28

Se estaba despertando.

No podía abrir los ojos, tenía los párpados pegados. Sentía un dolor de cabeza muy distinto del que otorga una noche de whisky, con o sin compañía. No podía mover los brazos, algo le presionaba con fuerza las muñecas. Tiró con fuerza, pero le fue imposible moverlos. Lo mismo le ocurría con las piernas, a la altura de los tobillos. Olía a leña quemada. Sintió una ola de calor en la cara, pero tenía fríos los pies y las manos. El dolor de cabeza aumentaba cuando hacía esfuerzos para moverse. Notó el pelo apelmazado y le pareció sentir que le brotaba la sangre, como la otra vez, como cuando Han le golpeó en los baños de aquel bar.

¿No podía abrir los ojos o los tenía abiertos? La cuestión era que no veía nada y cada vez se sentía más mareado. Creyó que iba a perder el conocimiento de nuevo. Un hormigueo insoportable corría por sus pies dormidos, quería moverlos pero no podía.

Un segundo antes de desvanecerse de nuevo percibió que estaba sentado en una silla, atado y con los ojos vendados.

En aquella especie de duermevela le pareció oír una conversación. Aguzó el oído, pero no entendía nada de lo que se decía. Era una conversación entre dos personas, por momentos le parecía que las voces estaban cerca de él, y otras que se encontraban en un lugar lejano. Las voces iban y venían, pero no conseguía distinguir ni una palabra.

Tenía la sensación de que caía despacio por un agujero oscuro, de que estiraba los brazos pero no alcanzaba a tocar nada. No sentía las piernas, era como si su cuerpo se compusiera únicamente del tronco, la cabeza y los brazos. La caída no era vertiginosa, sino lenta y tranquila. Muy lenta. Las voces se oían lejanas, con eco. Reían en ocasiones, en otras discutían. Y él seguía cayendo despacio por aquel agujero que parecía no tener fin. Sin ningún motivo aparente se acordó de Elvira Figueroa. De la velada de whisky y de charla, de sus ojos, de sus hechuras sensuales. No era momento para ensoñaciones eróticas, pero se acordó de ella, de su risa, de su cabello bien cuidado y de su inmaculada dentadura que mostraba cuando sonreía abiertamente. Le gustaba su sonrisa, sus salidas ocurrentes. Era una mujer muy atractiva, quizá era su tipo. Tampoco sabía, dadas las circunstancias, si la volvería a ver. A veces le recordaba a él. Tenían gustos parecidos: la música, los viajes, el whisky, el afán por castigar a los malhechores..., pero su sonrisa era lo que realmente podía con todo. Entonces, recordó sus palabras de aquella noche: «Las personas cometen todo tipo de atrocidades por amor». Con el eco de esas palabras resonando en su cabeza, Silvia irrumpió de pronto en sus pensamientos. Tenía la sensación de que debía cuidar de ella, velar por su seguridad, intentar que no diera pasos en falso en el trabajo. Solo en el trabajo, en la vida debía cuidarse de sí misma. Silvia no había tenido mucha suerte con los hombres. Él tampoco con las mujeres. Violeta apareció entonces en la escena de aquella tragicomedia vívida, mientras él seguía cayendo despacio por el negro agujero. Ella le hablaba cuando él dormía. Podía oírla, sentir el olor de su piel. Jamás se olvidaría de su olor. Recordaba cómo apoyaba la nariz en su cuello y aspiraba el perfume natural de su cuerpo. Violeta le decía cosas al oído, en voz baja, y él las escuchaba embelesado, aliviado de poder escucharla. Seguía siendo lo más importante en su vida, aunque a veces se sintiera derrotado.

Oyó una voz que le hablaba desde el principio o el final del agujero por el que caía. No era la voz de Violeta, tampoco la de Elvira, ni la de Silvia. Y él caía y caía y caía. Deseó que acabara aunque significara el final.

De pronto oyó la voz con claridad, ya no estaba ni al principio ni al final del agujero, la voz estaba junto a él.

–Buenas noches –dijo retirándole el antifaz que le impedía ver.

Silvia llegó enseguida a la calle San Roque. Era una de las antiguas vías de entrada a la ciudad de Castellón, si se llegaba desde Barcelona. Se encontraba muy cerca de la vieja comisaría.

Estaba excitada. Había pasado por alto que en situaciones como aquella debía proceder según el protocolo. Ir sola era un error. Llamó a Monfort. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. La cancioncilla de siempre, pensó. Accedió al portal aprovechando que una mujer abría la puerta. La saludó y se echó a un lado para dejarla salir.

Nadie contestó a la llamada del timbre dorado que había al lado de la puerta del piso. Volvió a llamar. Tras el tercer intento supuso que, o no había nadie, o no querían abrir. Apoyó la oreja en la puerta por si oía algo. Todo estaba en silencio. En aquel momento debió llamar a la comisaría, pero en vez de eso sacó del bolso una pequeña ganzúa. Hurgó en la cerradura, primero con tranquilidad absoluta y finalmente nerviosa. Cuando iba a desistir oyó el clic que tanto esperaba y que en la academia le enseñaron a distinguir. Introdujo entonces una aguja del pelo que previamente había desplegado y segundos más tarde la puerta quedó abierta. No era una experta, pero no estaba mal. Empuñó su arma reglamentaria y accionó el interruptor del pasillo. La luz de la calle apenas iluminaba el interior del piso a través de las ventanas. Pensó en llamar al agente Terreros, pero ya era demasiado tarde: la puerta estaba abierta y ella tenía los pies dentro del piso de Manuel Solís. Aquello era allanamiento de morada, estaba claro. Sabía que se le podía caer el pelo por lo que estaba haciendo. Además, no tenía la certeza absoluta de que hubiera visto allí lo que pensaba, pero lo sospechaba y tenía que comprobarlo. Sintió un ligero temblor en las piernas y en la mano que empuñaba el arma. Pensó que posiblemente había metido la pata hasta el fondo. No la perdonarían por aquello, le caería una buena.

Entró despacio. No se oía ningún ruido en el piso. Salvo por la luz del pasillo que ella misma había encendido, todo estaba en penumbra. Sintió remordimientos, una punzada en el estómago. Ella había estado allí y no le había otorgado la más mínima importancia. Le pareció un jubilado más, solitario y con ganas de hablar del pasado. No encontró nada digno de mención en sus palabras y así se lo hizo saber a Monfort y al comisario Romerales cuando le preguntaron por su visita. Recordó que aquel día le dolía mucho la cabeza, y que posiblemente terminó la entrevista antes de lo que hubiera sido necesario. Había dormido muy mal. Siempre la misma excusa.

Encendió las luces que fue encontrando a su paso y miró en todas las habitaciones. Todo estaba correctamente ordenado y limpio. Allí seguían las fotografías, el televisor antiguo, los visillos en los reposabrazos del sofá. Y también lo que realmente había hecho que regresara hasta allí: la colección de revistas de la estantería, alineadas perfectamente desde el primer número hasta el último. Alcanzó una y la estudió. Era, en efecto, uno de los ejemplares de la que había visto anunciada en el dominical que encontró en la mesita de Jaume. Revistas de boxeo, publicaciones especializadas en el deporte del ring. Hojeó el ejemplar deprisa. Fotografías a todo color de combates, entrevistas a púgiles con las caras deformadas por los golpes, artículos sobre la práctica de aquel deporte. A ella le parecía un poco cavernícola lo de darse mamporros en un cuadrilátero mientras el público gritaba enfervorecido. Guardó el arma. Registró minuciosamente los cajones de la cómoda que había en el salón. Luego hizo lo mismo con los armarios de las habitaciones. Manuel Solís era un tipo ordenado. Como no halló nada que valiera la pena, decidió sacar todas las revistas y mirarlas una a una por si veía alguna cara que pudiera reconocer, aunque en realidad todas eran similares: narices maltrechas, cejas cicatrizadas, ojos hundidos y sonrisas torcidas por el orgullo que otorgan las victorias. No encontró nada tampoco en las revistas, pero estaba claro que aquel hombre tenía relación con el boxeo, aunque solo fuera como aficionado.

Se paseó despacio por el piso. Registró la cocina, miró bajo las camas, debajo de los cojines del sofá y en el pequeño armario del contador de la luz que estaba en la entrada. Pensó en marcharse de allí. Se le ocurrió que quizá todo era fruto de la casualidad.

Una gran colección de revistas especializadas en boxeo, un boxeador asesinado que, a su vez, es el culpable de la muerte de Pedro Casas. Manuel Solís había sido años atrás el encargado de la empresa de Casas. Eran demasiadas coincidencias, allí tenía que haber algo más.

El hombre podía regresar en cualquier momento y entonces ella tendría un serio problema. Decidió que le daba igual y regresó a la habitación donde dormía Solís, con la intención de ponerla patas arriba para encontrar algo que la hiciera salir airosa de aquella situación. Cuando entró en la estancia se fijó en un maletín que asomaba apenas unos centímetros desde lo alto de un viejo armario. Se subió a una silla y tiró de él hasta que lo tuvo en las manos. Lo dejó encima de la cama. Era un maletín de los que se abrían con dos cerraduras mediante una combinación de tres números. Intentó abrirlo con varias posibilidades numéricas, pero podía estar todo el tiempo del mundo y no lograría abrirlo. Fue hasta la habitación donde estaba la lavadora, había visto allí una caja de herramientas. Cogió un destornillador grande y con decisión destrozó las dos cerraduras del maletín hasta que quedó abierto y pudo ver lo que contenía.

¿Qué está pasando? –intentaba recordar dónde estaba y qué había pasado para que le doliera la cabeza de aquella manera. Le costó unos minutos aclimatar la vista a la luz tenue de la estancia.

–Nos estábamos presentando –dijo la mujer, y esbozó una amarga sonrisa. Estaba frente a él, sentada en el sillón, tenía el gato sobre sus piernas y en una de sus manos un vaso con whisky–. Pero de repente se ha interesado por las ratas del desván y luego se ha desmayado. –Se llevó el vaso a los labios.

Monfort se miró las muñecas atadas con cinchos de seguridad de plástico a los reposabrazos de una silla de oficina. Lo mismo le habían hecho en los tobillos, que estaban enganchados a las patas de la silla con aquellos artilugios imposibles de soltar.

–Alguien me ha golpeado en la cabeza –terció confuso–. Estábamos hablando, usted estaba junto al fuego. ¿Quién me ha golpeado por la espalda?

–¿Quién? –preguntó ella en tono irónico–. ¿Ve a alguien más por aquí, a parte de mi pequeño Sugar?

Sin esperar respuesta alguna, continuó hablando.

–Se llama Sugar por Sugar Ray Robinson –explicó, a la vez que acariciaba al gato–. ¿Sabe quién fue Sugar Ray Robinson?

Monfort no contestó. Sabía quien era Sugar Ray Robinson. No era otro que el boxeador de raza negra que había llevado a Jake La Motta por el camino de la amargura. Fue su gran rival durante su carrera profesional como boxeador. Lo había leído en el libro traducido por Alba Casas. Pero lo que le preocupaba era saber dónde estaba la persona que le había golpeado en la cabeza. Debía de estar por allí, en algún lugar, esperando indicaciones.

–Me llamo Carmen –dijo la mujer, y dio otro trago–. No recuerdo haberle dicho mi nombre la otra vez que estuvo aquí, aunque quizá lo haya averiguado después. En todo caso, le estaba esperando. Sabía que tarde o temprano volvería.

–Suélteme de una vez para que podamos hablar en las mismas condiciones –pidió Monfort, lo que provocó en ella una risa ahogada que acabó en un acceso de tos.

–Es el tabaco –se excusó–, acabará conmigo, con todos nosotros. Aunque conmigo acabará antes el alcohol.

Volvieron a oírse ruidos en el piso superior.

–¿Quién está ahí arriba? –preguntó de nuevo Monfort.

–Ya se lo he dicho, no insista, no tenga prisa. Lo sabrá todo a su debido tiempo.

–Pronto advertirán mi ausencia –la amenazó Monfort–, y costará poco que mis compañeros sigan mi rastro hasta aquí.

–¿Cree que me importa? –dijo de pronto; su tono de voz era tenso y seco–. ¿Cree que va a amedrentarme con sus amenazas de mierda?

Encendió un cigarrillo. Apuró la bebida que quedaba en el vaso. Monfort vio que le temblaban las manos. Se puso a hablar sin mirarlo, como si hablara con alguien inexistente en el salón. Tenía la vista nublada.

–¡Ellos lo mataron! ¡Ellos acabaron con su vida! ¡Luis! –exclamó, luego bajó la voz–. Pero se ha hecho justicia. Tal como lo había deseado. Tal como lo había planeado.

Entonces Monfort cayó en la cuenta, ¡se refería a su pareja, Luis, el Diamante Loco, el joven boxeador del que les habló el encargado del gimnasio!

Llegaron nuevos sonidos del piso superior.

–Dígame qué son esos ruidos, por favor –solicitó Monfort con buenas palabras.

Pero ella seguía con la mirada ausente, perdida en un punto inexistente de la estancia. Monfort vio que le brotaba sangre de una muñeca por la fricción del cincho que se le clavaba en la piel.

–Pedro Casas era un cerdo –continuó ella–, por eso murió como se merecía, degollado, con el cuello rajado y desangrado – hizo una breve pausa antes de proseguir–. El Churro hizo bien su trabajo. Pobre idiota, no sabía lo que le esperaba después. ¡Qué asco me daba!

Tenía los ojos perdidos, hablaba para un público invisible, como si hubiera más gente en el salón. Se levantó del sillón y sacó una botella de whisky de un armario, vertió una buena cantidad en el vaso, se la bebió de un trago y volvió a tomar asiento.

–Pedro Casas era un maldito delincuente –prosiguió–. Organizaba combates de boxeo ilegales en los que se llenaba los bolsillos con las apuestas de los desgraciados que acudían. Se aprovechó de mi debilidad por el alcohol y de las pocas luces de Luis. –Soltó una risa amarga y quedó en silencio un instante.

»Lo llamaba el Diamante Loco. Él creía que Casas confiaba en sus puños, en su fuerza, en su boxeo... ¡Mierda! ¡Solo quería dinero, dinero, dinero! ¡Nos embaucó a todos! Peleaban una noche aquí y otra allá. Siempre escondidos, durmiendo en pensiones de mala muerte, comiendo mal, huyendo, escapando, mintiendo. ¡Era un cerdo, un auténtico cabrón! No descansaron hasta convertir a Luis en una máquina destructora. Lo convirtieron en un monstruo que golpeaba sin tregua a sus rivales hasta derribarlos sin piedad. Pegaba fuerte Luis, pegaba duro, muy duro. Les golpeaba hasta que sus mandíbulas se desencajaban, no les daba ni tiempo a comprender de dónde había salido aquella bestia. –Miró a Monfort fijamente–. Sí, me ha oído bien, una bestia, eso es lo que era Luis en el ring.

Parecía abatida. Tomó un cigarrillo a medio fumar que había en un cenicero atestado de colillas y lo volvió a encender. Le seguían temblando las manos.

Monfort iba componiendo un mapa de la situación. La declaración del encargado del gimnasio había sido vital para que pudiera atar definitivamente el montón de cabos que andaban sueltos hasta entonces. Era conveniente dejarla hablar, no interrumpirla, que se sintiera a gusto soltando todo lo que tenía dentro.

Bajó la mirada para parecer sumiso. Le intrigaba saber quién le había golpeado. Lo habrían levantado del suelo tras el testarazo recibido y después lo debieron de atar a la silla con los malditos cinchos que le estaban sesgando la piel. No es que él fuera un peso ligero precisamente. Hacían falta al menos dos personas para poder hacerlo.

–¿Ha oído hablar alguna vez del síndrome de Marfan? –preguntó ella sacándolo de sus pensamientos.

Monfort negó con la cabeza. Quizá solo se lo pareció, pero creyó ver una lágrima deslizándose por su mejilla justo antes de que continuara hablando.

–Luis siempre había sido diferente... Era muy alto, tenía las piernas y los brazos más largos que los demás muchachos, las manos más grandes, los dedos más largos, la cara alargada y los ojos hundidos en sus cuencas. Nos reíamos de él cuando íbamos a la escuela. Yo la que más. –Miró al suelo avergonzada–. Lo expulsaron del colegio porque le dio una paliza a un maestro que se reía de él. Yo tuve la culpa, yo le insulté. Y en vez de pegarme a mí, que es lo que tendría que haber hecho, le atizó a él. Desde entonces, por alguna extraña razón, mi vida quedó unida a la de Luis para siempre. Quizá por arrepentimiento, o por miedo, pero me até a su vida y a su extraño cuerpo. –Volvió a guardar silencio, acariciaba al gato con las yemas de los dedos. Sacó un pañuelo arrugado del bolsillo y se sonó ruidosamente.

»Estábamos metidos hasta las cejas en el fango de Pedro Casas –continuó con gesto serio–. Luis dejó prácticamente de hablar, de sentir, de vivir. Solo boxeaba, nada más. Noche tras noche se empleaba en derribar a sus rivales hasta que todo terminó. –Carmen volvió a callar, parecía estar en otro sitio–. Un especialista en adicciones que me ayudó a salir del hoyo me comentó que Luis tenía todas las características de los que sufren el síndrome de Marfan. Me recomendó que visitáramos a un médico especializado, pero no lo hicimos. Solo le hablé a Luis una vez de ello y no quiso escucharme. No quiso saber una sola palabra sobre aquello. –Comprobó al trasluz de la lámpara lo que le quedaba a la botella.

A Monfort le dolían mucho las muñecas. Ella continuó hablando despacio, vocalizando, pronunciando correctamente todas las palabras, como si fuera otra persona:

–El síndrome de Marfan es un trastorno de los tejidos que proporcionan fuerza y flexibilidad a la estructura del cuerpo humano. Afecta a la mayoría de órganos, sobre todo al esqueleto, a los pulmones y a los ojos, pero también al corazón y a la arteria aorta. Los que lo padecen suelen ser altos y delgados, con los brazos y las piernas más largos de lo normal. También pueden tener una cara larga y estrecha, la mandíbula pequeña y los dientes apretados. Luis reunía casi todas las características. –Hizo una pausa, como si necesitara tomar aire para poder continuar–. No se ha encontrado una cura definitiva para la enfermedad. Luis no quiso saber nada. Pero el boxeo lo mató antes de tiempo. –Carmen calló por fin y cerró los ojos.