Imagen encabezado

Capítulo II

EL PISO EN MADRID era un entresuelo derecha. Don José se sentía los primeros días como enjaulado, y recorría el pasillo con el suelo de madera, las paredes estucadas, de una punta a otra, docenas de veces. De cuando en cuando, se asomaba al balcón del comedor y por el embudo del patio, miraba hacia arriba: allá, en lo alto, descubría un trozo de cielo gris, pequeño y ahumado como un harapo de tela. Don José apagaba entonces la luz eléctrica —el comedor se quedaba casi a oscuras—, y se pasaba grandes ratos mirando aquel cielo cuadriculado, como si aquello le librara un poco de la madriguera donde se había metido. Después de todo, aquel mismo cielo, aunque ya limpio y oxigenado por Dios, cubría también «San Rafael». El amor a la tierra se le hacía insoportable a medida que aumentaba la ausencia, como si fuera el amor a una mujer. Don José pensaba en que una vez a don Fernando, su suegro, le preguntaron en el casino qué le pasaría si le hubieran quitado «El Vergel»: «Dejaría de vivir» —contestó don Fernando, como la cosa más natural del mundo—. Había oído contar también, en las tertulias del pueblo, y ahora lo comprendía, que la familia del farmacéutico cuando se enteró que su padre había vendido la finca, se encerró en su casa, hijos e hijas, y no salieron más, apesadumbrados por el peso de la vergüenza.

Ahora esperaba las cartas puntuales de Jeromo, llenas de detalles conmovedores sobre la vida de la finca y los seres que la habitaban: «Sabrá usted que la yegua "Primorosa" parió anoche…». «Sabrá usted que la muía "Malagueña" tiene una matadura. Se le echó ceniza…». «Sabrá usted que en la piara hay tres primales que cojean…». Otras veces, las cartas se referían a noticias sobre los sembrados, humanizados de manera inefable: «La avena no acaba de levantar la cabeza y anda sin espabilarse como un chiquillo tábiro…». «Por las mañanas amarillea que es un dolor. La mucha agua va a hacer toser al trigo. Usted lo verá». Cada línea tenía la ternura y la fuerza de un primitivo: «La loma de la izquierda, según se entra por el carril, verdea por lo alto; más abajo, verdea menos. En la cañada, el "Capelli" nace que es un gusto. Apenas se le nota de lejos, pero de cerca, ya parece el vello de la cara de una zagala…». Don José disfrutaba lo indecible con estas cartas y las esperaba con fruición cada mañana. «¿Y el cartero, no ha venido aún?». Otras veces, las leía cuando estaban todos sentados a la hora de la comida. A Fernando le brillaban los ojos. Mauca, la niña, preguntaba siempre por la potrilla torda que le estaban domando. Doña Luisa por el caserío: «¿Dijiste a Jeromo que repasaran las goteras de los cuartos de arriba?». Solo José, el segundo, oía las noticias de «San Rafael» como si pertenecieran a un mundo lejano e indiferente. José, a los seis meses de estar en Madrid, de improviso, se había encerrado con su padre en el despacho. Cerró la puerta con pestillo y le dijo con voz firme:

—Papá, yo tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

—Que tengo vocación.

—¿Tú sabes lo que dices? —preguntó absorto don José, levantándose del sillón forrado de hule verde.

—Yo sí —contestó José—. Yo sí que lo sé.

Doña Luisa consultó con el superior de los Padres del Corazón de María, adonde iba a misa de nueve. José fue a verlo después, y el sacerdote le aconsejó que esperara.

José, no obstante, estaba cada vez más firme en su idea. Era un muchacho alegre, pero lleno de repentinas ráfagas de seriedad, en las que parecía dominado por algo superior a él. Iba con sus hermanos a Rosales, volvía con Fernando charlando, jugaba con Mauca cuando llegaba del colegio; pero se le sentía ya separado por una frontera invisible. En verano, volvió a hablar con su padre.

—Papá —repitió—. Yo tengo vocación. Estoy decidido.

Don José fue a visitar el Seminario. Doña Luisa bordó ella misma las iniciales en el equipo del novicio. Y los dos se fueron a llevarlo una tarde de Septiembre. José, en la puerta, los miró feliz. Don José lo estrechó entre sus brazos.

—Hijo mío, tú sabes que… —balbuceó.

A la vuelta, todos cenaron callados, mirando el puesto, por vez primera vacío. Entonces, doña Luisa dijo de repente, como sin darle importancia:

—Es preciso, con tiempo, construir una capilla en «San Rafael». Cuando seamos viejos, José podría decirnos misa los días que fuera a vernos. ¿No te parece?

Don José no contestó nada, pero buscó la mano de su mujer sobre la mesa y la apretó durante un buen rato.


Por otra parte, don José apenas si salía de su casa. Alguna que otra mañana iba al centro, en el tranvía número 6, y compraba allí su tarro de ronquina y los periódicos. Al pasar por la plaza de la Armería le gustaba perder la vista, a lo lejos, en los fondos de terciopelo verde de la Casa de Campo, o en los azules nevados de la Sierra. A don José le aburría la ciudad; le abrumaba con sus ruidos y con su prisa. Regresaba casi enseguida, se sentaba en una butaca de su despacho y volvía a leer la carta de Jeromo. Era su mejor momento desde que se vino a vivir a Madrid. A continuación, repasaba la prensa. Doña Luisa —que no ponía el pie en la calle— lo oía entrar y sonreía.

Una tarde, doña Luisa se sintió enferma. Prefirió, no obstante, callar. Don José continuaba con su vida de siempre. Si acaso, más triste, más abstraído… Jeromo se quejaba de que la situación andaba cada vez peor. Repartía el Ayuntamiento los obreros a granel, y a «San Rafael» le correspondieron más de cincuenta. Como no tenían nada que hacer, se pasaban el día con los brazos cruzados, ante la desesperación de Jeromo. De ese modo, los gastos cada quincena crecían de una manera exorbitante. «Son cerca de veinte mil reales los que me tiene que mandar» escribía Jeromo, en una carta en donde se transparentaba la angustia. «Esto —ya le digo— es una Inquisición. De seguir así, sería conveniente…».

—Las noticias de «San Rafael» no son buenas —dijo don José a su familia, la voz tañida por la tristeza—. Jeromo quiere que me dé una vueltecita por allí. Esta quincena importa una barbaridad. Yo no sé dónde vamos a parar…

Aquella noche, doña Luisa reveló a su marido que se encontraba enferma. Don José se intranquilizó. Tuvieron que ir —quieras que no— a ver a un médico. A la salida, este apretó el brazo de don José:

—Me gustaría hablar con usted.

—¿De qué se trata? —preguntó doña Luisa, sobresaltada, ya en la calle.

—De nada, mujer. Me ha dicho que si pensábamos vender «San Rafael». Alguien ha debido hablarle de la finca.

Doña Luisa no lo creyó, naturalmente, pero preguntó como si quisiera convencerle a él de que lo creía.

—¿Y tú, qué dijiste?

Don José siguió el juego sin fuerzas:

—¿Me crees un loco? Le dije que no, que no. La gente de Madrid no sabe cómo nosotros queremos a «San Rafael».

Cuando volvieron al piso, don José se encerró en su despacho y se estuvo un gran rato, la cabeza apoyada entre las manos. Ni por un segundo dejaba de oír las palabras del médico, dichas con ese tono opaco con que se envuelven los diagnósticos estremecedores.

—Lo siento mucho, pero es un asunto muy grave; para qué engañarnos: mortal. No, no puedo precisarle cuándo —añadió luego, mientras don José abría desmesuradamente los ojos—. Pero cuestión de unos meses, o quizá un poco más, o un poco menos…

A partir de entonces, don José se encerró en un mutismo casi absoluto. Iba y venía de un lado para otro por el pasillo y dejó de asomarse a la ventana aquella desde donde se veía un pedacito ridículo de cielo. Doña Luisa —desde la cama— procuraba calmarlo:

—No te preocupes, José. Verás como todo se arregla. Ese Jeromo siempre ha sido un pesimista terrible. Me da el corazón que este año va a ser la cosecha muy buena. Ya lo verás.

Don José respondía con monosílabos.

—No sé… no sé…

Sin embargo, las cartas de Jeromo no podían ser más desesperanzadoras. «Don José: esto está fatal. El personal no es que no quiera trabajar, sino que viene tan solo para sacarnos cuanto puede. Le ha tomado ojeriza a "San Rafael". Es preciso que…».

Don José comprendía que su presencia allí se hacía, por días, absolutamente necesaria. ¿Pero cómo dejar a su mujer en estos momentos? «De ninguna manera» —pensaba don José—. «Antes que "San Rafael" y que nada está ella».

Se asomaba a la puerta de su cuarto, y la veía, las sienes empapadas en sudor sobre la almohada. «Está ella, está ella…» —se repetía terco, incansable en sus paseos interminables por el pasillo.

A la tarde, caía rendido en una butaca junto a doña Luisa e intentaba distraerse con la prensa. Releía las páginas agrícolas en huecograbado del ABC. Artículos sobre la soja, las abejas italianas, la poda del olivo en Jaén. Luego, echaba una ojeada al resto. Huelgas, tiros, alijos de armas, mítines, la Sesión de las Cortes. Alguien decía: «Yo no quiero ser valiente». Don José pasaba las páginas indignado.

—¿Has oído, Luisa? —preguntaba—. Ayer, en el Mitin Agrario de Valencia: «En el reinado de don Juan II dijeron al rey: "Señor, no gastar tanto que ese dinero es sudor de labradores"».

Atardecía sobre Madrid. Una luz violeta caía lentamente. Don José entornaba los ojos. De la calle llegaban los gemidos de los viejos tranvías que aún rodaban. Se levantó, de pronto, y buscó un libro que tenía sobre la mesa de noche. Era el Ernesto de Castelar, «Aquí donde todos están apegados a los goces y todos andan perdidos por allegar pobres riquezas, un horizonte transparente, azul, enseña el último término, a do deben caminar nuestros deseos. La noche serena sembrada de astros nos inspira grandes ideas en medio de las luces de gas, del ruido de los cafés…». Se trataba del último remedio, cuando ya no le quedaba otra cosa que hacer y el recuerdo de la tierra le empezaba a subir por el cuerpo. Digería la prosa, despacio, como si bebiese chocolate espesísimo con harina. De repente empezó a llover. Casi no quedaba luz, y don José dejó el libro sobre la mesa, cruzó las manos y se puso a mirar a la ventana. Resbalaba por los cristales el suave sudor de la lluvia. Entonces don José se hundió por entero en el recuerdo. Con delectación y con una nostalgia infinita. Recordaba los sembrados lejanos, lavados, tiernos, alegres como niños, bajo la ducha de las nubes. Y veía, después, las nubes galopando sobre la tierra negra, como humo, como girasoles de niebla sobre las lomas, sobre las vegas en cuyos surcos aguardaba la semilla viva. Y oía, ahora, el ruido de las gotas de agua en los bajantes de hojalata pintados de verde de «San Rafael» y el grito del viento allá, en el espacio entre las vigas de madera y el techo raso. Y recordó, de una manera tan intensa que le produjo escalofríos, las veces que le había sorprendido la tormenta a caballo, todo el campo mojado por delante, envuelto en un capote de hule, la noche ya encima y una felicidad infinita dentro de su corazón.

—¿En qué piensas? —le preguntó doña Luisa—. ¿En cómo llueve en «San Rafael»?

Don José, por toda respuesta, volvió la cabeza y la miró como si la mirara por primera vez, en muchos años.


La gravedad de doña Luisa coincidió con las cartas desesperadas de Jeromo. «Yo no sé qué hacer. O viene usted, o esto se hunde. La gente no tiene rey ni roque…». «Estoy metido en un berenjenal del que no sé salir. Esto tiene carracuca…». Don José contestaba largas cartas donde todo se puntualizaba. Pero era inútil. «Las cartas no sirven, don José —repetía Jeromo—. Tiene usted que venir…».

Pero don José se sentía atado al lado de aquella cama donde doña Luisa se apagaba. «San Rafael», sin ella, «no merece la pena» —se decía.

—¿Son peores las noticias de Jeromo, no? —inquiría doña Luisa viéndole sufrir.

—Sí. Son peores.

—¿Y qué piensas hacer?

—Ya veremos. Lo primero es que tú levantes cabeza.

En el fondo, don José pensaba que si se realizaba el milagro con su mujer, también «San Rafael» podía volver a ser la tierra entregada, fiel y generosa todos los años.

Fue entonces cuando don José empezó a pensar en la posibilidad de que, ya que a él no le era posible ir, fuera en su lugar, Fernando, su hijo. «Es como un deber —se decía—. Yo no puedo dejar a Luisa, pero tampoco puedo dejar a "San Rafael". Fernando es como yo». Sin embargo, recordaba el caso de Rosita, y volvía de su idea. «Rosita tendría ahora diecinueve. ¿Además, no nos hemos sacrificado precisamente para eso, para que estudie y para que se haga aquí un hombre de carrera?».

De todas maneras, el pensamiento volvía una y otra vez. «Sería por poco tiempo, y él enderezaría el cortijo». «Él ha nacido para eso y con el tiempo será suyo». Jeromo parecía haberse dado cuenta de su lucha interior, porque las cartas eran cada vez más patéticas y apuntaban en el blanco. «Si doña Luisa sigue mal, ¿por qué no viene el señorito Fernando? Yo necesito al amo, o a una parte del amo, para hablar claro…».

Vinieron los días de la revolución de Octubre. Los periódicos se repartían en camiones con soldados. Las tiendas se cerraron, y se habló de que escasearía la comida. Doña Luisa mandó a la tienda que les servía por un stock de latas de conserva. Fernando estuvo cuatro o cinco días fuera de casa, de voluntario. Cuando volvió tenía una leve herida en la frente sobre la que habían colocado un esparadrapo.

—Quizá estuviera mejor en el campo que aquí —explicó don José a su mujer—. Ese niño está lanzado y es un peligro en una ciudad.

Finalmente se decidió. Fue un detalle menudo lo que le arrastró, como pasa siempre. Don José había comentado en la mesa que Jeromo no podía más.

—Déjame ir —dijo Fernando—. Te prometo que cumpliré.

Don José no cedía.

—¡No digas tonterías! Tú, a la Universidad.

—Pero si es solo unos días, papá. Una vuelta, y lo soluciono todo. Llevo unas cuantas noches soñando con «San Rafael».

—¿Y qué sueñas?

—Nada. Me veo allí de pie, frente al caserío, en el centro de la finca, dispuesto a defenderla.

Don José cerró los ojos. «Es mi mismo sueño, el mismo…» —pensaba. Y de pronto, al buscar el sobre para meter la carta, cayó un grano de trigo sobre el plato. Era pequeño, insignificante y parecía un piñón de miel sobre la loza blanca.

—Mira, un grano de trigo de «San Rafael»…

Fernando se levantó de un salto y lo tuvo un rato sobre la palma de la mano.

Don José se derrumbó:

—Escucha, Fernando, si tú fueras…


—Luisa, ¿me oyes?

—¿Qué quieres, José? —contestó doña Luisa como si esperara la pregunta.

—Esta tarde hablé con Fernando.

—¿Y por qué lo has hecho, José? —su voz era muy cansada, pero firme.

—Alguien tiene que ir. Si no, «San Rafael» se pierde.

—¿Y tú?

—Yo no puedo, no puedo…

—¿Por qué?

—Estoy viejo, cansado. No sirvo para nada.

—No es verdad, José… ¿Es por mí, no?

Don José no respondió. Doña Luisa buscó su cabeza en la oscuridad y le besó conmovida.

—¿Y lo de Rosita? ¿No has pensado en eso?

—He pensado mucho tiempo, Luisa. Aquello fue cosa de niños. He escrito a Consuelo, y Consuelo se ha informado que Rosita tiene novio y que se casará pronto.

Doña Luisa no hablaba. Don José continuó:

—Fernando es como yo, Luisa. Él quiere como nosotros a «San Rafael». Con Fernando allí, yo estaré tranquilo. Si lo hubieras visto esta tarde cuando cogió el grano de trigo…

—¿El grano de trigo?

—¿No te lo conté, Luisa? Verás…

A la noche siguiente, Fernando se despidió de su madre.

—Que seas bueno, hijo —dijo doña Luisa, con el presentimiento de que no volvería a verlo.


En la estación del Mediodía salía el exprés a las diez de la noche. Un mozo subió las maletas de Fernando a la rejilla del vagón de primera: debajo, M. Z. A. bordado en el encaje de la malla, sobre el dorso de la butaca. Fernando le dio un duro al mozo. Se sentía espléndido, fuerte. Después, se asomó a la ventanilla.

En el andén estaba su padre. Parecía intranquilo. Tenía como un nudo en la garganta. Quería hablar de Rosita, decirle algo sobre Rosita, que en aquel andén lleno de gente apresurada, de despedidas fugaces, se diría haber recobrado de pronto una presencia turbadora. Pero no se atrevía.

—¡Fernando, hijo… yo tenía que decirte…! ¿Qué tenía yo que decirte?

Fernando sonreía desde la ventanilla, seguro de sí mismo.

—No te preocupes por nada, papá. Ya te escribiré y te informaré de todo.

El tren comenzó a andar. Fernando apretó la mano de su padre.

—Buen viaje, Fernando —dijo don José—. Recuerdos a Jeromo… y para «San Rafael»…

Fernando no oyó la palabra «San Rafael». Se sentó en una butaca, sacó la petaca, que había llenado por la mañana cuidadosamente, y encendió un cigarro. Se sentía un hombre.

Don José, fuera de la estación, llamó a un taxi. Hacía frío y se levantó las solapas del abrigo. Luego, se arrellanó en el asiento.

—Es como si fuera yo —se dijo.

Y se sintió en paz con su propia sangre.