100

Puso la ficha en la ranura, marcó lentamente el número. A esa hora Étienne debía estar pintando y le reventaba que le telefonearan en mitad del trabajo, pero lo mismo tenía que llamarlo. El teléfono empezó a sonar del otro lado, en un taller cerca de la Place d’Italie[1], a cuatro kilómetros de la oficina de correos de la rué Danton. Una vieja con aire de rata se había apostado delante de la casilla de vidrio, miraba disimuladamente a Oliveira sentado en el banco con la cara pegada al aparato telefónico, y Oliveira sentía que la vieja lo estaba mirando, que implacablemente empezaba a contar los minutos. Los vidrios de la casilla estaban limpios, cosa rara: la gente iba y venía en el correo, se oía el golpe sordo (y fúnebre, no se sabía por qué) de los sellos inutilizando las estampillas. Étienne dijo algo del otro lado, y Oliveira apretó el botón niquelado que abría la comunicación y se tragaba definitivamente la ficha de veinte francos.

—Te podías dejar de joder —rezongó Étienne que parecía haberlo reconocido en seguida—. Sabés que a esta hora trabajo como un loco.

—Yo también —dijo Oliveira—. Te llamé porque justamente mientras trabajaba tuve un sueño.

—¿Cómo mientras trabajabas?

—Sí, a eso de las tres de la mañana. Soñé que iba a la cocina, buscaba pan y me cortaba una tajada. Era un pan diferente de los de aquí, un pan francés como los de Buenos Aires, entendés, que no tienen nada de franceses pero se llaman panes franceses. Date cuenta de que es un pan más bien grueso, de color claro, con mucha miga. Un pan para untar con manteca y dulce, comprendés.

—Ya sé —dijo Étienne—. En Italia los he comido.

—Estás loco. No tienen nada que ver. Un día te voy a hacer un dibujo para que te des cuenta. Mirá, tiene la forma de un pescado ancho y corto, apenas quince centímetros pero bien gordo en el medio. Es el pan francés de Buenos Aires.

—El pan francés de Buenos Aires —repitió Étienne.

—Sí, pero esto sucedía en la cocina de la rue de la Tombe Issoire, antes de que yo me mudara con la Maga. Tenía hambre y agarré el pan para cortarme una tajada. Entonces oí que el pan lloraba. Sí, claro que era un sueño, pero el pan lloraba cuando yo le metía el cuchillo. Un pan francés cualquiera y lloraba. Me desperté sin saber qué iba a pasar, yo creo que todavía tenía el cuchillo clavado en el pan cuando me desperté.

—Tiens —dijo Étienne.

—Ahora vos te das cuenta, uno se despierta de un sueño así, sale al pasillo a meter la cabeza debajo del agua, se vuelve a acostar, fuma toda la noche… Qué sé yo, era mejor que hablara con vos, aparte de que nos podríamos citar para ir a ver al viejito ese del accidente que te conté.

—Hiciste bien —dijo Étienne—. Parece un sueño de chico. Los chicos todavía pueden soñar cosas así, o imaginárselas. Mi sobrino me dijo una vez que había estado en la luna. Le pregunté qué había visto. Me contestó: «Había un pan y un corazón». Te das cuenta que después de estas experiencias de panadería uno ya no puede mirar a un chico sin tener miedo.

—Un pan y un corazón —repitió Oliveira—. Sí, pero yo solamente veo un pan. En fin. Ahí afuera hay una vieja que me empieza a mirar de mala manera. ¿Cuántos minutos se puede hablar en estas casillas?

—Seis. Después te va a golpear el vidrio. ¿Hay solamente una vieja?

—Una vieja, una mujer bizca con un chico, y una especie de viajante de comercio. Debe ser un viajante de comercio porque aparte de una libreta que está hojeando como un loco, le salen tres puntas de lápiz por el bolsillo de arriba.

—También podría ser un cobrador.

—Ahora llegan otros dos, un chico de unos catorce años que se hurga la nariz, y una vieja con un sombrero extraordinario, como para un cuadro de Cranach[2].

—Te vas sintiendo mejor —dijo Étienne.

—Sí, esta casilla no está mal. Lástima que haya tanta gente esperando. ¿Te parece que ya hemos hablado seis minutos?

—De ninguna manera —dijo Étienne—. Apenas tres, y ni siquiera eso.

—Entonces la vieja no tiene ningún derecho de golpearme el vidrio, ¿no creés?

—Que se vaya al diablo. Por supuesto que no tiene derecho. Vos dispones de seis minutos para contarme todos los sueños que te dé la gana.

—Era solamente eso —dijo Oliveira— pero lo malo no es el sueño. Lo malo es que eso que llaman despertarse… ¿A vos no te parece que en realidad es ahora que yo estoy soñando?

—¿Quién te dice? Pero es un tema trillado, viejo, el filósofo y la mariposa, son cosas que se saben.

—Sí, pero disculpame si insisto un poco. Yo quisiera que te imaginaras un mundo donde podés cortar un pan en pedazos sin que se queje.

—Es difícil de creer, realmente —dijo Étienne.

—No, en serio, che. ¿A vos no te pasa que te despertás a veces con la exacta conciencia de que en ese momento empieza una increíble equivocación?

—En medio de esa equivocación —dijo Etienne— yo pinto magníficos cuadros y poco me importa si soy una mariposa o Fu-Manchú[3].

—No tiene nada que ver. Parece que gracias a diversas equivocaciones Colón llegó a Guanahaní o como se llamara la isla. ¿Por qué ese criterio griego de verdad y de error?

—Pero si no soy yo —dijo Étienne, resentido—. Fuiste vos el que habló de una increíble equivocación.

—También era una figura —dijo Oliveira—. Lo mismo que llamarle sueño. Eso no se puede calificar, precisamente la equivocación es que no se puede decir siquiera que es una equivocación.

—La vieja va a romper el vidrio —dijo Étienne—. Se oye desde aquí.

—Que se vaya al demonio —dijo Oliveira—. No puede ser que hayan pasado seis minutos.

—Más o menos. Y además está la cortesía sudamericana, tan alabada siempre.

—No son seis minutos. Me alegro de haberte contado el sueño, y cuando nos veamos…

—Vení cuando quieras —dijo Étienne—. Ya no voy a pintar más esta mañana, me has reventado.

—¿Vos te das cuenta cómo me golpea el vidrio? —dijo Oliveira—. No solamente la vieja con cara de rata, sino el chico y la bizca. De un momento a otro va a venir un empleado.

—Te vas a agarrar a trompadas, claro.

—No, para qué. El gran sistema es hacerme el que no entiendo ni una palabra en francés.

—En realidad vos no entendés mucho —dijo Étienne.

—No. Lo triste es que para vos eso es una broma, y en realidad no es una broma. La verdad es que no quiero entender nada, si por entender hay que aceptar eso que llamábamos la equivocación. Che, han abierto la puerta, hay un tipo que me golpea en el hombro. Chau, gracias por escucharme.

—Chau —dijo Étienne.

Arreglándose el saco, Oliveira salió de la casilla. El empleado le gritaba en la oreja el repertorio reglamentario. «Si ahora tuviera el cuchillo en la mano», pensó Oliveira, sacando los cigarrillos, «a lo mejor este tipo se pondría a cacarear o se convertiría en un ramo de flores». Pero las cosas se petrificaban, duraban terriblemente, había que encender el cigarrillo, cuidando de no quemarse porque le temblaba bastante la mano, y seguir oyendo los gritos del tipo que se alejaba, dándose vuelta cada dos pasos para mirarlo y hacerle gestos, y la bizca y el viajante de comercio lo miraban con un ojo y con el otro ya se habían puesto a vigilar a la vieja para que no se pasara de los seis minutos, la vieja dentro de la casilla era exactamente una momia quechua del Museo del Hombre[4], de esas que se iluminan si uno aprieta un botoncito. Pero al revés como en tantos sueños, la vieja desde adentro apretaba el botoncito y empezaba a hablar con alguna otra vieja metida en cualquiera de las bohardillas del inmenso sueño.

(-76)

Rayuela
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