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Leyó el mensaje de texto una vez más: «Hola! Estás bien?». Silvia mantuvo los pulgares acariciando el teclado del móvil. Había dejado de hacer viajes al váter para vomitar. Tampoco le quedaba nada ya en su interior. Miró la pantalla de nuevo. Pasados treinta segundos se apagaba y volvía a la oscuridad.
–No, no estoy bien –dijo–, pero hoy no te lo voy a contar.
Lanzó el teléfono al otro lado del sofá, como queriendo huir de él y de quien había enviado el mensaje.
En la nevera había yogures y algunas frutas. Peló un plátano y una manzana y los cortó a trocitos para introducirlos en un bol; vació el contenido de un yogur con una cucharilla y vertió una cucharada de azúcar por encima. Lo mezcló todo y volvió al sofá. Puso en marcha el televisor. Mando a distancia: las noticias, un documental, Pasapalabra, Gran Hermano, fútbol, y vuelta a empezar. Mientras comía puso un documental de viajes que daban en La 2 sobre los artesanos madereros de la Baja Sajonia. Era un tostón, pero los paisajes eran preciosos. Rebañó con fruición los restos del yogur. Le estaba sentando bien. Se incorporó para dejar el bol vacío en la cocina cuando el móvil empezó a sonar. Jaume Ribes, pensó.
–Por Dios ahora no, no lo podré soportar, estoy baja de defensas, necesito mimos, no puede ser... –se dijo a sí misma. Sin embargo pulsó el botón verde sin mirar siquiera de quien se trataba.
–He encontrado un libro interesante de su editorial.
–¿Quién es? –preguntó, aunque ya había reconocido su voz.
–¿Me has borrado de los contactos de tu teléfono?
Era Monfort, siempre aparecía de repente. No estaba pensando en él precisamente, pero por alguna extraña razón siempre aparecía en los momentos delicados.
–Perdona, ¿te molesto?
–Podrías haber empezado así la llamada, hubiera sido más lógico –opinó ella.
Monfort dejó escapar un suspiro.
–¿Lógico?
–Nada, nada –contestó Silvia negando con la cabeza, y luego añadió–: ¿Qué me decías de un libro interesante?
–¡Ah, sí!, perdona. Hablaba de Libros del Crepúsculo, ya sabes, la editorial donde trabaja la guapa de ojos grandes.
Efectivamente a Monfort no se le había pasado por alto su belleza y, sin saber por qué, Silvia se molestó un poco.
–¿Y?
–Disculpa, ya veo que te he pillado en un mal momento. ¿Te encuentras mejor?
–Como una rosa –contestó en un tono inclasificable.
–Ya veo que no es el momento más oportuno.
–Esto parece una conversación para besugos.
–Precisamente te llamaba para eso. ¿Has cenado?
Silvia pensó que a Monfort le estaba empezando a cansar el extraño hábito de sentarse solo a la mesa. Aquel hombre huraño al que no le gustaba que nadie lo mirara ni le dirigiera la palabra a la hora de comer, estaba mutando poco a poco hacia un ser más amable.
–Solo un yogur y fruta.
–Lástima, iba a invitarte a pescado y a una copa de vino blanco. Comida sana también, ¿eh? Nada de excesos –bromeó.
Pese a todo, aceptó la invitación y, tras colgar el teléfono, se maquilló frente al espejo para disimular las ojeras.
Compartieron una estupenda dorada a la sal y una ensalada de
canónigos aliñada con vinagreta francesa. El vino estaba en su punto. Ligero, fresco, con toques cítricos y un agradable final en la boca. Belondrade y Lurton, una buena elección, cien por cien verdejo.
–¿Te ha sentado bien? –preguntó Monfort al acabar, mientras servía un poco más de vino en las copas.
–Muy bien, jefe, me ha sentado muy bien, gracias –y añadió sin mirarlo directamente a los ojos–: sobre todo por sacarme de delante del televisor y de la manta de cuadros.
–Ya ves que me estoy volviendo un tipo sociable.
–Sí, noto un cambio –ironizó ella.
–Espero que sea para bien.
–Para bien es, si no, no te lo diría. Por cierto, ¿qué tipo de libros traduce Alba Casas en esa editorial?
–No lo sé, solo he encontrado un título –contestó, mirando la copa de vino que sujetaba en la mano.
–No he podido localizar su página web –apuntó Silvia–. Quizá ni siquiera tenga una. Lo investigaré más a fondo.
–Creía que te habías quedado en casa para descansar.
–No es muy cansado sentarse en el sofá con el portátil sobre las piernas.
–Ya. –Monfort arqueó una sola ceja.
–Alba Casas aparece en la red como traductora, pero no se habla de sus trabajos y ni una palabra de la editorial. En las entradas que salen en el motor de búsqueda, al poner su nombre, no dicen nada que no sepamos ya –puntualizó.
–Eso tampoco es tan extraño –aclaró Monfort–. Los traductores a menudo pasan inadvertidos. De un tiempo a esta parte se les está empezando a tratar como realmente se merecen, pero antes ni siquiera aparecían sus nombres en los libros.
–Debe de ser un trabajo complicado.
–Imagínate, además de conocer el idioma original a la perfección, tienen que ponerse en la piel de los autores que traducen. Se quedó pensando un momento en lo que acababa de decir: ponerse en la piel de otras personas, suplantarlas. Justo lo que hacían ellos para intentar desenmascarar a los culpables.
–Es un poco..., no sé cómo decirlo.
–¿Un poco sospechosa? ¿Un mucho atractiva?
–Las cosas que dijo y las que seguramente calló. –Silvia hablaba con la mirada puesta en un punto lejano e inexistente dentro del restaurante–. La rabia contenida de su madre porque el padre las hubiera abandonado. Me parece un poco extraño. Hace años que el padre se había marchado del hogar familiar. Ella hace su vida en Barcelona, un detalle que, por cierto, todavía no hemos investigado a fondo. –Guardó silencio varios segundos. Monfort lo respetó–. Y esos ojos negros, tan profundos que no se les ve el final. Me costaba mirarla. Ni siquiera pestañeaba. Y me saca casi un palmo de altura. Todo influye –intentó bromear finalmente.
Monfort levantó el brazo para captar la atención del camarero y pedir la cuenta. Silvia continuó hablando y él no quiso interrumpirla.
–La que más me asombra es la madre. Tanto llorar, tanto llorar. Si se había largado y no quería saber nada de ellas, pero seguía pagando religiosamente, para qué tanta lágrima. ¡Que le den morcilla! –exclamó–. Eso es lo que hubiera pensado yo. No entiendo a qué viene tanta pena.
Monfort sonrió al oír hablar a Silvia de aquella manera. Ella misma sorteaba las pistas, buscaba los caminos necesarios para continuar con la investigación y llevarla a buen puerto.
–No te olvides de la hermana –apuntó él de forma fingidamente distraída mientras firmaba el recibo de la tarjeta de crédito–. Yo creo que las mata callando.
Aparcó el coche en doble fila junto al portal del piso de Ana Forcada, donde se alojaba temporalmente Silvia. Ambos estaban en silencio, escuchaban una canción de John Denver, Annie’s Song, que sonaba en la radio del coche. Monfort no supo si debía bajar el volumen o pulsar el botón de apagado mientras traducía mentalmente la letra.
–Bueno, gracias. He cenado muy bien –le agradeció Silvia, y se giró hacia los asientos de detrás para coger su abrigo–. ¿Es ese el libro? –preguntó al ver una bolsa con el logotipo de una la librería de la ciudad.
Monfort echó mano de la bolsa y lo sacó.
–Toro salvaje –dijo a la vez que acariciaba la cubierta–. El título original es Raging Bull: My Story. Lo escribió Jake La Motta, un boxeador conflictivo. Famoso por su mala leche, para abreviar, vaya. El original es difícil de encontrar. Creo que no lo había visto nunca traducido al castellano.
–¿No hicieron una película con ese título? –preguntó Silvia, que hacía esfuerzos para ponerse el abrigo en el reducido espacio del asiento del coche.
–Bravo –observó Monfort–. Una de las mejores películas de la historia, según los críticos.
–¡Claro! –exclamó Silvia, y notó que se le volvían a tensar las cervicales–. Robert de Niro tuvo que engordar como un globo para hacer el papel protagonista, ¿no? Creo que incluso le dieron un Oscar. Y el director..., ¿cómo se llamaba el director?
–Martin Scorsese –respondió Monfort guardando el libro en la bolsa.
Hubiera permanecido allí toda la noche, aparcado en doble fila, hablando con Silvia. Pero ella tenía que descansar. Y a él le quedaban tres horas de camino hasta llegar adonde tenía que ir.
La canción de John Denver se repetía en su subconsciente.
Llenas mis sentidos,
como la noche en el bosque,
como los montes floridos,
como la lluvia al caer,
como el trueno en el desierto,
como el mar azul dormido.
Llenas mis sentidos,
ven, vuelve otra vez...
Debería haber ido primero a otro sitio en vez de estar allí, pero quería zanjar un asunto lo antes posible.
–Me alegro de verlo, Monfort.
El saludo parecía sincero. Vinyals, el comisario principal, estaba sentado tras una mesa en su despacho de la Jefatura de Policía en la Via Laietana de Barcelona. Las paredes estaban forradas de madera oscura y había lámparas de pie encendidas por aquí y por allá, que imprimían un ambiente confortable a la estancia. Dos secretarias, una muy joven y la otra bastante mayor, tecleaban diligentes en sus ordenadores. El despacho de Vinyals era tan amplio que las dos secretarias trabajaban allí mismo sin molestarse lo más mínimo. Había una mesa para reuniones de forma ovalada, con diez o doce sillas alrededor y una inmensa librería, tan grande que incluso tenía una escalera de mano para alcanzar los estantes más altos. Alfombras persas de abigarrados colores cubrían parcialmente el suelo de anchas lamas de madera. Monfort contó cuatro ventanas, altas y rectangulares. Los sonidos del tráfico de aquella concurrida calle del centro llegaban amortiguados hasta allí. Pensó que se debían de haber gastado un buen pico en insonorizar debidamente el despacho del comisario principal. Via Laietana unía el puerto y el Ensanche, y además de ser una calle con tráfico intenso, estaba llena de turistas que, cámara y mapa en mano, deambulaban desde la catedral hasta el museo de Picasso, o desde la Barceloneta hasta la plaza Urquinaona. Monfort le echó un vistazo rápido al mueble bar instalado en una de las esquinas del despacho. No le faltaba de nada. Vinyals le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento frente a él.
–Creía que estaba en Castellón, con Romerales. Me informó que estaban trabajando en un caso raro.
–Así es, señor –contestó Monfort–, estoy trabajando en ese caso raro. Si es que hay alguno que no lo sea.
El comisario principal mostró su blanca y cuidada dentadura. A Monfort siempre le daba la impresión de que su jefe tenía más dientes que el resto de los humanos.
–Hace días que no hablo con Romerales. Me suele tener al corriente.
–¿Al corriente de mí? –preguntó Monfort, lo que hizo que Vinyals levantara por fin la vista de los papeles.
–De usted, claro, y también de otros temas relacionados con el trabajo. Romerales y yo somos amigos desde hace Dios sabe cuándo. Por eso le envié a usted a Castellón cuando él me lo pidió.
–Ya, y se lo agradezco, pero aquí también pasan cosas. Más que allí diría yo.
–Romerales necesita alguien como usted. Alguien con sobrada experiencia. Actualmente la comisaría de Castellón es un pequeño desastre, y el Ministerio no parece estar por la labor de enviar personal debidamente cualificado. –Vinyals se levantó de la silla para dirigirse al mueble bar–. ¿Le apetece un café?
–No, gracias –contestó Monfort. Era temprano, pero en aquel momento le hubiera apetecido más una copa.
Vinyals regresó con una taza de cerámica en la que había una imagen de Copito de Nieve, el gorila blanco que adoptó el zoo de Barcelona y que se convirtió en uno de los iconos de la ciudad. No sabía si el comisario era consciente de su gran parecido con el gorila albino, pero no sería él quien se lo dijera. Cuando se dispuso a dar un sorbo al café y la cara del curioso primate quedó junto a la suya, Monfort no pudo evitar sonreír.
–¿De qué se ríe? –preguntó Vinyals, haciendo una mueca que denotaba que el café estaba demasiado caliente–. ¡Ah, claro! Es por la taza, ya comprendo. Es un regalo de las chicas –dijo, y señaló con la cabeza a sus secretarias, que se escondieron rápidamente tras la pantalla de su ordenador–. Me la regalaron por mi cumpleaños. Será por las canas –añadió, riendo, y se pasó una mano por la sien.
–Dígame –intervino Monfort sin rodeos–. ¿A qué comisaría pertenezco en realidad? ¿Quién es mi jefe?
No era costumbre en Vinyals dudar cuando hablaba. Fue al grano.
–Usted pertenece a esta Jefatura y yo sigo siendo su jefe, mientras no le notifique otra cosa.
–¿Y entonces por qué me envía a Castellón? ¿Acaso quiere quitarme de en medio, que desaparezca de su vista? ¿Empiezo a ser una molestia aquí?
Vinyals se puso otra vez en pie con la taza todavía en la mano. Hizo un gesto con la cabeza a sus dos secretarias para que salieran del despacho, cosa que hicieron al momento sin pronunciar palabra. Cuando la puerta se hubo cerrado, Vinyals empezó a hablar. Monfort notó que apretaba los dientes.
–Ha habido quejas –dijo–. Parece que su forma de actuar no gusta a los nuevos supervisores territoriales. En la última reunión hubo discusiones sobre nuestra manera de trabajar, de cómo conseguimos que los testigos hablen, de qué fuentes nos surtimos; en definitiva, hay voces que llegan desde arriba que dicen que están cansados de que seamos tan expeditivos.
–¿Expeditivos? –preguntó Monfort echándose hacia atrás en el respaldo–. ¿Quiere decir que soy demasiado tajante? ¿Qué soy rápido y decisivo en tomar resoluciones?
–Monfort...
–Creía que era eso precisamente lo que le gustaba de mi forma de trabajar –le interrumpió–. Recuerdo habérselo oído decir en alguna ocasión.
Vinyals lanzó un bufido y bebió de un trago el café que quedaba en la taza. La dejó encima de la mesa, se dio la vuelta y acercó el rostro al cristal de una de las ventanas. Se llevó las manos a la espalda.
–En Madrid están tomando decisiones que afectan a todas las jefaturas del país. Las cosas están cambiando. El gobierno y los sindicatos abogan para que actuemos con una transparencia difícil de compaginar con este trabajo. Hace unos días detuvieron al inspector Torralba, ¿se acuerda de él?
Monfort hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero Vinyals seguía de espaldas y no pudo verlo. Aun así sabía la respuesta y continuó hablando.
–Le dio un empujón a un detenido en el transcurso de un interrogatorio. Un súbdito ruso, traficaba cocaína a gran escala a través del puerto. Contenedores cargados de droga. Lo detuvimos gracias a un confidente. Se encontraba en una vivienda del extrarradio. Retenía a dos mujeres. Las había atado con ayuda de uno de sus esbirros y les golpeaba de forma brutal por el puro placer de verlas sufrir. Un cerdo asqueroso, vaya. –Vinyals dejó escapar el aire que retenía antes de continuar–: Cuando los agentes entraron en el domicilio, uno de sus hombres, que aguardaba en la calle, alertó a su jefe. Intentó huir. Los agentes pidieron refuerzos y cuando el capo huía en su automóvil de lujo, otra patrulla le cortó el paso. Hubo un tiroteo del que resultó herido uno de nuestros hombres, pero finalmente pudieron reducir al traficante y detenerlo. El inspector Torralba se encargó del primer interrogatorio, y en un momento dado, cuando ya no podía más, le dio un empujón al ruso con la mala fortuna de que cayó al suelo y se dio un golpe en la cabeza. Las cámaras grabaron la acción y a Torralba lo han suspendido hasta nueva orden. Es posible que me abran un expediente y se me caiga el pelo también a mí. Torralba estaba bajo mis órdenes.
–En definitiva –dijo Monfort cuando Vinyals por fin se había dado la vuelta–, que teme que yo continúe tan expeditivo como siempre, y que ese pelo que se le puede caer se le caiga del todo.
–Le he dicho que lo mandé a Castellón porque Romerales le necesita allí –argumentó Vinyals en un tono casi inaudible.
–Sí, ya –repuso Monfort.
–Me pidió ayuda, ¿qué podía hacer? Salimos todos beneficiados.
–¿Todos?
–Todos –afirmó Vinyals.
–También podría prejubilarme, ¿no se dice así?
–¡Vamos, Monfort, no diga tonterías! Usted no tiene ganas de jubilarse. Tampoco está aquí por el dinero que gana, que ya nos conocemos.
Monfort se puso de pie y tendió la mano a su jefe. No se había desprendido del abrigo pese a que en el despacho hacía calor. Vinyals la estrechó con fuerza mirándole a los ojos, como siempre había hecho. Con la mano ya en el pomo de la puerta para salir del despacho, Monfort no quiso marcharse sin antes decir algo.
–Trato de hacer las cosas de forma legal, como dictan las normas, pero soy consciente de que acabo trabajando a mi manera. Me resulta más fácil y me lleva directamente al asunto. No sería el mismo si no fuera capaz de tomar algunos atajos por mi cuenta. Además, estoy convencido de que cuando se haga de otra forma, los índices delictivos serán mucho peores.
Las dos secretarias estaban sentadas en la sala de espera cuchicheando. Le sonrieron, él les guiñó un ojo y, por toda respuesta, ambas se ruborizaron al mismo tiempo.
Tuvo que emplearse a fondo para que Luis la perdonara y le permitiera seguir viviendo bajo el mismo techo. Pero no volvió a ser el mismo después de aquello.
Trabajaba más horas en la fábrica, entrenaba más duro que nunca, y no quería salir a pasear cuando hacía buen tiempo como hacían antes. Se encerró en sí mismo, en sus cosas; entrenar y trabajar; pelear a puñetazos contra aquel saco de arena colgado del techo del gimnasio, y acarrear pesadas cajas en el trabajo, que le servía como parte del entrenamiento. Su cuerpo se fue esculpiendo como si se tratara de un profesional. Leía libros de boxeo, biografías de sus ídolos. Veía películas en vídeo de los míticos combates de sus boxeadores preferidos: Rocky Marciano, Muhammad Ali o Joe Frazier.
La vida en pareja se había vuelto cada vez más distante y complicada. A veces no entendía cómo podían seguir juntos. Él la quería, de eso Carmen estaba segura, pero se había vuelto desconfiado. Se daba cuenta de que él podría vivir tranquilamente sin ella. Dormían juntos, hablaban lo justo y poco más. Hacer el amor se había convertido en una rutina monótona y la pasión desaparecía cada vez más rápido. Se acabaron las prisas desnudándose en la cocina cuando él llegaba, empapado de sudor y con el polvo de las cajas metido por todas partes.
Carmen seguía fumando el hachís que Luis le conseguía a través de un compañero del trabajo. Él dejó de acompañarla en aquel vicio. Sus vidas se estaban volviendo irremediablemente tristes y oscuras. Intentaban no enzarzarse en ninguna discusión por nimia que fuera, para no caer en una nueva trifulca de la que ambos sabían que no se recuperarían.
Una mañana, Carmen llegó a la zapatería visiblemente fumada, algo que normalmente había aprendido a disimular. La propietaria de la tienda sospechaba de su adicción desde que una tarde, al cerrar y hacer caja, encontró en un cajón una pequeña bolsa de cuero con un puñado de marihuana y papel de fumar. Aquel día se enzarzaron en una discusión porque trató de malas maneras a una anciana que pretendía cambiar unas zapatillas que le iban pequeñas. Carmen cometió el error de gritarle y la respuesta de la dueña no se hizo esperar, la despidió aquella misma mañana.