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–Por supuesto que la recuerdo –contestó Monfort.
Menuda, de aspecto juvenil. Divertida en sus gestos, con una particular nariz sobre unos bonitos labios. Ojos negros, pequeños y vivos, el pelo largo, de un intenso color negro. También recordaba su voz cadenciosa y relajante. Quizá fuera ese el secreto para que la señora Querol se encontrara tan a gusto con ella.
–Encarna Querol me ha hablado de su madre –anunció Trini sin más preámbulos.
Se le hizo un nudo en la garganta y no supo qué decir.
–Son cosas del pasado –continuó–, nada malo en realidad, supongo.
–¿Cómo ha sido? ¿Se ha puesto a hablar de repente sobre ella? –atinó a preguntar Monfort.
Trini guardó unos eternos segundos de silencio.
–He sido yo. –Bajó la voz como si estuviera avergonzada–. Le he preguntando con mucho cuidado. Entiendo que es muy importante para usted y he decidido intentarlo por mi cuenta. De repente ha desviado la vista de la fuente y me ha contado una historia increíble. Bueno, perdone, estará ansioso por saber qué ha dicho de su madre.
–Sí –dijo él, y añadió–: ¿Le va bien que nos veamos?
–He de ir al centro. Es mejor que no hablemos de esto en la residencia. La directora no sabe nada. Preferiría que no se enterara de que voy contando lo que dicen los pacientes.
–Claro. –Monfort consultó la hora en su reloj–. ¿Dentro de una hora?
–De acuerdo.
–La invito a comer.
–No es necesario –dijo ella algo azorada.
–Tendrá que comer, ¿no? –Pensó que quizá lo había dicho en un tono demasiado expeditivo.
–Sí, pero no se moleste.
–No me molesta en absoluto. ¿Conoce un restaurante italiano que se llama Vieja Roma?
–Sí –contestó ella–. En la calle Echegaray, junto a la avenida Rey don Jaime.
Monfort se sentía excitado cuando finalizó la llamada. Estaba cerca de conocer el secreto entre su madre y Encarna Querol.
La actividad en la comisaría estaba algo descontrolada. Los agentes que trabajaban en la búsqueda de Alba Casas se sentían cansados y desilusionados. El comisario Romerales intentaba imprimir ánimos, pero notaba que el asunto se le escapaba de las manos. Estaba nervioso y caminaba de aquí para allá sin saber realmente qué hacer. En ocasiones como aquella era cuando más se acordaba la ansiada jubilación.
Varios agentes atendían el teléfono. Seguían llamando algunas personas que decían conocer la identidad del cadáver, pero se trataba de oportunistas que colgaban en cuanto eran informados de que no recibirían ninguna recompensa. Romerales no había difundido todavía la noticia de la identificación del cadáver. De momento, pensaba mantener en secreto aquella información, pero sabía que pronto se filtraría.
La bala hallada en el cuerpo de Vicente Roig se envió al departamento de balística de Barcelona, aún no se habían recibido los resultados. Un policía los apremiaba por teléfono: un día más. Romerales le arrebató el auricular de un manotazo cuando el agente negó con la cabeza.
Silvia y los agentes Terreros y García revisaban un plano de la ciudad colgado de la pared, en el que con chinchetas de distintos colores se indicaban los lugares peinados por los efectivos de la Policía. Faltaba, sin embargo, mucha ciudad por rastrear y buena parte del resto de la provincia. Seguían pendientes de ir hasta Nules para recabar información acerca de José y Vicente Roig.
Silvia propuso a sus dos compañeros que alguien se desplazara hasta el almacén de Pedro Casas para buscar un sótano oculto o alguna habitación tapiada, cualquier lugar en el que fuera posible esconder a una persona. La desaparición de la joven les llevaba de cabeza. Parecía que se la hubiera tragado la tierra, pero la tierra no se tragaba a nadie a menos que la hubieran enterrado.
Juana seguía retenida en las dependencias policiales. Silvia escribió en su libreta nuevas preguntas que le haría más tarde. Le pasaron una llamada de teléfono que atendió enseguida. A su lado, los agentes Terreros y García la miraban expectantes. Ella asentía una y otra vez, hasta que colgó el aparato.
La llamada era del hospital. La vida de Leo no corría peligro. Silvia suspiró. Entonces cambió de opinión y creyó que lo mejor sería dejar que Juana se reuniera con su hermana.
Salvatore, el chef del restaurante Vieja Roma, había bautizado a uno de sus platos con el nombre de Insalata Coriolano. El secreto de la propuesta residía en la materia prima: sabrosas verduras ecológicas producidas en su propia huerta sin artificios ni trucos.
Cayo Marcio conquistó la ciudad de Corioli en el siglo V antes de Cristo, lo que le proporcionó su apodo, Coriolano, y su posterior ascenso a general romano. No es que Monfort se supiera todas las conquistas del Imperio romano, pero conocía la figura de Coriolano por la tragedia homónima de Shakespeare que le tocó digerir en su pasado de estudiante.
En aquel restaurante se sentía como el comisario Brunetti en las novelas de Donna Leon. Sus casos sucedían en la ciudad de Venecia, y el comisario jamás perdía la oportunidad de degustar la magnificencia de la cocina italiana.
Trini nunca había oído hablar de Coriolano, tampoco de Brunetti, pero, tenedor en mano, daba buena cuenta de las relucientes hojas de rúcula y los deliciosos tomatitos, crujientes y sabrosos, aliñados con cariño y generosidad. A la exquisita ensalada le sucedió una abundante ración de pappardelle ai funghi porcini, que la camarera dejó en el centro de la mesa para que se sirvieran a su antojo. Aprovechó para servirles vino, un esplendido Pio Cesare Barolo, elaborado en el Piamonte, y que tan bien maridaba con aquel plato. Monfort apreció los aromas de cereza, de cuero e incluso de humo, tan característicos en los vinos elaborados con uva de la variedad Nebbiolo, pero no se lo dijo a Trini para no abrumarla con sus manías.
Ella cerró los ojos de puro placer al primer bocado de pappardelle impregnado de la untuosa salsa de setas. Al abrirlos se cruzaron con los de Monfort, inquietos y pensativos, y no quiso demorar por más tiempo lo que sabía que él estaba esperando. Se limpió los labios de forma delicada con la gruesa servilleta de tela y luego la dobló con sumo cuidado.
–Encarna Querol ha dicho que su madre y ella tienen la misma edad. –A Monfort su tono de voz le acariciaba los oídos–. Y que fueron amigas inseparables desde niñas. Me explicó que cometieron la gran torpeza de enamorarse del mismo hombre. Él les confesó que las quería a ambas por igual y que no era capaz de tomar una decisión. Luego la señora Querol se ha quedado en silencio. Cuando creía que ya no iba a decir nada más ha contado que, por la profunda amistad que sintió siempre por su madre, decidió hacerse a un lado y apartarse de ellos. Mintió a todos diciendo que aquel hombre ya no le interesaba y así benefició el noviazgo y posterior matrimonio entre los que ahora son sus padres.
–¿Mi padre? –Monfort abrió los ojos de par en par.
–Sí –dijo Trini–. Ese hombre del que ambas mujeres se enamoraron era su padre. Según ha dicho –prosiguió mientras Monfort trataba de digerir la noticia–, ellas no volvieron nunca más a hablar sobre aquello y que, conociendo a su madre, seguro que eso la habrá atormentado durante toda su vida. –Trini se quedó callada unos segundos–. Después ha vuelto la vista de nuevo al patio de la residencia y se le ha quedado la mirada perdida. No ha dicho nada más.
Monfort se mantuvo sin saber qué decir, con la copa de vino en la mano, a medio camino entre la mesa y sus labios.
Tras la comida, Trini no aceptó que él la llevara de regreso a la residencia, ni tampoco a su casa. Antes de despedirse se interesó por los casos en los que estaban trabajando, que, según le comentó, seguía a través de la prensa. Le preguntó cómo iba la investigación y él le resumió muy brevemente el punto en el que se encontraban.
Monfort no se quitaba de la cabeza lo que Encarna Querol le había dicho a Trini. Por fin había descubierto lo ocurrido en el pasado entre las dos mujeres. La lástima era que ninguna de las dos estaba ya en condiciones de darse el abrazo que tanto bien les hubiera hecho. Ahora era, simplemente, demasiado tarde.
Toda una vida, toda una existencia vivida con un regusto amargo que se hubiera solventado con unas sencillas palabras, con un pequeño agradecimiento, con un gesto de amistad y de amor, con un abrazo.
Su padre jamás había dicho ni una sola palabra de aquel asunto. Menudo don Juan estaba hecho, pensó. Dos mujeres a la vez.
Decidió que haría una última visita a la señora Querol y le daría las gracias en su nombre por aquel enorme gesto de generosidad al permitir que sus padres se convirtieran en marido y mujer. Si Trini se lo permitía, le daría un abrazo y dos besos, como si fuera su propia madre quien se los diera.
El sonido de un claxon lo sacó de su ensimismamiento. Estaba parado en la salida del aparcamiento subterráneo de la avenida Rey don Jaime, con la barrera alzada después de haber introducido el ticket para salir de allí, con el motor en ralentí y la marcha en punto muerto. Se había quedado pasmado, pensando en las palabras de Trini; era una mujer realmente encantadora. Además parecía interesada por su trabajo, aunque en realidad no sabía muy bien qué pensar acerca de aquel interés repentino sobre los casos. No había hecho ningún comentario al respecto con anterioridad y se mostró insistente con algunas preguntas que no venían a cuento.
Puso primera, quitó el freno de mano y el Volvo salió por la rampa que lo llevaba de nuevo a las calles de la ciudad. Daría con Alba Casas, la encontraría y la devolvería sana y salva a su mundo de libros. Era lo que debía hacer, lo demás era secundario ya.
Al Churro le faltaba concentración, estaba ausente y había perdido reflejos. Se convirtió en una presa fácil para sus contrincantes. Pedro Casas lo insultaba cuando estaba fuera del ring, lo que empeoraba todavía más su estado de ánimo.
Casas se volcó en Luis, que vencía todos los combates por KO. Hubiera sido un gran púgil de no haber dado con aquella pandilla de maleantes que solo estaban allí por el dinero fácil.
Carmen y el Churro no podían mantener relaciones, pues con toda seguridad los hubieran sorprendido, pero aquello solo contribuía a que su deseo creciera.
Pedro Casas aumentaba las ganancias en cada combate y el entrenador empezó a mirar con otros ojos a su socio y amigo. Pese a que las apuestas cada vez aportaban una suma mayor, el reparto del dinero seguía sin ser equitativo. El entrenador contaba su parte maldiciendo a Casas para sus adentros.
Carmen bebía a escondidas el alcohol que el Churro le proporcionaba. Disimulaba su aliento mascando chicle o lavándose los dientes inmediatamente después de haber bebido un par de tragos. Creía controlar su embriaguez, pero sabía que tarde o temprano Luis se daría cuenta, si es que no lo había hecho ya.
Después de un memorable combate en el que el Churro volvió de nuevo a vencer por la vía rápida, y el Diamante Loco acabó con su contrincante en un segundo asalto descomunal, Carmen no pudo reprimirse y empezó a beber en el baño mientras Luis dormía en la habitación de un hostal de mala muerte cerca de Barbastro, en la provincia de Huesca. Completamente ebria, salió al encuentro del Churro. Entraron en una habitación que otros huéspedes acababan de desalojar y, con las prisas del momento y la ligereza que otorga el alcohol, dejaron la puerta entreabierta. El Churro estaba muy excitado, exultante por la victoria, su hombría se había venido arriba y pensaba celebrarlo como se merecía. Carmen apenas se mantenía en pie; aún así la desnudó con violencia, arrancándole los botones de la camisa. En el estado en el que se encontraba, Carmen no podía colaborar y él estaba cada vez más ansioso. Ella no conseguía mantenerse despierta y él le propinó varios bofetones para que se espabilara. El Churro estaba fuera de sí y la acometía una y otra vez, aunque ella parecía haber perdido el sentido. Cuando se vació en su interior, se dejó caer encima de su cuerpo. Fue un acto de violencia, nada parecido al amor, ni al sexo siquiera. El Churro jadeaba satisfecho, le daba igual lo que Carmen pudiera sentir o lo que pudiera estar ocurriéndole en aquellos momentos, únicamente se trataba de él, de su propio ego y de su vanidad masculina.
Fue justo en aquel momento cuando el Churro oyó unos aplausos cortos, tristes y solitarios que provenían de la puerta de la habitación. Se volvió sorprendido. Apoyado en el marco, vio al entrenador. Su cara no auguraba nada bueno. Corrió a ponerse los pantalones que estaban tirados en el suelo y cubrió a Carmen con la sábana sucia. El entrenador dio dos pasos hacia adelante, entró en la habitación y cerró la puerta despacio, sin hacer ruido, pero asegurándose de que quedaba bien cerrada.
–Llena un vaso con agua –ordenó sin levantar la voz.
Le temblaban las manos, Carmen yacía en la cama, inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Llenó con agua el vaso usado que había en el baño y se lo tendió tembloroso al entrenador, que negó con la cabeza.
–A mí no, imbécil, échaselo a ella por encima, a ver si respira. Con un poco de suerte no la habrás matado, animal. Te tenía que haber dado una patada en el culo hace mucho tiempo.
El Churro temblaba, pero atinó a echarle el agua a Carmen en la cara. Se convulsionó abriendo los ojos de par en par y emitió un ruido como si saliera del trance de estar ahogándose. Tosió violentamente. Se incorporó con dificultad, cubriéndose con la sábana y corrió al váter donde la oyeron vomitar el alcohol ingerido.
–¿Has acabado ya? –le preguntó el entrenador a Carmen cuando dejaron de oírse las arcadas.
–Sí –contestó ella con apenas un hilo de voz.
–Pues ven aquí, siéntate al lado de este imbécil y escuchadme lo que os voy a decir.
Se sentaron juntos en una de las dos camas que había en la habitación. En la otra cama, sentado frente a ellos, el entrenador los miró con una mezcla de asco y perversión.
Carmen conocía de sobra aquella mirada.
Les hizo una propuesta que no pudieron rechazar.