que volver a trabajar y sin perder un minuto, como antes.
Unos días después, de la casa en el pueblo, volvían a salir las dos mulas. Primero, delante, José Manuel; detrás, Antonio José. Cuando llegaron al carril de «San Rafael» torcieron para la izquierda, para la vereda que llevaba al olivar de la «Señora». José Manuel Carrasco llevaba la cabeza vendada.