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—Comprenderá que después de esto…
—Res, non verba —dijo Oliveira—. Son ocho días a unos setenta pesos diarios, ocho por setenta, quinientos sesenta, digamos quinientos cincuenta y con los otros diez les paga una coca-cola a los enfermos.
—Me hará el favor de retirar inmediatamente sus efectos personales.
—Sí, entre hoy y mañana, más bien mañana que hoy.
—Aquí está el dinero. Firme el recibo, por favor.
—Por favor no. Se lo firmo nomás. Ecco.
—Mi esposa está tan disgustada —dijo Ferraguto, dándole la espalda y removiendo el cigarro entre los dientes.
—Es la sensibilidad femenina, la menopausia, esas cosas.
—Es la dignidad, señor.
—Exactamente lo que yo estaba pensando. Hablando de dignidad, gracias por el conchabo en el circo. Era divertido y había poco que hacer.
—Mi esposa no alcanza a comprender —dijo Ferraguto, pero Oliveira ya estaba en la puerta. Uno de los dos abrió los ojos, o los cerró. La puerta tenía también algo de ojo que se abría o se cerraba. Ferraguto encendió de nuevo el cigarro y se metió las manos en los bolsillos. Pensaba en lo que iba a decirle a ese exaltado inconsciente apenas se presentara. Oliveira se dejó poner la compresa en la frente (o sea que era él quien cerraba los ojos) y pensó en lo que iba a decirle Ferraguto cuando lo mandara llamar.