24

—Yo no me sé expresar —dijo la Maga secando la cucharita con un trapo nada limpio—. A lo mejor otras podrían explicarlo mejor pero yo siempre he sido igual, es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres.

—Una ley —dijo Gregorovius—. Perfecto enunciado, verdad profunda. Llevado al plano de la astucia literaria se resuelve en aquello que de los buenos sentimientos nace la mala literatura, y otras cosas por el estilo. La felicidad no se explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de Maya.

La Maga lo miró, perpleja. Gregorovius suspiró.

—El velo de Maya —repitió—. Pero no mezclemos las cosas. Usted ha visto muy bien que la desgracia es, digamos, más tangible, quizá porque de ella nace el desdoblamiento en objeto y sujeto. Por eso se fija tanto en el recuerdo, por eso se pueden contar tan bien las catástrofes.

—Lo que pasa —dijo la Maga, revolviendo la leche sobre el calentador— es que la felicidad es solamente de uno y en cambio la desgracia parecería de todos.

—Justísimo corolario —dijo Gregorovius—. Por lo demás le hago notar que yo no soy preguntón. La otra noche, en la reunión del Club… Bueno, Ronald tiene un vodka demasiado destrabalenguas. No me crea una especie de diablo cojuelo, solamente quisiera entender mejor a mis amigos. Usted y Horacio… En fin, tienen algo de inexplicable, una especie de misterio central. Ronald y Babs dicen que ustedes son la pareja perfecta, que se complementan. Yo no veo que se complementen tanto.

—¿Y qué importa?

—No es que importe, pero usted me estaba diciendo que Horacio se ha ido.

—No tiene nada que ver —dijo la Maga—. No sé hablar de la felicidad pero eso no quiere decir que no la haya tenido. Si quiere le puedo seguir contando por qué se ha ido Horacio, por qué me podría haber ido yo si no fuera por Rocamadour. —Señaló vagamente las valijas, la enorme confusión de papeles y recipientes y discos que llenaba la pieza—. Todo esto hay que guardarlo, hay que buscar dónde irse… No quiero quedarme aquí, es demasiado triste.

—Étienne puede conseguirle una pieza con buena luz. Cuando Rocamadour vuelva al campo. Una cosa de siete mil francos por mes. Si no tiene inconveniente, en ese caso yo me quedaría con esta pieza. Me gusta, tiene fluido. Aquí se puede pensar, se está bien.

—No crea —dijo la Maga—. A eso de las siete la muchacha de abajo empieza a cantarLes Amants du Havre. Es una linda canción pero a la larga…

Puisque la terre est ronde,

Mon amour t’en fais pas,

Mon amour t’en fais pas.

—Bonito —dijo Gregorovius indiferente.

—Sí, tiene una gran filosofía, como hubiera dicho Ledesma. No, usted no lo conoció. Era antes de Horacio, en el Uruguay.

—¿El negro?

—No, el negro se llamaba Ireneo.

—¿Entonces la historia del negro era verdad?

La Maga lo miró asombrada. Verdaderamente Gregorovius era un estúpido. Salvo Horacio (y a veces…) todos los que la habían deseado se portaban siempre como unos cretinos. Revolviendo la leche fue hasta la cama y trató de hacer tomar unas cucharadas a Rocamadour. Rocamadour chilló y se negó, la leche le caía por el pescuezo. «Topitopitopi», decía la Maga con voz de hipnotizadora de reparto de premios. «Topitopitopi», procurando acertar una cucharada en la boca de Rocamadour que estaba rojo y no quería beber, pero de golpe aflojaba vaya a saber por qué, resbalaba un poco hacia el fondo de la cama y se ponía a tragar una cucharada tras otra, con enorme satisfacción de Gregorovius que llenaba la pipa y se sentía un poco padre.

—Chin chin —dijo la Maga, dejando la cacerola al lado de la cama y arropando a Rocamadour que se aletargaba rápidamente—. Qué fiebre tiene todavía, por lo menos treinta y nueve cinco.

—¿No le pone el termómetro?

—Es muy difícil ponérselo, después llora veinte minutos, Horacio no lo puede aguantar. Me doy cuenta por el calor de la frente. Debe tener más de treinta y nueve, no entiendo cómo no le baja.

—Demasiado empirismo, me temo —dijo Gregorovius—. ¿Y esa leche no le hace mal con tanta fiebre?

—No es tanta para un chico —dijo la Maga encendiendo un Gauloise—. Lo mejor sería apagar la luz para que se duerma en seguida. Ahí, al lado de la puerta.

De la estufa salía un resplandor que se fue afirmando cuando se sentaron frente a frente y fumaron un rato sin hablar. Gregorovius veía subir y bajar el cigarrillo de la Maga, por un segundo su rostro curiosamente plácido se encendía como una brasa[1], los ojos le brillaban mirándolo, todo se volvía a una penumbra en la que los gemidos y cloqueos de Rocamadour iban disminuyendo hasta cesar, seguidos por un leve hipo que se repetía cada tanto. Un reloj dio las once.

—No volverá —dijo la Maga—. En fin, tendrá que venir para buscar sus cosas, pero es lo mismo. Se acabó, kaputt.

—Me pregunto —dijo Gregorovius, cauteloso—. Horacio es tan sensible, se mueve con tanta dificultad en París. Él cree que hace lo que quiere, que es muy libre aquí, pero se anda golpeando contra las paredes. No hay más que verlo por la calle, una vez lo seguí un rato desde lejos.

—Espía —dijo casi amablemente la Maga.

—Digamos observador.

—En realidad usted me seguía a mí, aunque yo no estuviera con él.

—Puede ser, en ese momento no se me ocurrió pensarlo. Me interesan mucho las conductas de mis conocidos, es siempre más apasionante que los problemas de ajedrez. He descubierto que Wong se masturba y que Babs practica una especie de caridad jansenista, de cara vuelta a la pared mientras la mano suelta un pedazo de pan con algo adentro. Hubo una época en que me dedicaba a estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba, insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la muerte del conde Rossler. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué, estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar, algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del gulash en la almohada.

—Su infancia se parece un poco al prisionero de Zenda[2] —dijo reflexivamente la Maga.

—Era un mundo de pelucas —dijo Gregorovius—. Me pregunto qué hubiera hecho Horacio en mi lugar. En realidad íbamos a hablar de Horacio, usted quería decirme algo.

—Es raro ese hipo —dijo la Maga mirando la cama de Rocamadour—. Primera vez que lo tiene.

—Será la digestión.

—¿Por qué insisten en que lo lleve al hospital? Otra vez esta tarde, el médico con esa cara de hormiga. No lo quiero llevar, a él no le gusta. Yo le hago todo lo que hay que hacerle. Babs vino esta mañana y dijo que no era tan grave. Horacio tampoco creía que fuera tan grave.

—¿Horacio no va a volver?

—No. Horacio se va a ir por ahí, buscando cosas.

—No llore, Lucía.

—Me estoy sonando. Ya se le ha pasado el hipo.

—Cuénteme, Lucía, si le hace bien.

—No me acuerdo de nada, no vale la pena. Sí, me acuerdo. ¿Para qué? Qué nombre tan extraño, Adgalle.

—Sí, quién sabe si era el verdadero. Me han dicho…

—Como la peluca rubia y la peluca negra —dijo la Maga.

—Como todo —dijo Gregorovius—. Es cierto, se le ha pasado el hipo. Ahora va a dormir hasta mañana. ¿Cuándo se conocieron, usted y Horacio?

(-134)

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