16

La directora de la residencia no se encontraba en su despacho. Una secretaria vestida con uniforme de enfermera le dijo que había salido y que, probablemente, no regresaría hasta el día siguiente. Desde un ventanal observó el gran salón que daba al jardín donde estaban la fuente y la palmera que Encarna Querol contemplaba cuando la conoció. Ella no estaba allí, tampoco vio a la enfermera que la acompañaba. Algunos residentes jugaban al dominó o a las cartas, otros miraban absortos en el televisor una serie española ambientada en el Madrid de principios del siglo XX. Algunos paseaban por el perímetro del salón con andadores como si tuvieran que volver a aprender a caminar cuando en realidad intentaban no olvidarlo. ¿Qué se debe sentir?, pensó Monfort. Prefirió no pensarlo.

Volvió al aparcamiento de la residencia y saludó con un movimiento de cabeza al portero. Cuando ya abría la puerta de su coche, oyó una voz a su espalda.

–¡Hola!

El saludo vino de la enfermera que cuidaba de Encarna Querol. Era pequeña y menuda y vestida de calle parecía frágil. Lo primero que pensó es que con su constitución debía de costarle mover a los ancianos, seguro que la mayoría le doblaban el peso. Quizá era muy fuerte.

–Me alegro de verla de nuevo –dijo él.

–Igualmente. Entro a trabajar. Me toca pasar lo que queda de tarde y la noche entera.

–Debe de ser un trabajo duro. –Monfort volvió a pensar en lo de mover a los ancianos.

–Sí, pero no más que otros. Peor tiene que ser bajar a la mina y estar todo el día picando piedra. Su trabajo tampoco parece muy sencillo –observó.

–Tiene razón –asintió Monfort sin saber qué añadir.

–Me llamo Trini. –Le tendió la mano.

–A mí todo el mundo me llama Monfort, o inspector Monfort, pero en realidad mi nombre es Bartolomé.

–Encantada otra vez.

–Lo mismo digo.

Una bocanada de viento frío sopló de repente y barrió las hojas de los enclenques arbolillos que delimitaban la zona de aparcamiento.

–Llevamos demasiados días con este viento –dijo ella.

–Siempre que vuelvo a esta ciudad hace mucho frío o mucho viento –repuso Monfort.

–Pues ahora parece que lo ha traído todo, el viento y el frío. – Rio de su propio comentario.

Monfort señaló con el dedo el porche de entrada a la residencia, allí estarían más resguardados.

–¿Tiene un momento? –preguntó.

Ella consultó su reloj de pulsera. Tenía el cabello muy negro y largo. Los ojos pequeños y vivarachos, la boca bonita y la nariz puntiaguda. Parecía una adolescente. Movía los brazos continuamente al hablar, pero su voz era relajante.

–Solo un momento, debo cambiarme y empezar el turno.

–Será solo un instante –convino él.

En el porche se estaba mejor. El portero entró en su pequeño habitáculo para resguardarse del viento.

–No sé si me está permitido hablar con usted sobre la señora Querol –puntualizó Trini–. La directora es muy celosa con la intimidad de los pacientes.

–No quiero nada especial. Solo saber si puede ayudarme con lo que le dije el otro día. Estoy seguro que lo oyó.

–Sí, claro, lo oí, estaba allí al lado, mi trabajo consiste en no moverme de su lado.

–¿Trabaja usted para la residencia o para la señora Querol?

–Es la residencia quien me paga.

–No me malinterprete –se excusó Monfort–. Es simplemente que me pareció peculiar su dedicación a la señora.

–Ya –dijo ella, dejando la respuesta en el aire.

La puerta de la entrada se cerró con el viento. Trini continuó hablando:

–Supongo que si le cuento algo no me pasará nada en el trabajo. Tal y como está la vida, nunca se sabe.

–No hablaré de esto con la directora –aseguró Monfort–. Si le sirve de algo, le diré que no haré nada que pueda perjudicarle. Se trata de una cuestión familiar. No estoy aquí en calidad de policía, aunque no pase desapercibido. Al menos es lo que me dice todo el mundo.

Ella sonrió. Se la veía segura.

–Me paga la residencia. La nómina me la ingresan directamente en la cuenta del banco.

–Sí, pero me pareció que usted está solo con la señora Querol. A diferencia de sus compañeros, no tiene ningún otro paciente asignado, ¿verdad?

–Cierto.

–¿Por qué?

–Porque así lo manda la directora. No hay más. De verdad, si hubiera algo se lo diría.

–Pero le parece al menos curioso que sea así, ¿no?

–No hago preguntas. Hago lo que me mandan.

–Usted no es de Castellón –afirmó Monfort–. ¿De dónde es?

–Da igual de dónde sea. Vine hace dos años. Los mismos que llevo trabajando aquí.

Monfort guardó silencio un instante, era la mejor forma de dejarla hablar.

–Tuve que irme –bajó el tono de voz–. Mi marido me maltrataba, quería matarme. Tenía celos de todo. Yo trabajaba de enfermera en un hospital. Me seguía, me esperaba, me acorralaba –añadió e hizo una pequeña pausa–. Era un infierno.

–Imagino –dijo Monfort.

–No, no se lo imagina, eso solo lo sabe quien lo sufre. Los demás hablan y hablan, por eso va todo como va. Por eso esta lacra no tiene remedio, porque todos se lo imaginan y nada más.

–Discúlpeme, tiene razón.

–Mi hermana solía venir de vacaciones a Benicàssim –continuó, bajando de nuevo la voz–. Siempre me hablaba de lo bien que se vive aquí, del clima... –Monfort arrugó un poco la frente al ver los remolinos que producía el viento en el aparcamiento– ... de la gente, de que había trabajo... Envié solicitudes a escondidas. La vida en casa era horrible. La única bendición fue que no tuvimos hijos. ¡Qué mal me siento hablando así! –exclamó–. Un día recibí una carta. Por suerte abrí el buzón antes que él. Era de esta residencia. Me daban el trabajo, pero tenía que pasar una entrevista.

–¿Y cómo vino sin que se enterara su marido?

–Vine y se acabó. Tomé la decisión de escaparme de casa, venir y probar suerte. Si me daban el trabajo, perfecto, si no, ya saldría alguna cosa. Lo que fuera antes que enfrentarme de nuevo a sus palizas.

Bajó la vista. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó.

–¿No la ha buscado su marido? –preguntó Monfort, temiendo la respuesta.

–Sí, claro –dijo ella, y se recompuso–. Estuvo casi un año buscándome por todas partes, desquiciado, como un loco. Mi hermana me mantenía informada.

–Pero no fue a la Policía –apuntó Monfort.

–No –contestó ella escuetamente.

–A él no le convenía hacerlo.

–No le convenía –repitió ella–. Sus, digamos, aficiones, le hubieran acarreado más problemas que perderme a mí. No me quería, solo quería hacerme daño, ridiculizarme, vejarme, pisotearme como a un juguete viejo.

–Es usted muy valiente, Trini. ¿Es su nombre de verdad?

–Ahora sí –concluyó ella, y lo miró directamente a los ojos.

Monfort iba a despedirse sin ni siquiera pedirle lo que quería. Le tendió una tarjeta de visita con su número de móvil.

–Si alguna vez me necesita, no deje de llamarme. Podría ayudarle en caso necesario.

–La señora Querol... –dijo ella cuando el inspector ya no esperaba más conversación–. Le he cogido mucho cariño.

Monfort aprovechó sus palabras para decir algo más.

–Me dijo que la señora Querol no tenía familia.

–Así es. Desgraciadamente no tiene a nadie.

–Pero vino alguien a verla. Una mujer.

–Sí, fue al principio de estar yo aquí, pero no volvió nunca más.

–En fin, gracias –dijo Monfort; luego, pensándolo mejor, añadió–: Mi madre también está muy enferma, quizá no consiga salir de esta. Lo que quería hablar con la señora Querol es algo que ella me ha pedido. Ni siquiera sé si es cierto. Si alguna vez le dice algo sobre mi madre, o lo que mi madre debería agradecerle, llámeme, por favor.

–Lo haré, no lo dude. Pero no guarde muchas esperanzas, su salud es delicada. Y en cuanto a su madre, espero que se ponga bien.

–Gracias.

Monfort le tendió la mano para despedirse, pero ella se puso de puntillas y le dio dos besos, uno en cada mejilla.

–Sobre mi vida, confío en su discreción. –Empujó la puerta y entró en la residencia.

No eran más de las ocho de la tarde, pero parecía medianoche. El viento seguía soplando con fuerza y un cielo de color púrpura teñía los edificios y el asfalto de las calles.

Volvió al Casino Antiguo de Castellón porque tenían una buena selección de whisky de malta. El camarero se lo sirvió en el vaso adecuado. Monfort se había sentado en un cómodo sillón junto a los grandes ventanales que daban a la Puerta del Sol, una suerte de confluencia entre algunas de las calles más representativas del centro de la ciudad. Pensaba en Alba Casas y en su padre. Algo empezaba a fraguarse en su cabeza. Nada concreto, una ilusión, quizá, una pequeña hipótesis que crecía despacio. De algo tenía que servir no dejar de pensar.

El whisky le reconfortó: Edradour, diez años de sosegado reposo y lenta maduración en una destilería conocida por ser la más pequeña de Escocia. Puso el vaso al trasluz para poder observar con detalle el color dorado del licor. Tras un movimiento de muñeca, el líquido inició un movimiento giratorio, como un pequeño oleaje.

A un volumen casi inaudible sonaba la banda sonora de la película Local Hero. Aquella pieza del que fuera cantante y guitarrista de los Dire Straits, Mark Knopfler, le encantaba. Sonrió por la coincidencia entre el origen del whisky que sostenía en la mano y el argumento de la película dirigida por el también escocés Bill Forsyth. Recordó haberla visto en versión original, en los cines Verdi del barrio barcelonés de Gracia.

Con la música de fondo, Monfort intentó, una vez más, ordenar lo que danzaba a su antojo en el cerebro. Los sospechosos, las víctimas, las pistas fallidas, los pasos mal dados, sus propios compañeros, el jefe, o mejor dicho, los jefes, todo aquello de extralimitarse, Encarna Querol, su madre y su enfermedad, su padre, y el amigo Senent.

Como si se tratara de un pensamiento gracioso, creyó que la solución podía pasar por comprarse dos agendas: una para los casos policiales y otra para los asuntos personales.

Apuró el whisky. Sabía a turba, a brezo en flor, a musgo, a resina, al calor del hogar, a violetas, a Violeta. ¡Cuánto la echaba de menos cuando no sabía hacía dónde debía dirigirse!

Apoyado en la barra del bar, esperando que le trajeran el cambio que el camarero depositaba ya en un platillo junto a la caja registradora, sintió la vibración de su teléfono. Miró la pantalla. Silvia Redó.

–Hola, Silvia, dime, ¿qué tal?

Monfort oyó el sonido característico del teléfono en la función de manos libres, y de fondo el sonido del motor del vehículo.

–Me dirijo a casa de Juana.

Él guardó silencio. Sabía que ella quería decir algo más.

–Alba Casas ha desaparecido –anunció.

–¿Cómo que ha desaparecido? –Recogió el cambio, agradeció con un gesto de cabeza y salió a la calle.

–Su madre y su tía no saben nada de ella. No contesta a las llamadas. Dicen que no es normal, que se lo ha dejado todo en casa y que si se hubiera querido ir les hubiese dicho algo. No paran de llorar y apenas las entiendo cuando me hablan por teléfono.

Monfort ya sabía dónde tenía que ir. Silvia continuó:

–Voy a casa de su tía, allí están las dos, luego haré que su madre me acompañe a su casa. Quiero comprobar por mí misma si se ha llevado algo de allí. En fin, están histéricas, imagínate.

A Monfort no le costó imaginárselas.

–Infórmame cuando lo creas conveniente. –Hizo una pausa para encender un cigarrillo–. Que no se alteren más de la cuenta, Alba Casas ya no es una niña.

–Ya –repuso Silvia–. La tía superprotectora y la madre superdeprimida.

–Pues eso –concluyó Monfort.

–Oye, en otro orden de cosas, ¿sabes qué quiere de mí Romerales?

–No –mintió Monfort–. ¿Por qué lo dices?

–No lo sé, me ha dicho que quiere comentarme algo.

–Querrá subirte el sueldo. –Quiso quitar hierro al asunto antes de colgar.

A continuación marcó un número de la agenda de su teléfono y esperó.

–Hola, soy Monfort –dijo cuando respondieron.

–¡Hombre!, ¿qué tal? Desde que te han desterrado a las provincias de España no sabemos nada de ti.

–Y lo contento que estás de no verme el pelo.

Monfort hablaba con el subinspector Solano, de la Jefatura de Policía de Via Laietana, en Barcelona. Era uno de sus colaboradores más fieles cuando estaba en la ciudad condal. Solano era aragonés «de pura cepa», como a él le gustaba decir. Había nacido en la población zaragozana de Belchite, conocida por ser uno de los escenarios más castigados de la guerra civil española. Después de muchos años viviendo en Barcelona, Solano conservaba un marcado acento aragonés que cultivaba con orgullo. Lucía un bigote poblado que perfilaba con sumo cuidado para que se pareciera al de José Antonio Labordeta, a quien veneraba como el padre de su patria chica, aunque nunca había comulgado políticamente con el ilustre aragonés.

–Ahora trabajo a las órdenes del comisario principal.

–¿Vinyals? –preguntó Monfort y se arrepintió al instante.

–Todavía no se ha muerto, si es lo que quieres saber. ¿Quieres que le dé recuerdos?

–Vinyals cree que me «extralimito» en el trabajo –dijo Monfort y comprobó que su lengua iba más deprisa que su cerebro.

–¿Extra qué? –preguntó el aragonés exagerando su peculiar acento.

–Nada, olvídalo. –Esperaba que con aquello fuera suficiente, y fue al grano–. Me tienes que hacer un favor.

–¿Gratis? –El sarcasmo de Solano no tenía fin.

–Quiero que vayas a una dirección y que averigües algunas cosas.

–¿Sin que se entere Vinyals?

–Lo vas pillando –celebró Monfort.

–Te costará caro.

–¿Cómo de caro?

–Conozco un restaurante en el barrio de Les Corts en el que hacen un ternasco al horno para chuparse los dedos.

Monfort creyó oler el magnífico aroma del jugoso cordero lechal que los aragoneses preparaban como verdaderos maestros.

–Hecho –aceptó–. La próxima vez que vaya a Barcelona, te invito.

–Así me gusta, que seas cumplido.

–Ya.

–Y dime, ¿qué quieres que haga?

De repente el timbre de voz del subinspector cambió por completo. Escuchó atentamente lo que Monfort le tenía que contar.

–Quiero que vayas a la calle Tallers.

No se pongan nerviosas, por favor. Si me hablan las dos a la vez no nos vamos a entender y lo único que haremos será ponernos histéricas.

Leo lloraba desconsolada a la vez que se sonaba con un pañuelo de papel arrugado. Caminaba de una parte del salón a la otra como una fiera enjaulada. Su hermana, Juana, se mantenía más serena.

–¿Nos sentamos? –preguntó Silvia para ver si se calmaban. Juana y ella tomaron asiento en el sofá, pero Leo seguía con su paseo y los sollozos.

–A mi sobrina le ha pasado algo, seguro –repuso Juana, y Leo exhaló un suspiro seguido de un profundo quejido.

–Quizá no ha creído conveniente informarles de adónde iba –dijo Silvia–. ¿Desde cuándo la echan en falta?

–Desde hace dos días –logró decir Leo.

–Dos días es poco tiempo –dijo Silvia–. ¿Han llamado a sus conocidos?

–A todo el mundo –contestó Juana.

–¿Algún amigo especial?

–¿Quiere decir un novio?

–Sí.

–Alba no tenía novio, al menos que nosotras supiéramos. Pero si lo hubiera tenido no sería de aquí, sería de Barcelona.

–A ella no le gustaban los chicos de por aquí. –Leo había recuperado la compostura–. Decía que eran unos pueblerinos. Unos tontorrones que se empeñaban en quedarse a vivir con sus familias. También solía decir que aquí no hay futuro para la gente como ella.

Silvia se guardó la opinión que tenía de aquello.

–¿Cómo es la gente como ella?

–¡Libre! –exclamó Juana.

–¡Tú tienes mucha culpa de que la niña sea como es! –le reprochó Leo a su hermana.

–¿Yo? –gritó Juana indignada–. Yo lo único que hago es animarla a que viva su vida, pero tú te empeñas en cortarle las alas.

Las dos hermanas se enzarzaron en una discusión cargada de reproches, de las cosas que no se habían dicho a la cara desde hacía mucho tiempo y que ahora, de repente, desembocaban como un río en una cascada. Leo parecía una mujer débil e insegura, pero ahora que su hermana la atacaba se defendía bien. Sacaba las uñas, esquivaba las frases hirientes y no se mordía la lengua.

–¡Le has llenado siempre la cabeza de pájaros! ¡Lo mismo que hizo su padre mientras la tuvo cerca! –gritó Leo.

Aquello era dinamita, Silvia sabía que podría durar eternamente y decidió zanjarlo de inmediato.

–¡Se acabó! –gritó y se puso de pie–. Usted se queda aquí. – Señaló con el dedo a Juana–. Y usted se viene conmigo. Vamos a su casa, quiero ver dónde vivía Alba antes de irse a Barcelona.

Las dos mujeres intentaron protestar.

–¡Silencio! –volvió a gritar–. ¿Quieren que encontremos a Alba o no?

Las dos callaron por fin y bajaron la cabeza.

–Pues vamos, acompáñeme –concluyó, y agarró a Leo por el brazo.

Cuando llegó a Vila-real caía una lluvia fina que más que mojar molestaba. Los viandantes, sin paraguas, se apresuraban en busca de un cobijo bajo los balcones. El viento arremolinaba la lluvia y conseguía que pareciera una tromba cuando en realidad llovía poco. Solo conocía aquella ciudad por su emergente equipo de fútbol y por la vez en que siguió a Alba Casas, pero enseguida encontró la avenida Francisco Tárrega. La siguió con atención para no pasar de largo aquel teatro que hacía esquina y por donde dobló a la izquierda en aquella ocasión. Después de pasar el teatro, volvió a girar a la primera a la derecha y seguidamente de nuevo a la izquierda. Se detuvo cerca de donde lo hizo días atrás, evitando la frutería.

Permaneció dentro del coche observando por el retrovisor la puerta del inmueble. Conectó la radio y buscó una emisora que le gustara. Recorrió el dial de principio a fin y vuelta a empezar, pero no halló nada que mereciera la pena. Decidió salir y acercarse a la puerta. Estaba cerrada, como entonces. La calle estaba desierta y seguía lloviendo. Miró las ventanas iluminadas y pensó en cenas y sofás y en programas de televisión aburridos con los que quedarse adormilado. Se refugió en un portal cercano que tenía un saliente lo suficientemente amplio como para que la lluvia no mojara sus zapatos. Un día más había elegido mal el par de calcetines: demasiado finos para una noche fría y húmeda. Encendió un cigarrillo. La frutería estaba cerrada, cerca había una cafetería, pero no pudo ver la clientela de su interior. Pensó en Silvia y en lo que estaría hablando con la madre y la tía de Alba Casas. Quería creer que la desaparición de Alba no era nada de lo que debieran preocuparse. Por otro lado, las cosas siempre podían ir a peor. Si habían matado a su padre, también la podían haber secuestrado a ella. Meneó la cabeza para intentar eliminar aquel funesto pensamiento.

Aplastó la colilla en la acera con la punta del zapato y hundió las manos en los bolsillos del pantalón. En el momento en que emprendía el paso hacia el coche, vio encenderse la luz de la escalera del inmueble que vigilaba. Se abrió la puerta. A veces la suerte no pasa de largo, y esta era una de esas ocasiones. El amigo de Alba Casas, alto, fuerte y de espalda ancha, salía del portal. El sujeto caminó deprisa hasta la esquina de la calle. Introdujo la llave en la cerradura de un Seat Ibiza de color blanco bastante viejo. Lo puso en marcha. Monfort corrió para entrar en su coche sin ser visto. Al momento, el Seat pasó junto a él con el intermitente indicando un giro a la derecha. Lo siguió a una distancia prudencial. El Volvo era demasiado grande para no ser visto en aquellas calles casi desiertas. Las tripas le recordaron que no había cenado. El whisky era un mal sustituto.

Sorteando el laberíntico entramado de calles del centro de Vila-real, el amigo de Alba Casas salió pronto de la población y se incorporó a la vía que llevaba hasta Castellón. Monfort dejó que algún coche se situara entre ellos y se dejó llevar por el color del coche. El blanco era fácil de distinguir de lejos. Entraron en la ciudad y, cuando quiso darse cuenta, se encontró pasando de nuevo por delante del bar de la calle Temprado en el que le dieron el botellazo y donde vio por primera vez al amigo de Alba. Como en un acto reflejo, sintió una punzada en los puntos de sutura. No recordaba si le habían dicho cuándo tenían que quitárselos o si se caerían por sí solos. Esperaba que no le volvieran a abrir la cabeza. El tipo tuvo suerte y encontró un aparcamiento libre en la misma calle. Monfort frenó para no detenerse demasiado cerca mientras aparcaba. Una vez que comenzó a realizar la maniobra, pasó deprisa. Estacionó el Volvo con dos de las ruedas encima de la acera y colocó la placa policial en la luna delantera. Se bajó deprisa y llegó a la puerta del bar antes que él. Como en las otras ocasiones, había corrillos de gente fumando a la puerta del bar. Sweet Home Alabama, de los Lynyrd Skynyrd, sonaba a todo volumen. Siem-Lynyrd Skynyrd, sonaba a todo volumen. Siem-Skynyrd, sonaba a todo volumen. Siempre le había parecido curioso que el nombre de aquel grupo no contuviera ni una sola vocal. Pero aquello no era ni Alabama ni un dulce hogar, y el cielo estaba cubierto de nubes. El amigo de Alba Casas hablaba por teléfono en el interior del Seat. Monfort esperó paciente en la puerta del bar escuchando la música. Sonaba realmente bien. En aquel bar se habían gastado un buen pico en el equipo de sonido. Desde fuera oyó a un grupo de jóvenes que bebían chupitos de un solo trago. «Un, dos, tres... y adentro», cantaron a coro.

Se hartó de esperar a que finalizara la llamada de teléfono. Algo en su interior saltó, sabía que no era lo mejor hacer caso a aquel tipo de sensaciones, pero no lo podía remediar. Aquello era lo de extralimitarse, estaba seguro.

Se acercó a grandes zancadas hasta el coche blanco y, sin que el amigo de Alba se percatara, abrió la puerta del acompañante y se metió dentro del coche. Agarró el móvil que tenía pegado a la oreja y lo lanzó al asiento de atrás.

–Ni se te ocurra moverte –le ordenó–. Pon las manos encima del volante, donde yo las pueda ver. Si haces un mal gesto te arrepentirás.

Los dos hombres eran tan altos que sus cabezas rozaban el techo del interior del vehículo. Monfort creyó que tocaría con los puntos de sutura la tela sucia. Aquello le recordó lo que estaba haciendo allí, pero primero lanzó la pregunta. El amigo de Alba estaba lívido. Clavó la mirada en la luna delantera del coche como si hubiera algo allí delante. Le temblaba la barbilla. Podía ser de miedo, pero también el efecto de algún estupefaciente.

–¿Dónde está Alba Casas?

–¿Qué dice?

–¿Te lo tengo que repetir?

–¿Qué coño pasa?

Monfort se volvió hacia el asiento trasero, alcanzó el móvil, un modelo caro de pantalla grande. Se lo tendió.

–Llámala.

–¡Está loco!

–¡Qué la llames te he dicho! –gritó, hundiéndole el móvil en las costillas. El otro dejó escapar un quejido y se retorció, pero sin apartar las manos del volante.

Cogió el móvil y buscó la agenda. Pulsó la letra A y seleccionó el nombre de Alba Casas. Llamó.

–Acciona el altavoz –le ordenó Monfort.

Los tonos de llamada se agotaron. El tipo miró temeroso esperando la reacción del poli.

–Envíale un mensaje.

–¿Un mensaje?

–Sí, un mensaje, un mensaje. ¿Eres tonto o qué?

–¿Qué le digo?

–¿Que te llame enseguida?

El joven tecleó, pero le temblaban las manos y los dedos no acertaban con las letras adecuadas. No paraba de escribir mal y borrar y vuelta a escribir.

–No eres muy listo –apreció Monfort.

En el mensaje se leía: «Soi Han llamna enserguida».

¿Han? –preguntó Monfort esbozando una mueca–. ¿Cómo Han Solo, el de La guerra de las galaxias?

–Es Juan, pero mis amigos me llaman...

–Ya, ya, no hace falta que me lo expliques. –Le hizo una seña con la mano para que se callara.

–¿Por qué me hiciste esto? –Le mostró la herida en la cabeza.

–¡Yo no le hice nada!

–Ya.

Sacó unas esposas del bolsillo de su abrigo. El joven abrió los ojos como si hubiera visto al mismísimo diablo.

Cerró una de las anillas entorno a su muñeca derecha, pasó la otra por el hueco del volante y a continuación la cerró en su muñeca izquierda. Accionó la palanca que había debajo del asiento para deslizarlo hacia atrás y estiró las piernas en el pequeño habitáculo. Abrió la guantera. Dentro estaba la documentación del vehículo y unos cuantos CD de rock duro, sobre todo de Motörhead.

–Pues nos vamos a quedar aquí a esperar que pasen dos cosas: que Alba responda a tu mensaje y que me digas por qué me pegaste un botellazo que casi me mata. Yo no tengo ninguna prisa. Trabajo de noche. ¿No es eso lo que me preguntaste la otra vez?

Han miraba la pantalla del móvil con la esperanza de que Alba devolviera el mensaje.

Monfort bajó la ventanilla un palmo y encendió un cigarrillo.

–¿Fumas? –le preguntó.

–No –contestó el joven–. Deje que me marche, yo no he hecho nada.

–Sí, sí has hecho. Me abriste la cabeza como si fuera un melón y han tenido que cosérmela con hilo y aguja. ¿Quieres probar la misma medicina?

El joven negó con la cabeza.

–Admite que fuiste tú y cuéntame la razón.

–Yo no he hecho nada.

–Pues tranquilo, estaremos aquí sentados un rato más. A ver si tenemos un poco de suerte y pasan por aquí tus amigotes del bar y te ven esposado al volante de tu propio coche, que es poco más o menos como si te vieran con los calzoncillos bajados. ¿O prefieres que vaya yo al bar y les diga que vengan a verte?

–¡Está loco!

–Ya me lo decían en la academia, no me afecta, estoy acostumbrado, soy un poli extraño, y sí, quizá esté loco, pero tú has metido la pata hasta el fondo y lo vas a pagar. Por cierto, tu amiga no llama ni contesta al mensaje. Dime, ¿dónde está?

–No lo sé, no lo sé, de verdad que no lo sé. –Han imploraba y se daba cabezazos contra el volante. Monfort miró la hora.

–No llevamos aquí ni diez minutos y ya estás así. No sé qué va a ser de ti toda la noche esperando a que me digas algo.

–¡Yo no he hecho nada! –ahora gritó con rabia y escupió al hacerlo.

–Mira, Han Solo, lo vamos a hacer de otra manera. Voy a llamar a unos agentes para que vengan a buscarte. Ellos te llevarán hasta la vieja comisaría de la ronda de la Magdalena, esa que se parece más a un orfanato que a un edificio de la Policía. Dicen que le queda poco tiempo, en dos o tres años la cerrarán y abrirán una nueva. ¿Has estado allí alguna vez? –El joven negó con la cabeza deprisa, visiblemente asustado–. Te acompañarán a un cuartucho de interrogatorios en el que te harán preguntas hasta que el cerebro se te deshaga y no tengas más remedio que reconocer que me abriste el coco. Luego continuarán hasta que confieses dónde está Alba Casas.

–¡No, por favor! –Parecía un adolescente aterrado.

–Pues adelante, habla, soy todo oídos.

–Ella me dijo que ustedes creían que era sospechosa de la muerte de su propio padre.

–Sigue.

–Principalmente hablaba de usted. Todo el tiempo. Dijo que usted había investigado sobre su trabajo, sobre su vida, y que la tenía en el punto de mira. Ella es una tía muy valiente –dijo cambiando el tono de voz–, diferente a todas las demás.

–Te gusta –afirmó Monfort.

El joven cabeceó afirmativamente.

–Y a quién no –contestó Han.

–Es guapa –corroboró–. Y muy inteligente.

–Sí.

–Te gusta –repitió Monfort. No estaba preguntando.

–Sí, ya se lo he dicho. –Estaba avergonzado.

–Pero ella no deja que le pongas un dedo encima. Ese es el problema, ¿verdad?

–Somos amigos. Es suficiente. –Trató de ser firme, pero se veía que claramente estaba mintiendo.

–Ya –dijo Monfort pasados unos segundos interminables–. Lo que te gustaría es tenerla para ti, solo para ti, y ella no está por la labor, te mira como a un colega. No siente ninguna atracción por ti, nada de nada. Y vuelves solo a casa como una moto cada vez que estás con ella.

El joven agarró con fuerza el volante con las dos manos. Parecía que lo iba a estrujar. Las esposas relucían y quedaban a la vista para quien pasara por la acera.

–Estoy colgado por ella –admitió por fin con un hilo de voz.

–Y ella pasa de ti.

No contestó, no hacía falta.

–¿Te pidió que me quitaras del medio?

–No.

–Sí.

–¡No! –gritó Han.

–Te pueden caer dos años por agresión a un policía.

Se derrumbó.

–Habíamos bebido mucho tequila –confesó pasados unos minutos–. Estábamos ahí, en el bar, bebiendo sin parar. Ella no dejaba de hablar de usted. Dijo que le tenía miedo. Que la perseguía, que la acusaría de haber matado a su padre sin que hubiera hecho nada. Que haría que la metieran en la cárcel y que yo no la vería nunca más. Luego se fue, no sé adónde, y yo me quedé, y seguí bebiendo.

–¿Y entonces llegué yo?

–Sí.

–¡Vaya casualidad!

Han estaba cada vez más nervioso.

–Cuando lo vi entrar en el bar me volví loco. Me escondí para que no me viera.

–Y no se te ocurrió nada más que abrirme la cabeza con una botella de cerveza.

Han asintió moviendo la cabeza sin mirarlo. Luego apoyó la frente en el volante. Ambos quedaron de nuevo en silencio por un corto espacio de tiempo.

–Vi a alguien salir corriendo –dijo Monfort–. Pero no estaba seguro de que fueras tú.

Han levantó la cabeza y se lo quedó mirando estupefacto. Había caído en la trampa como un imbécil.

–Ahora ya sé que fuiste tú. Gracias –concluyó y marcó un número grabado en su móvil.

Cuando contestaron dio la dirección exacta de dónde estaba.

–El problema será si le ocurre algo a Alba Casas. Ha desaparecido y nadie sabe dónde puede estar. Tienes toda la noche para decir lo que sepas y que se acabe todo esto –sentenció.

La lluvia arreciaba ahora con fuerza y los cristales del coche de Han quedaron completamente empañados. El único sonido que llegaba hasta el interior del vehículo era el de la lluvia repiqueteando contra la chapa.

Un coche patrulla se detuvo junto al Seat. Los clientes del bar salieron a la calle para ver lo que ocurría. Una joven reconoció el coche de Han y se lo dijo a los demás señalando con el dedo. Los agentes abrieron la puerta del conductor y, tras abrir las esposas, sacaron con cuidado al amigo de Alba Casas. La música del bar había dejado de sonar. Los vecinos lo agradecerían.

Esa noche, para Han no habría más Alabama, ni ningún dulce hogar y ni siquiera un cielo azul.

Cuando por fin llegó a la comisaría era medianoche. Sin cenar. Los dos agentes que habían trasladado al amigo de Alba Casas custodiaban el cuarto de interrogatorios en el que se encontraba. Silvia estaba esperándolo.

–¿Lo interrogamos esta noche? –preguntó.

–No –contestó Monfort– prefiero que sea mañana. Que pase la noche en nuestro confortable hotelito. ¿Te importaría encargarte de él?

–Con sumo gusto.

–Si fue capaz de arrearme un botellazo también puede haberle hecho algo a Alba.

–¿Tú crees?

–Dice que estaba completamente borracho cuando me sacudió.

–¿Y?

–El tequila te convierte en un monstruo.

–Pues ahora parece un cachorrito –observó ella a la vez que miraba a través del cristal de la puerta del cuarto de interrogatorios.

Monfort se llevó una mano a la cabeza. La herida supuraba un poco, intentó disimular.

–¿Qué tal con las mujeres de Pedro Casas?

Silvia soltó un bufido.

–Aprovechan cualquier comentario para ponerse a discutir. Hice que Leo me acompañara a su casa. Pero no conseguí nada. No me extraña que se haya trasladado a casa de su hermana. Aquello más que un hogar parece un cementerio. Es deprimente.

–El caso es que Alba no aparece. El amigo la llamó y después le envió un mensaje, pero no contestó. Es posible que se haya ido voluntariamente. Visto el panorama..., pero me empieza a mosquear. Cuéntame más detalles.

–En la habitación donde ahora dormía Alba, en casa de Juana, todo está como si no se hubiera marchado a ningún lugar. Sus cosas siguen allí: ropa, libros, maquillaje, zapatos, etcétera. No se ha llevado ninguna maleta ni ninguna bolsa en la que meter al menos una muda de ropa. Todo está exactamente igual que antes.

–¿Cuándo la vieron por última vez?

–Hace dos días. Se levantó alrededor de las nueve de la mañana, desayunó y antes de marcharse advirtió que no la esperaran para comer, aunque por lo visto eso suele ser habitual. Vivía su vida y no rendía cuentas a nadie.

–Así que se fue por la mañana y se acabó, nada más.

–Nada más. Han llamado a todos los sitios a los que podían llamar. Nadie sabe nada. Alba no tiene relación aquí con apenas nadie, salvo con este –dijo a la vez que señalaba la puerta del cuarto de interrogatorios–. Ellas lo llaman «su amigo de Vilareal». Alba solía llamarlo cuando venía a Castellón.

–¿Habéis llamado a los hospitales y centros de salud? –preguntó Monfort.

–Sí, varios agentes están buscándola y haciendo llamadas para localizarla. Han ido también al piso de Pedro Casas por si estuviera allí. Es pronto para hablar de secuestro o de algo peor. Debemos esperar. Lo más lógico es que aparezca en cualquier momento.

Monfort pensó en Solano, el subinspector al que le había pedido que fuera a la editorial de la calle Tallers en Barcelona. Entonces miró la pantalla del móvil por si tenía alguna llamada perdida o algún mensaje. Más tarde lo llamaría.

–¡Oye! ¿Qué es eso? –exclamó Silvia, señalándole la cara.

–¿El qué?

–¡Es sangre!

La herida de la cabeza se había abierto y le caía un hilo de sangre por una de las mejillas. Tenía la oreja completamente ensangrentada. Monfort le tendió la llave del Volvo para que lo llevara a urgencias lo antes posible.

Pensó en si estaría de nuevo la enfermera que olía a almendras.

Las agujas del reloj del coche marcaban la una y doce minutos de la madrugada. Y todo aquello sin haber cenado.

En las afueras de un pueblo de la provincia de Badajoz, el Diamante Loco derribó a su adversario antes de finalizar el primer asalto. Era su segunda pelea. Otro almacén desmantelado del extrarradio. Hombres apostando, gritando, maldiciendo, escupiendo y, finalmente, perdiendo lo que habían apostado por los boxeadores locales.

Dos días más tarde llegaron a la provincia de Zamora, donde se disputaron tres combates en tres poblaciones distintas que tampoco llegaron a conocer y de las que ni siquiera sabían los nombres. Aquello no eran viajes de placer. En los tres combates Luis se hizo con la victoria por KO. Sus puños lanzaban directos demoledores y los contrincantes, sorprendidos, daban con los huesos en la lona antes de lo previsto. Pedro Casas gesticulaba enloquecido con los billetes en la mano durante los combates. Carmen perdía peso. No comía, no dormía. Las noches las pasaban en pensiones de carretera de dudosa reputación, entre sábanas que no se habían cambiado y en las que solo Dios sabía quién había dormido con anterioridad. El Churro también ganaba sus peleas, pero le costaba más esfuerzo. No era capaz de imprimir la autoridad que el novato demostraba en cuanto saltaba al ring. Su forma de pegar era más tradicional, más heterodoxa, más consecuente con el deporte del boxeo. Pero aquello que ellos practicaban no era un deporte. Se trataba de apuestas que había que ganar, dinero que había que llevarse y salir corriendo, desaparecer con los billetes en el bolsillo, golpear duro, muy duro, dejar al rival fuera de combate y marcharse lo más pronto posible.

Carmen y Luis no habían tenido nunca tanto dinero en sus bolsillos. Ella se encargaba de guardarlo. A él no le importaba lo más mínimo lo que ganaba. No se preocupaba de otra cosa que no fuera procurar que Carmen estuviera bien y de que su cuerpo se mantuviera en condiciones para la siguiente pelea. Mientras los demás devoraban los platos grasientos que les servían en los restaurantes de carretera en los que se detenían, él comía pasta, fibra, proteínas. Cuidaba su alimentación, intentaba respetar las horas de sueño necesarias para no perder la concentración. No probaba el alcohol ni el tabaco, mientras que los demás abusaban de todos los vicios siempre que les era posible, y casi siempre les era posible.

El entrenador era un hombre de muy pocas palabras. Se encargaba de todo lo necesario en los combates. Era un excelente conductor. Carmen temió que el alcohol hiciera mella en sus reflejos a la hora de conducir, pero, de forma inexplicable para ella, sabía cuándo debía dejar de beber. No acompañaba al Churro y a Pedro Casas cuando se detenían en algún prostíbulo de carretera en los que tanto les gustaba dejarse parte del dinero conseguido.

Algunas veces, cuando el alcohol había cargado el ambiente, Carmen sentía las miradas lascivas del Churro y de Pedro Casas. Trataba de no pensar en ello, incluso llegó a creer que eran imaginaciones suyas. Hacer el amor con Luis en aquellas pensiones de mala muerte no le gustaba. Luis no se quejaba. A veces él tenía la mirada perdida y ella lo observaba. Siempre estaba concentrado, alerta en todo momento, preparado para el próximo combate, siempre tan cercano y a la vez tan distante.

Carmen tuvo muchas oportunidades para volver a beber, pero seguía luchando contra ello todos los días. Cuando en la mesa corrían las botellas de vino lo olía más profundamente que los demás. Cuando Pedro Casas abría una botella de whisky y bebía un trago directamente de la botella sentía el sabor amargo del licor en su propia garganta. Cuando volvían de sus juergas nocturnas se veía a sí misma tiempo atrás. Y en vez de sentir asco o indiferencia, lo que sentía era envidia. Sufría, era una dura prueba que no estaba segura de poder vencer. A veces se despertaba de una pesadilla mientras seguían en la carretera, empapada en sudor. Entonces veía a Luis, abstraído en sus propios pensamientos: un nuevo golpe, una nueva forma de cubrirse el rostro, un gancho, un directo. Luego observaba al Churro, dormido, con la boca abierta y un hilillo de baba cayendo despacio por la comisura, espatarrado y con una de sus manos metida por la cintura del pantalón. Otras veces, cuando ella abría los ojos, él estaba despierto, mirándola con deseo, aprovechando que Luis dormía. No apartaba los ojos de ella cuando sus miradas se cruzaban, al contrario, se pasaba la lengua por el labio superior, relamiéndose, dejando ver aquellos dientes castigados por los golpes, el alcohol y la mala vida. Por eso, en aquellas ocasiones se hacía la dormida, sin llegar a cerrar los ojos, alerta, vigilante por si el Churro intentaba algo. De ser así no tenía la menor duda, Luis lo mataría sin pensarlo.

Todo fue a peor cuando Pedro Casas, después de tres días sin detenerse en ningún club de alterne, empezó a mirarla de una forma distinta. Repasaba su cuerpo de arriba abajo y la desnudaba con aquellos ojos cargados del poder que otorga el dinero.

En Galicia se disputaron cinco combates clandestinos. Monforte de Lemos, Sarria, Betanzos, Mondoñedo y Becerreá. No dejó de llover ni un solo día. El temporal caía de forma desmedida, día y noche, sin tregua. El frío les atenazaba el alma y la humedad se adueñó por completo de sus corazones.

Carmen buscaba el momento oportuno para hablar con Luis y pedirle que dejaran aquella vida, pero el dinero que se iba acumulando en el bolsillo interior de la maleta le hacía desistir en el intento. El dinero y que Luis se sintiera completamente realizado fueron el obstáculo para pedirle que abandonara. Hasta la fecha había ganado todos los combates noqueando a sus adversarios antes del cuarto asalto. No había tregua para el Diamante Loco. Salía, se posicionaba en mitad del ring y esperaba a sus adversarios para golpearles con rabia. Un croché, un directo, un gancho y pronto sus cejas, sus labios y sus pómulos comenzaban a sangrar. Los arrinconaba contra las cuerdas y arremetía contra ellos como si le fuera la vida, como si fuera la única cosa en este mundo que le hiciera alcanzar la plenitud. Sin embargo, cuando el árbitro levantaba su brazo en señal de que había vencido, volvía a su mundo particular.

Rodeaba a Carmen con sus brazos para que se sintiera protegida, la acariciaba con delicadeza, pero vivía ausente. Se alimentaba tal y como el entrenador le había enseñado a hacerlo, ni un gramo de más, ni una proteína de menos, con disciplina absoluta. En demasiadas ocasiones, Carmen pensaba que ya no era tan necesaria su presencia.

Quizá Pedro Casas se dio cuenta de ello, porque una noche, antes de la cena, cuando Luis subió a la habitación a ducharse, Casas se acercó a ella. Estaba descansando en una pequeña sala de la pensión en la que había un televisor encendido que miraba sin ver. Le preguntó si se encontraba bien, a lo que ella contestó afirmativamente. Le dijo que sabía que si ella tiraba la toalla, el Diamante Loco se marcharía también. Carmen se encogió de hombros, lo cual fue como afirmar lo que decía. Casas le ofreció más dinero por combate ganado. Ella negó con la cabeza. Él aumentó su oferta. Aquella no era su intención, pero tampoco era imbécil y se animó entrando en el juego. A fin de cuentas, sabía que si se marchaban se le acabaría el negocio. También podrían denunciarlo y que acabara dando con sus huesos en la cárcel. Ambos lo sabían, no valía la pena seguir jugando. Carmen propuso el doble de lo que les estaba pagando por combate ganado por KO. Casas torció el gesto con una sonrisa digna de los peores gánsteres. Masculló algo entre dientes que ella no quiso oír, pero que entendió perfectamente. El doble, arguyó al final Casas tendiéndole la mano. Carmen tendió la suya. Su apretón fue de negocios, aunque Pedro Casas acariciaba la posibilidad de una recompensa bajo las sábanas.

Apoyado en el marco de la puerta de la sala, el entrenador escuchó atentamente la conversación y desapareció sin hacer ruido antes de que lo vieran.

Cenaron en silencio. Los púgiles se sentían agotados. El Churro entrenaba duro para no quedarse atrás, pero los excesos le pasaban factura. Ya no salía vencedor de todos los combates, el entrenador le recomendaba olvidarse de las hazañas de su compañero y concentrarse en su trabajo, pero aquello era una tarea difícil.

Pedro Casas cruzó una mirada fugaz con Carmen. El Churro lo vio y escupió un trozo de carne en el plato. El entrenador era un espectador de lujo en aquel triste espectáculo. Imaginó lo que haría el Churro si se enterara del pacto entre Carmen y Pedro Casas. Luis seguía allí, pero con la mente fija en el combate del día siguiente. Golpear, cubrirse, golpear, cubrirse, golpear, golpear, golpear...

La noche fue demasiado larga para algunos y muy corta para otros. A las seis de la mañana, el entrenador arrancó la furgoneta que partía de las entrañas de la provincia de Lugo hacia un nuevo destino. Carmen se abrazó a su maleta y, por una vez, solo tuvo un pensamiento: el doble.