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Capítulo I

AL OTRO DÍA ERA la marcha a Madrid. Junto a la puerta del caserío se colocaban los bultos, que bajaban dos gañanes con una lentitud casi de tragedia. Don José, sentado ante su mesa escritorio, contemplaba las primeras maletas cerradas y el enorme baúl, el «mundo», el «paraíso» como había dicho una de las criadas, que soñaba con casarse, mientras se sentaba sobre su tapa tratando de cerrarlo, y veía aquella montaña apretujada, debajo suya, hecha de ropas finas y de sábanas de hilo bordadas.

Don José oía ahora los pasos de los zapatones de los gañanes subir y bajar los escalones, y los otros pasos, nerviosos, febriles, de su mujer en el piso de arriba, dando los últimos toques al equipaje. A don José le dolía en el alma tener que abandonar «San Rafael», pero aquella marcha era ya irremediable. Ni la dificultad de encontrar un arrendatario a su gusto —serio, con garantía y que fuera capaz de querer, un poco desinteresadamente, a su cortijo— le había hecho desistir de su idea. Era preciso ir a la ciudad con sus hijos, y que allí se hicieran hombres. Luisa, su mujer, tenía como siempre, razón. Aquello era casi un deber, un trago muy amargo, desde luego, mas los hijos estaban antes que nada y tiempo habría después, cuando ya ellos no lo necesitasen, de venirse a morir a «San Rafael», a este pedazo de tierra, tan querido como si fuera un pedazo de su propio cuerpo.

Don José —los ojos semicerrados— recordaba la amargura de estos tres últimos meses, entre corredores y posibles arrendatarios, que llegaban con la avaricia retratada en el fondo de los ojos, y el deseo de apretar a fondo aquella tierra oscura para sacarle todo su jugo cuanto antes. El campo, por otra parte, ante las primeras coletadas sociales de la República, se había torcido, y se hablaba también de una renta muy pequeña. Don José, además, comprendía que si arrendaba «San Rafael», era difícil que volviera a ser por completo suyo. Por último, se decidió a llevarlo desde Madrid. Sí, sería lo mejor…

Pero para eso necesitaba encontrar, antes que nada, un hombre. Un hombre que conociera y quisiera al cortijo casi tanto como él. En este punto, don José no lo dudó ni un instante, y llamó a Jeromo.

—Te necesito —le dijo—. He de irme a vivir a Madrid a causa de mis hijos. Entretanto, tú has de encargarte de llevar «San Rafael»; si no aceptas, me veré obligado a venderlo. Traspasa pues tu parcela de regadío y vente cuanto antes. Este es tu puesto, Jeromo. Tu padre me lo dijo a la hora de la muerte.

—Lo sé, don José, y estoy dispuesto.

—Gracias, Jeromo. No esperaba oír otras palabras de ti.

—Es que no hay otras, don José. Mi familia tiene también «San Rafael» en la sangre.

Don José, por toda respuesta, le tendió su mano y Jeromo la estrechó conmovido.

—Váyase tranquilo, don José… Antes que perder a «San Rafael», tengo yo que dejar de hacer sombra. Porque he de demostrarle que soy digno del que cerró aquí sus ojos, como usted me demostró a mí una vez que sabía ser el señor.

Don José comprendió el significado de esa última frase.

—Olvida aquello, Jeromo —dijo.

—Eso no se olvida nunca, don José.

Y bajando su cabeza salió, precipitadamente, del cuarto.

Fue entonces cuando don José pensó que podía irse más tranquilo a Madrid. La finca no se quedaría abandonada a merced de un capataz cualquiera, sino de un hombre que le tenía, por lo pronto, un afecto entrañable. De un hombre cuyos padres, cuyos abuelos y bisabuelos habían nacido y vivido aquí, y aquí habían engendrado sus hijos, en aquel caserío anclado, como un navío, en mitad de aquel mar de tierra negra.

—Ya puedes empezar a preparar el equipaje, Luisa —le dijo don José aquella noche a su mujer—. Jeromo se queda.

Y doña Luisa suspiró satisfecha.

Después don José concretó con Jeromo el plan a seguir. Estaban en el otoño de 1932. En los barbechos de maíz y de garbanzos, podía sembrarse, tan solo con pasarles una grada por encima. El trigo —el «Capelli», el «Ardito», el «Manitoba», el «Híbrido L», el «Castilla núm. 1»— aguardaba, impaciente, en los almacenes. Jeromo le consultaría ante cualquier duda; todos los días le escribiría dándole cuenta, hasta el menor detalle, de la marcha de la finca. Él vendría cuando hiciera falta.

De nuevo don José volvía a oír, desde su escritorio, el ruido de los zapatones de los gañanes, que seguían bajando las maletas. Anochecía. Apenas si quedaba ya luz. Y al otro día sería, por fin, la marcha. Don José se levantó de su sillón. Sentía una infinita tristeza invadirle lentamente.

Anduvo unos pasos y salió afuera. Quería decirle adiós a su cortijo. En la gañanía se encendían las primeras luces; un hombre —¿un velador?, ¿un guarda?— cantaba en la lejanía… Unas nubes violetas viajaban por el horizonte. La tierra del rastrojo recién levantada olía a algo extraño, íntimo, femenino quizá…

Don José estuvo contemplándola largo rato; dudaba si volvería a ver aquella tierra en la que había gozado y sufrido tanto. Y de repente, como algo que no puede evitarse, se inclinó, cogió un puñado de tierra con la mano, y después de mirar a todas partes para cerciorarse de que no le veían, la besó apasionadamente. Luego tuvo que sacar su pañuelo para limpiarse la boca. Y fue en este pañuelo, junto a sus iniciales, donde quedó un granito —minúsculo, negro— de tierra de «San Rafael».