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Los agentes Terreros y García acompañaron a José Roig hasta el Instituto de Medicina Legal para reconocer el cadáver de su hermano.

Cuando el doctor Morata abrió el cajón y la camilla interior se deslizó hacia afuera, observaron un ligero temblor en el mentón del agricultor de Nules, que se había mostrado impertérrito hasta entonces. No cabía la menor duda: el cadáver hallado en la calle Pescadores correspondía al hermano díscolo de aquel hombre que, muy a su pesar, había tenido la decencia de presentarse en la comisaría.

El doctor Morata cerró de nuevo el cajón. Entonces, José Roig se llevó ambas manos a la cara y emitió unos extraños sonidos que quizá ni siquiera él mismo había oído nunca. Morata rellenó el acta, echó un vistazo a su reloj de pulsera y confirmó el documento con la fecha, la hora y su peculiar rúbrica de médico de los de antes.

Terreros llamó a Monfort.

–Es su hermano –confirmó al inspector.

–Ahora tendremos que enviar a alguien hasta Nules para investigar en el entorno de esa familia, si es que existe algún entorno. Ya me imagino los gritos del comisario –imitó una voz parecida a la del jefe–: ¡Cómo si fuéramos sobrados de personal!

Terreros sonrió y luego guardó silencio. Se avecinaba tormenta y no solo meteorológica.

–Tranquilo, se lo diré yo –apostilló–. ¿Algo nuevo de la desaparecida?

–No –contestó el agente.

–El tiempo corre en nuestra contra. Más tiempo desaparecida, menos posibilidades de encontrarla sana y salva. En algún lugar tendrá que estar, y presumo que sigue con vida –afirmó rotundo.

–¿Seguro? –A Terreros le salió de dentro.

–Quienquiera que la tenga retenida la necesita. Y eso quiere decir que la necesita viva, no muerta. Tarde o temprano el responsable dará señales de vida. No tiene sentido que la tenga escondida y no la quiera utilizar como moneda de cambio.

–¿Sugiere que hagamos alguna cosa?

–Seguid buscando, nada más.

–Lo haremos.

–¿Dónde está el hermano de la víctima?

–Aquí, con García. Vamos a llevarlo de vuelta a Nules. Por lo que dice vino en autobús, no tiene coche.

–¿No ha hecho ningún comentario más?

–No. Parece un buen hombre. Pero es más de pueblo que el tomillo –ironizó Terreros.

–Sí. –Monfort sonrió, hacía mucho tiempo que no oía aquella expresión.

Terreros escuchó algo que le decía su compañero.

–¡Ah, sí! Dice García que le diga que en Nules conocen a los hermanos con el apodo de los Churros. Según ha dicho, su padre era de Catí, y por aquí llaman así a los que son del interior de la provincia.

Monfort le dio las gracias y pulsó la tecla de final de llamada. Los Churros, pensó. Si a Vicente Roig lo llamaban el Churro, podría ser un buen alias para un boxeador.

Se imaginó un cuadrilátero y público vibrante a su alrededor. Un árbitro vestido de negro en mitad de la lona y un púgil en calzón corto: «A mi izquierda, directamente desde Castellón, el Churro».

Sí, efectivamente, no era un mal apodo para un boxeador.

Miró el teléfono y tuvo la tentación de llamar al doctor Senent para preguntar por el estado de su madre, pero se lo pensó mejor y optó por no ser pesado. Si había alguna noticia, él lo llamaría. No servía de mucho consuelo, pero no había más.

Justo cuando empezaba a creer que quizá no podría averiguar cuál era el secreto de su madre y Encarna Querol, sonó el teléfono y en la pantalla se reflejó un número que no tenía guardado.

–Soy Trini –dijo la voz–. ¿Se acuerda de mí?

Retrocedió un paso al abrir la puerta. El Churro no se presentó con las manos vacías. La botella de vodka conservaba todavía el precinto en el tapón. Su sonrisa dejó a la vista los dientes que tantas veces se habían tambaleado con los golpes propinados por otros boxeadores. Carmen dio otro paso hacia atrás. Él, dos hacia adelante, hasta que tuvo su rostro a un palmo del de ella. Desenroscó el tapón y los efluvios del alcohol llenaron el pequeño espacio entre la puerta y su corazón. Las fosas nasales se le ensancharon, aspiró a conciencia la droga que tanto echaba de menos. Sintió un ligero temblor en las piernas, luego en las manos y un segundo más tarde en el cerebro. Él dio un trago largo directamente de la botella y a continuación se la tendió invitándola a hacer lo mismo. Ella negó con la cabeza, pero sin convicción. El Churro volvió a beber. La nuez de su garganta subía y bajaba al ritmo que imprimía el trago.

Y ella se derritió entera.

Con la mano temblorosa, aceptó el veneno que le ofrecía. Agarró la botella y saboreó el licor que él llevaba impregnado en los labios.

Unos cuantos tragos más tarde, su vestido negro cayó al suelo hecho un ovillo, el boxeador la levantó en volandas y la llevó de vuelta al infierno.

Por las noches, en la cama, cuando quien dormía junto a ella era Luis, la cabeza de Carmen se debatía entre las mentiras, el sexo y el alcohol. Había conseguido engañar a Luis, o eso creía. Él volvía a llegar a casa muy cansado y tarde y, aquellos días, ella intentaba irse a la cama antes de su vuelta. Se sentía valiente porque, de momento, el alcohol ingerido con el Churro cada mañana, o cada tarde que él conseguía escabullirse de los entrenamientos, había pasado desapercibido. El Churro aprovechaba cualquier ocasión para ir hasta su casa. Hacían el amor con prisa, con la excitación que les otorgaba la posibilidad de ser descubiertos. Lo hacían en la cocina, en el salón, en el cuarto de baño, pero nunca en la cama. Carmen no quería que en la comodidad del colchón se alargaran más de lo debido. La tenía hechizada. Las manos fuertes y poderosas del Churro asían sus caderas, la levantaban del suelo y la sostenían contra la pared. Así, de esa manera, satisfacían sus instintos prohibidos, casi salvajes. Carmen suspiraba cuando él se marchaba tan deprisa como había llegado, y su sexo palpitaba ansioso de un nuevo encuentro, rápido y fugaz, alocado y etílico.

El Churro se llamaba Vicente. Se lo dijo la primera vez que hicieron el amor, cuando la botella de vodka apenas contenía un suspiro y sus alientos apestaban a alcohol y a sexo furtivo.

Se le borró de un plumazo gran parte de su anterior vida. Era como si aquella Carmen que había vivido dentro de ella se hubiera desvanecido, dando paso a la joven desinhibida que había sido. La mujer que hacía que los hombres se giraran al verla pasar. Se sentía poderosa. Cuando Vicente no estaba, ella recordaba sus manos agarrándole los senos, su cuerpo caliente moviéndose dentro de su ser.

Intentó dormir, pero no pudo. Luis descansaba tranquilo. Su respiración acompasada le proporcionaba el descanso que necesitaría en los próximos días. Pobre Luis, pensó. Pobre de ella misma. Cuál sería su destino si se enteraba de aquello.

Miró el reloj de la mesita de noche. Faltaban apenas tres horas para que Pedro Casas fuera a recogerlos y emprendieran el camino hacia aquella nueva ruta de combates ilegales. Cómo haría para mantener el engaño. Cómo se las arreglaría para gozar del sexo de su amante. Si Luis se enteraba lo mataría, ella lo sabía muy bien. Si Luis lo amenazaba, el Churro sería capaz de acabar con él a traición. Contempló por un instante la opción de no acompañarlos en aquella ocasión y dejar que las cosas afloraran entre ellos y se mataran el uno al otro, pero sabía que Luis no se iría sin ella y no quería enfrentarse a él. Le temblaban las manos y tenía la boca seca. Se levantó sin hacer ruido. En uno de los armarios de la cocina escondía una botella de ginebra que el Churro había llevado por la mañana. Le quedaba apenas un trago, pero bastaría para calmar el maldito temblor de las manos.

Al pasar por el pasillo miró de reojo el equipaje, preparado para un viaje que quizá fuera el último, y en su mente se instaló una funesta premonición que no logró apartar.