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Capítulo V

AQUEL AÑO, 1912, FUE el famoso año de la borrasca. Llovió desde Septiembre, «desde la feria de Villamartín». Las tormentas se sucedieron desde Octubre. Rodaban por el cielo como lentos y pesados carros cargados de piedra. Los arroyos se salieron de madre y de noche en las lindes adehesadas del cortijo, se escuchaba el tau tau de las zorras hambrientas, cada vez más cerca. Bajo las nubes violetas, las yeguas se agrupaban en círculos. Gregorio tuvo que buscar un mulo entero para apaciguar la piara. Era un terrible animal estéril que inspiraba respeto a los mismos animales montunos. El yegüero, que había nacido en un pueblo de Córdoba, contaba que de niño lo había visto pelear noches enteras, a coces, con los lobos.

Llovió tanto aquel invierno que brotó la hierba entre los chinos pelados y encalados del patio y alguno de los hincos secos que limitaban la finca con alambre de espino, reverdeció y produjo una solitaria y tierna vareta verde. Las gentes dejaron de trabajar y jugaban al tute en las habitaciones más hondas e interiores de las tabernas, desde la mañana hasta la noche, como si no quisieran oír el agua. Como ocurre en los países donde llueve mucho, empezaron a crecer de calle en calle, las historias de fantasmas, de aparecidos, de duendes. Todas las tardes, cuando Perico el mandadero volvía del pueblo con su capote de hule amarillo, que dejaba en el suelo del caserío un charco de agua transparente como si fuera un paraguas, traía una nueva noticia:

—Ayer hubo duendes en casa de don Manuel.

Otro día empezaron a caer piedras misteriosas en las azoteas de las casas. En casa de Esperanza, una moza madura, pero guapa, blanca y maciza como un saco de harina, las sillas flotaban en el aire y los platos volaban de la mesa al suelo, sin que nadie les pusiese los dedos. Doña Julia, que era una viejecita achaparrada con muchas hijas casadas, vio otra noche, al abrir la puerta de su cuarto, una prima lejana que vivía en la ciudad, quieta, mirándole muy fija.

—¿Qué haces ahí? ¿Por qué no me has dicho que habías venido? —preguntó doña Julia con un hilo de voz.

La prima no repuso. Parecía estar como un traje, como un trapo colgado. Entonces doña Julia observó que tenía la boca sumida, con un halo oscuro, cárdeno.

Dos días después, el cartero trajo una carta donde le comunicaban el fallecimiento de la prima. Entre los detalles del óbito, le contaban cómo en la agonía la boca se le ennegreció hasta volverse una mancha morada.

Seis días después, en casa de don José Luis, el notario, un gato negro entraba todas las noches en el cuarto de la criada y le mordía los pies. «Es el demonio» —dijo la lavandera que dormía al lado. En Andalucía, el demonio es siempre un gato que anda por las galerías, en pantuflas y sin ningún ruido. Gregorio contó en el cortijo el viejo caso del rancho de la Pedrera, cuyos maíces lindaban con el cortijo de «El Vergel». Todas las noches aparecía sobre una tapia, un enorme gato negro que maullaba como si llorase.

Don José había visto la tapia, y la recordaba sucia, sin encalar, con el caballete cubierto por las hierbas secas.

—El colono, compadre mío —continuaba Gregorio—, cargó la escopeta con plomos loberos, y le hizo el acecho. Cuando volvió el gato, le descerrajó un tiro. Todos lo vieron caer ensangrentado. Sin embargo cuando el colono con una hija que le llevaba el candil salió fuera, al corral del olmo, no pudo encontrar al animal, y ni siquiera una mancha de sangre. A la noche siguiente volvió el gato. Por un postiguillo abierto, lo vieron pasear la tapia. Llevaba en la cabeza, en el sitio del tiro, una venda blanca. Aquel año, la hija del colono enfermó con una úlcera en el pecho. Ella decía que cuando salió con el candil en busca del gato, llevaba mal abrochado el justillo y se le había salido un pecho al agacharse. Precisamente, el pecho de la úlcera.

Pero la historia más pavorosa del año fue la de doña Úrsula. Doña Úrsula era otra viuda gordita, menudita, muy bien peinada, con el pelo castaño. Vivía en la calle Curtidores, en aquella casa que no tenía más que fachada y ventanas, una casa larga y alta como una vaca flaca. Doña Úrsula no salía nunca, como no fuese a la iglesia, y solo tenía un vicio conocido: los encajes. Los coleccionaba con un deleite casi pecaminoso; tan pecaminoso que en el pueblo los niños la llamaban Úrsula la arañita, por aquello de vivir siempre entre telarañas, una tarde, a la hora de las ánimas, llamó a la puerta un señor que vendía encajes. Doña Úrsula no pudo resistir la tentación, y lo recibió. Se trataba de un hombrecito bajo, más bien grueso, con el pelo rizado y que hablaba con una voz pastosa y tibia, que tardaba tiempo en disiparse. Los encajes que llevaba en el maletín eran maravillosos. Nunca había visto doña Úrsula encajes semejantes. Parecían espuma de cerveza. Randas de piñón, de diente de perro, de media muela, de corazón, de ombliguillo de la reina, los pelos de seda de Chantilly, gripures de aguja, las malinas que se hacían con 600 bolillos y la hiladora metida en una cueva húmeda para que el hilo conservara su blancura, las blondas color de azúcar tostada, porque los encajes, como el marfil, cuando envejecen, amarillean. A doña Úrsula le temblaban las manos.

—¡Dios mío, es un milagro! ¡Un milagro!

Doña Úrsula notó cómo el señor fruncía las cejas. «También noté —contaba luego— cómo la llama del quinqué palidecía cuando se acercaba». De repente, doña Úrsula dio un grito, se puso en pie y se santiguó. El hombre entonces se retorció en el sofá donde estaba sentado, y desapareció como si fuera de humo. «Tardó un poco —decía doña Úrsula—, porque se le enredaban los encajes». Y enseñaba, con una risita temblorosa, un trozo de encaje negro, una punta de randa, que había quedado en la habitación, como las lagartijas cuando dejan la cola para escapar. También quedó sobre los cojines la huella deforme de la mano. Era una gran quemadura, pálida y vieja, color de tabaco.

Don José subía todas las tardes, a pesar de los duendes y de Luis, el novio de Luisa, a la tertulia de la casa de don Fernando. A las cinco en punto, diluviara o no, Gregorio acercaba el coche a la puerta de «San Rafael».

—Don José, ¿vamos?

Don José bajaba, listo, en un minuto:

—Vamos Gregorio. ¿Nos quedaremos en el barrizal?

Gregorio sonreía cuco:

—No nos quedaremos… no nos quedaremos.

Algunos días venía Luis y se sentaba al lado de Luisa con sus grandes ojos tristes, sin hablar nada, hosco y malhumorado. Una tarde, no estaba Luisa. Preguntó por ella, y doña María repuso rápidamente:

—Ha salido con Luis. Tenía que hablar con Luis.

Luego, los encontró a los dos en el zaguán, hablando acalorados. Luisa miró a José muy tranquila; pero Luis no respondió al saludo de José.

En la tertulia, Consuelito charlaba y Luisa sonreía. Sin embargo, trascendía de ella una vitalidad, un gozo estático, casi morboso. José no apartaba la vista de aquella cabeza, espléndida, de piel morena, los ojos anchos y serenos, la nariz respingada, el leve bozo dorado bajo la nariz, la boca larga y fresca, los dientes brillantes, la barbilla redonda como un albaricoque. Sobre todo, cuando se encendía la luz de la casa, la luz de acetileno que manaba por tubos, a través de todas las habitaciones, desde un depósito particular, una luz más viva e intensa que la eléctrica, la cabeza de Luisa se tornaba más perfecta aún, como si a la estatua se le hubiese colocado detrás un paño amarillo.

En Enero, cuando el tiempo tendía a cambiar, llegó la borrasca. Don José había ido, como todas las tardes, a casa de don Fernando. A las seis, ya casi oscurecido, el cielo se puso de un color de ópalo turbio, ocre y ceniza, como los días que afila el levante. Volaron además enloquecidos, los tordos que silbaban toda la tarde desde la torre de azulejos de San Pablo. Y de pronto, estalló la borrasca.

Don Fernando llegó del casino, agarrándose a los hierros de los cierros.

—¡Todos los árboles de la carretera al «Vergel» se han caído!

Se oían rodar las macetas de la azotea, y en el jardín, los rosales, los heliotropos, las quencias se doblaban como si dos grandes dedos las partieran. La buganvilla grande se desprendió de las alcayatas que la sostenían y cayó al patio despatarrada, como una enorme araña que hubiera perdido la fuerza de sus patas.

A las ocho el temporal aumentó. Afuera se oían chasquidos de cristales y gritos.

—¿Qué velocidad le calcula usted al viento? —preguntaba don Fernando, dándole golpecitos al barómetro para ver si la aguja se movía.

—No sé; pero es un verdadero ciclón.

Don Fernando daba órdenes en la casa:

—Cerrar todas las maderas; asegurar las trancas de la puerta del molino.

Don José se levantó de la camilla.

—Me voy —dijo—. Esto empeora por momentos.

Don Fernando le cogió por los brazos:

—¿Irse? Usted no se va de ninguna manera. Sería una locura, una verdadera locura.

Doña María asintió:

—Ya le buscaremos un sitio en cualquier parte. Gracias a Dios, la casa es grande.

Gregorio llegó unos minutos después. Había encerrado los caballos en la cuadra de don Miguel. Traía noticias del pueblo, y don José y don Fernando bajaron a charlar con él.

—El temporal se ha llevado el techo de la casa de don Jacinto… La montera de don José Luis ha volado…

Fue entonces cuando la casa tembló; se oyó primero un chasquido; luego una explosión, y la luz se apagó como un suspiro. Arriba las mujeres chillaban y corrían por la galería: «¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido?». Se oyó la voz de don Fernando:

—Tranquilidad. Tranquilidad. No ha sido nada. Es el depósito de carburo que ha estallado. Seguramente el viento se ha llevado el techo del cuarto.

José subió despacio, sin tropezar, a tientas por la escalera que conocía muy bien; cruzó la galería y alcanzó el gabinete de la tertulia. En la oscuridad, oyó la respiración de Luisa. La adivinaba a través de la tiniebla, como si la viera por los poros de la piel. Sin decirle nada, avanzó unos pasos, la atrajo hacia sí y la abrazó. José tuvo la sensación, como un escalofrío, de que aquel cuerpo estaba hecho para él desde que nació, exclusivamente para él, hasta que se disolviera en la tierra y perdiera ese dulce calor que desprendía.

—Te quiero, Luisa.

—Yo también te quiero. No puedo remediarlo.

Permanecieron un rato callados, juntos. Se oía el corazón de José como un reloj. Luego, la voz de doña María que en el piso de abajo pedía que trajeran velas de la despensa.

Ella fue entonces la que le besó por segunda vez. Tenía la boca húmeda como la de un niño.

—Mañana —dijo José— hablaré con tu madre.

—No —contestó Luisa—. Hablaré yo.


Doña María reunió a sus hijas en una especie de consejo de familia. En Andalucía, los casamientos es un asunto exclusivo de las mujeres, de las madres, como las sábanas de hilo, las criadas y los niños chicos.

—Luisa —dijo por todo preámbulo— me ha dicho ayer que quiere a José.

—¿Y Luis? —preguntó Consuelo—. ¿No te da lástima de Luis?

Luisa miró a su hermana:

—¿También estás enamorada de José?

Consuelito se echó a reír. Las dos hermanas rieron.

—Pero Luisa es la mayor —sentenció doña María.

En Andalucía, el amor es un sentimiento ordenado y sólido, que no debe deshacerse por caprichos o impresiones fugaces. Una mujer quiere a un hombre para tener hijos de él y gobernarle la casa.

Luisa tuvo un gesto de oscura, soterrada, inesperada energía:

—José será mi marido. Él será el padre de mis hijos.

Y sonrió, como si ya se viera cuatro o cinco niños pequeños alrededor tirándole de las faldas.

Mientras tanto, don José fue a Madrid y arregló con su cuñado la partición de doña Carmen, que aún estaba indivisa. «He pensado que te quedes con el olivar y la dehesa —propuso a su cuñado—, y yo me quedo solo con el cortijo. ¿Estás conforme?».

En la estación, en un minuto en que los dos hermanos se quedaron solos, Carmen le preguntó en voz baja:

—¿Quién es ella?

José sonrió también:

—Ya la conocerás cuando la boda.


En Mayo se casaron en la Iglesia Mayor del pueblo. Después se fueron a «San Rafael». El aire era transparente como un vaso de agua. Cuando se abrían las ventanas se pensaba que debía ser un gozo hundirse en aquella claridad fresca y suave como seda. Las golondrinas partían desde el alba, como si quisieran apurar el regalo; la cigüeña de arriba se zambullía en el aire, despreocupadamente, con las manos cogidas a la espalda.

La luna de miel no habría sido preparada mejor por un poeta griego. Debajo del balcón de los novios, desde el amanecer, el rebaño de ovejas sesteaba. Los machos perseguían incansables, tercos, las ovejas. Era una persecución obsesionante, fija, como un castigo. De cuando en cuando, levantaban el hocico, plegaban el labio superior y rugían con un rugido corto, bajo, pero lleno de fuerza. Los verracos se disputaban las hembras, y los más débiles llevaban en las ancas una colmillada como una pincelada de bermellón. A las nueve, se sacaban los sementales de las cuadras. Las yeguas levantaban la cabeza en cuanto los veían. Al mediodía, en los olivares vecinos, se oía el zureo constante, enervador, de las tórtolas, y el gallo, bajo el sol, pisaba, una tras otra, sus gallinas.

Estuvieron un mes quietos en el cortijo. Algunas tardes salían a caballo y visitaban las fincas de los alrededores donde les obsequiaban. Por la noche, José veía dormir al lado suyo aquel cuerpo que había deseado tanto. Dormía tranquila, confiadamente, como si hubiera nacido para dormir junto a él. José pensaba en el silencio roto por el chirrido de los grillos y el sonido del agua del grifo de la pipa de latón, que caía sin cesar toda la noche, que entre aquel cuerpo y el suyo existía ya un lazo irrompible que los soldaba.


Al mes justo, doña Luisa dijo mientras se peinaba al lado de su marido.

—Mañana, José, hace un mes que nos casamos. Tienes que empezar a trabajar.

A la otra semana, con una raya de luz indecisa en la ventana, José encontró, al pie de la cama, los botos de campo recién engrasados con grasa de galápago, y la petaca llena de tabaco. Mientras se vestía, oyó piafar su caballo ensillado.

Gregorio comenzaba a trillar las primeras cebadas del año. Los nueve mulos trotaban sobre la raspa áspera de la cebada, con un trote casi de ballet. El trillo con su asiento de paja de juncia, cabeceaba sobre el mar de la paja, y el hombre que llevaba los mulos apenas movía el látigo, como si obedeciera también a un secreto ritmo.

El año fue muy bueno. El trigo candeal salió a 6. El avispado a 7. El alpiste canario en el barbecho holgón del río, a 10. Los garbanzos, lejos del yeso, a 8. Descontados los gastos, don José contó 35 000 pesetas de beneficio.

Por lo pronto, ya había cobrado veinte. Eran billetes de a mil, muy nuevos. Se los llevó a Luisa, orgulloso.


Cuatro meses más tarde, en el almuerzo, cuando doña Luisa partía el pan en la mesa, como había aprendido de su madre, partió tres pedazos.

—¡Qué tonta soy! Si no somos más que dos. Pero, pronto…

José se puso en pie, la servilleta flotando sobre el chaleco.

—¿Qué has dicho?

A Luisa le costaba hablar, los ojos llenos de lágrimas.

—Yo calculo que para Junio…

José se levantó la mañana siguiente más temprano que nunca. Cuando montó a caballo con Gregorio, para ver cómo iba la siembra, no pudo dominar su alegría:

—Gregorio, no se lo digas a nadie; pero pronto tendremos amo nuevo en «San Rafael».