18
Después de recibir la llamada telefónica del subinspector Solano y su información sobre el piso de Alba Casas, llamó a Silvia para ir a ver a las dos hermanas. Ella había llegado instantes antes que él en un coche de la comisaría conducido por un agente que regresó de nuevo a su trabajo. Monfort aparcó el Volvo un centenar de metros más allá. Se saludaron junto a la cancela del adosado. Por teléfono Silvia había advertido a las dos hermanas que irían hacía allí. Monfort le contó su conversación con el subinspector Solano y entraron a la casa.
–Vamos a ver –dijo Monfort con autoridad–. Su hija no va a volver por mucho que lloren. Dejen de hablar las dos a la vez y escuchen lo que tenemos que decirles.
El adosado de Juana estaba desordenado. Le hacía falta una limpieza a fondo. Habían echado las cortinas y una capa de polvo cubría los muebles.
–¿Conocen a este hombre? –Silvia les mostró la fotografía del segundo cadáver.
Las dos negaron al unísono con la cabeza.
–¿Seguro? –insistió ella.
–No sé quién es –contestó Juana.
–Yo tampoco –secundó Leo.
–¿Qué relación tenía Pedro Casas con el mundo del boxeo?
–No lo sé –dijo Juana, haciéndose la distraída.
–¡Cómo que no! ¡Estaba obsesionado! –exclamó Leo casi a la vez que su hermana fingiera ignorar la relación.
Estaban sentadas la una al lado de la otra en un sofá que se hundía por la parte central.
–¡Vaya, parece que no nos aclaramos! –advirtió Silvia, que tomó una silla para sentarse frente a ellas.
Monfort continuó de pie, frotándose las manos y dando pequeños paseos de un lado al otro del salón; sabía que aquello ponía nervioso a cualquiera.
–¿Cuál de las dos va a contarnos la verdad de una vez? –preguntó Silvia, señalando primero a una y luego a la otra.
Las dos mujeres empezaron a lanzarse reproches hasta que Monfort las interrumpió con una fuerte palmada. Ellas dieron un respingo y sus traseros se elevaron varios centímetros del sofá por un momento. Silvia sonrió.
–Extralimitarse, extralimitarse... –Monfort susurró aquellas palabras como si se las dijera a la pared.
Las dos mujeres los miraron con perplejidad. Silvia se encogió de hombros como si no supiera de qué iba el juego.
–¿Creen que me estaré extralimitando si las encierro separaditas hasta que decidan quién va a contarnos la verdad?
–El boxeo era su pasión –irrumpió Leo con la mirada fija en su hermana–, el boxeo y otras cosas.
Monfort hizo un gesto con la mano para que siguiera hablando. No hacía falta preguntar nada más de momento. Más tarde hablarían de esas «otras cosas».
–Siempre le había gustado el boxeo, cuando éramos novios ya me dejaba plantada y se iba a los combates que hacían en Valencia, en Zaragoza, en Barcelona... En cualquier lugar donde se celebraban esas barbaridades, allí estaba él. A mí me horrorizaba. Me llevó una vez a ver un campeonato de Europa a la plaza de toros de Valencia. Se enfrentaba un español contra un italiano, no recuerdo sus nombres, ni falta que hace. Al salir vomité todo lo que llevaba dentro. No volví a ir nunca más.
–Pero él sí –apuntó Silvia.
–Sí, sí, él iba a todos los que podía, ya se lo he dicho. Antes y después de casarnos.
–¿Iba solo?
–Tenía amigos con los que compartía la misma afición.
–¿Quién? –preguntó ahora Monfort sin dejar de moverse por el salón.
–No lo sé, no se lo preguntaba, no quería saber nada de aquello. Tampoco él hablaba sobre eso. Nunca fue un hombre comunicativo conmigo. Se hacía lo que él decía y punto. Si quería salir, salía y si no quería entrar, no entraba.
–La felicidad absoluta –apostilló Silvia.
Leo se cubrió el rostro con las palmas de ambas manos y exhaló un profundo suspiro. La hermana continuaba en silencio, a su lado. Hizo un gesto para acariciarle el pelo, pero Leo se retiró rápidamente.
–Y nació Alba –continuó Monfort sin importarle mucho los pucheros de la mujer–. Y cuando se hizo mayor empezó a acompañar a su padre a los combates de boxeo a los que usted no quería ir.
Leo se retiró las manos de la cara y habló con renovado ímpetu, como si le hubieran accionado un resorte escondido.
–Le metió esas ideas en la cabeza. No sé cómo pudo hacer para que la chiquilla, porque era una chiquilla pese a que ya tenía dieciocho años, se encandilara viendo a dos hombres dándose de puñetazos. Pero lo hizo. Cuando regresaba de sus viajes de trabajo le traía revistas, libros, películas de vídeo, todo relacionado con ese deporte tan bárbaro.
–A lo mejor quería que fuera boxeadora –intervino Silvia.
–No, no era eso, nunca dijo nada sobre eso.
Leo suspiró un vez más, buscó en los bolsillos, sacó un pañuelo de papel y se sonó ruidosamente.
–¿Y no trató de apartarla de aquella afición? –preguntó Silvia–. Usted es su madre, digo yo que alguna cosa hablarían si aquello no le parecía normal para una chica de su edad. Sobre todo teniendo en cuenta que a usted le parece horrible.
–A mí nadie me ha hecho caso nunca. Ni mi marido, ni mi hija. –Juana abrió la boca para intervenir–. ¡Cállate! –le ordenó Leo antes de que dijera nada–. Nuestros padres murieron en un accidente de coche cuando éramos pequeñas. Solo me salvé yo. Mi hermana –dijo, y miró a Juana con la mirada nublada–, se había quedado con la abuela. Veníamos de la playa, los tres. –Se quedó meditabunda unos instantes.
»Está muy cerca, aquí al lado. Íbamos por un camino que va desde el pueblo hasta la costa atravesando los campos de naranjos; camino Ben-Afelí, se llama. Yo iba detrás, entonces no había cinturones de seguridad. Me había quedado en casa de una amiguita a pasar el fin de semana. Era un domingo por la tarde, mi padre llevaba la radio puesta a un volumen muy alto; escuchaba El Carrusel Deportivo. Mi madre lo bajaba y mi padre volvía a subirlo. Los dos reían. Fueron buenos tiempos para la familia, nunca les sobró el dinero, pero eran felices. –Silvia observó que Juana lloraba en silencio, con la cabeza agachada–. Mi padre trabajaba en un almacén de naranjas y mi madre estaba en casa, cuidando de nosotras. –Se sonó de nuevo y continuó–: Mi padre se acercó a mi madre para besarla, ella se apartó haciéndose la coqueta, era muy guapa, muy guapa, y muy buena. No vio la curva, dio algunos volantazos, pero en cuestión de segundos empezamos a dar vueltas de campana hasta que el coche quedó bocabajo. Recuerdo que mi madre sangraba, tenía un corte en la cara provocado por los cristales de la luna delantera. Mi padre estaba atrapado, el volante le aprisionaba el abdomen y no se podía mover, me dijo que saliera del coche. Una de las puertas traseras estaba abierta, olía a gasolina, todo olía a gasolina. Me dijo que corriera y que me fuera lejos. Me asusté y empecé a llorar. Mi padre gritó que hiciera lo que me estaba diciendo, y yo corrí todo lo que fui capaz. La explosión debió de oírse desde lejos, volaron piedras y ramas de naranjos, me caí en una acequia que apenas llevaba agua. Cuando logré salir trepando por las paredes del canal, lo vi. El coche era una inmensa bola de fuego. Mis padres estaban dentro. Muertos, quemados vivos. Y nosotras nos íbamos a quedar solas, solas para siempre.
Leo se puso en pie, pidió disculpas con un susurro de voz y subió deprisa las escaleras. Se la oyó entrar en una habitación, o quizá en el baño, cerró la puerta por dentro. Nadie dijo nada. Juana empezó a hablar antes de que se le preguntara.
–Desde entonces no ha vuelto a levantar cabeza. Solamente los primeros años de salir con Pedro y cuando se casaron estuvo mejor. Cuando nació Alba fue todo muy complicado. El parto la dejó destrozada, tuvieron que practicarle una cesárea de urgencia, estuvo a punto de morir desangrada. Estaba sola y se desmayó en la cocina de su casa. Fue un drama. Se arrastró hasta el teléfono y consiguió marcar el número de la ambulancia. Cuando llegué al hospital me dijeron que la niña había nacido bien, pero que ella... –se interrumpió compungida–, ella no podría volver a tener hijos nunca más.
Monfort, con poca delicadeza, preguntó:
–¿Usted no se ha casado nunca?
–No –contestó Juana.
–Pero ¿habrá tenido alguna relación?
–¡Usted qué se cree! –exclamó, recuperada de repente.
–Nada, no me creo nada, disculpe.
–Tienen que entender nuestra situación –dijo Juana pasándose ambas manos por el pelo como si quisiera alisarlo–. Primero lo de Pedro, y ahora Alba desaparece. Es normal que mi hermana esté hundida. Las dos estamos muy mal.
Monfort siguió a lo suyo.
–¿Hijos? ¿Ha tenido hijos? –preguntó.
–¿Quién? ¿Yo?
–Sí, claro, estoy hablando con usted.
–No, no he tenido hijos, pero supongo que ya lo sabe. –Juana empezaba a enfadarse–. He cuidado de mi hermana y de su hija todos estos años. Sin duda, he sacrificado parte de mi propia vida para que ellas estuvieran bien. Compré este adosado, cerca de la casa de mi hermana, para tenerlas cerca. Siempre he estado pendiente de que no les faltara de nada, de que mi hermana tomara su medicación, de proporcionarle compañía, de llevarla a innumerables profesionales para tratarle sus duros procesos depresivos. ¿Es eso algo malo?
–No, al contrario –respondió Monfort–. Todo eso está bien si no se extralimita en sus vidas. –No pudo evitar colar la palabreja.
–¿Cómo dice? –preguntó Juana arrugando el gesto.
Él no hizo caso y siguió.
–Usted trabajó con su cuñado, en la empresa.
–Sí, le echaba una mano en el despacho. Lo hubiese hecho Leo si la salud se lo hubiera permitido, pero no estaba en condiciones.
–Ya. Una mano –dijo de manera casi distraída.
Miró a Silvia y señaló a Juana con el mentón. Ella entendió el mensaje y lanzó la pregunta.
–Entonces se encargaría usted también de todo el papeleo referente a los viajes que su cuñado hacía a China.
Juana contestó afirmativamente con un movimiento de cabeza, sin decir nada, pero los dos policías se dieron cuenta de la leve conmoción en el gesto, la insignificante tensión en los párpados, la boca medio cerrada ocultando la mentira.
Monfort pidió a Silvia que subiera a ver qué estaba haciendo Leo en el piso superior. Cuando desapareció por la escalera se acercó al sofá en el que estaba Juana, se sentó frente a ella en la silla que acababa de desocupar su compañera. La miró fijamente y habló con voz pausada pero firme.
–Escúcheme con atención: su cuñado, Pedro Casas, el marido de su hermana, está muerto. Asesinado. Le cortaron el cuello con un gran cuchillo de carnicero detrás de un puesto del Mercado Central de Castellón. El corte seccionó las principales arterias que llevan la sangre hasta el cerebro. La muerte debió ser horrible. ¿Hasta aquí bien, verdad? –preguntó, levantando un poco la voz. Juana asintió con la cabeza.
»Recientemente hemos encontrado un nuevo cadáver en un piso cercano al mercado. Es el hombre cuya fotografía les hemos enseñado hace un momento y que dicen no conocer de nada. A este hombre le dispararon a bocajarro en el corazón con una pistola de gran calibre. No sé si se ha dado cuenta al ver la fotografía, pero tenía toda la pinta de ser boxeador. Precisamente el deporte que le gustaba tanto a su cuñado, aunque usted lo negara hace un momento. Y parece ser que a su sobrina también le gustaba. ¿Me sigue? –iba subiendo de tono. Juana volvió a asentir–. Y ahora, para acabar de rematar la jugada, Alba, la hija de Pedro Casas y de su hermana, su sobrina, ha desaparecido como por arte de magia y nadie sabe dónde está. –Hizo una pausa que consiguió llenar de tensión.
»Y usted me viene con el cuento de que preparaba los viajes de trabajo de su cuñado. ¿Cree que somos idiotas? ¡Cuénteme la verdad de una vez! ¡Estoy harto! –Arrastró la silla hacia atrás y se puso en pie.
–No iba a China –dijo Juana finalmente en voz baja.
Monfort, de espaldas a ella, mirando por la ventana la interminable fila de casas adosadas, preguntó lo que era obvio.
–¿Adónde iba?
Juana no contestó enseguida. Él seguía mirando hacia fuera. La nariz a escasos centímetros del frío cristal. Dejó que pasara el tiempo necesario. Sabía que hablaría. Un vehículo salió de uno de los garajes. La puerta era automática, se cerró cuando el coche se incorporó a la calle. El cristal de la ventana estaba empañado de vaho. Monfort dibujó una uve de Violeta con el dedo índice. Poco a poco se fue desvaneciendo por la condensación y acabó por borrarse. Cerró los ojos por el cansancio y no los volvió a abrir hasta que Juana habló.
–Fuimos amantes –confesó apenas en un susurro.
–No la he oído bien –mintió Monfort sin girarse.
–Fuimos amantes –repitió con el mismo tono y el mismo volumen de voz, sabía que él la había oído perfectamente.
–¿Y se inventaron lo de China para verse a escondidas?
No contestó. Se quedó mirando al suelo. Monfort pensó en el acierto de Silvia, en aquella conclusión que a él le pareció precipitada cuando se la planteó en aquel restaurante.
–Pero... –empezó Juana.
Dudaba entre continuar o no. Había un «pero». No podía ser de otra forma, era demasiado sencillo. A Monfort le hubiera gustado agarrarla de los hombros y sacudirla.
–No pasaba conmigo todo el tiempo que decía que se iba. Extraía los supuestos gastos del viaje de la cuenta de la empresa y luego desaparecía. Se quedaba con el dinero.
–¿Y adónde iba cuando no estaban juntos?
–No lo sé –contestó ella–. Puede que hubiera otras mujeres. Nuestra relación se había ido enfriando con el tiempo. Mi hermana y él ya se habían separado. Yo quería tenerlo solo para mí, pero él... –dejó pasar unos segundos–, no sé si alguna vez quiso algo serio conmigo.
Monfort suspiró. De alguna manera creyó en lo que decía, pero en aquel momento estaba harto de preguntas y respuestas, harto de medias verdades, harto de casi todo.
–¿Tenía usted acceso a las cuentas de la empresa?
–No, nunca –contestó con rotundidad–. No dejaba que nadie supiera nada de eso.
–¿Y entonces cómo sabía que se quedaba con el dinero? –preguntó con ganas de llegar a alguna conclusión.
–Me lo imaginaba. A veces no había suficiente para pagar algunas facturas y quedaban impagados los recibos hasta que él volvía de donde fuera y reponía el dinero. Llevaba un ritmo de vida a todo tren, a su hija se lo consentía todo: el alquiler de la oficina de Barcelona, los gastos de la editorial, que eran muchos, el coche, la gasolina, los viajes, la ropa, todo, lo pagaba todo.
–¿Su hermana sabe algo?
–¿De qué? –contestó ella en un tono más agrio.
–De la relación que mantenía con su marido, ¿de qué va a ser?
–Le recuerdo que ellos ya no estaban juntos –puntualizó ella.
Monfort apretó los puños y se mordió el labio inferior. Se giró como una exhalación.
–¡¿Lo sabía o no?! –gritó, y le dio un puntapié a una de las sillas.
Notó una sombra que antes no estaba, junto a la escalera, pegada al marco de la doble puerta con cristalera que daba al salón. Juana y Monfort se volvieron a la vez.
–Lo supe desde el primer día. –La voz de Leo salía de forma pausada de algún lugar recóndito entre el corazón y el estómago–. Pero me mantuve callada como una imbécil para que mi marido no me humillara; para que mi hermana no me abandonara y para que mi hija no me olvidara. –Tomó aire para poder continuar–. Viví la condena de saber que mi marido se acostaba con mi propia hermana. Ella y mi hija eran lo único que me quedaba en esta vida. Pensé que si decía algo todos se marcharían y me dejarían tirada como una colilla, como el trasto viejo en el que me he convertido.
Silvia aguardaba en silencio detrás de ella, preparada para sostenerla en caso de que cayera desmayada. No las habían oído bajar las escaleras. Leo lo había oído todo, aunque no parecía sorprendida. Juana hizo ademán de caminar hacia su hermana con los brazos extendidos, pero esta levantó una mano para pararla. Entonces Juana, se hincó de rodillas en el suelo y se cubrió el rostro con ambas manos.
Pedro Casas tomó la decisión de regresar a casa y desaparecer una temporada antes de emprender una nueva tanda de combates. Quería «poner los pies en remojo», como le gustaba decir. Sería dentro de dos meses, tres a lo sumo. Debía pasar un tiempo prudencial, no podía caer en el error de que se hablara de ellos más de la cuenta. Había ganado una importante suma de dinero y convenía pasar un tiempo desapercibido.
Todo había salido a la perfección. El Diamante Loco empezaba a valer su peso en oro. Le dio muchas vueltas a la manera en que podría librarse de la presencia de Carmen, pero sabía que si le prohibía acompañarlos, se acabarían los combates del novato. Pegaba duro, se movía bien frente al rival y no tenía miedo. Una combinación perfecta. Jamás esperaba a que el contrincante fuera hacia él. Daba los pasos de frente, con rabia, y una vez que lo tenía en el punto de mira, golpeaba con furia hasta hacerle besar el suelo. El Diamante Loco tenía un cuerpo demasiado grande y desproporcionado. Las piernas y los brazos eran más largos de lo normal y en dos pasos se plantaba en mitad del ring. Sus puños llegaban al rostro del adversario antes de lo esperado, y entonces era letal. Apenas hablaba con nadie, entrenaba todo el tiempo que le era posible, dormía, comía y vuelta a empezar. Cero problemas y todo ganancias. Carmen era lo único que le preocupaba. Sabía que en el fondo aborrecía todo aquello y en cualquier momento podía convencer a Luis para dejarlo. De momento, lo había solucionado rápido con lo que a ella más le gustaba, el dinero, pero no quería seguir pagándole y menos tener que aumentar su porcentaje. La caló bien desde el principio, cuando la conoció en el gimnasio. Era una alcohólica que había conseguido dejar de beber, pero él sabía que caer de nuevo en el pozo era solo cuestión de tiempo. Tenía un buen cuerpo, una buena figura que el alcohol no había conseguido estropear aún. Él sabía que podría engatusarla para llevársela a la cama si quisiera, pero temía al Diamante Loco. Aquel animal mataría si alguien le pusiera un dedo encima, de aquello también estaba seguro, así que decidió tener paciencia y que se eliminara por sí misma.
La tapadera de los viajes a China se estaba convirtiendo en un peligro por culpa de su relación con la hermana de su exmujer. Al principio, cuando se inventó lo de los viajes, todo iba sobre ruedas. Su trabajo se lo permitía, no tenía que rendir cuentas a nadie. Tenía una empresa de venta de baratijas, no era tan extraño que quisiera viajar a China. Retiraba el dinero equivalente a los vuelos y a los gastos y lo reinvertía en los combates ilegales de los que nadie de su familia tenía la menor idea. Pero tuvo que liarse con Juana, su cuñada. Ella echaba una mano en la empresa, cuatro tonterías, papeleo y poco más. Casas era de los que pensaban que en una oficina debía haber un culo bonito ocupando una silla del despacho, atendiendo a las visitas y preparando el café cuando se lo pedía. Juana nunca fue demasiado lista. De las dos hermanas siempre fue la menos inteligente, pero tenía un cuerpo espectacular y aquello fue algo que nunca le pasó por alto. Su ex era una mujer depresiva que vivía encadenada a su pasado y a su propio sufrimiento. Juana era alegre, brillaba con luz propia, cuidaba de su figura, era presumida y se sentía orgullosa de un cuerpo que no dudaba en lucir. Sin embargo, nunca se casó. Se enamoró perdidamente de un hombre con el que mantuvo una relación que acabó pronto. Cuando él desapareció, Casas no quiso perder la oportunidad y se convirtió en su amante.
Poco a poco ella fue queriendo más: más tiempo con él, más estar al tanto de sus cosas, más control, más vida en común y más cariño. Cuando Juana descubrió lo de sus falsos viajes a China, él trató de engañarla con el cuento de que estaría más tiempo con ella. Compró un apartamento en la playa de Benicàssim para sus encuentros, mientras el resto de la familia pensaba que estaba fuera del país. Pero Juana se dio cuenta de que no todo el tiempo que simulaba estar de viaje lo pasaba con ella. Casas consiguió que no descubriera los combates ilegales, y ella creyó que se trataba de otras mujeres.
La única persona que realmente le importaba en el mundo era su hija. Su madre estuvo a punto de morir en el parto y nunca llegó a recuperarse, pero la niña creció como una rosa. Alba era lo mejor que tenía. Le hubiera gustado tener un hijo varón, pero después del parto su mujer no pudo volver a engendrar.
Pronto descubrió que su hija lo iba a llenar todo. Fue una joven brillante en sus estudios y, al cumplir la mayoría de edad, empezó a inculcarle sus propias aficiones. Lo acompañaba a los combates de boxeo pese al horror manifiesto de su madre.
No escatimó ni un céntimo en todo lo que hiciera feliz a su hija. Financió el sueño de tener su propia editorial y se hizo cargo de todo, pese a que el negocio era una continua ruina. Pero aquello a Casas le daba igual, él pagaba y su hija, a cambio, traducía, corregía y publicaba libros de lo que a él más le gustaba: biografías de boxeadores, manuales de boxeo y todo tipo de publicaciones relacionadas con los cuadriláteros.