8
Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie[1], en marzo el mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los bouquinistes[2] que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol, y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del aire.
Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas (550 fr. pièce) están las peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes de cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez, por ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se comprenden, franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra amiga, la vendedora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo: «El agua fría los mata, es triste el agua fría…». Y yo pensaba en la mucama[3] del hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no quiere no bebe…». Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez vuelve a estar contento…
Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada a 550 fr. piéce- los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Y ese pez era perfectamente Giotto[4], te acordás, y esos dos jugaban como perros de jade, o un pez era la exacta sombra de una nube violeta… Descubríamos cómo la vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los arranca a su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una de las grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.