Esta edición

Como he señalado, esta edición de Rayuela en Letras Hispánicas fue la primera que incorporó la obra a una colección de clásicos. Siempre he sido partidario de editar los textos contemporáneos que lo merezcan con idéntico rigor que si se tratara de una comedia de Lope o Calderón. En el caso de la novela de Cortázar, no era básico el problema textual. Me he basado en la segunda edición (Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1965) porque, como afirma Robert Brody, «all editions after the second contain identical text and pagination».

Así pues, mi trabajo se reducía, en la práctica, a la introducción y las notas. Como ya ha comprobado el lector, a la hora de redactar la introducción decidí prescindir casi por completo de poner notas y presentar, en la medida de lo posible, una nueva lectura de Rayuela «desde dentro». En vez de las habituales referencias a los críticos, se multiplicaron las citas de la propia novela: un enorme mecanismo o tapiz en el que unas partes explican o sostienen a las otras. Si se sabe leerlo adecuadamente, el libro ofrece datos suficientes para resolver cada uno de los problemas —y no son pocos— que plantea. Agradezco a los editores de esta colección haber aceptado ese criterio, que no es habitual en ella.

En cambio, he multiplicado mucho las notas al texto de la novela. Sigo, así, el camino de mis ediciones de Ramón Pérez de Ayala —en esta misma colección, Belarmino y Apolortio y A.M.D.G. Además de manía personal, creo que ese aumento responde a las peculiaridades de un texto como Rayuela. Nunca había realizado un trabajo tan amplio, en este campo. Lo bueno y lo malo, a la vez, de esa tarea es que he tenido que asomarme a campos no literarios: las calles de París, la pintura clásica y contemporánea, la música clásica, el jazz, las canciones modernas, los mitos de la cultura popular, el deporte, el cine, los viejos cafés… A todas esas cosas soy aficionado, simple aficionado. Anotar Rayuela ha sido, ciertamente, una tarea de locos. El lector advertirá, seguramente, en mi queja, lo bien que lo he pasado haciéndolo.

Recuerdo una mañana en que, después de charlar sobre jazz y sobre Woody Alien, le planteé a Julio Cortázar la conveniencia de publicar una edición minuciosamente anotada de Rayuela. Me miró, horrorizado, y se apresuró a acumular excusas: su vida era ya muy complicada, viajaba continuamente, le faltaba tiempo para su labor de creación… Había entendido que le estaba proponiendo que fuera él quien realizara ese trabajo. Cuando le aclaré que yo pensaba hacerlo, suspiró, aliviado. Quizá por eso dijo que le parecía una idea magnífica y que yo era la persona más adecuada, etc.

A muchos lectores puede molestar el número o la extensión de las notas. Como otras veces he dicho, tienen en sus manos una solución bien sencilla: saltárselas, leer sólo el texto de la novela. Eso es lo esencial, desde luego. ¿Por qué las incluyo, entonces? Porque ofrecen una información complementaria que a otros lectores —creo— puede resultar útil.

Desde una perspectiva formalista, se puede argumentar que toda esa información es innecesaria, ya que la novela crea su propio cosmos, autónomo, que nada tiene que ver con el mundo externo; que las calles de Rayuela, por ejemplo, no son las calles de París, aunque coincidan en el nombre. Bueno… Yo no creo eso, aunque me hubiera sido mucho más cómodo creerlo.

Al revés. Me temo que, en esta edición, faltan, todavía, no pocas notas. Muchas veces me ha sido imposible localizar un dato, un nombre, una cita disimulada. Y, en otros casos, estoy seguro, habré trabucado las referencias. (No he querido recurrir al novelista, que hubiera podido solucionar mis dudas, pues me parece una práctica viciosa, hoy demasiado extendida. A partir de cierto nivel de notoriedad, cualquier escritor se ve obligado a dedicar más tiempo a los presuntos estudiosos que a su propia obra.) Teniendo en cuenta el campo, verdaderamente amplio, a que he tenido que asomarme, confesar esos fallos no me parece ningún desdoro. Y agradeceré la colaboración de los lectores para que, si se produce una nueva edición, sea mejor que ésta.

Piensan algunos que poner notas supone, simplemente, copiar de una enciclopedia. En este caso, créanme, no ha sido así. Para los argentinismos, por supuesto, he buscado el respaldo del Diccionario de la Real Academia Española y de algunos diccionarios de americanismos. En lo demás, no es raro que una nota me haya supuesto una verdadera investigación, la consulta de vanos libros (guías, repertorios, catálogos…), además de dar la lata a no pocos amigos.

Advertirá el lector la desigualdad de estas notas. No sólo se debe a mi ignorancia. Cuando se trataba de temas o personajes muy conocidos, me he limitado a dar los datos básicos, como simple recordatorio. Ejemplo claro: si la novela alude a «Ludwig van», me limito a anotar «Beethoven», por si alguien no caía en ello. No digo nada de los grandes escritores españoles. Para los maestros bien conocidos, me limito a recordar fechas y alguna obra. En cambio, me extiendo cuando se trata de un personaje o acontecimiento más olvidado. En cualquier caso, además, recuerdo su presencia en alguna otra obra de Cortázar.

Es bien sabido que todos tenemos una imagen teórica, ideal, de nuestro destinatario, cuando escribimos cualquier cosa. También sucede así cuando escribimos algo tan poco creativo como las notas que irán a pie de página, en la edición de un texto clásico. He pensado en el lector medio de esta colección, por supuesto. No será un analfabeto ni tampoco uno de esos «nuevos analfabetos» que describió Pedro Salinas: ni unos ni otros es verosímil que intenten leer este libro. Tampoco creo que lo lean muchas personas que posean una cultura tan vasta como la de Cortázar. Al lector medio, tal como yo lo imagino, sí le proporcionarán esas notas alguna información que no poseía.

¿Para qué pueden servir todas esas referencias? Para dos cosas, me parece. Ante todo, para apreciar la coherencia de todos los datos culturales que utiliza Cortázar. Al revisar los paseos por París, las listas de pintores franceses de comienzos de siglo o los músicos que cita Berthe Trépat, he podido comprobar que no hay en todo ello nada de arbitrariedad o esnobismo: todas las teselas encajan a la perfección en el mosaico, como prueba clarísima de la familiaridad con que se mueve Cortázar en los distintos ámbitos culturales.

A la vez, creo sinceramente que estas informaciones, por muy secundarias que sean, pueden servir al lector para que entienda mejor y disfrute más con la novela. Si no creyera eso, no me hubiera tomado todo este trabajo.

Las notas a pie de página se prestan también a un cierto juego textual, que el propio Cortázar practicó en Un tal Lucas y en todos sus libros-collage.

No han sido redactadas las notas por una perfecta computadora, sino por una persona. En este caso, creo que reflejan muy claramente sus conocimientos y sus ignorancias, sus debilidades y sus locuras. No me parece exagerado suponer que—para bien y para mal— son notas personales. Como escribió el propio Cortázar: «citar es citarse, ya lo han dicho y hecho más de cuatro, con la diferencia de que los pedantes citan porque viste mucho, y los cronopios porque son terriblemente egoístas y quieren acaparar a sus amigos…» (La vuelta al día en ochenta mundos, pág. 9).

A muchos amigos he tenido que recurrir, en una tarea que me desbordaba por tantos lados. Quiero dejar constancia de mi agradecimiento, por toda su ayuda, a Mabel Almansa, Rocío Amáez, Gustavo Domínguez, Manuel y Emilio Fontán, Cristina Garmendia, María Dolores Lozano, Sylvia Martín, Ángel Pavlovsky, Pedro Sánchez Montero y Federico Sopeña; a María José López de Arriba, Pilar Martínez González y Magdalena Rodríguez Alfageme, bibliotecarias del Departamento de Literatura Española de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense, que casi me han hecho reconciliarme con un mundo que tanto he criticado; y a Manuel Bonsoms, por la competencia y el afecto con que ha ayudado a la edición de este libro.

Toda esta tarea tenía una finalidad: ayudar al lector para que acompañe a Oliveira y la Maga, empujando la piedrecita y saltando, una a una, por las casillas de la rayuela, desde la Tierra hasta el Cielo: «y un día quizá se entraría en el mundo…», en la verdadera vida. Por el momento, consolémosnos, leyendo Rayuela.

Rayuela
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