Capítulo IV
En Mayo de 1935 hubo sobre Andalucía una gigantesca plaga de langosta. Se encontró, por sí sola, sobre la línea del Guadalquivir, aunque en el cortijo se vieron algunas bandadas al atardecer.
En Lora del Río el alcalde pagaba el kilo de langosta pequeña a real y el de langosta grande a diez céntimos. Hubo día que trajeron al Ayuntamiento, en las canastas de la aceituna, de cinco a seis mil kilos. Detrás de la langosta, pisándoles las zancas, llegaron las cigüeñas. Nunca se había visto en Andalucía tanta cigüeña reunida. En Villamanrique de la Condesa se contaron una mañana, sobre los tejados de las casas, más de dos mil. Estaban además ahítas y amanecían muy tarde.
Por si fuera poco, hubo aquel año paulilla. El trigo arribaba a la máquina hirviendo de coleópteros blancuzcos, transparentes. El grano salía de la piquera cubierto de una grasa fétida, cuyo olor debía encalabrinar a las golondrinas, porque millares de ellas rodeaban las máquinas.
Y a pesar de todo la cosecha no fue mala. Fernando hizo dinero hasta la última fanega, y cobró una por una las rentas. Luego estuvo en Madrid y ajustó cuentas con su padre. Doña Luisa aún vivía, y vio en el cine Eskimo, El Orco y la primera película de Tarzán.
Don José pensó que para lo que quedaba del año, Fernando estaba mejor en el campo. Volvió la semana siguiente, y se quedó de paso, sin decir nada a nadie, una larga semana en el pueblo donde dormía Rosita.
A finales de Septiembre, las tardes eran muy calurosas y lentas. Todo el horizonte del campo se llenaba de fuegos de rastrojo. Ardían ordenadamente, como debieron arder los ruegos de los campesinos primitivos.
Fernando iba al pueblo y se quedaba a comer en casa de su tío Luis. Le aburría la casa de los abuelos, las maderas entornadas, la abuela tan vieja siempre contando ropa blanca, siempre con la manía de las habitaciones arregladas; el abuelo sentado en la camilla del salón oscuro con una baraja gastada entre las manos y en la cabeza los campos verdes y luminosos a los que ya no podía ir.
Las dos hijas mayores de tío Luis no fueron aquel año al colegio. María tenía 18 años; Jacinta, 17. Estaban en esa edad en que el hombre es un ser maravilloso, y las dos acudían en cuanto llegaba Fernando y se quedaban al lado suyo contemplándolo. Jacinta era la más alta, la más seria, los grandes ojos tranquilos y reposados. Despedía paz como doña Luisa. Había oído hablar vagamente de Rosita y admiraba a Fernando aún más si cabe.
Jeromo empezó a comprender entonces por qué doña Consuelo y don Luis no habían escrito ya a don José contándole las aventuras de su hijo con Rosita, que era la comidilla del pueblo.
Aquel fue un invierno hosco. Con las primeras lluvias los tejados huelen a cántaro. A la semana de llover, la casa y el campo se llenan de un olor a agua gris. En los pueblos, parece como si lloviera más desoladamente que en la ciudad. Las nubes pasan mucho más bajas y se las distingue si son hueras o van preñadas de agua, porque cruzan despacio, como si no pudieran con el peso.
En aquel ambiente de humedad, el odio parecía reverdecer. El pueblo estaba lleno de gente parada que paseaba, en silencio, por las calles. De cuando en cuando tiraban piedras y rompían los cristales de las casas de los propietarios. Todo el pueblo tenía las maderas cerradas y un aire ausente mientras caía la lluvia. Daba la impresión de que no iba a terminar nunca aquel invierno.
Fernando iba cada vez menos al pueblo de Rosita. El caballo llegaba cubierto de sudor de los nueve kilómetros sobre fango. Fernando se quitaba el capote del velador y dejaba el caballo en la fonda. Luego daba la vuelta por los alrededores del pueblo y penetraba en la casa de Rosita, entre dos luces, empapado como una sopa. Rosita no se levantaba de la cama en todo el día. De madrugada lloraba siempre.
—Ya no me quieres como antes. Voy a matarte.
Fernando, adormilado, cruzaba el brazo sobre el cuerpo lloroso.
—No seas tonta, mujer. ¿No ves el tiempo que hace?
Pero la verdad es que cada día le gustaba más quedarse en casa de su tío Luis, y sentarse en la camilla las horas interminables, viendo hacer punto a Jacinta, que de cuando en cuando, lo dejaba sobre la mesa y lo miraba con sus grandes ojos sonriéndole. Aquella noche, al volver con Jeromo que había ido a recogerle con los caballos por la puerta falsa de la casa, no pudo mantener más tiempo sus proyectos.
—¿Jeromo, tú crees que yo podría pagarle la renta a papá, y vivir con la diferencia?
Jeromo apretó los labios y no contestó. Fernando puso el caballo al paso del de Jeromo.
—¿Me ayudarás, no?
Jeromo hizo un leve gesto como si también contuviera el caballo, y las anillas del bocado sonaron en el silencio de la noche. Faltó muy poco para que Fernando le contara sus planes: «Arrendaré la finca a mi padre. Me casaré con Jacinta y me iré a vivir al cortijo. ¿Comprendes?». No dijo nada, sin embargo. Pero sabía que Jeromo lo había entendido todo, porque cuando llegaron al cortijo, antes de llevarse los caballos a la cuadra, dijo sin darle importancia, como si se tratara de otro asunto:
—Don José y doña Luisa se vinieron aquí en cuanto les echaron la bendición.
De todas maneras, aquella noche Fernando volvió al pueblo de Rosita. Se deslizó hacia las cuadras a media noche, aparejó el caballo y galopó hasta el amanecer.
Rosita estaba despierta. Le brillaban los ojos en la oscuridad.
—Las vecinas me han dicho que todo esto va a terminar. Tú serás como yo, un pobre, y entonces…
Le besaba una vez y otra. Fernando, cansado, se defendía.