Capítulo VI
DEBIERON VENIR ABIERTOS, en guerrilla, porque Jeromo no los vio. Cuando se dio cuenta tenía un fusil puesto sobre el pecho, y otro de ellos le empujó al fondo de la habitación y cerró la puerta con llave. Fernando los oyó discutir en la habitación del piso de abajo, al pie de la escalera. No tuvo más que un pensamiento: que estaba descalzo y que iban a sorprenderlo así. Abrió, no obstante, la puerta de la escalera y bajó los primeros escalones, despacio.
—Estoy aquí. ¿Por qué armáis tanto ruido?
Subieron cinco. Fernando los conoció uno por uno. Los cinco habían servido, en distintas épocas, en «San Rafael». Pero cuando vio que el padre de Rosita era el último, comprendió que no tenía remedio.
—Bueno. Me dejaréis vestirme —dijo.
Matías lo empujó dentro de la habitación. Matías había sido, durante muchos años, el punto negro del pueblo. A los dieciocho años se había llevado una muchacha de dieciséis, y los padres tuvieron que aceptarlo en la casa. Al año había tenido un hijo, pero no de su mujer, sino de una cuñada que no llegaba a los quince. Estuvo en la cárcel dos largos años. Cuando salió, trabajó el verano en los arrozales de la marisma, que entonces era como el Tercio del campo. Luego se fue a la Legión de verdad. Cuando volvió al pueblo, todo el mundo le temía. Era un hombre bajo, fino, de boca grande, afilada, los ojos de lobo. No discutía nunca, ni se apasionaba, pero tenía una frialdad apagada, firmísima. Cuando don Fernando dijo una vez en el casino que no lo aceptaría nunca en su casa, le despenó los cinco mejores novillos de la ganadería con una navaja barbera. Los había escogido durante toda la noche y luego realizó la operación con la tranquilidad de un matarife. Todo el mundo sabía que era él; pero el sargento de la guardia civil no pudo sacarle la confesión. Aguantaba el castigo con los labios contraídos, sin quejarse, con un ronquido interior, como si respirase fuerte. Hacía dos o tres años —el año del hambre— Jeromo se compadeció de él y lo trajo desde entonces a la máquina. Trabajaba terco, pero sin sonreír nunca. Se traía al arroyo la novia de turno, otra muchacha arrancada de su casa, y cuando terminaba el trabajo, se marchaba con ella sin decir una sola palabra. Los compañeros le temían lo suficiente para no preguntarle. Fernando, sentado al lado de la locomóvil, le había dado algún que otro cigarro y había cruzado unas palabras con él. Al principio lo miró con sus grandes ojos de acorralado; pero luego se dio cuenta que parecía buscar el menor halago, como las alimañas.
Fernando pensó que aun ahora que llevaba varios días mandando y pisando seguro, no se le había acabado de quitar la mirada de hombre acorralado. Se fijó también en que llevaba los pantalones recogidos por el tobillo con el sujetador de la bicicleta. Y que tenía los tobillos muy finos, como toda la gente cruel.
—¡Mientras más pronto mejor! —masculló el porquero, macizo, achaparrado, que subió el tercero.
Fernando no lo miró siquiera y volvió a dirigirse a Matías, como si los demás no existieran.
—¿Me dejarás vestirme? ¿Y escribirle una carta a mi padre?
Matías se estremeció como el animal salvaje cogido en un cepo que siente la primera caricia.
—Bueno —masculló—. Te lo concedo.
—Tiene derecho —apostilló Frasquito, el padre de Rosita, sin levantar los ojos. Era el más alto de los cinco, con su nariz ganchuda caída sobre el labio. «Todos tenemos hijos…» —añadió. Iba a decir «hijas», lo único que tenía, pero se contuvo temiendo la chacota de los demás.
Fernando entró en la habitación que había sido su dormitorio. Con él entró delante Estellita, el barbero. Dio una vuelta por la habitación y tanteó las rejas. Luego salió cerrando la puerta.
—No puede escapar —dijo, como si los otros no lo supieran.
Intentaba hacer méritos, pero era el que estaba más nervioso. Era el que había charlado más en el pueblo y ahora no se sentía con fuerzas. Y no aceptó el cigarro que Matías repartía en silencio.
Fernando lo primero que hizo cuando se quedó solo fue ponerse las botas. Se puso en pie con ellas y dio unos pasos. Se sentía más seguro.
Mientras se calzaba había visto en la rendija de luz una abeja que pugnaba por entrar. Estremecida volvía una y otra vez.
—Se ha equivocado de balcón —pensó Fernando.
Abrió las maderas de par en par. La habitación se llenó de esa luz de antes del anochecer, más dorada que ninguna del día. Fernando se acercó a la mesa. Empezaba a andar maquinalmente, como andan sin darse cuenta los que tienen la vida contada. Se sentó. Buscó la pluma y una cuartilla blanca. No quedaba tinta en el tintero y se levantó para llenarlo. Luego escribió nervioso: «Jacinta. Podríamos haber sido muy felices…». Leyó la frase y le pareció vacía, flotante. Rompió la cuartilla en pedazos. Empezó a escribir otra. No puso más que una sola palabra: «padre».
No podía estar sentado. Volvió a levantarse y se acercó, otra vez a la ventana. La abeja había caído en el suelo de la habitación. No se movía, como si se le hubieran agotado las fuerzas. Pero de pronto se enderezó sobre las patitas, se sacudió, levantó el vuelo y salió fuera. «El dedo de Dios le ha empujado» —pensó Fernando. Le pareció entonces que la palabra Dios le llegaba a él, como la orden a la abeja de que volase. Y sintió, casi físicamente, que alguien, muy por encima de él, sabía lo que le pasaba en aquellos minutos, lo que iba a pasarle. Se acercó a la ventana y pegó la cara a las rejas. Se había desatado la brisa de la noche y sacudía la palmera. Volaron las palomas del barbecho del trigo al techo del cortijo. «¡Dios mío!» —dijo casi en voz alta, y las dos palabras le retumbaron en el corazón. «¡Dios mío!» —repitió. Y tuvo la impresión de que las dos palabras no se disolvían, no se apagaban, sino que se quedaban con él, acompañándole, sosteniéndole por los codos.
Dio dos pasos o tres. Fue al espejo y se peinó despacio.
Fue entonces cuando le brotó el recuerdo de lo de Rosita.
«¡Dios mío, y yo cómo me he portado!» —dijo otra vez en voz alta. Era como si ya no pudiera pensar en silencio y tuviera que compartir las palabras. Y se le vino de sopetón a la memoria los años del colegio, las oraciones de su madre en el oratorio de su casa, la medalla que tenía colgada al cuello desde que naciera, la vida recta de su padre, las manos de su hermano José que se preparaban para tocar a Dios. Tuvo vergüenza de sí mismo y sin saber cómo se encontró en la mesa, la cabeza sobre los brazos, llorando como un niño. Eso era: un niño solo, en medio de la noche, lejos de su casa. «¡Perdóname, Dios mío, perdóname…!» —escribió en la cuartilla debajo de la palabra «padre», como si alguien le empujara la pluma.
Matías dio un golpe en la puerta:
—¡Vamos! Ya está bien.
Fernando se levantó. Echó agua en el lavabo y se frotó los ojos. «La mano que ha empujado la abeja para que vuele, me dará serenidad» —se dijo, y tampoco las palabras le parecieron suyas. Abrió la puerta y sonrió.
—Vamos.
Salieron entre dos luces. Se distinguía todavía la silueta de las cosas, pero les había desaparecido el color. Asomaban las estrellas una a una.
—Coge hacia el haza de los Carros —ordenó Matías, muy tranquilo.
Los demás no hablaban, pero Fernando los sentía detrás por el ruido de las botas.
Anduvieron barbecho adelante. Jamás sintió Fernando la tierra tan cercana, tan rendida, tan tibia. Se deshacía bajo los pies. Su calor trasminaba por la suela, como si no llevara zapatos, como si estuviera descalzo.
Matías calculaba la distancia para que las balas no se perdieran en la noche. «Yo fui tirador de primera» —había dicho al grupo que le acompañaba, antes de salir.
Cuando llegaron al fondo del valle que hacen las dos colinas del barbecho, las estrellas habían brotado todas. Fernando intentó volverse y hablar. Iba a decir, sencillamente: «¡Qué hermosa noche hace…!». Matías, que llevaba el fusil cargado, sin seguro, disparó antes. No le dolió la entrada de la bala, pero lo arrojó sobre la tierra. Luego sintió una punzada dentro del pecho, como cuando bebemos agua helada sudando. Y la sangre caliente le llenó la boca. Se revolcó por el suelo, tal si tuviera los brazos y las piernas atados. Un cuerpo de veinte años con las venas nuevas, con el corazón nuevo, con los músculos recién terminados, no se rinde así, tan pronto. Sintió el cerrojo de los otros fusiles y luego sus disparos. Cada bala le anegaba en la oscuridad, le confundía, le arrastraba más hacia aquella tierra que tenía su misma temperatura y que sentía ya mojada con su sangre.
Cuando llegó Jeromo goteaba todavía esa sangre que destilan los cuerpos horas y horas. Jeromo se sentó en el suelo y le levantó la cabeza. Después le sintió enfriarse, minuto tras minuto, mientras le afloraban los huesos y se le hacían más táctiles, más cercanos, como ocurre en todos los cadáveres. El silencio había vuelto otra vez. En la loma del Espino, en la cañada de las Cinco Fuentes, chillaban los alcaravanes en celo.
De pronto Jeromo se puso en pie de un salto.
—¿Quién anda ahí? —dijo en voz alta.
Unos pasos se acercaban del lado del cortijo.
—Soy yo —contestó una voz de mujer—. ¡Cállate!
Era Rosita. Venía desgreñada, destrozada. Debía haber andado muchas horas. No lloró. Se arrodilló al lado de Fernando y con el pañuelo comenzó a limpiarle la cara. La sangre estaba seca, mezclada con la tierra, y costaba trabajo. Después se acurrucó al lado de Jeromo, como si la noche la hubiera asustado.
—¿Hablaste, no? —preguntó Jeromo, en voz baja.
—Sí. Me dijeron que iban a traérmelo para casarme con él.
No hablaron más. Las noches de Septiembre en el campo son muy silenciosas. Pero una liebre con las orejas avizoras pasó hacia los melones del arroyo. Jeromo no pudo evitar un escalofrío, porque recordó que las liebres roen los cadáveres.
Entonces se levantó y fue solo al cortijo, abrió la puerta y trajo una azada y una sábana. Y mientras Rosita envolvía el cuerpo, Jeromo cavó en el barbecho una fosa de un metro. Sudaba y se le oía jadear rítmicamente.
De repente los dos se callaron. Una luminaria asomaba por el puente del Frontón. Era un coche que cruzó casi sin ruido por el carril contiguo a la finca. ¿Cuánto tiempo hacía que no pasaba un coche por allí?
¿Dónde iba aquel coche? Los dos, de pie, mudos, estuvieron quietos hasta que la luz se perdió. Jeromo se inclinó después sobre la azada y dijo: «Es la guerra». Y Rosita lo miró un largo rato, porque no parecía de ninguna manera su voz.
Cuando amanecía lo tuvieron enterrado y Jeromo simuló el barbecho para que no se notara.
—¿No dirás dónde está? —dijo, y puso la mano sobre el hombro de Rosita.
Rosita estaba tan helada como el cuerpo que acababan de enterrar.
—No. No lo diré nunca. Yo también estoy como si me hubiera muerto.
Asomaba por la Huerta del Moral una franja de luz gris, cansada.
—Ya pueden vernos —habló Jeromo—. ¡Vete!
Rosita no dijo nada y se alejó despacio, cojeando. Jeromo siguió el bulto hasta que traspasó las lindes de la finca.
Jeromo subió al cortijo y abrió las puertas de par en par. «Ya puede hacerse todo» —masculló cuando las puertas gimieron al abrirse. «Ya puede hacerse todo». Fue por los mulos y los trajo de reata. Sacó agua del pozo y les dio de beber en el pilar. El agua brincaba en la mañana que daba alegría verla. Después los llevó uno por uno a la cuadra, los ató al pesebre y les mullió la paja. Abrió luego el granero, sacó dos espuertas llenas de cebada y se las esparció sobre el pesebre.
«Ya puede hacerse todo» —repitió en alta voz. Cerró la puerta del granero, contó los sacos que faltaban y se guardó la llave dentro del cinturón. Se sentó a continuación en la piedra de la entrada como en los buenos días. Los rebaños bajaban sobre la hierba recién crecida, en busca de agua, ordenadamente, como si tuvieran pastor. Jeromo se quitó el sombrero negro y se rascó la calva. Luchaba para que dos lágrimas que tenía suspendidas en cada ojo no cayeran por la mejilla sin afeitar.