38

Talita no estaba muy segura de que a Traveler lo alegrara la repatriación de un amigo de la juventud, porque lo primero que hizo Traveler al enterarse de que el tal Horacio volvía violentamente a la Argentina en el motoscafo Andrea C, fue soltarle un puntapié al gato calculista del circo y proclamar que la vida era una pura joda. De todos modos lo fue a esperar al puerto con Talita y con el gato calculista metido en una canasta. Oliveira salió del galpón de la aduana llevando una sola y liviana valija, y al reconocer a Traveler levantó las cejas con aire entre sorprendido y fastidiado.

—Qué decís, che.

—Salú —dijo Traveler, apretándole la mano con una emoción que no había esperado.

—Mirá —dijo Oliveira— vamos a una parrilla del puerto a comernos unos chorizos.

—Te presento a mi mujer —dijo Traveler.

Oliveira dijo: «Mucho gusto» y le alargó la mano casi sin mirarla. En seguida preguntó quién era el gato y por qué lo llevaban en canasta al puerto. Talita, ofendida por la recepción, lo encontró positivamente desagradable y anunció que se volvía al circo con el gato.

—Y bueno —dijo Traveler—. Ponelo del lado de la ventanilla en el bondi[1], ya sabés que no le gusta nada el pasillo.

En la parrilla, Oliveira empezó a tomar vino tinto y a comer chorizos y chinchulines. Como no hablaba gran cosa, Traveler le contó del circo y de cómo se había casado con Talita. Le hizo un resumen de la situación política y deportiva del país, deteniéndose especialmente en la grandeza y decadencia de Pascualito Pérez[2]. Oliveira dijo que en París se había cruzado con Fangio y que el chueco[3] parecía dormido. A Traveler le empezó a dar hambre y pidió unas achuras[4]. Le gustó que Oliveira aceptara con una sonrisa el primer cigarrillo criollo y que lo fumara apreciativamente. Se internaron juntos en otro litro de tinto, y Traveler habló de su trabajo, de que no había perdido la esperanza de encontrar algo mejor, es decir con menos trabajo y más guita, todo el tiempo esperando que Oliveira le dijese alguna cosa, no sabía qué, un rumbo cualquiera que los afirmara en ese encuentro después de tanto tiempo.

—Bueno, contá algo —propuso.

—El tiempo —dijo Oliveira— era muy variable, pero de cuando en cuando había días buenos. Otra cosa: Como muy bien dijo César Bruto, si a París vas en octubre, no dejes de ver el Louvre. ¿Qué más? Ah, sí, una vez llegué hasta Viena. Hay unos cafés fenomenales, con gordas que llevan al perro y al marido a comer strudel.

—Está bien, está bien —dijo Traveler—. No tenés ninguna obligación de hablar, si no te da la gana.

—Un día se me cayó un terrón de azúcar debajo de la mesa de un café. En París, no en Viena.

—Para hablar tanto de los cafés no valía la pena que cruzaras el charco.

—A buen entendedor —dijo Oliveira, cortando con muchas precauciones una tira de chinchulines—. Esto sí que no lo tenés en la Ciudad Luz, che. La de argentinos que me lo han dicho. Lloran por el bife, y hasta conocí a una señora que se acordaba con nostalgia del vino criollo. Según ella el vino francés no se presta para tomarlo con soda.

—Qué barbaridad —dijo Traveler.

—Y por supuesto el tomate y la papa son más sabrosos aquí que en ninguna parte.

—Se ve —dijo Traveler— que te codeabas con la crema.

—Una que otra vez. En general no les caían bien mis codos, para aprovechar tu delicada metáfora. Qué humedad, hermano.

—Ah, eso —dijo Traveler—. Te vas a tener que reaclimatar.

En esa forma siguieron unos veinticinco minutos.

(-39)

Rayuela
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