17

Se despertó más tarde de lo previsto. Le costó reconocer que se encontraba de nuevo en la habitación de su hotel. No había bebido. Los calmantes que le administraron en el hospital lo dejaron fuera de combate. Se llevó una mano a la herida y luego se miró los dedos para comprobar que ya no sangraba. En el hospital tuvieron que volver a coser algunos de los puntos de sutura. No estaba la enfermera que olía a almendras, o al menos no la vio. Fue un médico de edad avanzada con aspecto de esperar que llegara la jubilación el que, con cara de pocos amigos, le cosió la herida refunfuñando sobre la fatalidad de trabajar en el turno de noche.

Llamó a recepción y pidió que le subieran el desayuno a la habitación: café, zumo y tostadas. Alcanzó el paquete de cigarrillos y se lo quedó mirando. Se arrepintió y lo dejó de nuevo sobre la mesita junto al libro de Jake La Motta. Miró el lugar en el que estaba el punto de lectura. Le faltaba poco menos de la mitad para acabar de leerlo. Lo haría sin falta. Tampoco es que creyera que leyéndolo llegaría a algún sitio, y mucho menos a obtener una pista sobre el paradero de Alba Casas, pero lo terminaría por si acaso. Aquello le hizo buscar con la mirada su móvil. Estaba encima del escritorio de su habitación. Se incorporó despacio. Solo llevaba puesto el calzoncillo y se estremeció de frío. Miró a través de la ventana apartando ligeramente las cortinas. Hacía sol. La luz iluminaba la fachada posterior del Teatro Principal. Buscó llamadas perdidas o mensajes en el teléfono. Nada. Escribió un mensaje corto y conciso para Silvia: «¿Algo nuevo de Alba Casas?». Pulsó la tecla de enviar. Luego, con cierto remordimiento por haber sido tan escueto, escribió: «Gracias por cuidarme anoche». Y lo envió también. No obstante, lo volvió a leer. Parecía algo más que un agradecimiento por ayudarle. ¿O solo eran imaginaciones suyas? Tres segundos más tarde pensó en cómo lo interpretaría ella.

Silvia lo había acompañado hasta el Hospital General de Castellón. Les atendieron inmediatamente cuando mostró su acreditación. El médico dijo que no era nada, pero que debía tener cuidado para que los puntos cicatrizaran como era debido. De lo contrario, le quedaría una cicatriz como una carretera que asciende a un puerto de montaña: lleno de eses de tantas costuras. Desinfectó la herida, retiró el hilo de sutura anterior y volvió a coser. Le administraron calmantes que hicieron efecto enseguida. Silvia lo dejó frente a la puerta del ascensor. No recordaba de qué manera se despidieron. ¿Le había dado las gracias?

Llamaron a la puerta. Se cubrió con el albornoz que estaba tirado a los pies de la cama y abrió. Un camarero entró con una bandeja que olía a café y a un nuevo día. La dejó sobre la mesa.

–Me he permitido subirle la prensa del día –dijo.

–Sois los mejores. –Buscó la propina en los bolsillos del albornoz. El camarero se marchó antes de que encontrara nada.

El café estaba tibio, el zumo empalagoso y la tostada no le entraba de ninguna manera, y eso, teniendo en cuenta que no había cenado por la noche, era extraño en él. Le echó la culpa a los medicamentos.

En la portada del periódico había una fotografía del rostro de la segunda víctima. Su nariz se veía claramente. Era la viva imagen de un púgil tras el combate. Un pequeño párrafo invitaba a los lectores a ponerse en contacto con la Policía si reconocían a aquel hombre. Daban un número de teléfono directo y gratuito. A ver qué pasa ahora, se dijo, y se dirigió a la ducha.

Mientras se reconfortaba con el chorro de agua, procurando no mojarse los puntos de la cabeza, la pantalla de su móvil se iluminó en la habitación. Silvia había respondido a sus preguntas con tres nuevos mensajes: «Nada de Alba Casas», «De nada», «Voy a ver qué cuenta Han».

El comisario Romerales y la agente Redó certificaron que Han era culpable de la agresión a un policía, así lo había confesado él mismo, pero de nada más. Ahora sería el comisario el que debería arreglarse con el juez de turno para ver qué decisión tomaban.

Vigilarían de cerca a Han si es que el juez lo dejaba en libertad con cargos. Silvia tenía clara su inocencia respecto a las muertes, pero tal como había dicho Monfort por la noche, si podía romper una botella en la cabeza de un policía, podría ser capaz de muchas otras cosas.

Habían pasado las horas que convierten la sospecha de una simple desaparición voluntaria en algo mucho peor. Era el momento de ponerse serios. Había que buscar a la hija de Pedro Casas hasta debajo de las piedras.

Monfort estaba absorto leyendo el libro de Jake La Motta y no vio los mensajes en su móvil. La lectura lo tenía anclado en el sillón frente a la ventana de la habitación. Era un sinfín de despropósitos. Violencia interpretada por un tipo insaciable en el ring y fuera de él. Jake pegaba duro en el cuadrilátero, pero también en su casa, a su esposa, a sus múltiples amantes, a su hermano, a todo el que se le pusiera por delante. Era la historia de un tipo amargado por una infancia plagada de entradas y salidas del reformatorio, llena de complejos que lo convertían en una bestia salvaje capaz de arremeter contra todos y, en especial, contra sus seres queridos. Sus peleas en el barrio, cuando todavía era un niño, fueron el preludio de una vida de golpes. Pero el más fuerte fue el que vivió el primer día en que se vio privado de libertad. Acababa de cumplir dieciséis años y ya tenía una ficha policial demasiado larga como para seguir suelto por las calles.

Algunos de sus complejos eran completamente ridículos, como el de tener las manos pequeñas. Creía que hablaban de él como el boxeador bajito, cabezón y testarudo que era, y luchaba contra aquellos apelativos a vida o muerte. La Motta escondía sus complejos bajo toda clase de excesos: sexo, alcohol, un apetito desmedido y, sobre todo, una violencia extrema tanto dentro como fuera del cuadrilátero.

Hizo una pausa. Encendió un cigarrillo y estuvo tentado de abrir una de las pequeñas botellas de whisky del minibar, pero al final tuvo la precaución de no hacerlo. Le quedaban apenas un puñado de páginas por leer y no podía dejarlo.

Jake La Motta volvió a la cárcel al final de su carrera como boxeador. Era propietario de un club nocturno y cometió el grave error de iniciar una relación con una menor de edad que no tardó en denunciarlo a la Policía. Arrepentido por aquello y por mucho más, confesó entonces el amaño de algunos combates de boxeo. Monfort se quedó pensativo en aquel punto.

Una vez cumplida la pena, sin dinero y sin haber dejado la mayoría de sus vicios, inició una breve y vergonzosa carrera como comediante en pequeños clubes y teatros en Nueva York, al tiempo que veía cómo la federación internacional de boxeo lo eliminaba sin piedad de las listas de los grandes púgiles de la historia del deporte.

El tiempo acabó con el héroe del ring, transformándolo en un hombre sosegado que por fin se decidió a pedir perdón y a perdonarse a sí mismo. Conoció a una nueva mujer y obtuvo un empleo respetable en un pequeño club neoyorquino en el que podía contar su triste historia a los amantes del boxeo. Uno de aquellos clientes le aconsejó escribir su autobiografía, y así lo hizo. En el estreno de la película que Martin Scorsese dirigió basándose en su libro, Jake La Motta se acercó a su exmujer y le preguntó con lágrimas en los ojos: «¿Así era yo?». Ella guardó silencio un instante, recordó los años de golpes y gritos y le contestó: «No. Tú eras peor».

–Fin –dijo Monfort para sí mismo. Volvió a la página de los créditos en la que aparecían los nombres de la editorial y de la traductora: Libros del Crepúsculo. Alba Casas.

Estaba aturdido. La palabra boxeo se había infiltrado en su vida y en su trabajo. Jamás había tenido la más mínima curiosidad por aquel deporte que, según él, consistía en darse mamporros hasta que uno de los dos contrincantes cayera al suelo destrozado. Eso, o luchar hasta la extenuación hasta que un árbitro, más o menos parcial, decidiera quién era el ganador y quién el vencido. No, decididamente no le gustaba el boxeo, pero ahora la palabreja flotaba en el aire en forma de pista. En primer lugar, había que encontrar a Alba Casas para que les contara si existía alguna relación entre su padre y el boxeo. Esa era la cuestión, solo esa: Pedro Casas y el boxeo.

Una vez cerrado el libro, alcanzó el teléfono y leyó los mensajes de Silvia. La llamó.

–Hola, Silvia –dijo.

–Hola, jefe, ¿cómo te encuentras?

–Como un trasto viejo.

–Bueno, eso es normal.

–Eres muy simpática.

–Perdona, lo siento. Espero que estés mejor.

–Eso ya me gusta más.

–¿Has leído mis mensajes? –preguntó ella.

–Sí.

–Estamos organizando un amplio dispositivo de búsqueda para encontrar a Alba Casas, ahora ya es una prioridad.

–¿Qué ha dicho su amigo?

–Poco, lo mismo que te dijo a ti. Ha vuelto a confesar que fue él quien te golpeó, pero nada más. Insiste una y otra vez en que no sabe dónde puede estar Alba. Le caerá un buen correctivo por lo que te hizo. El juez dirá. Romerales está con ello ahora.

–Necesito que les pidas a Terreros y García que averigüen todo lo que puedan sobre clubes de boxeo en la provincia. De ahora y de antes, gimnasios donde se den clases o lugares donde puedan entrenar a aspirantes, necesito saber todo lo que esté relacionado con el boxeo en esta ciudad.

–Lo haré, descuida. ¿Puedes levantarte?

–Estoy en ello. No soy un anciano.

–Por cierto, ¿has visto la foto en las portadas de los periódicos locales? –preguntó ella, obviando el comentario.

–Sí, es feo de narices.

–Nunca mejor dicho. –Se echó a reír.

–¿Ha llamado alguien?

–Solo unas veinte personas –ironizó Silvia.

–Lo que nosotros nos temíamos y la jueza no quiso escuchar.

–Avísame si me necesitas. Yo me encargo del dispositivo de búsqueda. La encontraremos. No se la puede haber tragado la tierra.

–Espero que no –concluyó Monfort temiendo lo peor.

Tampoco le dio las gracias esta vez.

Una decena de policías escuchaban atentamente al comisario Romerales. A su lado, Silvia se desesperaba con su largo discurso. Antes había hablado con Terreros y García sobre la petición de Monfort de buscar lugares relacionados con el boxeo en la ciudad o en la provincia. Terreros se había marchado en coche a un gimnasio en el que conocía a alguien que podría facilitarle información.

Romerales acabó de dar las interminables instrucciones para la búsqueda de Alba Casas. Se repartieron copias de una fotografía que su madre les había proporcionado.

Silvia había ordenado a la madre y a la tía que no se movieran del domicilio de esta última por si tenían que localizarlas. El teléfono fijo de la casa de Leo se desvió al número de su hermana. Ambas estaban muy nerviosas y no paraban de discutir. Dos agentes uniformados custodiaban la casa en todo momento.

La búsqueda sería ardua y complicada. Romerales resopló. Silvia intentó alejarse sin ser vista.

–¡Silvia! –la llamó.

–Dígame –contestó, en un intento de mostrarse diligente.

–¿Tienes un momento?

–No sé si ahora tenemos muchos momentos –contestó ella mirando el trajín de agentes recogiendo sus armas reglamentarias para salir a la misión encomendada.

–Necesito hablar contigo –afirmó Romerales con autoridad–. Ahora.

Silvia dejó sobre una mesa el resto de copias de la fotografía de Alba Casas e intrigada siguió al jefe por el angosto pasillo de la comisaría camino de su despacho.

Afeitado y bien vestido parecía otro. Aún le dolía la cabeza. Los puntos de sutura, los analgésicos, las pocas horas de sueño y el libro de Jake La Motta revoloteaban a su alrededor sin dejarlo en paz. Antes de salir al pasillo del hotel recibió una llamada. Se detuvo, volvió sobre sus pasos al ver quién era y cerró la puerta de la habitación cuando estuvo dentro.

–Dime, Solano.

–La vecina quería acabar con mi cuerpo serrano –dijo el subinspector.

–No es Marilyn Monroe precisamente –bromeó Monfort.

–No, pero persistente lo es un rato. ¡Qué mujer! Es una vieja, pero ánimos tiene los de una chiquilla. No paraba de hacerme ofertas y descuentos, ni que fuera un bolso falsificado en un mercadillo de barrio.

–¿No habrás sucumbido a sus encantos? –preguntó Monfort con sorna.

–En fin –resopló Solano, y las palabras se confundieron con los sonidos del tráfico–. Bueno, a lo que vamos. Al final he entrado en la oficina esa. No había nadie. Antes me he pasado unas cuantas horas esperando a que llegara alguien, pero no ha entrado ni Dios en todo el tiempo que he estado jodiéndome de frío en la esquina de enfrente.

–Podías haber subido a casa de la vecina, te hubiera hecho entrar en calor.

–Muy gracioso –respondió Solano–. He abierto la puerta con mi soltura característica y me he colado dentro. Hace tiempo que por ahí no pasa nadie, olía a cerrado, a moho, a los meados de gato de la escalera. Está todo lleno de libros por todas partes, libros y más libros.

–Los que tú nunca leerás.

–¡Exacto! ¡Eres un cachondo! Los cajones están atestados de facturas y de recibos, contratos editoriales, montañas de páginas escritas en inglés y en otros idiomas que no sé de dónde coño serán. Lo he mirado todo, lo he puesto patas arriba y luego patas abajo, y finalmente lo he vuelto a poner todo en su sitio y me he largado por donde había entrado intentando no hacer ruido. Pero parece que la lozana vecina tiene un radar en la puerta y nada más llegar al rellano me ha recibido con un sugerente picardías que dejaba ver mucho más de lo que me apetecía en aquel momento. Carne a destajo, vaya. He estado más tiempo intentado zafarme de su turgente silueta que registrando la oficina. Ha habido un momento en que ya no sabía qué hacer, si saltar por el hueco de la escalera y matarme o llamar a algún compañero para que la detuviera y me dejara en paz. Yo creo que nunca en la vida me han dicho tantas cosas sobre este cuerpo mío que ya no está para muchos trotes. ¡Qué perseverancia! No sé si realmente consigue ganarse la vida así, pero al incauto que pille lo dejará apañado para rato. Si tuviera que hacer un informe sería más extensa la parte dedicada a la vecina que a lo que realmente he ido a hacer.

La sirena de una ambulancia atronó al pasar por delante de donde estuviera Solano.

–¿Dónde estás? ¡Vaya escándalo!

–En la Gran Vía, junto a plaza Universidad, esperando a un compañero. Vamos a la inauguración de una cervecería alemana que han abierto en el barrio de Hostafrancs.

Monfort guardó silencio varios segundos.

–Entonces, ¿no has visto nada que te haya llamado la atención?

–Nada de nada, ya te digo, papeles y más papeles, pero para mí que son todos normales y corrientes, de trabajo. Eso sí, a ese tipo le va la marcha.

–¿A ese tipo? –preguntó Monfort sorprendido–. ¿Qué tipo?

–Al de la oficina esa de los libros, a quién coño va a ser. –Solano reconoció el coche que se acercaba a la acera.

–No es ningún hombre, es una mujer, se llama Alba Casas – puntualizó Monfort.

–¡Joder! –exclamó Solano a la vez que abría la puerta del copiloto para introducirse en el automóvil–. Pues tiene todo el despacho lleno de carteles, fotografías y libros de boxeadores.

En la población asturiana de Pola de Siero tuvieron que huir como alma que lleva el diablo cuando la guardia urbana hizo acto de presencia en la finca ganadera donde se celebraba el combate. Gracias a la pericia del propietario del local, que engatusó a los agentes, pudieron escapar en la furgoneta antes de que los vieran. Aprovecharon el revuelo del público que huía de forma desesperada y en pocos minutos estaban ya en la carretera que había de llevarlos hasta Torrelavega, en Cantabria.

Una vez que los ánimos se hubieron apaciguado en el interior del vehículo, Pedro Casas esgrimió un puñado de billetes que agitó al aire para que los demás pudieran verlo. Rio de forma obscena. Aquella manera de reír le helaba la sangre a Carmen.

Casas se había llevado el dinero de las apuestas sin que el primer combate –entre el Churro y un boxeador local de ojos saltones apodado el Coruxa– hubiera llegado a su fin. Cuando irrumpieron los agentes corría el cuarto asalto y el Coruxa estaba recibiendo una severa tunda. El asturiano se tambaleaba, ya no era capaz de coordinar sus pasos y su cuerpo amenazaba con acariciar el suelo. Había dejado de cubrirse el rostro, y cuando los golpes le llovían por todos los lados, el combate se detuvo de manera forzosa.

El Churro, que normalmente reía las gracias y seguía el juego a Casas, tenía los ojos inyectados de rabia. Apenas se había podido secar el sudor y cubría su torso desnudo con una manta.

Pedro Casas seguía blandiendo el fajo de billetes entre risotadas. El entrenador se aferraba al volante con los ojos fijos en la carretera mojada y deslizante. Se encontraban en un punto cualquiera de la geografía asturiana, lejos ya de Pola de Siero, donde, con toda probabilidad, los hombres habrían salido en búsqueda del dinero que ahora Casas tenía en su poder.

Carmen, abrazada a Luis, tenía malos presagios. Luis intentaba dormir a pesar de lo que sucedía a su alrededor. Fue entonces cuando de repente, de un zarpazo, el Churro arrebató los billetes de la mano de Pedro Casas. Este se volvió con rabia desde el asiento delantero que ocupaba y le propinó un puñetazo al boxeador en la cara, y luego otro, y otro, y otro más, hasta que un reguero de sangre empezó a chorrear por su boca. Los gritos de dolor inundaron la furgoneta. Pedro Casas recuperó su dinero y le lanzó una toalla para que se secara, eso fue todo, nada más. El entrenador continuó con la mirada fija en la carretera, ni un ligero movimiento por la sorpresa del incidente, nada.

Carmen lloraba aterrada, Luis la abrazaba y observaba a los dos hombres con un odio inmenso, como aquel que sintió cuando el maestro se mofaba de él. Carmen se fijó en su mirada y tuvo miedo, un miedo que trepaba por su columna vertebral y le atenazaba el cuello. Se acordó del día en que le dijo al niño que era Luis entonces, que olía a sudor y a meados. Lloró por todo lo que le había pasado y por lo que estaba viviendo. Y oyó una voz desde lo más profundo de su ser que le decía que necesitaba beber. Era la única solución.