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Capítulo I

—AQUÍ TENÍA PAPÁ SUS LIBROS.

Mauca colocó en el pequeño estante negro los libros que habían venido en la maleta. Pero primero tuvo que agrupar los viejos libros de su padre: el Alcubilla, encuadernado en piel —que le había servido para llegar a la mesa cuando se sentaba de pequeña en el comedor—, una Hacienda de Peña, el Arte de Salomón Reinach, las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, y unos cuantos números de Blanco y Negro. Fue allí cuando encontró, de pronto, caída del estante, la cuartilla donde Fernando escribió «padre» y debajo, «Perdóname, Dios mío, perdóname…». Reconoció la letra de su hermano, y cerró los ojos. Pensaba en los años que habían pasado sobre esa cuartilla y sobre ellos mismos, mientras que aquellas cosas que vieron los últimos minutos de su hermano permanecían idénticas y el ratón continuaba en el aparador y la salamandra detrás del espejo.

Mauca recordaba ahora la desesperación de su padre de vuelta al piso de Madrid, sin salir del comedor, la luz eléctrica encendida a la hora del desayuno, y aquellos grandes sofás de gamuza amarilla. Los paseos de don José por el pasillo estrecho, oscuro, lleno siempre del olor de la resina de la cera con que frotaban la madera del suelo.

—¡Papá, debieras volverte al campo! —decía José, el hijo mayor, que era ya sacerdote, los pocos días que estaba en casa, intentando volverse otra vez niño de bachillerato para contentar a su padre.

Pero don José últimamente no leía ya ni las cartas de Jeromo. Se sentaba en la ventana de la sala, la ventana enguatada, pendiente de las acacias de la acera que, como árboles de la ciudad, florecían puntualmente. Los gorriones bajaban a los rieles del tranvía cuando el tranvía pasaba y se oía el chasquido del cambio de trole. Mauca recordaba la enfermedad de su padre. Aquella semana en que nadie durmió en la casa y José vino en avión desde la Gregoriana, cuando ya don José no pudo reconocerle. Luego el entierro y la llegada de Jeromo después de doce horas de tren, impávido, indiferente, como un personaje de otro mundo. A Mauca le contaron que dijo en el cementerio:

—Aquí no hay ni tierra. ¡Pobre don José!

Mauca se prometió entonces traer el cuerpo de su padre al pueblo, al lado de Fernando. Y luego recordó todos los capítulos de su vida, como si los hubiera acabado de leer en uno de aquellos libros: los años del colegio, el bachillerato con las monjas, las uñas manchadas de tinta que había que limpiar con limón. Después en el piso, los primeros novios, las cartas, las mañanas en la calle Serrano, los primeros besos, el pañuelo para frotar el rouge esparcido en torno de los labios. Y Pedro, de pronto. La seriedad, la tranquilidad, la firmeza. «Treinta y cuatro años. Ingeniero Agrónomo». Por último, la boda. Un mes al extranjero. Luego dos años ya en Madrid. Pedro trabajaba. Se levantaba a las ocho. A las nueve, la oficina hasta las dos. Por la tarde, a las cuatro, en el laboratorio. Cine, los miércoles y los viernes. Cena con los amigos los sábados, porque al día siguiente no hay que levantarse temprano. Mauca miraba por encima el trabajo de su marido: «Variedad Apulia Precoce. Sanas, 104. Enfermas, 90. 27 por 100 de tizón». «Variedad Candeal Tierra de Campos. Sanas, 14. Enfermas…».

Inesperadamente la carta de Jeromo: «…convendría que se diera usted una vuelta, señorita. Los aparceros no se van por las buenas y además esto está que da gloria verlo…». La carta había quedado flotando en el piso; sobre todo a la vuelta de Pedro, cuando se ponía las zapatillas y se sentaba en la butaca del cuarto de estar bajo el círculo de la pantalla.

—¿Y si nos fuéramos a él?

Mauca no contestó. Ella estaba sentada en el otro sillón con una revista abierta.

—Aquello debe dar alegría. ¿No lo crees tú? Aquello es el campo de verdad…

Pedro debía pensar en sus fichas alineadas: «Híbrido 24. Número de espigas atacadas, 41,68…». Se levantó de un salto y se dirigió hacia el balcón cerrado. Luego pegó la cara a los cristales. Entraba entonces cegadora la luz de neón de la calle. No se veían las estrellas.

Mauca en la oscuridad pensó de pronto en los ruiseñores de la Huerta del Moral, que se oían en la noche del cortijo cuando callaban los perros.

—¿Y si yo pidiera un mes de permiso? —dijo Pedro en voz baja desde el balcón entre tinieblas.


Hicieron el viaje en el coche. En Sevilla, Pedro pretextó una serie de visitas urgentes, para que Mauca llegara sola al cortijo. «Quiero que vayas sola tú, primero. Aquello es tuyo. Yo iré esta tarde, casi anochecido».

Cerró los ojos, Jeromo subía por la escalera y sus pasos resonaban como los de Gregorio.

—Señorita, el cajón no tiene más libros.

Cada día de su vejez aumentaba su semejanza con Gregorio. Las manos, el cerquillo de pelo blanco en torno de la calva, una calva pulida como la cabeza del rey de ajedrez, la manera de andar, la manera de vestirse… Gregorio se levantaba de madrugada en mangas de camisa y a medida que crecía el calor, se iba poniendo el chaleco y la chaqueta.

—Jeromo —habló Mauca, y su voz no ahuyentó los recuerdos que le rodeaban— mañana tienes que enseñarle el cortijo al señorito Pedro, haza por haza.

—¿Le gustará? —repuso Jeromo.

—Él entiende de campo más que tú y que yo.

Jeromo encendió un cigarro, protegiendo la débil llamita del fósforo con la enorme manaza. «Es ingeniero agrónomo» —pensaba. Y recordaba las Jefaturas Agronómicas, los C-1, los permisos de corta, las solicitudes…

—Bueno —dijo conciliador—. El campo es otra cosa… Yo me refiero a «San Rafael».


Pedro llegó de noche y llamó alegremente con el claxon.

—Buenas noches, señora. Espero me des la bienvenida en tus dominios.

Existen dos clases de hombres: los que se han construido a sí mismos y los que se construyen por las circunstancias. Pedro se había hecho él solo. Se había encerrado a los veinte años en un cuarto con las paredes desnudas, decidido a ser ingeniero. Tenía esa voluntad de hierro que se necesita para llenar pizarras de fórmulas y volverlas a borrar, mientras afuera crepita el sol, la vida y las risas de las gentes. La voluntad se le quedó más tarde dominándolo y al más ligero acontecimiento volvía y se lo ordenaba todo rigurosamente como un examen o un programa de texto. Ahora, por ejemplo, ya se tenía organizadas las vacaciones.

—La primera semana —dispuso—, para que tú me enseñes el cortijo. La segunda semana para que te lo enseñe yo. Luego, la tercera semana, ¡a trabajar! Mauca, como los árboles transplantados cuando se les devuelve a la primera tierra, se rejuveneció diez años. Era como la chiquilla Mauca que corría por «San Rafael» o montaba en la «Pimienta», la yegua alazana, ancha y pacífica, cuyo pellejo de veinte años se había llevado Francisco.

Pedro se convirtió en otro chiquillo al lado suyo. Fueron al pozo de La Niña, con su morabito de cal, donde lavaban las mujeres del cortijo vestidas de negro. Mauca sacó un cubo con la polea y la soga y bebió en él. El agua era fresca, como si la noche calara las corrientes subterráneas del cortijo. El jardín permanecía idéntico: el mirlo con su librea de seda negra quieto sobre el cerezo agrio, la palmera inclinada y el nido de cigüeñas bajo el cual habían hecho otro nido diminuto una pareja de gorriones.

Al otro día, Mauca pidió a Jeromo que sacara el viejo coche con sus cascabeles dorados y sus caballos viejos, y guiándolo ella, por el carril que serpenteaba por la loma, se acercaron a la torre que acechaba el cortijo. Al lado de la torre existían las ruinas de un poblado prehistórico. Los restos de la muralla se adivinaban entre los peñascales convertidos ya casi en rocas, y los dos buscaron por la grama seca los trocitos de cerámica pintada en rojo y negro, con el barro sin cocer en medio, como una franja gris. También en la argamasa de la torre construida en la frontera, a finales de la reconquista, se descubrían trozos de cerámica que recogieron los albañiles del medievo para darle aún más fuerza a la mezcla.

En verdad que los dos sentían brotar el deseo y el amor de la luna de miel, como si fueran dos personas distintas, como si no existieran los años de Madrid. «Las siete, levantarse; las ocho, la oficina; las dos, la comida…». El campo parecía haberles cambiado la piel.

—Nunca te he querido como ahora te quiero —le confesó una noche Mauca, los piececillos desnudos de color azul con la luna que entraba por la ventana abierta.

Recorrieron el cortijo. A Pedro le gustaba encontrarse desordenado, confuso, exultante, el campo que había visto siempre clasificado y ordenado en los informes y en los planos. Disfrutaba como un estudiante al situar cada cosa sobre su razón inmediata, sobre su verdad científica, como el médico joven cuando encuentra el nombre de la enfermedad de un enfermo. Mauca en cambio gozaba cuando lo veía concreto, estructurado, lleno de pequeños rectángulos con una palabra en latín, como los rosales que venían de las granjas hortícolas, y además, escritos con la letra de su marido. La labranza, por ejemplo, servía para aumentar el aire de la tierra; las tierras negras tenían humus; la tierra roja, hierro; las blancas, cal; la hoja verde estaba llena de pequeños grumos de clorofila que trabajaban con la respiración imperceptible de un reloj de pulsera para fabricar carbono; los nudos de las raíces de las habas eran colonias de bacterias que fijaban el nitrógeno aéreo. Cuando Mauca llevaba la rosa cortada de uno de aquellos rosales supervivientes plantados por doña Carmen, Pedro explicaba cómo las flores tienen fiebre física, más temperatura que la propia atmósfera, o cómo su respiración es más rápida, más acongojada que la de toda la planta restante. Cuando se besaban en el frontón, entre los bloques de granito gris, las laderas con poleo y la sorpresa de los grandes lagartos, a Mauca le gustaba quedarse quieta, la cabeza sobre los hombros de Pedro. Pensaba entonces en la luna de miel de las garzotas de la Luisiana, que Pedro le acababa de leer la noche antes en un libro de Julián Huxley.

A los quince días, Pedro llamó a Jeromo.

—Jeromo, ¿y el plano?

Jeromo le miró absorto:

—¿Qué plano?

—El plano de la finca, Jeromo. ¿No ha tenido nunca un plano «San Rafael»?

Jeromo recordó el que estaba allá, en la pared del comedor, con marco y cristal, cubierto de polvo. Lo descolgaron entre los dos, con dificultad. Pedro lo extrajo del cristal y lo observó detenidamente: «Plano General de "San Rafael"» —rezaba— «Escala 1 × 5000».

Pasaron tres días. Pedro trabajaba como en su oficina de Madrid: el compás, el tiralíneas, los rollos de papeles, desde por la mañana hasta por la noche. De cuando en cuando, bajaba las escaleras y con un block en la mano cruzaba el campo. El contacto con el campo, con aquel campo que él sentía ya suyo, le enervaba y le enardecía al mismo tiempo. Era un pequeño mundo y sus pasos no salían nunca del cortijo, como si las lindes existieran realmente y fueran una pared insalvable. Él empezaba a sentirse responsable, culpable de los destinos de este mundo limitado. Era como la paternidad. Pensó entonces que la propiedad no era más que eso, instinto de paternidad, y por eso crecía en los hombres maduros y en las mujeres viejas.

La mañana del cuarto día reunió solemnemente a su mujer y a Jeromo en su habitación de trabajo y triunfante les comunicó lo que él llamaba «Estrategia General para Modernizar San Rafael». Extendió primero el viejo plano sobre el que había dibujado con lápices de color.

—Vamos a ver —dijo—. El cortijo tiene cuatro divisiones naturales que llamaremos A, B, C y D para entendernos. La A es el centro, el meollo del cortijo, lo que Jeromo llama la «torta de "San Rafael"». La B son las tierras albarizas y con piedras de detrás del Frontón. La C es la tierra rojiza y arenosa de Siete Fuentes para arriba. Nosotros labraremos estas tres. En la D procuraremos agrupar los dos colonos que nos quedan, para que no nos corten las besanas.

Jeromo, que estaba sentado en la punta de la silla, se puso de pie y se inclinó sobre el plano.

—Respecto a máquinas —continuó Pedro— necesitamos dos tractores oruga y uno de ruedas con los arados correspondientes y un remolque. Una cosechadora, una abonadora y dos sembradoras. En la espalda del caserío haremos la casa de máquinas. Aquí, dos depósitos de gasolina y de gasoil, aquí una herrería y un taller de mecánica permanente y aquí una granja avícola para dos mil gallinas.

El lápiz estaba sobre la estancia. Jeromo interrumpió:

—¿Y la estancia?

—La estancia será la granja avícola. Los carros pasarán al galpón que haremos detrás de la casa de máquinas.

El lápiz indicador saltó un decímetro sobre el plano.

—Ahora el arroyo. Lo guiaremos, lo canalizaremos. Desperdicia con su trazado actual mucha tierra. Después buscaremos agua aquí y aquí…

Jeromo puso el dedo sobre el plano.

—Aquí hay maestranzos.

—Justo. Aquí hay agua y la traeremos por su pie hasta el jardín. Y del jardín hasta los huertecillos de melones, todo será huerta. Además, cuando el agua escasee, tendremos el agua del Pozo de la Niña con una motobomba de gasolina.

Mauca pensó en los naranjos que su padre había sembrado una y otra vez en el jardín, sin ningún resultado. Pedro pareció cazar el pensamiento de su mujer.

—Rodearemos la finca de árboles. Un naranjal. Aquí, en la carretera, donde hay una mancha caliza, la acacia de tres pinchos, la Gledistchie triacanthus. Aquí, en la vereda del pozo donde no hay firmes, moreras. Por último, repoblaremos el frontón con pinos y los bajos, de eucaliptus. Hay que dejar, pues, que crezca la jara, el monte. Un pino crece 34 centímetros al año. Los veremos hechos árboles tú y yo, Mauca, si Dios quiere. Aquí, en el Salto, de albariza…

Mauca oía con los ojos cerrados. «Aquí, aquí… Pero ¿y el dinero para todo esto?». Se sorprendió de haber hablado en alta voz. Pedro buscó entre las cuartillas desordenadas sobre la mesa, una llena de números.

—Mira. Aquí tenemos el presupuesto. Necesitamos tres millones y medio. Nos lo dará el Banco. Y con un poco de suerte, en tres años se pagarán. Mauca lo miró incrédula.

—¿Y cuándo vas a comenzar?

—¿A comenzar? Ahora mismo. Jeromo, vamos a recoger muestras para los análisis de tierra.

Bajaron los dos. Pedro llevaba señalados en el plano los sitios donde las muestras podían ser más homogéneas. Jeromo hizo con la pala una cala de medio metro y de ella extrajeron rebanadas de tierra de distintas profundidades. Pedro deshacía la tierra recogida sobre un cristal y la mezclaba cuidadosamente.

Por la noche, antes de dormir, Mauca le preguntó:

—Pedro, eres un chiquillo. ¿No has pensado que te quedan once días?

Pedro sopló el quinqué de petróleo que dejaba en la pared un círculo de luz amarilla, como pintura de óleo.

—¿Para qué me quedan once días, Mauca?

—Para terminar el permiso, Pedro. ¿Es que no te acuerdas?

Pedro se abrochó la chaqueta del pijama.

—¡Ah, que no te lo he dicho! He pedido la excedencia por un año. Ya no nos vamos.

Se acostó despacio, y cruzó los brazos por debajo de la cabeza, sobre la almohada.

—En un año, Mauca, nos da tiempo para resucitar el cortijo. Quizá en menos. «San Rafael» será la mejor finca del término. Es mi deber, Mauca…

Mauca sentía feliz cómo el sueño la ganaba. «Tendremos que ir a Madrid por la ropa de invierno» —murmuró. Y estiró las piernas entre las sábanas, de hilo, frías.


Sin embargo, las cosas no fueron tan fáciles como Pedro las había trazado en las cuartillas.

«Pan Migao», el colono, oyó la proposición de don Pedro, dándole vueltas al pavero negro. Era uno de esos viejos que parecen mantenidos por la mandíbula, una mandíbula de proa, firme con el rostro desvencijado y caído. Medinilla, alto, desgarbado, cruzaba los brazos.

—Ustedes ganan, señores —terminó Pedro—. Usted, Servando, se viene aquí, detrás del frontón. Le regalo por el cambio siete fanegas. La tierra es mejor y además le construyo una casa de material.

«Pan Migao» le cortó.

—Nada señorito, acepto. Uno quiere estar bien con la propiedad.

Se secaba el sudor de la calva con un pañuelo a cuadros.

—Pero no quiero más tierra. Muchas gracias por la atención. No quiero más tierra. Las 35 mías y ya está.

Medinilla se negó, agrio.

—La ley es la ley —dijo.

Pedro se impacientaba.

—Ya lo sé.

—Bueno. Pues por eso. No me voy.

—¿Pero no comprende que me hace un daño inútil y que aquí estaría mejor?

—Yo donde estoy bien es donde me pertenece.

Movía pendularmente las grandes manos, manos afiladas, como si la piel tapizara solo los huesos.

—Es inútil todo lo que usted me diga. No me voy.

Pedro comentaba con Jeromo la reunión.

—«Pan Migao» ha aceptado, porque le conviene: la tierra es mejor —comentó Jeromo.

—Y el otro ¿por qué no?

—La tierra que usted le propone es igual a la suya.

—¿Y por qué no quiso más tierra «Pan Migao»?

—Con las siete más, ya no tendría menos de cuarenta quintales.

—¿Desconfía, entonces? ¡Viejo zorro!

Al día siguiente, volvieron a llamar a Medinilla. Llegó en su mulo como siempre, sin jamuga, ni silla, las piernas con las botas colgantes a uno y otro lado.

—Mire, Medina, le hago otro ofrecimiento: usted escoge las 27 fanegas en el sitio que más le guste del cortijo, siempre que sea en las lindes. Y siguen además los regalos: la casa, siete aranzadas más…

Medinilla se revolvió en la silla:

—Es inútil, don Pedro. No cambio.

—¿Pero por qué no cambia usted, si le conviene?

—La ley está conmigo y no cambio.

Pedro, acostumbrado a los argumentos lógicos, se estrellaba contra aquella terquedad inexplicable:

—¿Pero no comprende usted que me destroza el cortijo? ¿No comprende usted que su choza pegada al caserío central de la finca rompe todos mis planes? ¿No lo comprende?

Medina movía las botas sobre las losetas de la habitación.

—No. No lo comprendo. La ley es la ley.

Pedro utilizó durante un largo mes todos los procedimientos de captación posibles. Le ofreció labrarle la tierra con sus tractores de balde, darle una cantidad de dinero, regalarle unas aranzadas con escritura y todo. Propuso hacerle un contrato de cincuenta años para las 27 aranzadas de las lindes. Trajo un abogado de Sevilla que habló con Medinilla: «La ley puede reformarse. Los plazos que se han dado hasta ahora no serán eternos y…».

Medinilla era de madera de acebuche, una madera donde no se pueden hincar clavos.

—La ley es la ley. No me voy, ni cambio.

Entonces Pedro desesperado amenazó:

—Usted tiene sus tierras dentro de las mías. El ganado, las gallinas no saben lo que son 27 aranzadas. Pondré guardas alrededor y a la menor cosa le denunciaré. Quiero hacerle la vida imposible. Usted ha querido la guerra y la tendrá.

Medinilla montó en su mulo, impávido.

—Lo mismo digo. Lo mismo digo —murmuró.

Tampoco fue tan fácil como en el papel el préstamo del Banco. El director le oyó, distraídamente, habló con Madrid, pidió eso que se llaman «informes comerciales» y al final concedió, con un gran misterio, la tercera parte de lo solicitado.

—Puede usted ir poco a poco… Los negocios —ya se sabe— con pies de plomo…

Pedro aceptó la cantidad y se fue a Sevilla a hipotecar la finca. Mauca firmó en la notaría, sonriente. Aquella misma tarde, en el avión, camino de Madrid, dijo a Pedro:

—Pedro ¿tendremos que traernos muchos libros?

Pedro le apretó la mano:

—¿Tú crees en mí? ¿No es verdad, Mauca?