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Capítulo IV

BUENA PARTE DE LA historia de Andalucía es la historia de una serie de familias de diversas razas que irrumpieron en ella con sus costumbres, con su idiosincracia, y terminaron, con los años, volviéndose andaluces absolutos. En el XVII por ejemplo, fueron mercaderes genoveses, flamencos y portugueses, que construyeron los palacios con escaleras de mármol rosa y pasamanos de ácana del Puerto de Santa María. En el XVIII, ingleses, franceses, irlandeses, que venían a Jerez al aroma del vino; y sobre todo, los indianos que tornaban de América atiborrados de pesos fuertes, y reproducían en Sevilla, exactamente, sus casas de La Habana y Santo Domingo, con sus palmeras, sus esclavas, sus abanicos de marfil y sus vajillas de plata. Pero en el XIX, las familias llegadas pertenecían casi todas a la propia península. Primero los vascos. Casi todos trajeron dinero contante y sonante, compraron tierras y casaron con las muchachas del país. Hoy la mitad de las familias más ilustres de Andalucía llevan un apellido originario del Norte. Después vinieron los catalanes a los negocios del corcho y los santanderinos que, en un santiamén, dominaron todo el comercio válido, desde las tascas con gato negro y surtidor de sidra de Cádiz, hasta las más lejanas tiendas de tejidos de las callecitas entoldadas de Sevilla. Los chicucos traídos por los dueños, vivían en un régimen colegial; comían por turnos, dormían cerca del mostrador y estaban pálidos de no salir a la calle, como velas de estearina. Por ultimo, a finales de siglo, llegaron los sorianos. Muchos venían a pie, con el hato en la espalda. Pero eran trabajadores honrados, infatigables, y la fortuna les siguió en una tierra donde para alimentarse basta con salir al sol.

Don Bartolomé era soriano. Lo mandó doña Carmen cuando ocurrió la tragedia de los hermanos Carrasco, y la finca quedó abandonada, con la siembra del año por hacer. Don Bartolomé era el hombre duro que convenía en aquellos momentos. Menudito, los ojillos vivos, la nariz en cartabón, cuando paseaba por las habitaciones del cortijo con las manos a la espalda recordaba a los cuervos que se les corta las alas.

Doña Carmen no sabía nada del pasado de don Bartolomé. Se lo habían recomendado en Sevilla en una visita, y una tarde se le presentó con cartas que le acreditaban de hombre cuidadoso y sagaz, exactamente lo que ella necesitaba. Pero en el pueblo, donde hay tanta gente curiosa que no hace nada, inventaron la leyenda de que venía de América; sobre todo cuando don Bartolomé recién llegado, con su cabás de cuero descascarillado, sonó una pelucona de oro en el mármol del mostrador del estanco. Aquel tintineo de la moneda de oro le ganó el aprecio personal y repercutió durante muchos años en el pueblo.

A don Bartolomé no le pasó jamás por la imaginación que los hermanos Carrasco no hubieran perdido para siempre el dinero entregado como fianza y mitad de precio de «San Rafael». «Es un mal negocio comprar así…» —explicó a Gregorio. Luego supo que doña Carmen había escrito a los dos hermanos participándoles que les devolvería la mitad a medida que se lo permitieran las cosechas.

—Es un capricho de rica —comentó don Bartolomé, para quien los negocios tenían un código inexorable, al céntimo y al pie de la letra. Don Bartolomé ocupó la habitación grande de la finca. Allí instaló su dormitorio, y en el cuarto contiguo la mesa de trabajo que llenó de libros por partida doble, mayores y estadillos. Sobre la pared puso esos ganchos de alambre que servían para enhebrar recibos y facturas. Intentaba llevar el cortijo como un almacén de ultramarinos. Pero tropezó con Gregorio.

—Gregorio, necesito urgentemente un presupuesto de los gastos del año que entra. Voy a mandarle a la señora un avance aproximado.

Gregorio se plantaba, cachazudo:

—¡Don Bartolomé de mi alma! ¿Cómo voy yo a saber los jornales de escarda de un trigo que aún no hemos sembrado?

Tropezaba con ese entendimiento liberal y derrochador de los andaluces para el campo. Los ricos del pueblo, que ahorraban hasta los mendrugos de pan en sus casas, gastaban sin tasa en el campo. Todo podía esperar menos la tierra.

—Don Bartolomé, necesitamos abrir un pozo en «Las Merinas». El ganado no puede venir de la dehesa con el calor…

—Bueno, bueno… Ya lo haremos el año que viene. Este año debemos escatimar un poco.

Era el criterio del hombre acostumbrado a ganar un céntimo en cada diez o contar la calderilla en el cajón todas las noches.

—Don Bartolomé, hay que regabinar los maíces.

—¿Otra vez? ¿Pero no es posible suprimir ese gasto? ¿Y si no hay cosecha?

Gregorio, terco, no cedía:

—Los señoritos deben llevar el campo alegremente. Esto no es un pegujal.

En el fondo don Bartolomé estaba acostumbrado al campo de Soria, al único campo que había visto, el campo de su infancia, con rodales míseros de verde entre canchales de granito y los pinares de resina, y le deslumbraba el oro del cortijo ancho, largo, inagotable, como una provincia. Cuando aquel año la cosecha granó, vivió excitado, borracho durante unos días. Saco a saco los almacenes se llenaban hasta las vigas de los techos. Don Bartolomé contemplaba aquellas montañas de trigo con ese gesto de los niños recién despertados cuando se les abre de pronto las ventanas del cuarto y la luz penetra a raudales. Pero al final el espíritu de tenedor de libros se impuso. Don Bartolomé iba de la era o la trilla a los acechadores, con un lápiz y una libretita, como si fuera posible minimizar el milagro en papelitos de estraza. Las cuentas se hicieron famosas en la comarca, durante varias generaciones. Por ejemplo: una carreta lleva a la trilla 180 haces de trigo, cada haz tenía 1200 espigas —se hizo llevar un haz a su habitación— y cada espiga 40 granos. Por lo tanto —terminaba el cálculo sobre la mesa— si una carreta lleva 216 000 espigas, transporta 8 640 000 granos de trigo. Don Bartolomé se asomaba por los balcones del cortijo: —«¿Cuántas espigas tendrá "San Rafael"? Ya las contaremos…». Le dominaba la idea, casi sensual, de que cada grano diminuto, como una pepita de oro, se desharía en un pellizco de harina blanca.

Como no fuera por estas cuentas famosas, ninguna otra cosa dejó don Bartolomé en su breve estancia en «San Rafael». Sin cumplir el año se tuvo la noticia del final de la vida de doña Carmen, y don Bartolomé fue a Sevilla, y si no alcanzó el entierro, asistió a la apertura del testamento. Las fincas pasaban a sus dos sobrinos, hijos de su hermano. Don Bartolomé volvió a «San Rafael» por su cabás, su teneduría y sus ganchos de alambre con recibos y facturas que nadie comprobaría ya.

—Mira, Gregorio, los dueños son ahora unos muchachos.

Por la mañana Gregorio lo llevó en el coche hasta Utrera. El expreso no pasaba hasta las tres de la tarde. Don Bartolomé entró en la cantina y pidió dos cafés.

—Siéntate —le dijo a Gregorio.

Tomaron el café cucharada a cucharada.

—Eres un hombre fiel. Se te debía de hacer un regalo.

Pero se levantó porque había entrado el tren y Gregorio tuvo que pagar los dos cafés. Eso fue todo.