Capítulo II
EN DIEZ AÑOS, el campo andaluz sufrió una gran transformación. De pronto, en los caseríos lo importante fue la casa de máquinas, no las cuadras en cuyos techos de cañizo dormían los faeneros vigilantes; los surtidores subterráneos del gasoil, y no el pajar. Los mecánicos con su tufillo de ciudad: el pelo peinado para atrás, los monos azul mahón, las gafas negras, para distinguirse de los gañanes con traje de patán, camisa de sarga, faja y botas de becerro. Los mismos aperadores charlaban de carters y diferenciales, en vez de lo tradicional, de lo que habían charlado siglos y siglos: la cebada y los mulos. El campo empezó a llevarse desde la oficina, con catálogo de piezas, estadillos, pizarras para indicar la posición de los tractores, sacos numerados, bidones de gasolina que rodaban por las antiguas cuadras empedradas. El cambio fue tan rápido, tan inesperado, que se encontraban todavía el mundo nuevo y el mundo viejo en anacronismos extraños. Por ejemplo, un remolque de siete toneladas al lado de un pozo con cigoñal, con sus piedras amarradas de contrapeso, tal como las hubo en Babilonia, 2900 años antes de Jesucristo. Como un monstruo jadeante, el tractor se detenía frente a la trilla de la cebada por los mulos, o la trilladora de acero con ruedas neumáticas era alimentada por las galeras patriarcales con los varales hechos de madera de álamo.
A «San Rafael» llegaron los primeros tractores en Agosto. Un Vierzon de ruedas y dos Hanomags, de 55 caballos. Los tres con sus asientos de balanza de niño, como enormes insectos torpes, pero eficaces, con su humo negro, su barro pegado en la cadena, su tos, su asma intermitente y apagada. Pero en cambio daba gloria verlos subir por las lomas y abrir la tierra con el arado de discos, voltearla y dejarla desventrada al sol con una uniformidad sobrecogedora.
—Están volviendo el campo al revés —comentó Jeromo.
Pedro trabajó todo el invierno como trabajaba en Madrid. Sin embargo esto era distinto. Sentía que su trabajo fecundaba directamente el campo y se notaba lleno de una serenidad, de una alegría, de una seguridad que no había conocido hasta entonces. Frente a sus dibujos y sus planos, una cuadrilla de albañiles transformó la casa de campo del cortijo. Una enorme nave con techo de tijera y placas de uralita fue hecha para casa de máquinas. Los graneros nuevos se construyeron al lado de los antiguos, feos pero útiles, de suelo de hormigón y un muelle de cemento para los camiones.
—El campo es una industria —decía Pedro, mientras calculaba el peso de la uralita, 12 kilos por metro cuadrado sobre las tejas. La vieja estancia con sus hornacinas para los faroles que iluminaban la rumia de los bueyes, quedó transformada en un gallinero para 2000 Leghorns con sus aseladeros descolgables, sus ponederos de trampilla, sus comederos y bebederos metálicos, y la luz eléctrica para los piensos de la noche. Porque la luz brotó dentro del cortijo, como un milagro. La electricidad se trajo desde el molino de «El Vergel», a seis kilómetros. Pedro una noche reunió a todo el personal del cortijo e hizo que Mauca diese al conmutador. El cortijo entero se encendió como esos trasatlánticos que vemos iluminados sobre el mar oscuro. Los perros estuvieron muchas noches ladrando a la nueva luz, aterrorizados.
En mayo, los trigos llegaban a la cintura. Eran los nuevos trigos seleccionados, originarios de Italia, del Marruecos Francés o de las Granjas Experimentales del Estado: el «Florence Aurora», breve y pálido; el «Mará» con su grano menudo, pequeñito; el «Ledesma» de espiga gigante y vellosa, y el «Híbrido D» con el matiz ambarino del viejo Capelli. También el maíz híbrido, cuya semilla había que renovar cada año, de Madrid, subía verde y hermoso.
—¡Vamos a verlos! —proponía Pedro a Mauca todas las mañanas.
Hacía calor. Un calor pegado sobre la tierra caliente, seca, ya con las grietas del verano. El sembrado de trigo era una selva diminuta y dulce. Se le oía crepitar, hervir, como si la vida barbotara dentro. Los saltamontes, las chicharras, los sisones, las avutardas, las bandadas de perdices y codornices que en Junio son como pollos grandes, participaban de la gran aventura del trigo maduro, cuya promesa son 20 granos como miel en cada espiga que se balancea. Hasta las gallinas se aventuraban en las hazas cercanas al cortijo.
Los dos, Pedro y Mauca, cruzaban los sembrados y el zumbido del campo, un zumbido redondo, persistente, como un moscardón preso dentro de un vaso, los seguía. «Es el ruido del universo» —decía Pedro.
En el arroyo, los galápagos nadaban con la cabeza fuera del agua. Las abejas trabajaban en los alverjones de color violeta. Los jaramagos tenían ya las vainas de semillas, que parecían minúsculos antifaces verdes.
Mauca se sentó en una pequeña calva dentro de los trigos, y las espigas la envolvieron. Una gota de sudor le temblaba en la frente; otra en los aladares de las sienes.
—Anda, bésame —dijo—. Tengo ganas de besarte.
Pedro se inclinó sobre ella.
A primeros de Junio, la cosechadora cepillaba el cortijo. Era una cosechadora autopropulsada con su motor Hércules. Sobre el puente pintado de esmalte verde con pasamanos de hierro se tenía una posesión de dominio, de fuerza, inesperada.
La cuchilla segaba una aranzada en un cuarto de hora, y por la piquera salía el chorro de grano limpio con alguna que otra chicharra aplastada, tan escamondada por los cilindros trilladores que parecían de materia plástica. Los pájaros seguían a distancia a la máquina, como los delfines a los barcos. Una tarde Pedro trajo unos amigos ingenieros a ver la cosecha. Montaron en el puente de la cosechadora que trabajaba cerca del pejugal de Medinilla. Subía como un incienso de la época el olor a gasoil del motor. Al lado, Medinilla arrastraba los haces en un volquete tirado por un mulo y un burro blanco. Unos segadores encorvados se levantaron y miraron, las hoces de color azul apoyadas en el muslo.
—Desde aquí parecen más pequeños —comentó Mauca, la falda flotante bajo la brisa.
—Es la Edad Media frente al siglo XX —dijo uno de los ingenieros limpiándose las gafas de las briznas de la paja.
Después, en la piscina del jardín volvieron sobre el tema. «El campo es hoy como una fábrica que transforma lo que se le entrega».
—El motor ha sido para el campo como el telar mecánico a la vieja lanzadera —habló el ingeniero de las gafas, tintineando el hielo flotante dentro de su vaso.
Pedro callaba, pero ahora pensaba que no, que no era tampoco verdad. «El campo —se decía para sí— es como Mauca». La veía sobre el césped artificial de la piscina, los brazos cruzados bajo la nuca, la piel pulimentada, tirante, las uñas pintadas de color fucsia. De cuando en cuando se levantaba para servir los vasos, armónica, sin un movimiento excesivo. Pedro cerraba los ojos y pensaba en Mauca, cómo acababa de tenerla, por la mañana, hacía solo unas horas, madura, palpitante, besándole en los trigos, chafando las espigas con la espalda, como un pequeño animal cazado en el sembrado.
«¡El campo es como mi mujer, como Mauca!» —se dijo Pedro. Pero naturalmente no lo dijo en voz alta.
Detuvo en seco el Land Rover, de doble transmisión. Había visto una manada de pavos dentro del alpiste. Pedro se bajó del automóvil y anduvo por el carril.
—¿Eh, tú? ¿De quién son esos pavos?
Un niño de unos cuatro años, con su sombrero de paja, salió del sembrado.
—De mi padre.
—¿Y quién es tu padre?
—Medinilla.
La ira le cegó; adelantó unos pasos:
—¡Fuera de aquí! ¿Me oyes? ¡Fuera de aquí! La primera vez que te vea, irás a la cárcel.
El niño lo miraba con sus grandes ojos azules, ojos de galápago, en una carita tostada de ratón. De pronto se echó a llorar desconsoladamente. Pedro, que volvía a montar en el coche se detuvo, el pie en el estribo.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?
El niño arreció en su llanto. Hay un momento en que los niños lloran por inercia, porque no se les distrae con otra cosa. Pedro anduvo otra vez por el sembrado y lo cogió en brazos. El niño creyó que iba a pegarle y Pedro sintió cómo las botitas le golpeaban en el pecho.
—¡Tonto! Pero si yo te quiero mucho…
Y lo abrazó y lo besó. Lo tuvo un rato así, pegado contra el pecho, y el llanto del niño se hizo más confortable, más tibio, como si llorara sin miedo.
—Anda, te voy a dar un paseo conmigo.
Y lo sentó al lado suyo. El niño había callado, instantáneamente.
—¿Y los pavos? —preguntó, secándose las lágrimas con el revés de la manga.
—Déjalos donde están. Con el grano que hay en el suelo, no se moverán mucho.
Pedro charló toda la mañana con el chiquillo. Penetró de pronto en ese mundo mágico de los niños del cortijo, tan lejano y distinto a los demás pequeños mundos de «San Rafael»: la venta de los nidos, los agujeros de los grillos, las ranas que no se cogen en la orilla, sino dentro del agua, los perdigones alimentados con saltamontes conservados en un canuto de caña…
El chiquillo charlaba por los codos.
—Mi padre no quiere que vaya a la casa grande. Dice que tú eres…
Se calló. Lo miraba con sus ojillos azules, en el borde de uno de los cuales, el derecho, se había quedado una lágrima.
Cuando Pedro llegó al cortijo, llamó a Jeromo:
—Jeromo, quiero que vayas a ver a Medinilla y le compres los pavos. No importa el precio. Lo que sea. La única condición es que me preste de pavero a uno de sus hijos. Un chiquillo que se llama Miguelito.
Jeromo protestó:
—Don Pedro, pídame usted lo que quiera, pero yo no voy a ver a ese tío…
Pedro se puso serio, casi triste:
—Es un favor que te pido, Jeromo.
Pedro y Miguelito se hicieron muy amigos. Todo el verano estuvieron juntos y Pedro lo llevaba en el coche, sentado a la derecha. Encargó a Mauca que le hiciera un traje.
—Es mi secretario y son mis vacaciones —decía a su mujer, como si quisiera disculparse—. El niño ve el campo como ninguno de nosotros, ni siquiera Jeromo, lo ha visto.
Miguelito dejaba sus pavos, entraba en el jardín y gateaba por el respaldo del sillón, para fisgar lo que dibujaba Pedro.
—Ande, señorito… Pínteme un pavo.
Pedro lo garrapateaba sobre la cuartilla. Alguna vez le añadía de su coleto un saltamontes.
Muchas mañanas, Pedro iba detrás de la piara de pavos que el niño alineaba con una caña. En el barbecho se arrastraban las chicharras panzudas y los pavos las seguían dando carreritas alborozadas. Cada pavo engullía 30 o 40 chicharras, hasta que el buche parecía estallarle. La chicharra no tenía otro medio de defensa que quedarse quieta, mimetizada en el suelo o en la planta que amarilleaba cada día de sol y la descubría, verde y brillante. Pero al atardecer las hembras, despreciando el peligro, salían a las veredas y clavaban, temblorosas, el oviscapto en el suelo. Pedro recordaba: «Prefieren para la puesta los terrenos cubiertos por detritus vegetales…». Repasaba mentalmente: «Tetrigoniidae… Ephippigerines… Justo. Justo. Del griego ephippium —silla de montar— y de gerinee… ¿Dios mío, qué significaba gerinee?». Se acordaba de la separata de un amigo suyo, Morales Agacino, entomólogo del Instituto Nacional, sobre las chicharras.
Un grito sacudió la mañana. Pedro, que se vestía, se lanzó escaleras abajo. En la puerta de la casa de maquinas, el tractor estaba quieto, pero con el motor en marcha, jadeante con el temblor de la fiebre que comienza. A su lado había un pequeño revoltijo ensangrentado. Pedro pudo notar, cuando corría, que el revoltijo terminaba en dos bolitas nuevas, una para la derecha, otra para la izquierda. «Tiene las piernas partidas» —pensó como un relámpago.
—Miguel, Miguel… ¿Me oyes? ¿Me oyes?
Nada. Su mano estaba sobre una mezcla de carne y tela extraña. Pedro lo levantó con las dos manos y la sintió empapada de una sangre helada, que no parecía la del niño Miguel.
Se levantó despacio y miró alrededor. Dos metros más allá estaba Medinilla pálido, encorvado, como ajeno a todo aquello que acababa de suceder. A Pedro le pareció entonces más pequeño que nunca, como si aquel pedazo de carne que manaba sangre indiferentemente sobre el suelo se lo acabaran de arrancar de su cuerpo. Junto al tractor, lloraba el mecánico.
—¿Qué has hecho? —dijo Pedro.
Medinilla levantó la cabeza.
—No tiene la culpa. El niño se metió debajo.
No se habló más, ni nadie se movió. Estaban imantados por aquel cuerpo del que no hacía más que brotar lenta, muy lenta, como si ya no hiciera falta, como si ya fuera inútil, la sangre.
La llegada y el llanto de las mujeres rompió la tensión. Jeromo se inclinó sobre el cuerpo destrozado y en los brazos, envuelto en su chaqueta, se lo llevó para el caserío. Entonces Medinilla de repente dio un grito ronco, como si algo se acabara de romper dentro de él, y se abalanzó sobre el tractor. Lo golpeaba ciego, con las manos, con los pies, con la cabeza.
—¡Miguelillo! ¡Miguelillo mío! —aullaba.
Pero el monstruo no lo notó, y ni siquiera se aceleró o se retardó una revolución su respiración tartamuda.
El velatorio del niño fue trágico. Los dos matrimonios estuvieron toda la noche solos en aquella habitación que Medinilla había defendido tercamente, y en cuya pared se oían, secas, las patadas de los mulos en la cuadra. Nadie habló una sola palabra, ni tampoco nadie se miró a los ojos. De cuando en cuando, los chiquillos de la finca, los hermanos de Miguelillo, se asomaban a la puerta y se fijaban, sobre todo, en las flores que cubrían su cuerpo. Lo miraban con un poco de envidia, absortos por el misterioso homenaje, la preocupación que despertaba.
Al alba, uno de los gallos del cortijo entró en la habitación, se sacudió las plumas, afiló los espolones en los chinos del suelo, donde todavía había unas manchitas de sangre, y poniéndose de puntillas, cantó. Parecía una trompeta para despertar a Miguelillo. Pero aquel pedazo de carne cubierto por todos los geranios del jardín, y cuyo frío mineral, repugnante, ganaba incluso al frío de la planta cortada o de las piedras del suelo, no se movió.
Jeromo entró con un cigarro encendido:
—Hay que pensar en el entierro. ¿Cuándo va a ser?
La mujer de Medinilla se puso en pie. Era una mujer menudita, morena, el pelo muy negro. Con la luz del alba, se le volvía verde como una botella de aceite. Se acercó a la cama y de rodillas gritó:
—¡Que no me lo pisen! ¡Que no me lo pisen!
Mauca se levantó y la besó.
—No lo pisarán, Rosario. No lo pisarán. Tendrá el mejor nicho. El mejor. Te lo aseguro.
Pero la madre parecía no oír, como si aquel grito, aquella cantinela patética, le aliviase del peso de la noche.
—¡Que no me lo pisen! ¡Que no me lo pisen!
Pedro levantó los ojos y miró a Medinilla. Pero Medinilla había bajado la cabeza.
Sin embargo, después del entierro, subió a la habitación de Pedro. La barba le brotaba ceniza sobre la quijada pálida, desencajada.
—Don Pedro… yo…
Y le extendió la mano.
Pedro dio unos pasos hacia él y le abrazó. Estuvieron así un rato abrazados. Pedro pensaba cuántos trompos, cuántos clavos oxidados, cuántos bolindres de cristal, cuántos lugares de nido hubiera dado Miguelillo por contemplar aquel abrazo.