Terminé una larga novela que se llama Los premios, y que espero leerán ustedes un día. Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Pero todavía no veo con suficiente precisión el punto de ataque, el momento de arranque; siempre es lo más difícil, por lo menos para mí.
De una carta a Jean Barnabé, 17 de diciembre de 1958
Usted cree que yo puedo quizá llegar a ser un novelista. Me falta, como me dice, un peu de souffle pour aller jusqu’au bout. Pero aquí, Jean, intervienen otras razones, y éstas estrictamente intelectuales y estéticas. La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se lo practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género. Yo creo que la novela “psicológica” ha llegado a su término, y que si hemos de seguir escribiendo cosas que valgan la pena, hay que arrancar en otra dirección. El surrealismo marcó en su momento algunos caminos, pero se quedó en la fase pintoresca. Es cierto que no podemos ya prescindir de la psicología, de los personajes explorados minuciosamente; pero la técnica de los Michel Butor y las Nathalie Sarraute me aburren profundamente. Se quedan en la psicología exterior, aunque crean ir muy al fondo. El fondo de un hombre es el uso que haga de su libertad. Por ahí se va a la acción y a la visión, al héroe y al místico. No quiero decir que la novela deba proponerse esta clase de personajes, porque los únicos héroes y místicos interesantes son los vivientes, no los inventados por un novelista. Lo que creo es que la realidad cotidiana en que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad. Ahora bien, y esto es lo importante: para quebrar esa cáscara de costumbres y vida cotidiana, los instrumentos literarios usuales ya no sirven. Piense en el lenguaje que tuvo que usar un Rimbaud para abrirse paso en su aventura espiritual. Piense en ciertos versos de Les Chiméres de Nerval. Piense en algunos capítulos de Ulysses. ¿Cómo escribir una novela cuando primero habría que des-escribirse, des-aprenderse, partir à neuf, desde cero, en una condición pre-adamita, por decirlo así? Mi problema, hoy en día, es un problema de escritura, porque las herramientas con las que he escrito mis cuentos ya no me sirven para esto que quisiera hacer antes de morirme. Y por eso —es justo que usted lo sepa desde ahora—, muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una amarga desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido. Un cuento es una estructura, pero ahora tengo que desestructurarme para ver de alcanzar, no sé cómo, otra estructura más real y verdadera; un cuento es un sistema cerrado y perfecto, la serpiente mordiéndose la cola; y yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas. En suma, Jean, que renuncio a un mundo estético para tratar de entrar en un mundo poético. ¿Me hago ilusiones, terminaré escribiendo un libro o varios libros que serán siempre míos, es decir con mi tono, mi estilo, mis invenciones? A lo mejor sí. Pero habré jugado lealmente, y lo que salga será así porque no puedo hacer otra cosa. Si hoy siguiera escribiendo cuentos fantásticos me sentiría un perfecto estafador; modestia aparte, ya me resulta demasiado fácil, je tiens le système, como decía Rimbaud. Por eso “El perseguidor” es diferente, y usted habrá pensado en él al leer estas líneas tan confusas. Ahí ya andaba yo buscando la otra puerta. Pero todo es tan oscuro, y yo soy tan poco capaz de romper con tanto hábito, tanta comodidad mental y física tanto mate a las cuatro y cine a las nueve… Para subir a la Santa María y poner proa al misterio hay que empezar por tirar la yerba a la basura. Y con este mal anacronismo cierro este capítulo que sin embargo estoy contento de haber escrito para usted, como una confidencia y un anuncio.
De una carta a Jean Bamabé, 27 de junio de 1959
Escribo mucho, pero revuelto. No sé lo que va a salir de una larga aventura a la que creo aludí en alguna otra carta. No es una novela, pero sí un relato muy largo que en definitiva terminará siendo la crónica de una locura. Lo he empezado por varias partes a la vez, y soy a la vez lector y autor de lo que va saliendo. Quiero decir que como a veces escribo episodios que vagamente corresponderán al final (cuando todo esté terminado, unas mil páginas más o menos), lo que escribo después y que corresponde al principio o al medio, modifican lo ya escrito, y entonces tengo que volver a escribir el final (o al revés, porque el final también altera el principio). La cosa es terriblemente complicada, porque me ocurre escribir dos veces un mismo episodio, en un caso con ciertos personajes, y en otro con personajes diferentes, o los mismos pero cambiados por circunstancias correspondientes a un tercer episodio. Pienso dejar los dos relatos de esos episodios, porque cada vez me convenzo más de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez muchísimas cosas. Esto, que cualquier buen novelista sabe, ha sido en general enfocado como lo hizo Wilkie Collins en The Moonstone, es decir, un mismo episodio “visto” por varios testigos, que lo van contando cada uno a su manera. Pero yo creo ir un poco más lejos, porque no cambio de testigo, sino que le hago repetir el episodio… y sale distinto. ¿No le ocurre a usted, al contar algo a un amigo, darse cuenta en el momento que las cosas eran diferentes de lo que creía? A mitad del relato, un golpe de timón desvía el barco. Lo justo, en ese caso, es presentar las dos versiones, ero como el lector se aburriría si tuviera que leer dos veces seguidas un mismo relato, en el que los cambios serían siempre pocos con relación al total, he fabricado una serie de procedimientos más o menos astutos, que sería un poco largo contarle ahora. Baste decirle que el libro ocurre mitad en B.A. y mitad en París (creo tener ya bastante perspectiva de ambas como para hacerlo), pero que con frecuencia los episodios se cumplen en un no man’s land que la sensibilidad del lector deberá situar, si puede. En realidad me propongo empezar por el final, y mandar al lector a que busque en diferentes partes del libro, como en la guía del teléfono, mediante un sistema de remisiones que será la tortura del pobre imprentero… si semejante libro encuentra editor, cosa que dudo.
De una carta a Jean Barnabé, 30 de mayo de 1960
Por carta es siempre difícil decir algunas cosas, pero quiero que sepa todo lo que valoro su opinión sobre lo que escribo. Ya se lo dije, creo, en mi primera carta, pero ahora usted vuelve a emplear palabras que me conmueven profundamente, no por el elogio que encierran sino porque quien las dice es un crítico sin concesiones. Un día le pediré que lea lo que estoy haciendo ahora, y que es imposible de explicar por carta, aparte de que yo mismo no lo entiendo. Ignoro cómo y cuándo lo terminaré; hay cerca de cuatrocientas páginas, que abarcan pedazos del fin, del principio y del medio del libro, pero que quizá desaparezcan frente a la presión de otras cuatrocientas o seiscientas que tendré que escribir entre este año y el que viene. El resultado será una especie de almanaque, no encuentro mejor palabra (a menos que baúl de turco…”). Una narración hecha desde múltiples ángulos, con un lenguaje a veces tan brutal que a mí mismo me rechaza la relectura y dudo de que me atreva a mostrarlo a alguien, y otras veces tan puro, tan poco literario… Qué sé yo lo que va a salir. Hay una sola cosa cierta, y es que ya no sé escribir cuentos, y que Los premios se ha quedado tan atrás que me va a costar horrores corregir las pruebas. Le cuento todo esto como una manera un poco menos torpe que las otras de decirle cuánta confianza tengo en su amistad; y la alegría que me da poder confiarle, por lo menos como una primera impresión, lo que estoy haciendo y lo que quisiera hacer.
De una carta a Paco Porrúa, 19 de agosto de 1960
Aproveché Viena para terminar la primera versión de La rayuela, y al volver de mis vacaciones la trabajaré a fondo para que esté lista, si es posible, antes de fin de año. Lo que usted me diga de ella será muy importante para mí; ojalá encuentre la manera de hacerla copiar a máquina para mandarle un texto en noviembre o diciembre. Prepárese, son unas 700 páginas. Pero yo creo que ahí adentro hay tanta materia explosiva que tal vez no se haga tan largo leerla. De ilusiones así va uno viviendo.
De una carta a Paco Porrúa, 22 de mayo de 1961
¿La Rayuela? Pero si estoy apenas en la casilla tres, y a cada rato tiro la piedrita afuera. No habrá libro hasta fin de año, pero entonces sí se lo mandaré y veremos. (No me la imagino a la Sudamericana publicando eso. Se van a decepcionar horriblemente, este Cortázar que-iba-tan-bien…) Terminé la obra gruesa del libro, y lo estoy poniendo en orden, es decir que lo estoy desordenando de acuerdo con unas leyes especiales cuya eficacia se verá luego, cuando tenga el coraje de releer de un tirón las 600 páginas.
De una carta a Paco Porrúa, 14 de agosto de 1961
Casi he terminado Rayuela, la larga novela de la que te he hablado varias veces. Como es una especie de libro infinito (en el sentido de que uno puede seguir y seguir añadiendo partes nuevas hasta morir) pienso que es mejor separarme brutalmente de él. Lo leeré una vez más y enviaré el condenado artefacto a mi editor. Si te interesa saber lo que pienso de este libro, te diré con mi habitual modestia que será una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana.
De una carta a Paul Blackbum, 15 de mayo de 1962
No te imaginás el miedo que tengo de que se pierda el paquete con Rayuela. Tengo una copia, pero sería trágico tener que volver a sacar otra copia de ésa. Estoy averiguando si algún conocido va en estos días para confiarle el paquete, pero me temo que habrá que mandarlo por avión. Se me ha ocurrido que con los líos que hay en la Argentina el correo podría andar medio dislocado. ¿Qué te parece a vos? A lo mejor se te ocurre algún procedimiento; en ese caso escribime en seguida, aunque no sean más que dos líneas.
De una carta a Paco Porrúa, 19 de mayo de 1962
Del libro en sí no te digo nada. Dejémoslo hablar a él, y si salió mudo, paciencia. Pero necesito tu crítica, y sé que será como sos vos. El libro sólo tiene un lector: Aurora. Por consejo suyo, traduje al español largos pasajes que en un principio había decidido dejar en inglés y en francés. Su opinión del libro puedo quizá resumírtela si te digo que se echó a llorar cuando llegó al final. Es cierto que según Mark Twain, un general del ejército norteamericano se echó también a llorar el día en que él le mostró e plano de unas fortificaciones que acababa de dibujar. Pero, modestia aparte, me parece que ese llanto (el de Aurora) quería decir otra cosa.
De una carta a Paco Porrúa, 30 de mayo de 1962
He pensado mucho en vos en estos últimos tiempos, porque mi próximo libro, que se llamará Rayuela y se publicará —if we are lucky— a fines de año, va a ser el libro donde me vas a encontrar a fondo, donde vos y yo hemos dialogado muchas veces sin que lo supieras. No es que seas un personaje de la obra, pero tu humor, tu enorme sensibilidad poética, y sobre todo tu sed metafísica, se refleja en la del personaje central. Por suerte no hay nada de autobiográfico en ese libro (salvo episodios de mis primeros dos años en París) pero en cambio he puesto todo lo que siento frente a este fracaso total que es el hombre de Occidente. Contrariamente a vos, el personaje central no cree que por los caminos del Oriente se pueda encontrar una salvación personal. Cree más bien (y en eso se parece a Rimbaud) que il faut changer la vie pero sin moverse de ésta. Entrevé esa vieja sospecha de que el cielo está en la tierra, pero es demasiado torpe, demasiado infeliz, demasiado nada para encontrar el pasaje. Todo eso se mezcla con episodios que van mostrando lo que le pasa en este mundo a un tipo que pretende ser consecuente con esas ideas.
Me dices que ya soy un clásico, pero te equivocas. Nadie es clásico si no quiere. Los profesores pueden pegarle la etiqueta, pero él (y sus libros) le escupen encima. Yo soy siempre el mismo desconcertado cronopio que anda mirando las babas del diablo en el aire, y que recién a los veinte mil kilómetros descubre que no ha soltado el freno de mano.
De una carta a Fredi Guthmann, 6 de junio de 1962
Bueno, por supuesto todo lo que me decís en tu carta sobre Rayuela me ha dejado tan conmovido que no intentaré siquiera darte una idea. Lo que pasa es sencillamente esto (pero esto es todo, es lo único que cuenta de veras para mí): tu reacción ante el libro es mi propia vivencia de todo eso. Esas palabras que empleás, “un enorme embudo”, “el agujero negro de un enorme embudo”, eso es exactamente Rayuela, es lo que yo he vivido todos estos años y he querido tratar de decir —con el terrible problema de que apenas esas cosas se dicen, salta el malentendido, todo el horror del lenguaje (“las perras negras” —las palabras—) que preocupa a Morelli. Mirá, Paco, a mí no me importa tanto que el libro te parezca bueno —aunque eso tiene para mí una enorme importancia, por supuesto—; lo que realmente cuenta es que hayas estado tan desconcertado, tan “trasladado”, tan enajenado y tan al borde de un límite como lo está el pobre Oliveira, como yo cuando me batía a puñetazos con Oliveira en cada capítulo del libro. Le dije a Aurora: “Ahora me puedo morir, porque allá hay un hombre que ha sentido lo que yo necesitaba que el lector sintiera”. El resto será malentendido, idiotez, elogios, la feria de siempre. Ninguna importancia. Y lo que en el fondo más me ha gustado es que hayas tenido el deseo de tirarme con el libro por la cabeza. Pero claro, Paco. Pocas veces se ha podido ser tan insoportable, tan exasperante como creo que lo soy en algunos momentos. Lo sé de sobra, y me atengo a las consecuencias.
Más adelante, si el libro se edita, querré tus críticas concretas, y sé que no me escamotearás nada de lo que pienses. Ahora me quedo con el enorme alivio de saber que cuatro años de trabajo valían de algo.
De una carta a Paco Porrúa, 25 de julio de 1962
Todo lo que me decís de Rayuela me conmueve hasta un punto que sólo, quizá, un diálogo con café y tabaco podría transmitir. Como conozco muy bien tu sensibilidad y tu inteligencia (y juro que en este caso hago abstracción de toda amistad), cada nueva referencia a mi libro que voy encontrando en tus cartas me va mostrando desde fuera —ese dificilísimo desde fuera que pocas veces me ha sido dado con tanta intensidad— la forma y la figura definitivas de mi libro. Me expreso muy mal, pero quiero decirte que tu manera de entender Rayuela me devuelve el libro ya liberado de mí, objetivado en un lector que me deja ver la imagen de eso que yo llevaba mezclado conmigo, en una confusa batalla de la que habían ido saliendo capítulos, situaciones y sospechas. Cuando decís: “Lo que me enmudece es ese mundo que hace Oliveira con una libertad absoluta tendiendo piolines o poniendo tablones y que es al fin la realidad del mundo”, entonces siento que eso es más que una opinión, es una especie de encuentro en el que vos y yo y el libro no tienen ninguna importancia, pero en cambio hay como una prueba de que no estamos equivocados, y que vemos vaya a saber qué cosas con nuestros ojos ciegos.
De una carta a Paco Porrúa, 8 de octubre de 1962
Quizá te interese saber cómo he reaccionado ante el libro impreso. Bueno, he tenido el handicap de leerlo de corrido, y sólo en las pruebas de página podré volver a tener la impresión total de la cosa. He suprimido algunos pedazos repetitivos, y tuve que quitarle al pobre Morelli una de sus ideas, la de hacer un libro con las páginas sueltas, pues en el ínterin salió aquí un libro en forma de carpeta (y por desgracia me pareció malo, ya que el sistema tiene posibilidades prodigiosas, creo). No sé, leyendo los pasajes sin el orden de lectura que corresponde, se pierde toda tensión. Considerados individualmente, creo que cada uno está bastante bien.
En realidad tengo tantas cosas que decirte que no sé por dónde empezar. Yo mismo estoy abrumado por la ambición del libro, y por lo que en algunos momentos llega a conseguir. Es realmente uno de esos despelotes que solamente de tiempo en tiempo, no te parece. He tenido que vigilar cuidadosamente mis reacciones mientras corregía, porque más de una vez he sentido que se hubiera salido ganando de acortar, o suprimir determinados capítulos o pasajes. Pero cada vez me he dado cuenta de que al pensar eso, quien lo pensaba era “el hombre viejo”, es decir que era, una vez más, una reacción estética, literaria. Una reacción en nombre de ciertos valores formales que hacen la gran literatura. Y vos ya conocés lo bastante a Morelli para saber que el viejo lo que quiere es hacer polvo esos valores porque le parecen la máscara podrida de un orden de cosas todavía más podrido.
Se da así la paradoja de que muchísimas imperfecciones no puedo ni quiero quitarlas, aunque me duelan y me fastidien. Yo creo que nunca se escribió un libro tan a contrapelo, tan a contralibro.
De una carta a Paco Porrúa, 5 de enero de 1963
Antes de irme a Italia, terminé de corregir las últimas pruebas de mi novela, y las envié por avión al editor. Si han llegado sanas y salvas, el libro aparecerá a mediados de julio, y entonces podrá decirme algún día si lo que espera de mí, esa explosión a que alude en su carta, se ha producido o si todavía sigo encerrado y un poco distante. Me sorprendió que me dijera que prefiere Los premios al conjunto de mis cuentos, porque a mí me parece muy inferior a ellos. ¿No estará usted reincidiendo quizá inconscientemente en la típica actitud del lector francés, para quien en el fondo sólo la novela cuenta? Personalmente, creo no haber escrito nada mejor que “El perseguidor”; sin embargo, en Rayuela he roto tal cantidad de diques, de puertas, me he hecho pedazos a mí mismo de tantas y de tan variadas maneras, que por lo que a mi persona se refiere ya no me importaría morirme ahora mismo. Sé que dentro de unos meses pensaré que todavía me quedan otros libros por escribir, pero hoy, en que todavía estoy bajo la atmósfera de Rayuela, tengo la impresión de haber ido hasta el límite de mí mismo, y de que sería incapaz de ir más allá. Espero que las innovaciones “técnicas” de la novela no le molesten; no tardará usted en adivinar (aparte de que hay fragmentos que lo explican muy claramente) que esos aparentes caprichos tienen por objeto exasperar al lector, y convertirlo en una especie de frère ennemi, un cómplice, un colaborador en la obra. Estoy harto de eso que un personaje de mi libro llama “el lector-hembra”, ese señor (o señora) que compra los libros con la misma actitud con que contrata a un sirviente o se sienta en la platea del teatro: para que lo diviertan o para que lo sirvan. Lo malo de la novela tradicional es eso, que en pocas páginas crea una atmósfera que envuelve, acaricia, seduce al lector, y éste se deja transportar durante 300 páginas y 8 horas, sentado en una nube (rosada o negra, según los casos) hasta llegar a la palabra FIN que es una especie de Orly de la literatura. He querido escribir un libro que se pueda leer de dos maneras: como le gusta al lector-hembra, y como me gusta a mí, lápiz en mano, peleándome con el autor, mandándolo al diablo o abrazándolo…
De una carta a Jean Barnabé, 3 de junio de 1963
Espero que hayas recibido mi telegrama, digno de Julio César por su concisión; pero la verdad es que por cable, cualquier frase de más de dos palabras suena horriblemente cursi. Imagínate que te hubiera puesto LLEGÓ RAYUELA STOP MUY CONMOVIDO STOP. O bien: ACUSO RECIBO LADRILLO STOP ¿YO ESCRIBÍ ESO? STOP ABRUMADO POR PESO DEL ARTEFACTO STOP. De modo que opté por la vía del pudor, pero no quise que pasara más tiempo sin que supieras que, por fin (¡cuántos años, ya!) el círculo se había cerrado y esta vieja mano que escribió esas viejas páginas palpaba casi incrédulamente un volumen de fondo negro.
Quisiera estar en Buenos Aires para decirte que nos tomáramos un vino juntos y entonces, vagando por alguna calle de noche, decirte a mi manera todo lo que aquí se enfría y se ordena en rayitas horizontales y se convierte en idioma. La gratitud es incómoda, decía no sé quién; no es que sea incómoda en sí, es que resulta casi imposible, entre hombres, hacerla sentir si no es con uno de esos gestos casi imperceptibles, ofreciendo un cigarrillo o rozando apenas un hombro, o quedándose callado en el momento en que los manuales de buena educación ordenan decir las frases justas. Pero por suerte vos y yo nos hemos visto lo bastante en esta vida como para saber que mucho de lo que no nos decimos queda dicho para siempre. Me basta con que estés seguro de eso.
De una carta a Paco Porrúa, 26 de julio de 1961
Muchas gracias por los recortes, y los detallados comentarios con que los acompañas. Por supuesto, nada de todo eso tiene la menor relación con la crítica: o es el ditirambo radiofónico de Gudiño (muy simpático, por lo demás) o es la estupidez de Primera Plana, pero en ninguno de los dos casos hay un sí o un no a fondo, algo que pruebe que el libro hizo lo suyo. Mirá, la gente tiene de tal manera metida la literatura habitual en la cabeza, que muy pocos van a entender el sentido de “contranovela” que vos señalaste en la solapa. Es increíble que ni siquiera las rarezas —démosle ese nombre— formales del libro saquen a esos tipos de su actitud habitual que es, grosso modo, la de leer aborregadamente el libro, y después decidir (y escribir): a) si es novela, cuento o nouvelle; b) si sucede en la Argentina o en Upsala; c) Si es erótica, católica o neorrealista; d) Si está bien, regular o mal. Etcétera. Son tipos a los que les podrías poner delante de las narices un unicornio resplandeciente, y lo clasificarían como una especie de ternero blanco. Mirá, hasta ahora lo único que para mí tiene sentido es lo que vos has visto en mi libro, y en estos días un par de cartas de muchachos de allá, desconocidos, que están como muertos a palos después de haberlo leído y me escriben su desconcierto, su gratitud (mezclada con odio y amor y resentimiento). Vos ves muy justo cuando te quejás de “la falta total de pasión”: ahí das en el clavo, y confirmás lo que te decía más arriba sobre el “sistema” de hacer reseñas. Estos tipos agarran un libro por dos razones: para “divertirse” o por obligación profesional. ¿Y qué importa, che? La rayuelita se va a ir jugando en veredas muy raras, algunas de ellas todavía sin baldosas.
De una carta a Paco Porrúa, 13 de septiembre de 1963
No me creas perezoso, pero tu carta llegó en los días en que nos íbamos a Viena a trabajar, y acabo de encontrarla a mi regreso. Tampoco me creas hiperbólico si te digo que tu carta ha sido una de las alegrías más grandes de mi vida. ¿Pero cómo escribirte esa alegría? No es el contento vulgar de quien recibe buenas noticias, ni el halago parecido a la caricia o a la cosquilla de quien se siente comprendido y apreciado en lo que hace. Mi alegría es otra, es como un encuentro largamente esperado, o como un árbol que uno ha visto muy lejos, contra el horizonte, y al que por último se llega después de caminar y caminar, y el árbol es cada vez más verde y más hermoso. Mira, desde que mi libro apareció en Buenos Aires, he recibido y recibo muchas cartas, sobre todo de gente joven y desconocida, donde me dicen cosas que bastarían para sentirme justificado como escritor. Pero las cartas de los jóvenes son siempre actos de fe, arranques de entusiasmo o de cólera o de angustia. Me prueban que Rayuela tiene las calidades de emético que quise darle, y que es como un feroz sacudón por las solapas, un grito de alerta, una llamada al desorden necesario. Pero vos, que por una simple cuestión de madurez intelectual y de técnica profesional, has leído el libro un poco como yo lo he escrito, es decir al final de una larga ruta, de una inmensa biblioteca leída y vivida y decantada, vos, tan serena y segura en tus juicios, vos me escribís una carta que es como una respiración profunda, que está llena de rumores y cosas apenas dichas y movimientos encontrados, una carta que en el fondo no se diferencia mucho de las cartas que me han escrito tantos muchachos, a la vez que está a una altura infinitamente superior a ellas, y eso es lo que me conmueve, que me hayas escrito algo que es como un balbuceo (y mi libro es eso, porque lo que verdaderamente quiere decir no se puede decir) y al mismo tiempo se siente y se sabe que has ido hasta el fondo de las cosas, y las has pesado y analizado y encontrado bien o mal o alguna otra cosa, pero por un milagro que nunca te agradeceré bastante toda esa labor de sondeo y todo ese peritaje sutil que hacen de vos lo que sos como crítica y como persona, no ha conseguido petrificar lo otro, lo que llamo balbuceo a falta de mejor nombre, y entonces tu carta es como una paloma o una bola de vidrio, algo donde continuamente pasan reflejos y murmullos, y la vida. Sabés, no creas que en esta dicotomía que parece deducirse de esto (crítica-balbuceo) hay un juicio peyorativo para la parte crítica. ¿De qué sirve un balbuceo cuando sale de la boca de un idiota? Lo asombroso para mí, siempre, es ese raro equilibrio que sólo los más grandes logran (pienso en Curtius, en algunos textos de Burckhardt, cosas así) y que en última instancia permite a la inteligencia romper sus demasiados ceñidos límites y comulgar con ese otro reino misterioso donde cosas indecibles se mueven en la realidad profunda y son, quizá, lo único necesario. Pero haquí, como diría Holiveira, me paro en seco. Assez bavardé.
De una carta a Ana María Barrenechea, 21 de octubre de 1963
Mucho antes de que empezara este desborde de reseñas en pro y en contra, de cartas de gente joven que me llegan de todos los rincones del país y de América, vos me mandaste un testimonio que me colmó, no porque el libro te gustara (aunque eso también era una maravilla para mí) sino porque tus palabras, algunas cosas que decías, me probaban que yo no había trabajado tantos años en vano, y que me bastaba tener un solo lector (y además mujer, y además tan linda y tan inteligente) para sentir que mi libro no era inútil. Perla, quizá te estoy dando la sensación de escribir un poco en broma; sí, pero es mi manera cuando quiero decir las cosas que cuentan. También Rayuela es como una gigantesca humorada, pero vos ya sabés el desgarramiento que hay ahí adentro. Por el humor (el grande, no los chistes o las bromas) se llega a veces a lo más hondo; lo han hecho y lo han probado los escritores que más admiro, y es un camino que poco se conoce en la Argentina y que es necesario transitar si queremos ir saliendo del pozo en que estamos metidos. Ahora, por ejemplo, Murena me ataca con uñas y dientes en Cuadernos, y basta leer su ataque para darse cuenta, al margen de que pueda tener razón en muchas cosas, que no ha entendido lo esencial, que su conocida y tristísima carencia de sentido del humor le ha cerrado el camino que vos, como jugando, recorriste desde el primer día. ¿Ves lo que quiero decir, así a toda carrera de la máquina y sin pensar demasiado? Lo más admirable para mí son las cartas de los jóvenes, porque son ellos los que han sufrido mi libro como una herida, como algo necesariamente doloroso, una herida de bisturí y no de cuchillo. ¿Qué puede importar entonces que por otros lados, y por razones que tienen que ver con cosas ajenas al libro (Cuba entre otras, aunque se cuiden de decirlo), haya gente que le niega al libro sus intenciones esenciales? Estoy tan contento, Perla, tan contento. Rayuela quería eso, era agresivo y polémico y buscaba la pelea; la va encontrando, pero a mí me hubiera gustado una pelea más alta y más digna de todos.
De una carta a Perla Rotzait, 17 de noviembre de 1963
¡Mister Blackburn, señor! Le envío, certificado, un bonito ejemplar de Rayuela. Como dicho ejemplar pesa unas cinco libras y no soy bastante rico para mandarlo por correo aéreo, ten la bondad de esperar unos días y el correo marítimo te presentará esta producción inmortal. Que, dicho sea de paso, ha sido contratada por Gallimard. Y que, como le dije a Sara hace un tiempo, está causando un alboroto terrible en los países de América Latina. Que era precisamente mi intención, imagínate cómo estaré de eufórico.
De una carta a Paul y Sara Blackburn, 14 de diciembre de 1963
Yo no sé cuándo llegará el día en que te pueda escribir una carta que no tenga nada que ver con mis libros. Esta vez no será, por lo menos; estimulados por las fiestas de fin de año, docenas y docenas de cronopios de toda América me han mandado baúles de cartas, muchas de las cuales merecen por lo menos algunas líneas. Y aquí me tenés con una pila de sobres delante de la máquina, y un humor de perros. De todas las cartas no cabe duda que la más gloriosa es la de una señorita mendocina que luego de anunciarme severamente que no piensa leer Rayuela, pues le han dicho que es un libro desvergonzado, procede a pedirme en nombre de mi obra pasada (que hadmira henormemente) que me abstenga de “escribir libros de escándalo, best-sellers que prueban mi complicidad con el editor (sic)”. Comprenderás que con cosas así uno tiene por fin la recompensa que ha esperado toda su vida. Desde luego, las cartas que contesto no son ésas, sino las de gente que se plantean mi libro como una especie de puñetazo en la quijada; a ésos no puedo dejar de responderles, y creéme que lo hago con gusto, pero se me van los días, no tengo tiempo para leer ni para vagar, y tomo tanto mate que Aurora me predice una cirrosis paraguayensis. A ver si al final también yo voy a perder mi vida par délicatesse…
De una carta a Paco Porrúa, 5 de enero de 1964
La búsqueda de “lo otro”. Sí, es el tema central y la razón de ser de Rayuela. Todo el libro gira en torno a ese sentimiento de falta, de ausencia, y aunque el protagonista está lejos de llegar a la meta que vagamente entrevé, su “epopeya cómica”, como muy acertadamente la define usted, no es más que esa especie de búsqueda de un Graal en el que ya no hay la sangre de un dios, sino quizá el dios mismo; pero ese dios sería el hombre, aquí abajo, el hombre libre de todo lo que lo condiciona y lo deforma, empezando por los dioses mismos.
Crítica a la cultura occidental. Bueno, yo no la critico en bloque, no la rechazo ingenuamente como, digamos, Rousseau rechazaba la civilización por creer que el “buen salvaje” era más perfecto. Lo que denuncio en nuestra cultura es la monstruosa hipertrofia de algunas posibilidades humanas (la razón, por ejemplo) en desmedro de otras, menos definibles por estar situadas precisamente al margen de la órbita racional. Pero no me crea un enemigo de la razón, porque sería pueril. Lo que me inquieta es comprobar cotidianamente los efectos de ese desequilibrio resultante de un “humanismo” de raíz griega, que en definitiva pone el acento en el sapiens más que en homo. Usted tiene razón: mis ataques son hiperintelectuales, lo cual resultaría contradictorio. Pero, como sucede muchas veces, no tiene toda la razón. No la tiene, porque yo creo que el ataque a fondo a estos moldes de vida viciados y falsos en que nos movemos, no se hace en Rayuela con armas intelectuales. Uso estas últimas en las discusiones, en el aparato teórico por así decirlo; pero lo que le da a Rayuela, creo, su eficacia última, el impacto a veces terrible que ha tenido en muchos lectores, es otra cosa: es lo de abajo, los episodios irracionales, los asomos a dimensiones donde la inteligencia es como un nadador sin agua. Pero esto ya no lo puedo explicar; usted sabrá si lo ha sentido como lo sentí yo al escribirlo. La verdad es que sin esas subyacencias, que son para mí lo único que cuenta de verdad en el libro, yo habría escrito otra novela “inteligente” más. Y vaya si las hay…
De una carta a Graciela de Sola, 7 de enero de 1964
¡Qué noticias maravillosas traen las cartas de ustedes! ¡Así que Rayuela aprobó el examen! [La editorial norteamericana Pantheon había decidido publicar la novela.] Me siento muy, muy feliz y Aurora y yo bailamos tregua y bailamos catala hasta que los vecinos pusieron el grito en el cielo. ¿Pero a quién le importa? Empuñé mi flamante trompeta y lancé un solo tal que seis vasos de vidrio se hicieron polvo y Aurora fue proyectada debajo de la mesa. Después de lo cual apareció armada con una sartén y tuve que interrumpir mi bella inspiración. Los artistas siempre hemos sido unos incomprendidos, ya se sabe.
De una carta a Sara y Paul Blackburn, 13 de febrero de 1964
Anoche me entregaron tu carta del 3 de junio (¡cuánto tiempo, ya!) y me sentí tan emocionado y tan feliz por lo que me decías en ella que entré como en un trance, en una casilla zodiacal increíblemente fasta y próspera. Todavía no he salido de ella, y te escribo bajo esa impresión maravillosa de que un poeta como tú, que además es un amigo, haya encontrado en Rayuela todo lo que yo puse o traté de poner, y que el libro haya sido un puente entre tú y yo y que ahora, después de tu carta, yo te sienta tan cerca de mí y tan amigo. No sé si cuando te escribí hace unos meses para hablarte de tus poemas, supe expresar bien lo que sentía. Tú, en tu carta, me dices tantas cosas en unas pocas líneas que es como si me hubieras mandado un signo fabuloso, uno de esos anillos míticos que llegan a la mano del héroe o del rey después de incontables misterios y hazañas, y allí está condensado todo, más acá de la palabra y de las meras razones; algo que es como un encuentro para siempre, un pacto para hacer caer las barreras del tiempo y la distancia.
Mira, desde luego que lo que hayas podido encontrar de bueno en el libro me hace muy feliz; pero creo que en el fondo lo que más me ha estremecido es esa maravillosa frase, esa pregunta que resume tantas frustraciones y tantas esperanzas: “¿De modo que se puede escribir así por uno de nosotros?”. Créeme, no tiene ninguna importancia que haya sido yo el que escribiera así, quizá por primera vez. Lo único que importa es que estemos llegando a un tiempo americano en el que se pueda empezar a escribir así (o de otro modo, pero así, es decir con todo lo que tú connotas al subrayar la palabra). Hace unos meses, Miguel Ángel Asturias se alegraba de que un libro mío y uno de él estuvieran a la cabeza de las listas de best-sellers en Buenos Aires. Se alegraba pensando que se hacía justicia a dos escritores latinoamericanos. Yo le dije que eso estaba bien, pero que había algo mucho más importante: la presencia, por primera vez, de un público lector que distinguía a sus propios autores en vez de relegarlos y dejarse llevar por la manía de las traducciones y el snobismo del escritor europeo o yanqui de moda. Sigo creyendo que hay ahí un hecho trascendental, incluso para un país donde las cosas van tan mal como en el mío. Cuando yo tenía 20 años, un escritor argentino llamado Borges vendía apenas 500 ejemplares de algún maravilloso tomo de cuentos. Hoy cualquier buen novelista o cuentista rioplatense tiene la seguridad de que un público inteligente y numeroso va a leerlo y juzgarlo. Es decir que los signos de madurez (dentro de los errores, los retrocesos, las torpezas horribles de nuestras políticas sudamericanas y nuestras economías semi-coloniales) se manifiestan de alguna manera, y en este caso de una manera particularmente importante, a través de la gran literatura. Por eso no es tan raro que ya haya llegado la hora de escribir así, Roberto, y ya verás que junto con mi libro o después de él van a aparecer muchos que te llenarán de alegría. Mi libro ha tenido una gran repercusión, sobre todo entre los jóvenes, porque se han dado cuenta de que en él se los invita a acabar con las tradiciones literarias sudamericanas que, incluso en sus formas más vanguardistas, han respondido siempre a nuestros complejos de inferioridad, a eso de “ser nosotros tan pobres” como dices a propósito del elogio de Rubén a Martí. Ingenuamente, un periodista mexicano escribió que Rayuela era la declaración de independencia de la novela latinoamericana. La frase es tonta pero encierra una clara alusión a esa inferioridad que hemos tolerado estúpidamente tanto tiempo, y de la que saldremos como salen todos los pueblos cuando les llega su hora. No me creas demasiado optimista; conozco a mi país, y a muchos otros que lo rodean. Pero hay signos, hay signos… Estoy contento de haber empezado a hacer lo que a mí me tocaba, y que un hombre como tú lo haya sentido y me lo haya dicho.
De una carta a Roberto Fernández Retamar, 17 de agosto de 1964
¿Querés una anécdota? Rayuela no se iba a llamar así. Se iba a llamar Mandala. Hasta casi terminado el libro, para mí se seguía llamando así. De golpe comprendí que no hay derecho a exigirle a los lectores que conozcan el esoterismo búdico o tibetano. Y a la vez me di cuenta de que Rayuela, título modesto y que cualquiera entiende en la Argentina, era lo mismo; porque una rayuela es un mandala de-sacralizado. No me arrepiento del cambio.
De una carta a Manuel Antín, 19 de agosto de 1964
En un boletín del Fondo de Cultura Económica me enteré de que en una mesa redonda habían dicho que dentro de las letras latinoamericanas, El Siglo de las luces era la creación y Rayuela el apocalipsis. Uno se queda tan desconcertado, no te parece.
De una carta a Paco Porrúa, 15 de enero de 1965
Tengo que ayudar simultáneamente a una italiana, una francesa y un yanqui que están traduciendo Rayuela. Si has ojeado ese libro, admitirás que su versión a otra lengua plantea tremendos problemas; apenas salgo de resolver una tanda de dificultades en italiano, recibo cincuenta páginas en inglés… y así vamos. Desde luego no me quejo, puesto que es mi tierra elegida (no sé si prometida); pero de hecho ese trabajo insume muchos días.
De una carta a Amparo Dávila, 23 de febrero de 1965
Cuando uno recibe una carta como la suya, siente que en todo caso ha valido la pena escribir algunos libros capaces de traerle tan alta recompensa. Rayuela ha provocado ya centenares de críticas y de cartas, muchas de ellas sensibles e inteligentes; pero usted —y no es la primera vez que sucede— tiene una especial manera de reaccionar frente a mis libros, sea en pro o en contra (o en esa instancia más alta donde pro y contra se resuelven en algo más rico y valioso), y por eso su valoración cuenta mucho para mí. Tal como me lo imaginaba, ha leído Rayuela con la actitud vigilante que el libro reclama a sus lectores (y que pocos adoptan, pues la gente lee pasivamente o, a lo sumo, con criterios de mera “crítica literaria” al estilo de las reseñas que hacen tan aburridas la mayoría de nuestras revistas).
Precisamente su actitud frente a mi libro ha sido tan activa, tan exasperada, tan polémica, que nada podría haberme alegrado más. Esto se nota sobre todo al comienzo de su carta, cuando me previene contra la mala pasada que puede jugarme eso que usted califica generosamente de “exceso de inteligencia” Depuis la première page jusqu’à la dernierè me suis surpris à dialoguer avec vous, à réagir, à m’irriter souvent… Créame que tanto Horacio como Morelli se han sonreído, felices. Porque eso, y «obre todo eso, es lo que quieren de sus lectores: un diálogo violento, exasperado, con insultos si es necesario, con amor si también es necesario, pero en todos los casos con libertad, con independencia, en una lucha fraternal y necesaria. Ahora, a su vez, ellos le contestan: Es cierto que el hiperintelectualismo del libro puede jugarme una mala pasada, y lo tengo muy en cuenta y quizá no reincida nunca más en él (o lo proyecte a otras síntesis donde haya menos referencias, citas, comentarios, para preferir las sustancias a los accidentes). Pero también es cierto que el Río de la Plata y sobre todo Buenos Aíres —“capital del miedo”, la llama alguien por ahí en el libro—, necesitaban que alguien se echara encima y hasta el exceso el terrible riesgo de ser tomado por un pedante, un “culto”, una rata de biblioteca, un amateur-erudito, si esta última simbiosis es posible. La verdad, Jean, es que en mi país somos muy hipócritas en ese terreno. Siempre recordaré que un amigo argentino llegó el año pasado a París, vino a verme, y durante una hora habló conmigo de temas altamente intelectuales: todo el cine, los libros, la música, la filosofía y la poesía que pueden desfilar en un diálogo de dos hombres que no se han visto durante mucho tiempo y quieren ponerse al día en todo lo que les interesa. Después, casi sin transición, agregó que acababa de leer Rayuela, y que aunque lo había apasionado, encontraba que las conversaciones de los personajes pecaban por exceso de intelectualidad. Me lo dijo después de haber pasado una hora cometiendo el mismo pecado con infinito deleite, y cuando se lo hice notar con una sonrisa, se quedó confundido y terminó reconociendo que su reproche no caía demasiado bien después de esa demostración de lo que son los argentinos de nuestro medio. La hipocresía (nada grave, por lo demás) está en esa especie de pudor que consiste en ser hiperculto en el plano oral, pero teniendo buen cuidado de no llevarlo al plano de la escritura. Ya cuando Los premios se me dijo que los diálogos eran demasiado sofisticados; y sin embargo, esos diálogos son apenas un reflejo de los que yo y mis amigos hemos sostenido a lo largo de toda nuestra vida. Desde luego, el error imperdonable estaría en hacer que todos los personajes se mostraran intelectuales, pero eso creo haberlo evitado. La Maga no lo es, y Talita tampoco. Los otros (Horacio, Etienne, Ronald, Traveler a veces) son como mis amigos y como yo mismo, gente que no se avergüenza de mostrar una cultura en la medida en que tratan de utilizarla como algo vivo, y no como una serie de fichas de biblioteca. Comprendo de sobra que a usted la ironía de Rayuela lo satisfaga mucho más que las especulaciones intelectuales, porque a mí me pasa exactamente lo mismo, y creo que coincidimos en que la segunda parte del libro es más densa y se acerca más al centro precisamente porque todo el artificio intelectual ha quedado atrás y se está frente a una realidad que sólo cede sus llaves al humor, a la burla, a esa despiadada ironía que es en el fondo lo más valioso que nos queda después de asimilar una cultura. Me conmueve mucho que usted haya sido tan sensible a la descente aux abîmes de la parte final del libro, porque es allí donde yo puse todo lo que tengo, y fui hasta donde podía llegar en ese momento. Y sin embargo (no me defiendo, sino que busco una explicación) he llegado a preguntarme si hubiera podido vivir (y luego escribir) esa segunda parte, sin la preparación mental y moral que supone la primera. […] Comprendo y lamento que exageré la dosis de intelectualismo. ¡Pero si me hubiera visto y oído en mis primeros años de París, con la gente que me rodeaba, y con la vida que hacíamos todos! París exaspera todas las potencias cuando se entra en su gran rosa negra; y los sudamericanos, subdesarrollados y resentidos y con complejos de inferioridad cultural, sienten que ahí puede haber una experiencia liberadora, y algunos —Vallejo, por ejemplo, o Picasso, ese sudamericano de Málaga— la realizan. El pobre Horacio no va mucho más allá de sus narices, porque desconfía incluso de la confianza; pero en su día trató, más bien penosamente, de encontrarse a sí mismo en París. Sus herramientas eran sobre todo mentales, y bien que la Maga se lo hizo notar. Todo lo que siguió era consecuencia forzosa de esa salvación a medias. En Buenos Aires, Horacio es más auténtico porque se ha entregado a su destino. Ya no se habla de budismo Zen ni se cita a Heráclito. Literariamente, la situación es más noble, más humana, menos pedante. Pero sigo preguntándome si la segunda parte tendría algún sentido sin esa larga, fastidiosa, exasperante introducción parisiense.
Desde luego usted acierta cuando ve la culminación del libro en esa búsqueda personal de un centro. Rayuela fue imaginada por eso y para eso; todo lo que envuelve y muchas veces oculta esa búsqueda es secundario con respecto a ella. […] quiero agregar que usted no se engaña cuando cree que el fin último de mi libro es esa tentativa de entablar contacto con un “centro”. Incluso es un fin explícito en muchos momentos; lo único que puede despistar es que el centro mismo es confuso, porque Horacio no sabe, no puede saber, qué hay en eso que de a ratos llama su kibbutz del deseo, su conciliación última. Incandescence figée, lo llama usted, y es una bella expresión.
También creo que usted tiene razón cuando analiza la actitud amorosa de Oliveira. Pero claro que la Maga no es una mujer. Un hombre que busca en una mujer lo que parece buscar Horacio, la irrealiza automáticamente, la destruye como mujer; las catástrofes físicas y morales subsiguientes son un hecho fatal e irremediable. Horacio lo sabe, además, y por eso sus diálogos con la Maga tienen una ironía amarga todo el tiempo, un sabor a cosa ya muerta. Pero a la vez, porque Horacio es un gran infeliz en el doble sentido que le damos a la palabra en la Argentina, está enamorado de esa mujer que él ha convertido en un fantasma. Horacio usa a la Maga como si fuera otro instrumento para su tentativa de salto en lo absoluto. Cualquiera que haya tenido el menor comercio con las mujeres sabe de sobra que es el único uso condenado al fracaso absoluto. La mujer puede despertar en nosotros el sentimiento y la nostalgia de lo absoluto, pero a la vez nos retiene en la relatividad con una energía casi feroz. Pedirle que salte con nosotros es provocar la doble catástrofe. Horacio lo pide, a su manera. La Maga responde, también a su manera. La monstruosa paradoja del amor es que, como se dice por ahí, es “dador de ser”, enriquece ontológicamente, pero al mismo tiempo reclama un hic et nunc encarnizado, prefiere la existencia a la esencia.
De una carta a Jean Barnabé, 8 de mayo de 1965
Me alegra de verdad que Rayuela signifique algo para usted, porque para mí, es la prueba de que esa tentativa ha cuajado, por lo menos parcialmente. Poco o nada me importa el juicio “crítico” a dos o tres columnas, sea favorable o negativo; algunas cartas de gente joven, algunos testimonios inesperados y conmovedores, y ahora esta carta suya, me pagan con creces un trabajo de años. Pienso que usted lo comprenderá muy bien, porque nos marcó un gran rumbo con su Adán…; y porque sin duda pasó por experiencias análogas.
Me divierte pensar que Horacio Oliveira se ha juntado alguna noche con el grupo de porteños que vagan por los suburbios, y que lo han recibido como a un amigo. Me divierte y me conmueve imaginármelo junto a ellos asistiendo al glorioso encuentro del taita Flores con el malevo Di Pasquo, saboreando hasta las lágrimas el zapatillazo del pesado Rivera en la cabeza de Samuel Tesler. No cualquiera, creo, tiene entrada al velorio del pisador de barro. Yo agradezco por Horacio, y miro por sobre su hombro.
De una carta a Leopoldo Marechal, 12 de julio de 1965
Me escriben que en la Casa de las Américas hubo lo que llaman un “conversatorio” (especie de mesa redonda) sobre Rayuela. Batieron todos los récords de asistencia y de entusiasmo, a tal punto que lo van a repetir en estos días. Me llenó de alegría saber que dos de los que presentaban y comentaban el libro eran Lezama Lima y Fernández Retamar. Vos sabés que para mí Lezama es uno de los monumentos del barroco americano; que le haya gustado mi libro me parece una recompensa como pocas.
De una carta a Paco Porrúa, 20 de julio de 1965
Para responder a tu curiosa pregunta: en cierto modo fui yo quien dibujó la rayuela [de la portada de la edición original], pero la cosa es más sutil. Primero le pedí a una pequeña conocida (ocho años, trencitas, con un diente faltante, llamada Marisandra) que dibujara una rayuela en la acera, cosa que hizo y yo me trepé a un plátano para fotografiarla. Mi idea era imprimir el dibujo en la cubierta, pero la fotografía salió movida, sin fuerza. Entonces decidí utilizar la rayuela de Marisandra como modelo, y se la di a Julio Silva, un pintor argentino que diseñó el conjunto de la cubierta.
De una carta a Sara Blackburn, 26 de septiembre de 1965
Me alegro mucho de que los suecos hayan comprado Rayuela. Supongo que se llamará SMORREBROD o algo así. ¿Qué pasó con los japoneses? En Roma vi la edición de una de las novelas de Calvino, y era tan bonita que me dieron ganas de imaginarme en japonés.
De una carta a Paco Porrúa, 2 de noviembre de 1965
En estos meses he leído cantidad de buenos estudios sobre Rayuela; en los USA no han entendido casi nunca la intención del libro, y me acusan de “europeizante”. Subconscientemente, los yanquis quisieran que un argentino o un chileno sólo hicieran novelas con gauchos y mate y sweet señoritas. Apenas abrimos el diafragma, nos censuran. ¿Y Scott Fitzgerald, y Gertrude Stein, y Hemingway, para no citar a Henry James, qué habrían escrito sin su experiencia europea? Sin embargo, siguen siendo profundamente norteamericanos en lo esencial.
De una carta a Eduardo Jonquières, 3 de agosto de 1966
Cuatro años me llevó escribir Rayuela; luego empezó un año de control y revisión de la versión americana; apenas terminada, me cayó encima la tarea de cuidar la versión francesa, que acaba de salir en París. Y cuando sólo creía recibir de cuando en cuando alguna reseña o comentario, se me aparece el comienzo de la versión italiana, que representará otro año de consultas, carta va y carta viene, la prego di spiegarme come si dice “turro de mierda” in italiano, etc. Menos mal que aquí se me acaban los idiomas conocidos.
De una carta a Guillermo Cabrera Infante, 10 de marzo de 1967
Llevo leídos muchos cientos de páginas sobre Rayuela, en todos los idiomas que soy capaz de entender, y la cosa parece estar lejos de acabar porque a cada nueva traducción llueven las interpretaciones y los paralelismos.
De una carta a Lida Aronne de Amestoy, 1 de agosto de 1970
Me acuerdo muy bien de que mientras escribía, para mí la relación Oliveira-Maga era también, todo el tiempo, una relación Oliveira-lector, no porque escribiera deliberadamente pensando en el futuro lector, sino porque ese lector era mi antagonista entrañable, como lo es el ser amado, y porque le exigía una actitud de contacto crítico, un tirarme los platos a la cabeza como yo se los estaba tirando a él; creo que en ese sentido conseguí lo que buscaba, porque los platos siguen volando en Latinoamérica y en Europa (en estos días recibí una carta de una lectora polaca que desde Cracovia me envía unas páginas que son a la vez un mensaje de amor y una larga serie de insultos, las dos cosas igualmente deliciosas porque prueban hasta qué punto la traducción polaca ha guardado los valores que cuentan para mí en el libro).
De una carta a Lida Aronne de Amestoy, 18 de agosto de 1971
Europa, a su manera, fue la coautora de mis libros y sobre todo de Rayuela que, lo digo sin la menor falsa modestia, puso ante los ojos de una generación joven y angustiada una serie de interrogantes y una serie de posibles aperturas que tocaban en lo más hondo la problemática existencial latinoamericana; y la tocaban porque además era una problemática europea (por no decir occidental y abarcar así a países como los Estados Unidos, donde Rayuela sigue siendo leída por la gente joven).
De una carta a Saúl Somowski, 29 de septiembre de 1972
Me gusta que hayas contado, rompiendo por un momento el clima más severo de tu indagación, la forma en que conociste Rayuela; a muchos les pasó así, con diferencias ínfimas, y lo sé por el increíble correo que recibí en los años que siguieron a la publicación; siempre eran jóvenes, siempre Rayuela los había descolocado brutalmente, me injuriaban amándome o me amaban injuriándome, en muchas cartas era difícil saber si el libro había destruido a su lector o si lo había cambiado en otro; quizá el punto máximo lo alcanzó una chica norteamericana que me escribió una carta maravillosa contándome que su amante la había abandonado, que tenía diecinueve años, que no había podido soportar esa ausencia y que estaba decidida a matarse la noche en que alguien, en un drugstore, le pasó la edición de bolsillo en inglés de Rayuela, y ella se la llevó a la cama sin saber realmente por qué; me escribía semanas más tarde, reconciliada con la vida, entendiendo admirablemente cada página del libro, decidida a recomenzar y a buscar.
De una carta a Lida Aronne de Amestoy, 29 de octubre de 1972