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Aunque había trenzado los indicios necesarios para esclarecer el caso y desenmascarar a los culpables, albergaba todavía la esperanza de que por una vez se hubiera equivocado. Pero no fue así.
Oír su voz fue como si le pellizcaran en lo más profundo de su ser. La herida que tenía en la muñeca volvió a sangrar.
–Sé lo que piensa, y está en lo cierto –dijo, tras aparecer en el salón como un fantasma y señalar a Carmen–. No está borracha, aunque ese sea su estado habitual. Es una tarea sencilla drogar a las personas cuando se tiene acceso a todo tipo de sustancias. Su nivel de alcoholismo es tan elevado que no repara en el sabor de lo que se lleva al gaznate. Da igual. –Hizo un gesto de desdén–. Le trae sin cuidado lo que bebe con tal de que le aplaque el mono temporalmente.
No se había equivocado. Era Trini la que hablaba con su voz dulce y aterciopelada. Escudriñaba el rostro de Monfort en busca de una reacción de sorpresa. Pero él no estaba sorprendido, y ella se sintió un poco defraudada.
–¿No dice nada? ¿No le extraña verme aquí? –preguntó sin poder reprimir la curiosidad.
–Se quedaría de piedra si le contara las cosas que he visto en este trabajo. Poco hay que me sorprenda ya –dijo Monfort, tratando de disimular la tensión que sentía.
Ella rio de una forma casi adolescente, sin estridencias, mostrando sus dientes bien cuidados, alineados a la perfección.
–Hay personas que nacemos con el destino marcado. –Se subió la cremallera del anorak hasta el cuello. Allí hacía mucho frío–. Un destino que no siempre nos lleva por el buen camino. El hombre con el que tuve la desgracia de casarme me pegaba todos los días –continuó con un tono de voz neutro. Hablaba despacio, escogiendo las palabras–. Me pegaba porque le gustaba hacerlo, yo no encontraba otra explicación. Una vez me rompió un brazo porque había cocinado pescado y no le gustaba cómo olía la casa. ¿Se lo imagina?
–No –respondió Monfort–. No me lo imagino.
–Ya –repuso ella de forma distraída, sacando del bolsillo un pequeño neceser del que extrajo una jeringuilla y una ampolla.
Puso la aguja en la jeringuilla y la dejó encima del neceser, sobre la mesa. A continuación tomó la ampolla, golpeó el cuello ligeramente con un dedo y lo partió con un gesto rápido y certero.
–¿Qué va a hacer? –preguntó Monfort, intentando no parecer asustado.
–Tranquilo –contestó ella esbozando una sonrisa–. No le pasará nada, quizá pase un buen rato.
Monfort tensó sus músculos y lo único que consiguió con ello fue que todavía le doliera más la muñeca.
–Estoy sangrando.
Trini miró el hilo de sangre que resbalaba por el reposabrazos de la silla a la que estaba sujeto.
–No se va a desangrar. No tenga miedo. Tan grande, tan apuesto. Lloró como un niño en la residencia. ¿Cree que no lo vi?
–Lloraba por mi madre. –No pudo evitar decirlo.
–Por su madre... –pronunció las palabras con un tono de decepción.
Presionó ligeramente el émbolo de la jeringuilla y algunas gotas de lo que fuera que hubiese en su interior salieron disparadas.
–Por su madre es por lo que estamos aquí ahora en realidad – prosiguió–. Si no hubiera venido a la residencia a curiosear, en busca de las tonterías que su madre y la señora Querol hacían de jovencitas, no se hubiera enterado de nada. Yo me hubiera quedado con el dinero que ella guardaba en su casa como una usurera, y de paso me hubiera hecho con el botín que Pedro Casas escondía en algún lugar. ¿Es delito robar a un ladrón? Dígamelo usted.
Parecía excitada. Después de sus palabras, Monfort tuvo la certeza de que en el desván se encontraba Alba Casas. Seguramente Trini la necesitaba para averiguar dónde estaba el dinero, si es que lo había.
–Tiene a Alba Casas ahí arriba.
–¿Lo afirma o lo pregunta?
–¿Le ha parecido que lo preguntara?
–No se haga el gracioso conmigo, ni el poli duro, ni el hombretón. Yo ya he conocido a otros como usted.
–Lo dudo.
–Puede que deje de dudarlo con esto.
Se acercó a Monfort. De forma rápida y segura, clavó la aguja en su pierna derecha, a través del pantalón, un palmo por encima de la rodilla. Monfort se revolvió en la silla pero no consiguió más que hacerse una nueva herida en la otra muñeca. Trini apretó con el dedo pulgar el émbolo de la jeringuilla y el líquido pasó al interior de su cuerpo. Ella no apartaba sus ojos de los de él.
–¿Qué me va a pasar?
–De momento va a estar calladito. Luego ya veremos, todo depende de si es alérgico o no, o de cómo reacciona su metabolismo a determinadas sustancias.
Dejó sobre la mesa la jeringuilla vacía y subió de nuevo al piso superior como si quisiera comprobar algo. Desde abajo Monfort oyó golpes y palabras que no pudo comprender.
Allí estaba Alba Casas, seguro. Trini la debía de tener atada y amordazada, quién sabe qué le habría hecho para que le dijera dónde estaba el dinero de su padre.
Bajó de nuevo y se situó frente a él. Estaba exultante. A pesar del frío intenso que reinaba en el salón, parecía acalorada.
–¡No se duerma! –exclamó sin gritar, y le puso una mano en el hombro.
Sentía un dolor agudo en la garganta que le impedía tragar saliva. Notaba como si tuviera los ojos hinchados. Los cerró un instante y una luz rojiza se iluminó a través de los párpados. Su cuerpo pedía dormir. Un plácido sueño se apoderaba de él a toda prisa. Pensaba que si la dosis de lo que fuera que le había inyectado era pequeña probablemente todo quedaría en una simple pérdida del conocimiento, pero no podía saber qué tenía en su cuerpo ni qué dosis le había administrado.
–No se duerma –insistió–. No hemos acabado.
De repente, Carmen dio un respingo en el sillón. Monfort se alegró, era una buena noticia que siguiera con vida. Trini se volvió hacia Carmen.
–Vine hasta aquí en busca del dinero de la señora Querol y me encontré con ella –dijo con suavidad, pero había desprecio en sus palabras. Señaló a Carmen con el mentón–. Le pregunté si la conocía y acabamos en ese sofá bebiendo mientras me contaba su miserable vida. Fue muy fácil hacerle hablar, bastó con una botella y algo parecido a un poco de comprensión y amistad. Me dijo que un hombre había venido preguntando por Encarna Querol. Me dio la descripción, claro, a ella también le había impresionado su presencia. No hicieron falta muchos detalles, supe enseguida que se trataba de usted. A mí también me impactó la primera vez que lo vi, que quiere que le diga. Pensé en seducirle en más de una ocasión. Me revolvía algo por dentro cuando venía a ver a la señora Querol, pero no podía salir del fuego para meterme en las brasas. Entiéndame, primero un maltratador y luego un policía, de extremo a extremo, no, mejor no.
»El caso era que usted ya había estado aquí y era cuestión de tiempo que lo descubriera todo. Carmen me contó cuál había sido el fin de Pedro Casas y del Churro. Me habló del dinero de las apuestas que Casas escondía en algún lugar. Así que debía darme prisa. Debía conseguir lo que quería y marcharme de aquí antes de que usted volviera a aparecer.
Monfort quiso ganar tiempo y desvió la conversación.
–¿Por qué le hace esto a Encarna Querol? Ella no le ha hecho ningún daño –preguntó, intentando parecer despierto y locuaz.
La pregunta la pilló de improviso.
–¿Hacerle qué? –Y sin esperar respuesta, dijo–: Ella no tiene a nadie, su dinero iría a parar a cualquier lugar y para eso me lo quedo yo, que la he cuidado estos dos años como si fuera de mi sangre.
Trini se acercó a una de las paredes del salón, alcanzó una abultada bolsa de basura que había en un rincón y deshizo el nudo que la cerraba. Metió la mano dentro, sacó un puñado de billetes arrugados, se los mostró a Monfort y después se los llevó hasta la nariz aspirando su olor con los ojos cerrados.
–¡Esto es lo que la vieja guardaba en su casa! ¡Esto! –arguyó, con el fajo de billetes en la mano–. ¿Para qué quería el dinero si sabía que se moriría en la residencia y nadie asistiría ni siquiera a su entierro?
Miró a Carmen. Introdujo los billetes de nuevo en la bolsa, se acercó hasta ella y le tomó el pulso cogiéndole la muñeca entre los dedos índice y pulgar.
–Tranquilo. Todavía está viva –le informó–. Puede que sufra un paro cardiaco por la mezcla de la droga y el alcohol. Pero de momento sigue viva, si es eso lo que le preocupa.
–¿Quién está arriba? Eso es lo que me preocupa –insistió Monfort. Tenía la voz cada vez más pastosa. Las encías se le adormecían. Tenía la terrible sensación de que los dientes y las muelas se movían a su antojo.
Trini guardó silencio y dirigió la vista hacia la ventana. La nieve caía con fuerza contra el cristal y se adhería a la superficie.
–Arriba está Alba Casas –contestó sin dejar de mirar hacia la ventana–. Dice que no sabe nada acerca del dinero. Pero conseguiré que hable, de eso no le quepa la menor duda. Tarde o temprano, hablará –sentenció, y dejó que el silencio arrastrara sus palabras.
–¿Cómo supo que Encarna Querol tenía ese dinero aquí, en su casa del pueblo? –Monfort volvió a incidir en el tema de la señora Querol; su intención era ganar tiempo y distraerla para que no volviera a subir al piso de arriba. No sabía cómo saldría de esta, pero en cualquier caso el tiempo no corría a su favor. Se dio cuenta de que los efectos de la droga empezaban a afectarle la visión.
Trini se pasó una mano por el pelo. Se volvió hacia donde estaba Monfort para mirarlo directamente a los ojos.
–Ya sabe, medicamentos para dormir, medicamentos para espabilar, medicamentos para hablar por los codos y otros medicamentos para olvidar todo lo que se haya dicho. Es fácil aprenderlo cuando se trabaja todo el tiempo con ello. Encarna Querol me contó que tenía dinero guardado, y que si la llevaba de vuelta a casa y me quedaba para cuidarla, el dinero sería mío. Ella quería volver al pueblo, regresar a sus orígenes, morirse en paz aquí. Pero para qué iba yo a molestarme tanto, era suficiente con venir hasta aquí y llevarme el dinero, nada más.
–Pero conoció a Carmen. –Monfort ladeaba el cuello porque apenas podía mantenerlo recto.
–Sí. –Puso cara de ingenua–. La vieja y la borracha, menudo par de amigas me he buscado, ¿eh? Yo solo quería saber qué relación tenía con la señora Querol, por si acaso. Pero entonces me contó lo de su hombre boxeador, el que tenía el síndrome de Marfan.
»¡No se duerma que le estoy hablando! –exclamó, a la vez que echaba mano del neceser del que extrajo una ampolla de distinto color que la anterior.
Hizo de nuevo el ritual de romper el fino cuello del recipiente con dos dedos y, utilizando la misma jeringuilla, la llenó con el líquido y se la clavó sin dilación en la pierna. Monfort sintió una convulsión, una quemazón insoportable y una ola de calor invadió su cuerpo desde las uñas de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Cerró los ojos, no podía mantenerlos abiertos, lo que fuera que le había inyectado hacía su efecto. Pero debía permanecer despierto. Quedarse dormido podía significar el final. Trini hablaba, pero él no podía oírla con claridad. Perdía la conciencia por momentos, a veces llegaban a sus oídos palabras nítidas, claras y concisas, pero al momento estas se alejaban y desaparecían. Sus labios se movían, señalaba a Carmen con el dedo, se daba golpes en el pecho.
Monfort se dio cuenta de que a Sugar no le gustaba lo que estaba sucediendo. Permanecía sobre las piernas de su dueña, pero erguía sus puntiagudas orejas mirando a Trini. Tenía los ojos de color ámbar y el miedo iluminaba su mirada felina. Tuvo que enfocar la vista para poder verlo bien, a veces lo veía por partida doble. Seguía sin poder oír con nitidez el relato de Trini, pero cayó en la cuenta de que cuando ella elevaba el tono de voz, el gato mostraba sus afiladas uñas. Entendió que estaba protegiendo a Carmen, de haber sido de otra forma ya se hubiera marchado de su regazo. Ella continuaba inmóvil, drogada, la mirada perdida y el cuello ladeado. De repente, Monfort recuperó el oído y de nuevo llegó hasta él la voz de Trini.
–... pero Carmen no quiso perder la oportunidad de acostarse con el Churro. El sexo, siempre lo mismo. Le bastaron –dijo, mirándola con desprecio– una botella de licor y cuatro palabras subidas de tono. ¡Qué asco! Pero le salió mal la jugada. Ella pretendía estar con él sin que se enterara nadie; parecer la esposa perfecta de su boxeador y llevarse el dinero de los combates que él ganaba. Pero el entrenador los sorprendió juntos. Lo típico. Los pilló in fraganti y quiso sacar tajada, no en vano resultó ser el más listo de todos, aunque por poco tiempo.
Monfort intentó articular algunas palabras.
–¿Por qué le contó Carmen todo eso?
Trini rio y miró a Carmen de reojo. El gato mostró las uñas y frunció el hocico en señal de hostilidad.
–Porque no tenía a nadie en quien confiar y los remordimientos la estaban matando por dentro. Necesitaba contarlo, compartirlo, hacer partícipe a alguien y, sobre todo, porque estaba sola. Porque pertenece a ese gran número de personas que estamos solas en el mundo y que, cuando alguien parece tenernos estima de pronto se esfuma, desaparece, muere o simplemente lo borramos de nuestra vida. ¿Sabe a lo que me refiero?
–No –mintió Monfort, mordiéndose el carrillo sin querer. Se sentía igual que cuando le anestesiaba el dentista.
–Yo creo que sí. Usted sabe perfectamente a lo que me refiero. También está solo. Como Carmen, como Encarna Querol, como yo, y también como su compañera, esa que lo acompañó a la residencia, sí, la que está perdidamente enamorada de usted. Ya vi cómo lo miraba.
Silvia debía de estar buscándolo, pensó Monfort. Ojalá encontrara una pista, un indicio que la llevara hasta allí. Él confiaba por completo en ella, pero algunas veces eso no era suficiente. El tiempo solía desempeñar un papel demasiado importante en las vidas de las personas. Sobre todo si las habían atado y drogado.
Carmen exhaló un hondo suspiro que no auguraba nada bueno. Sugar se levantó, se estiró y se le erizó el pelaje de todo el cuerpo. Trini se estremeció al verlo.
–No me gustan los gatos. –Trató de espantarlo lanzándole un periódico que había sobre la mesa, pero el gato no se movió y a cambio mostró sus afilados colmillos.
Monfort pensó que Carmen no estaba tan sola como decía Trini.Sugar estaba de su lado. Y eso, tal y como pintaba el asunto, no estaba nada mal.
Se quedó pensativa, como si no recordara lo que estaba diciendo. Tomó de nuevo la jeringuilla. Comprobó al trasluz de la lámpara que aún quedaban restos de la droga que le había inyectado a Monfort. Se volvió hacia Carmen y le clavó la aguja en el brazo. En ese momento, el gato saltó sobre Trini y se agarró a su pecho con las uñas afiladas. Ella se asustó y lanzó un alarido que hubiera despertado al vecindario si aquellas paredes no tuvieran el grosor que tenían. Sugar saltó hacia atrás y cayó al suelo sobre sus cuatro patas. Un maullido agudo dio paso a una huida veloz. Sin Sugar, Monfort se sintió solo de verdad.
–Carmen se cansó del Churro –dijo de repente Trini, que parecía recuperada del pánico que le había hecho pasar el gato. Monfort vio que le había dejado la marca de las uñas en el cuello–. No le dio lo que él quería.
–¿Y? –preguntó Monfort como pudo. Sentía náuseas.
–Pues que el Churro mató a Luis en un combate. Estaba envenenado por los celos. En aquel momento, Carmen debió dejarlo todo y desaparecer, perderse, borrarse del mapa como hice yo, pero no lo hizo. Decidió vengarse de todos los que habían participado en la muerte de su hombre. Su plan era engañarlos, decirles lo que querían oír, hacerse su amiga, su amante en caso necesario, cualquier cosa para vengar la muerte de Luis, para vengar su propia vida. Acabar con todos.
Trini se acercó a Carmen y le acarició el pelo. Le levantó la cabeza para apoyarla en el sillón en una postura más normal. Monfort vio un atisbo de humanidad en aquel gesto. Prosiguió el relato sin dejar de pasarle la mano por el pelo gris y ajado.
–Enterraron a Luis sin que trascendiera la razón de su muerte. Carmen se enroló de nuevo con aquella pandilla de descerebrados. Siguió el juego a Manuel Solís con la idea de robar el dinero que suponían que tenía Casas. Y cuando tuvo clara la forma de vengarse, alentó al Churro para que lo matara. Al mismo tiempo consiguió convencer a Manuel Solís para que acabara con el Churro y que el dinero de Casas fuera solo para ellos dos. Solís mató al Churro minutos después de que este matara a Casas. Ya solo quedaban ellos dos: Carmen y el entrenador. Ella pretendía que encontrara el dinero antes de acabar con su vida. Luego pensaba desaparecer con la venganza cumplida y el bolsillo lleno. Pero Solís no encontraba el botín, y no se le ocurrió otro disparate que secuestrar a la hija de Casas.
Monfort hacía grandes esfuerzos por mantenerse despierto. Un desagradable regusto a bilis le subía por el esófago amenazando con hacerle vomitar lo poco que tenía en su cuerpo.
Carmen logró convencerme para ayudarle a encontrar lo que estaba buscando. Me prometió una parte. Le dije que a medias o nada. Aceptó. Ella decía que era una suma importante, pero no sabía cuánto. Debí desconfiar, pero mi droga es el dinero. La suya, en cambio, es el alcohol –dijo, mirándola con cara de pena.
»Vi la oportunidad de quedarme con todo. Pero tuvo que aparecer usted, con sus visitas a la residencia, y esa historia romántica pasada de moda. –Trini quedó pensativa, como si tramara algo, pero se repuso de golpe–. Acabemos con esto enseguida para que pueda irme. Tengo que dejar de cometer errores. –El tono de su voz cambió, ahora parecía más diligente–. Al fin y al cabo, tengo lo de la vieja. Lo otro es cosa de ellos, yo no debería haberme metido.
Extrajo una nueva ampolla. Quebró una vez más su estrecho y frágil cuello.
–¿Qué le ha hecho a Carmen? –preguntó Monfort. Le dolía el paladar, tenía la lengua hinchada y las encías a punto de estallar. Las heridas de las muñecas habían dejado de sangrar. Hizo un último esfuerzo–. ¿Quién hay ahí arriba? ¿Es Alba Casas? ¿Está viva? ¿Dónde está Manuel Solís?
–¡Madre mía! –exclamó Trini haciendo una mueca de desprecio. ¡Cuántas preguntas!
Cargó la jeringuilla con el líquido de la ampolla y se la clavó, esta vez en el brazo derecho. Descargó la sustancia en su interior y esperó para ver cómo reaccionaba. Monfort sintió una oleada de calor que le provocó una fuerte arcada. Tiró con fuerza de sus muñecas, que volvieron a sangrar. Notaba las venas de las sienes hinchadas, el cuello tenso y los músculos contraídos en una extraña y nada placentera convulsión.
A un palmo de distancia estaba Trini, en cuclillas, frente a él, con las manos apoyadas en los reposabrazos de la silla a la que estaba atado, observando las reacciones que experimentaba. Disfrutaba con ello, era evidente. Ver su reacción bajo los efectos de las drogas la divertía. Le propinó una bofetada en la mejilla para que espabilara. Monfort creía que le iban a reventar los oídos a causa de la presión. Respiraba con dificultad y no podía abrir la boca, tenía la sensación de que los dientes se habían desprendido de las encías y que le habían cortado la lengua. Empezó a ver de forma borrosa y distorsionada.
El cristal de la ventana estaba completamente cubierto por la nieve. Sin motivo aparente dirigió la vista hacia allí. Era una forma de mirar hacia delante, de levantar la cabeza sin mirarla a ella. Trini sonreía de forma cruel. Se puso en pie y comenzó a recoger las cosas que había esparcido por la mesa del salón. Carmen seguía inmóvil, quizá había muerto ya.
Se le cerraban los ojos, no podía evitarlo, tampoco intentaba ponerle remedio con la misma insistencia de antes, simplemente no podía. Dirigió una vez más la vista hacia la ventana, como si un pequeño detalle lo hubiera alertado. Algo parecido al barrido de un limpiaparabrisas limpió parte de la superficie del cristal. Y entonces vio unos ojos que desde fuera miraban el interior del salón; unos ojos que se abrieron de par en par al darse cuenta de lo que sucedía allí dentro. Aquellos ojos le hablaban, querían transmitirle algo, pero no lo podía entender. Los suyos se cerraban, quizá para no abrirse nunca más.
Los ojos que estaban en el exterior desaparecieron y en pocos segundos la nieve volvió a cubrir la superficie.
Monfort cerró los suyos al fin.
No creía que fuera necesario despedirse de nadie.