29

—Tiens —dijo Oliveira.

Gregorovius estaba pegado a la estufa, envuelto en una robe de chambre negra y leyendo. Con un clavo había sujetado una lámpara en la pared, y una pantalla de papel de diario organizaba esmeradamente la luz.

—No sabía que tenías una llave.

—Sobrevivencias —dijo Oliveira, tirando la canadiense al rincón de siempre—. Te la dejaré ahora que sos el dueño de casa.

—Por un tiempo solamente. Aquí hace demasiado frío, y además hay que tener en cuenta al viejo de arriba. Esta mañana golpeó cinco minutos, no se sabe por qué.

—Inercia. Todo dura siempre un poco más de lo que debería. Yo, por ejemplo, subir estos pisos, sacar la llave, abrir… Huele a encerrado, aquí.

—Un frío espantoso —dijo Gregorovius—. Hubo que tener abierta la ventana cuarenta y ocho horas después de las fumigaciones.

—¿Y estuviste aquí todo el tiempo? Caritas. Qué tipo.

—No era por eso, tenía miedo de que alguno de la casa aprovechara para meterse en el cuarto y hacerse fuerte. Lucía me dijo una vez que la propietaria es una vieja loca, y que varios inquilinos no pagan nada desde hace años. En Budapest yo era gran lector del código civil, son cosas que se pegan.

—Total que te instalaste como un bacán. Chapeau, mon vieux. Espero que no me habrán tirado la yerba a la basura.

—Oh, no, está ahí en la mesa de luz, entre las medias. Ahora hay mucho espacio libre.

—Así parece —dijo Oliveira—. A la Maga le ha dado un ataque de orden, no se ven los discos ni las novelas. Che, pero ahora que lo pienso…

—Se llevó todo —dijo Gregorovius.

Oliveira abrió el cajón de la mesa de luz y sacó la yerba y el mate. Empezó a cebar despacio, mirando a un lado y a otro. La letra de Mi noche triste le bailaba en la cabeza. Calculó con los dedos. Jueves, viernes, sábado. No. Lunes, martes, miércoles. No, el martes a la noche, Berthe Trépat, me amuraste / en lo mejor de la vida, miércoles (una borrachera como pocas veces, N.B. no mezclar vodka y vino tinto), dejándome el alma herida / y espina en el corazón, jueves, viernes, Ronald en un auto prestado, visita a Guy Monod como un guante dado vuelta, litros y litros de vómitos verdes, fuera de peligro,sabiendo que te quería / que vos eras mi alegría, mi esperanza y mi ilusión, sábado, ¿adónde, adónde?, en alguna parte del lado de Marly-le-Roi, en total cinco días, no, seis, en total una semana más o menos, y la pieza todavía helada a pesar de la estufa. Ossip, qué tipo rana, el rey del acomodo.

—Así que se fue —dijo Oliveira, repantigándose en el sillón con la pavita al alcance de la mano.

Gregorovius asintió. Tenía el libro abierto sobre las rodillas y daba la impresión de querer (educadamente) seguir leyendo.

—Y te dejó la pieza.

—Ella sabía que yo estaba pasando por una situación delicada —dijo Gregorovius—. Mi tía abuela ha dejado de mandarme la pensión, probablemente ha fallecido. Miss Babington guarda silencio, pero dada la situación en Chipre… Ya se sabe que siempre repercute en Malta: censura y esas cosas. Lucía me ofreció compartir el cuarto después que vos anunciaste que te ibas. Yo no sabía si aceptar, pero ella insistió.

—No encaja demasiado con su partida.

—Pero todo eso era antes.

—¿Antes de las fumigaciones?

—Exactamente.

—Te sacaste la lotería, Ossip.

—Es muy triste —dijo Gregorovius—. Todo podía haber sido tan diferente.

—No te quejes, viejo. Una pieza de cuatro por tres cincuenta, a cinco mil francos mensuales, con agua corriente…

—Yo desearía —dijo Gregorovius— que la situación quedara aclarada entre nosotros. Esta pieza…

—No es mía, dormí tranquilo. Y la Maga se ha ido.

—De todos modos…

—¿Adónde?

—Habló de Montevideo.

—No tiene plata para eso.

—Habló de Perugia.

—Querés decir de Lucca. Desde que leyó Sparkenbroke[1] se muere por esas cosas. Decime bien clarito dónde está.

—No tengo la menor idea, Horacio. El viernes llenó una valija con libros y ropa, hizo montones de paquetes y después vinieron dos negros y se los llevaron. Me dijo que yo me podía quedar aquí, y como lloraba todo el tiempo no creas que era fácil hablar.

—Me dan ganas de romperte la cara —dijo Oliveira, cebando un mate.

—¿Qué culpa tengo yo?

—No es por una cuestión de culpa, che. Sos dostoyevskianamente asqueroso y simpático a la vez, una especie de lameculos metafísico. Cuando te sonreís así uno comprende que no hay nada que hacer.

—Oh, yo estoy de vuelta —dijo Gregorovius—. La mecánica del challenge and responsequeda para los burgueses. Vos sos como yo, y por eso no me vas a pegar. No me mires así, no sé nada de Lucía. Uno de los negros va casi siempre al café Bonaparte[2], lo he visto. A lo mejor te informa. ¿Pero para qué la buscás, ahora?

—Explicá eso de «ahora».

Gregorovius se encogió de hombros.

—Fue un velatorio muy digno —dijo—. Sobre todo después que nos sacamos de encima a la policía. Socialmente hablando, tu ausencia provocó comentarios contradictorios. El Club te defendía, pero los vecinos y el viejo de arriba…

—No me digas que el viejo vino al velorio.

—No se puede llamar velorio; nos permitieron guardar el cuerpecito hasta mediodía, y después intervino una repartición nacional. Eficaz y rápida, debo decirlo.

—Me imagino el cuadro —dijo Oliveira—. Pero no es una razón para que la Maga se mande mudar sin decir nada.

—Ella se imaginaba todo el tiempo que vos estabas con Pola.

—Ça alors —dijo Oliveira.

—Ideas que se hace la gente. Ahora que nos tuteamos por culpa tuya, se me hace más difícil decirte algunas cosas. Paradoja, evidentemente, pero es así. Probablemente porque es un tuteo completamente falso. Vos lo provocaste la otra noche.

—Muy bien se puede tutear al tipo que se ha estado acostando con tu mujer.

—Me cansé de decirte que no era cierto; ya ves que no hay ninguna razón para que nos tuteemos. Si fuera cierto que la Maga se ha ahogado yo comprendería que en el dolor del momento, mientras uno se está abrazando y consolándose… Pero no es el caso, por lo menos no parece.

—Leíste alguna cosa en el diario —dijo Oliveira.

—La filiación no corresponde para nada. Podemos seguir hablándonos de usted. Ahí está, arriba de la chimenea.

En efecto, no correspondía para nada. Oliveira tiró el diario y se cebó otro mate. Lucca, Montevideo, la guitarra en el ropero / para siempre está colgada… Y cuando se mete todo en la valija y se hacen paquetes, uno puede deducir que (ojo: no toda deducción es una prueba), nadie en ella toca nada / ni hace sus cuerdas sonar. Ni hace sus cuerdas sonar.

—Bueno, ya averiguaré dónde se ha metido. No andará lejos.

—Ésta será siempre su casa —dijo Gregorovius—, y eso que a lo mejor Adgalle viene a pasar la primavera conmigo.

—¿Tu madre?

—Sí. Un telegrama conmovedor, con mención del tetragrámaton. Justamente yo estaba leyendo ahora el Sefer Yetzirah, tratando de distinguir las influencias neoplatónicas. Adgalle es muy fuerte en cabalística; va a haber discusiones terribles.

—¿La Maga hizo alguna insinuación de que se iba a matar?

—Bueno, las mujeres, ya se sabe.

—Concretamente.

—No creo —dijo Gregorovius—. Insistía más en lo de Montevideo.

—Es idiota, no tiene un centavo.

—En lo de Montevideo y en eso de la muñeca de cera.

—Ah, la muñeca. Y ella pensaba…

—Lo daba por seguro. A Adgalle le va a interesar el caso. Lo que vos llamás coincidencia… Lucía no creía que fuera una coincidencia. Y en el fondo vos tampoco. Lucía me dijo que cuando descubriste la muñeca verde la tiraste al suelo y la pisoteaste.

—Odio la estupidez —dijo virtuosamente Oliveira.

—Los alfileres se los había clavado todos en el pecho, y solamente uno en el sexo. ¿Vos ya sabías que Pola estaba enferma cuando pisoteaste la muñeca verde?

—Sí.

—A Adgalle le va a interesar enormemente. ¿Conocés el sistema del retrato envenenado? Se mezcla el veneno con los colores y se espera la luna favorable para pintar el retrato. Adgalle lo intentó con su padre, pero hubo interferencias… De todos modos el viejo murió tres años después de una especie de difteria. Estaba solo en el castillo, teníamos un castillo en esa época, y cuando empezó a asfixiarse quiso intentar una traqueotomía delante del espejo, clavarse un canuto de ganso o algo así. Lo encontraron al pie de la escalera, pero no sé por qué te cuento esto.

—Porque sabés que no me importa, supongo.

—Sí, puede ser —dijo Gregorovius—. Vamos a hacer café, a esta hora se siente la noche aunque no se la vea.

Oliveira agarró el diario. Mientras Ossip ponía la cacerola en la chimenea, empezó a leer otra vez la noticia. Rubia, de unos cuarenta y dos años. Qué estupidez pensar que. Aunque, claro. Les travaux du grand barrage d’Assouan[3] ont commencé. Avant cinq ans, la vallée moyenne du Nil sera transformée en un immense lac. Des édifices prodigieux, qui comptent parmi les plus admirables de la planète…

(-107)

Rayuela
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