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En el circo se estaba perfectamente, una estafa de lentejuelas y música rabiosa, un gato calculista[1], que reaccionaba a la previa y secreta pulverización con valeriana de ciertos números de cartón, mientras señoras conmovidas mostraban a su prole tan elocuente ejemplo de evolución darwiniana. Cuando Oliveira, la primera noche, se asomó a la pista aún vacía y miró hacia arriba, al orificio en lo más alto de la carpa roja, ese escape hacia un quizá contacto, ese centro, ese ojo como un puente del suelo al espacio liberado, dejó de reírse y pensó que a lo mejor otro hubiera ascendido con toda naturalidad por el mástil más próximo al ojo de arriba, y que ese otro no era él que fumaba mirando el agujero en lo alto, ese otro no era él que se quedaba abajo fumando en plena gritería del circo[2].

Una de esas primeras noches comprendió por qué Traveler le había conseguido el empleo. Talita se lo dijo sin rodeos mientras contaban dinero en la pieza de ladrillos que servía de banco y administración al circo. Oliveira ya lo sabía pero de otra manera, y fue necesario que Talita se lo dijese desde su punto de vista para que de las dos cosas naciera como un tiempo nuevo, un presente en el que de pronto se sentía metido y obligado. Quiso protestar, decir que eran invenciones de Traveler, quiso sentirse una vez más fuera del tiempo de los otros (él, que se moría por acceder, por inmiscuirse, por ser) pero al mismo tiempo comprendió que era cierto, que de una manera u otra había transgredido el mundo de Talita y Traveler, sin actos, sin intenciones siquiera, nada más que cediendo a un capricho nostálgico. Entre una palabra y otra de Talita vio dibujarse la línea mezquina del Cerro, oyó la ridicula frase lusitana que inventaba sin saberlo un futuro de frigoríficos y caña quemada. Le soltó la risa en la cara a Talita, como esa misma mañana al espejo mientras estaba por cepillarse los dientes[3].

Talita ató con un hilo de coser un fajo de billetes de diez pesos, y mecánicamente se pusieron a contar el resto.

—Que querés —dijo Talita—. Yo creo que Manú tiene razón.

—Claro que tiene —dijo Oliveira—. Pero lo mismo es idiota, y vos lo sabes de sobra.

—De sobra no. Lo sé, o mejor lo supe cuando estaba a caballo en el tablón. Ustedes sí lo saben de sobra, yo estoy en el medio como esa parte de la balanza que nunca sé como se llama.

—Sos nuestra ninfa Egeria, nuestro puente mediúmnico. Ahora que lo pienso, cuando vos estás presente Manú y yo caemos en una especie de trance. Hasta Gekrepten se percata, y me lo ha dicho empleando precisamente ese vistoso verbo.

—Puede ser —dijo Talita, anotando las entradas—. Si querés que te diga lo que pienso, Manú no sabe qué hacer con vos. Te quiere como a un hermano, supongo que hasta vos te habrás dado cuenta, y a la vez lamenta que hayas vuelto.

—No tenía por qué ir a buscarme al puerto. Yo no le mandé postales, che.

—Lo averiguó por Gekrepten que había llenado el balcón de malvones. Gekrepten lo supo por el ministerio.

—Un proceso diabólico —dijo Oliveira—. Cuando me enteré de que Gekrepten se había informado por vía diplomática, comprendí que lo único que me quedaba era permitirle que se tirara en mis brazos como una ternera loca. Vos date cuenta qué abnegación, qué penelopismo exacerbado.

—Si no te gusta hablar de esto —dijo Talita mirando el suelopodemos cerrar la caja e irlo a buscar a Manú.

—Me gusta muchísimo, pero esas complicaciones de tu marido me crean incómodos problemas de conciencia. Y eso, para mí… En una palabra, no entiendo por qué vos misma no resolvés el problema.

—Bueno —dijo Talita, mirándolo sosegada—, me parece que la otra tarde cualquiera que no sea un estúpido se habrá dado cuenta.

—Por supuesto, pero ahí lo tenes a Manú, al día siguiente se viene a verlo al Diré y me consigue el trabajo. Justamente cuando yo me enjugaba las lágrimas con un corte de género, antes de salir a venderlo.

—Manú es bueno —dijo Talita—. No podrás saber nunca lo bueno que es.

—Rara bondad —dijo Oliveira—. Dejando de lado eso de que yo no podré saberlo nunca, que al fin y al cabo debe ser cierto, permitime insinuarte que a lo mejor Manú quiere jugar con fuego. Es un juego de circo, bien mirado. Y vos —dijo Oliveira, apuntándole con el dedo— tenes cómplices.

—¿Cómplices?

—Sí, cómplices: Yo el primero, y alguien que no está aquí. Te crees el fiel de la balanza, para usar tu bonita figura, pero no sabes que estás echando el cuerpo sobre uno de los lados. Conviene que te enteres.

—¿Por qué no te vas, Horacio? —dijo Talita—. ¿Por qué no lo dejas tranquilo a Manú?

—Ya te expliqué, iba a salir a vender los cortes y ese bruto me consigue el trabajo. Comprendé que no le voy a hacer un feo, sería mucho peor. Sospecharía cualquier idiotez.

—Y así, entonces, vos te quedás aquí, y Manú duerme mal.

—Dale Equanil, vieja.

Talita ató los billetes de cinco pesos. A la hora del gato calculista se asomaban siempre a verlo trabajar porque ese animal era absolutamente inexplicable, ya dos veces había resuelto una multiplicación antes de que funcionara el truco de la valeriana. Traveler estaba estupefacto, y pedía a los íntimos que lo vigilaran. Pero esa noche el gato estaba hecho un estúpido, apenas si le salían las sumas hasta veinticinco, era trágico. Fumando en uno de los accesos a la pista, Traveler y Oliveira decidieron que probablemente el gato necesitaba alimentos fosfatados, habría que hablarle al Dire. Los dos payasos, que odiaban al gato sin que se supiera bien por qué, bailaban alrededor del estrado donde el felino se atusaba los bigotes bajo una luz de mercurio. A la tercera vuelta que dieron entonando una canción rusa, el gato sacó las uñas y se tiró a la cara del más viejo. Como de costumbre el público aplaudía locamente el número. En el carro de Bonetti padre e hijo, payasos, el Director recuperaba el gato y les ponía una doble multa por provocación. Era una noche rara, mirando a lo alto como le daba siempre por hacer a esa hora, Oliveira veía a Sirio en mitad del agujero negro y especulaba sobre los tres días en que el mundo está abierto, cuando los manes ascienden y hay puente del hombre al agujero en lo alto, puente del hombre al hombre (porque, ¿quién trepa hasta el agujero si no es para querer bajar cambiado y encontrarse otra vez, pero de otra manera, con su raza?). El veinticuatro de agosto era uno de los tres días en que el mundo se abría; claro que para qué pensar tanto en eso si estaban apenas en febrero. Oliveira no se acordaba de los otros dos días, era curioso recordar sólo una fecha sobre tres ¿Por qué precisamente ésa? Quizá porque era un octosílabo, la memoria tiene esos juegos. Pero a lo mejor, entonces, la Verdad era un alejandrino o un endecasílabo; quizá los ritmos, una vez más, marcaban el acceso y escandían las etapas del camino. Otros tantos temas de tesis para cogotudos[4]. Era un placer mirar al malabarista, su increíble agilidad, la pista láctea en la que el humo del tabaco se posaba en las cabezas de centenares de niños de Villa del Parque, barrio donde por suerte quedan abundantes eucaliptus que equilibran la balanza, por citar otra vez ese instrumento de judicatura, esa casilla zodiacal.

(-125)

Rayuela
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