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Silvia y Monfort se reencontraron a las ocho y media de la mañana en uno de los despachos de la comisaría. Monfort se alegró de verla. Ella también, sin embargo, no tenía ganas de hablar. Estaba sentada con los codos apoyados en la mesa.

–¿Qué te pasa?

–Anoche salimos –contestó Silvia con la voz pastosa.

–¿Salimos?

–Ana Forcada y yo.

–Hay formas y formas de salir –apuntó Monfort, prolongando el labio inferior hacia delante.

Silvia hizo un gesto con la mano para advertirle de que ya era suficiente. Monfort optó por dejarla en paz, conocía muy bien aquel estado, pero la paz duró poco. El comisario Romerales entró en el despacho como un huracán.

–¡Buenos días! ¡Pongámonos a trabajar! –ordenó mientras dejaba una abultada carpeta encima de la mesa.

De la carpeta fue sacando una a una las fotografías del cadáver hallado en el Mercado Central. Con cuidado y en el orden que llevaba anotado en una libreta, las fue fijando en el panel de corcho de una de las paredes del despacho que alguien había vaciado previamente.

–Pedro Casas, empresario –el comisario leía sus notas a toda prisa–, separado, con una hija...

Monfort resopló, interrumpiéndolo.

–Todo eso ya lo sabemos –dijo el inspector.

Romerales le lanzó una mirada que no auguraba nada bueno.

–¿Era rico? –preguntó Monfort y tomó asiento–. ¿Qué se ha encontrado en su domicilio?

–Los agentes Terreros y García se han puesto ya con el tema de sus cuentas bancarias, movimientos de tarjetas, transacciones de la empresa y esas cosas.

–¿Cuándo tendremos resultados?

–Espero que al final de esta misma mañana nos pasen el informe del banco y de la empresa. ¿Y a ti qué te pasa? –inquirió el jefe mirando a la agente–. ¿No preguntas nada?

–No le das tiempo –contestó Monfort–. Te apañas bien solo.

Silvia estaba mareada. Prefería estar callada y esperar a ver por dónde iban los tiros.

–Bueno, ya veo que no está el horno para bollos –atajó Romerales–. Si os parece bien, voy a repartir el trabajo.

–Reparte, reparte, a ver a quién le toca la mejor parte –dijo Monfort en tono graciosillo, y miró de reojo a Silvia, que los seguía con semblante huraño. Romerales obvió el comentario.

–Terreros y García se encargarán del tema de los bancos. Ayer interrogaron ya a algunos vecinos de la víctima. ¡Silvia! –exclamó para captar la atención de la agente–. Me gustaría que investigaras la actividad de la empresa y a sus antiguos trabajadores. Sabemos que actualmente apenas funcionaba, pero no mucho tiempo atrás había sido un buen negocio con una plantilla considerable.

–¿No habría que registrar a fondo su domicilio? –preguntó Silvia volviendo a la realidad.

–Hazlo también –contestó Romerales un poco importunado.

–¿Y yo, jefe? –dijo Monfort levantando el brazo como si estuviera en la escuela.

–Déjate de cachondeo, no me jodas. Ve a ver a su exmujer, habla con su hija, interroga a la familia. No estaría de más que fueras al Mercado Central. Tú no estuviste allí, quizá alguien vio algo y se olvidó de decírnoslo. ¿Os parece bien? –concluyó Romerales.

–¿Tenemos alguna otra opción? –preguntó Monfort.

–¡No! –contestó secamente Romerales.

–¡Dios, qué genio! –suspiró Silvia.

–Nos vemos aquí otra vez a las ocho de la tarde. Espero que saquemos algo en claro y podamos dar pronto carpetazo a este asunto.

–¿Nos invitarás a cenar? –preguntó Monfort mirando a su compañera con gesto de complicidad.

Por toda respuesta, Romerales se volvió de espaldas empuñando el teléfono y marcó un número de memoria.

–¡Terreros! –dijo mientras los dos policías abandonaban por fin el despacho.

Ya en la calle, Monfort llamó al doctor Senent.

–Dame alguna buena noticia –dijo mientras encendía un cigarrillo.

El Mercado Central era un lugar muy concurrido. Monfort se dio cuenta enseguida de que en todos los puestos se comentaba lo que había sucedido. Era lo más lógico. En los pasillos había algunos corrillos de gente que hablaba del tema en voz baja. Dos policías pasaron junto a él. Se había reforzado la vigilancia en el interior del mercado y en las calles aledañas. Dos individuos de una televisión local entrevistaban a un hombre alto y delgado que despachaba frutas y verduras. Uno grababa con una pesada cámara al hombro, el otro esgrimía un micrófono poniendo cara de circunstancias. No era para menos. Una señora se desesperaba al ver que el tendero atendía a los de la televisión y no a ella.

En cajas pulcramente ordenadas, se exhibían frutas y verduras de la mejor calidad. A Monfort le encantaba el paisaje gastronómico de los mercados. En Barcelona, en lugar de ir al archiconocido mercado de La Boquería, Monfort acudía de vez en cuando al mercado de Sant Antoni.

Evidentemente, el de Castellón era más pequeño, pero los puestos de pescados y mariscos ocupaban casi una mitad del recinto. Caminó despacio, deleitándose con la imagen de los bogavantes, doradas, merluzas y langostas. Tampoco quitaba ojo a todos aquellos tenderos, ojerosos la mayoría, intentando adivinar cuál de ellos podría aportar algún dato interesante. Le hubiera gustado interrogarlos a todos. No lo descartó. Salió del recinto por una puerta lateral que daba a las dos plazas que rodeaban el edificio, la plaza Mayor y la plaza Santa Clara. Allí, adosado a las paredes del propio mercado, había un quiosco de prensa y un pequeño bar, apenas una barra de tres metros en la que un hombre con bigote preparaba bocadillos con una mezcla hecha a base de bacalao desmigado, cebolla picada, pimentón rojo y aceite de oliva. Rellenaba con destreza los pedazos de pan crujiente y los servía con cuatro aceitunas negras en un plato. Aquella combinación de ingredientes hacía de aquel sencillo bocado todo un arte de la gastronomía popular de la ciudad.

–Póngame uno de esos, por favor –pidió al hombre, señalando el que acababa de preparar.

Un d’abaetxo i pebre roig! –cantó el hombre mientras le tendía un plato con una punta de pan de un palmo con aquella delicia en su interior.

–Gracias –dijo Monfort al alcanzar el plato. Y añadió–: Y un poco de vino también, si es tan amable.

El hombre vertió cuatro dedos de vino tinto en un vaso de caña y se lo acercó.

–Parece que la gente no tiene miedo después de lo que pasó el sábado –se aventuró Monfort.

–¿Y qué tenemos que hacer? –preguntó el hombre con un marcado acento valenciano–. No nos vamos a quedar en casa. Tenemos que trabajar. Si no abrimos, no viene nadie, y si no viene nadie, pues ya sabe, a dos velas –concluyó a la vez que se pasaba los dedos índice y corazón por los ojos.

–Está claro –asintió Monfort con la boca llena.

–Nadie vio nada –habló de nuevo el del bar–. De repente, todo el mundo se puso a gritar. La gente salía corriendo del interior del mercado muy asustada. Yo pensé que habían puesto una bomba, o que se había producido un escape de gas, no sé, algo así. Dicen algunos tenderos que hubo gente que se fue corriendo sin pagar lo que estaban comprando. Otros cogieron lo que pudieron al salir –suspiró de forma prolongada y su bigote se agitó ligeramente.

»En fin, gente roín ha habido siempre, pero lo cierto es que la mayoría salieron como alma que lleva el diablo. Los periódicos hablan y hablan, igual que la radio y la tele, pero aquí nadie vio nada salvo la chica de la panadería que se encontró el muerto. Estaba degollado, detrás del puesto, junto al cuarto de los cubos de la basura. Lo mataron con un cuchillo de una de las carnicerías.

La barra se empezaba a llenar y el camarero se volvió de espaldas para lavarse las manos. Monfort esperó a que sirviera los bocadillos y las bebidas que le pedían y pidió la cuenta.

–¿Café? –preguntó cuando le devolvía el cambio.

–No, gracias. –Monfort no iba a echar a perder el magnífico sabor del bacalao con el café, y lo saludó con la cabeza antes de sacar la cajetilla de cigarrillos del bolsillo.

El lugar de los hechos todavía estaba sellado con cinta de balizamiento policial, pero allí no quedaba nada que valiera la pena conservar. Los agentes ya habían escudriñado a fondo cualquier cosa que pudiera ser importante. Había dos grandes cubos de color negro, un armario metálico con las puertas abiertas en el que había varias escobas y un carro de los que utilizan los barrenderos, con dos compartimentos para poner los cubos. Miró la pequeña libreta en la que llevaba anotado el nombre de la carnicería de la que el asesino supuestamente robó el cuchillo.

Un hombre con aspecto de estar bastante nervioso salió de la parte posterior del puesto, ataviado con un largo delantal blanco. Tras presentarse y mostrar su placa, Monfort fue directo al grano.

–¿Cómo es posible que alguien robe un cuchillo de carnicero así sin más?

–Sus compañeros ya me hicieron mil preguntas –contestó el carnicero de forma tensa.

–Pero ahora soy yo quien pregunta, no mis compañeros –dijo Monfort al tiempo que daba un paso hacia delante–. No tengo ganas de perder el tiempo. Podemos hablar aquí o en la comisaría, lo que usted prefiera.

–No tengo ni la más remota idea de cómo pudo ocurrir –contestó el hombre. Y al rascarse la frente, se le quedó la marca de las uñas en la piel. Tendría apenas cuarenta años, estaba en forma, no era demasiado alto y le quedaba poco pelo que peinar–. No dejo de darle vueltas. Es prácticamente imposible que te quiten un cuchillo de esos sin darte cuenta.

–Pero está claro que alguien lo hizo, por difícil que pueda parecer –puntualizó Monfort.

–Así es –contestó el otro mirándose las zapatillas de deporte.

–¿Qué hizo esa mañana?

–Despachar todo el tiempo. El sábado es cuando viene más gente al mercado y estamos muy liados, hay que aprovechar.

–¿Él lo puede corroborar? –preguntó Monfort señalando a un hombre mayor que atendía a una clienta.

–Por supuesto –contestó el carnicero mostrando una pizca de alivio en su rostro.

–¿No paró ni un momento de trabajar? ¿Ni un solo momento? Piense.

El hombre soltó un bufido y se frotó las manos. Las tenía húmedas de sudor.

–Fui al bar a buscar unos bocadillos para mi padre y para mí, a eso de las nueve de la mañana, como todos los días. Cuando tenemos mucho trabajo comemos aquí mismo, en el puesto, entre cliente y cliente.

–¿Es su padre? –preguntó Monfort, indicándole con el mentón al hombre que cortaba con destreza unos estupendos chuletones de ternera.

–Sí. –Pareció titubear una décima de segundo.

–¿De quién es el negocio?

–Mío. –Una sombra extraña veló el rostro del carnicero.

–Pues su padre tiene muy buena maña cortando la carne.

–Sí, claro.

–¿Antes era suya, la carnicería?

–¿De quién?

–De su padre, hombre, de su padre, le pregunto si el puesto era antes de su padre –se impacientó Monfort.

–Esto..., sí, antes era suyo, me cedió la licencia cuando...

–Tranquilo –lo interrumpió Monfort–, no se preocupe, no le voy a denunciar porque su padre trabaje estando jubilado, pero más le vale que lo que ha contando sobre el robo del cuchillo sea verdad o no me quedará más remedio que dar parte de esta pequeña irregularidad.

El carnicero puso cara de susto, abrió los ojos, se frotó la boca con una mano y juró que todo lo que había contado era completamente cierto.

–Más le vale –sentenció–. No sería extraño que alguien en la comisaría pensara que lo del robo del cuchillo es un invento.

El carnicero palideció. Su piel, de por sí pálida, se tornó blanca como la cal, y un ligero temblor apareció de repente en su labio inferior.

Monfort le tendió una tarjeta con su número de teléfono y lo invitó a que lo llamara si recordaba cualquier otra cosa por banal que pudiera parecerle. Se despidió también del padre del carnicero, pensando en los deliciosos chuletones.

En la panadería donde trabajaba la chica que halló el cadáver, un joven atendía a un grupo de señoras que, más que estar allí para comprar, preguntaban. Esperó paciente a que el joven se deshiciera de ellas.

–Solo quieren saber –dijo el chico cuando la última de aquellas mujeres se había ido–. ¿Qué le pongo?

Aunque le hubiera encantado probar alguna variedad de las típicas cocas de Castellón que se exhibían en el mostrador, Monfort no iba a comprar nada, por lo que le mostró la acreditación y se presentó.

–¿Cómo te llamas? –preguntó a continuación.

–Raúl Ortells –contestó.

–¿Dónde está la chica que encontró el cadáver?

–En casa. Es mi hermana, pero ya habló con la Policía el mismo sábado. Ella no vio nada más que lo que ya dijo. El hombre estaba en el suelo –continuó–, con un corte en el cuello y cubierto de sangre.

–Lo sé, tranquilo, no te preocupes. ¿Quién trabaja aquí normalmente?

–Ella y mi madre, pero el sábado, en aquel preciso momento, mi madre había ido a llevar pan a un bar de la plaza.

–Entiendo. Entonces, tu hermana estaba sola.

–Así es.

–¿Y dónde estabas tú?

–Con mi padre, haciendo pan, que es donde suelo estar.

Salió del mostrador y se bajó de la tarima que lo alzaba casi dos palmos del suelo. No era alto, lucía bastantes kilos de más y su cara de bonachón estaba marcada por los granos.

–Mi hermana está jodida, ¿sabe? Esto va a ser un palo grande para ella. Es un poco aprensiva ya de por sí. Le ha afectado bastante este rollo. Veremos cómo lo supera.

–¿Cuántos años tiene? –preguntó Monfort.

–Dieciocho. Es la pequeña.

–¿Y tú?

–Veinte.

–¿El negocio es familiar?

–Sí. Mi padre es panadero de toda la vida. Somos de un pueblo muy pequeño cerca de Morella. Tuvo una enfermedad que le afectó a los pulmones y los médicos le dijeron que los inviernos eran demasiados duros para él allí arriba. Así que nos trasladamos. A mi hermana y a mí nos vino bien porque preferíamos vivir en la ciudad. A mi madre le costó dejar el pueblo.

–Estarán contentos vuestros padres. Los dos trabajando en el negocio familiar –dijo Monfort, dando por sentado que el joven era como un libro abierto.

–Trabajamos muchas horas, de noche y de día, pero no está mal, no nos podemos quejar. Hacemos el pan en un horno pequeño que compraron mis padres cuatro calles más allá. –Señaló hacia un punto inexacto–. Era de una panadería que cerró. Tenemos este puesto en el mercado y servimos a unos cuantos bares y restaurantes del centro. Vivimos de esto los cuatro, que ya es mucho.

–Me gustaría hablar con tu hermana.

–No sé, ya le he dicho que está mal. Espere un momento –dijo el joven, a la vez que miraba con asombro el pasillo del mercado–. Mire, va a tener suerte, por ahí viene.

Era una chica muy delgada, embutida en unos estrechos pantalones de cuero negro y botas militares. Llevaba una camiseta y una pesada chaqueta de cuero también de color negro. Era extremadamente pálida; llevaba una gruesa línea de rímel en los ojos y los labios pintados de negro. Lucía una ristra de pendientes en cada oreja y un piercing brillante en una aleta de la nariz.

Su hermano dio varios pasos hacia la chica antes de que esta llegara al puesto de pan.

–Judith, ¿qué haces aquí? ¿No te han dicho que te quedes en casa?

–Paso, no puedo más, estoy agobiada.

La joven parecía el contrapunto de su hermano. Físicamente eran muy diferentes. Si se quería encontrar, tenían un aire parecido en el rostro, pero a simple vista nadie hubiera dicho que eran hermanos. Hablaban de forma muy distinta y el carácter de ella distaba mucho del de él.

–Este es el inspector Monfort –el hermano inició la presentación–. Ella es mi hermana, Judith.

Monfort tendió la mano y la joven dudó varios segundos en secundarle.

–A mí hubo una temporada que me gustaban los Cure y grupos por el estilo, lo digo por la estética que llevas, aunque yo ya soy un carroza.

Judith lo miró con cara de pocos amigos.

–Me gustaría hablar contigo –continuó Monfort–. Sí, ya sé que el sábado te debieron de freír a preguntas y que debes de estar hasta las narices.

–Pues entonces ya está todo dicho –intentó concluir la joven.

Dos mujeres se acercaron al mostrador y antes de pedir al hermano de Judith, miraron de arriba abajo a la joven y cuchichearon un par de frases que los demás no pudieron oír.

–No te molestaré mucho –insistió Monfort–. Solo un café y cuatro preguntas.

–Vamos –dijo la chica ante la atenta mirada de su hermano que los vio desaparecer entre la clientela que deambulaba por el mercado.

–A veces salgo con un chico que trabaja en una pescadería de aquí, del mercado.

Judith rechazó el café que Monfort le había ofrecido en la terraza de una cafetería. Sin embargo, aceptó fumar un cigarrillo del paquete que el inspector había dejado a posta sobre la mesa.

Monfort no dijo nada, dejó que ella siguiera hablando. Estaba claro que quería decir algo, si no, a santo de qué le iba a contar aquello de que tenía novio.

–Se llama Álex, no es nada serio, tampoco es un rollo de aquí te pillo y aquí te mato, entiéndame, de momento estamos bien así. Vamos cada uno a nuestra bola.

La mirada de Judith se perdió en el escaparate de ZARA, pero no miraba los vestiditos. Monfort esperó pacientemente.

–Él vio a un hombre –dijo por fin–. Tropezó con un tipo en la puerta de los aseos del mercado. No le moló nada la pinta que tenía.

–¿Por qué no mencionaste nada a la Policía? ¿Por qué no lo contó él?

Judith se encogió de hombros y jugueteó con el piercing de la nariz, dándole vueltas con las yemas de sus dedos.

–Dice que tenemos que pasar de todo, que no tiene importancia, que debió de ser una casualidad. Cree que si dice algo, lo van a machacar a preguntas.

–Pero a ti no te lo parece, ¿verdad? –preguntó Monfort al tiempo que memorizaba el nombre del novio de Judith.

Ella se limitó a bajar la vista y mirarse las botas.

–¿Te ha dicho que no digas nada?

Judith se levantó de la silla como accionada por un resorte imaginario.

–A mí nadie me dice lo que tengo que hacer.

Monfort no quiso salir corriendo en busca del novio, o lo que fuera de Judith. Cabía la posibilidad de que ella se lo dijera. No obstante, se dio un paseo entre las exclusivas pescaderías del local. Creyó reconocerlo enseguida. Un chaval vivaracho, con el pelo peinado en una cresta engominada y un tatuaje en el brazo. Delgado y con los ojos perfilados con rímel negro. No estaba seguro de lo que pensarían sus padres de aquel aspecto, pero él no era nadie para juzgar la estética de los jóvenes. Lo observó de lejos durante un buen rato. En menos de media hora, Álex visitó el baño en dos ocasiones, y cuando salía lo hacía de manera muy distinta a como entraba. Monfort salió a la calle a fumar, harto del olor a pescado. Llamó al doctor Senent, pero tenía el teléfono desconectado. No creía probable que su amigo contestara a las llamadas mientras estaba operando. Debía tener paciencia. Decidió que hablaría con el novio de Judith al final de la mañana, cuando los clientes ya empezaran a escasear en el mercado.

Caminó sin rumbo fijo por las calles del centro. Entró en una tienda de discos de las que ya quedaban pocas. Discos de vinilo de todas las épocas, álbumes especiales, recopilaciones, rarezas discográficas. Reconoció la canción que sonaba en el interior. Elvis Costello: She. Le recordaba tiempos mejores. Salió de la tienda embriagado por el sonido del británico, no sin antes levantar el pulgar al encargado de la tienda para mostrarle su aprobación.

Silvia fue a ver al que años atrás fuera el encargado de la empresa de Pedro Casas. Justo antes había llamado a los agentes Terreros y García, que estaban recopilando información sobre las cuentas bancarias de la víctima. El director de la sucursal de un banco de la avenida Rey don Jaime les había dicho que quizá Manuel Solís podría darles información sobre Casas. Localizar el domicilio fue sencillo.

El portal de la finca de pisos de la calle San Roque estaba abierto. Subió hasta la cuarta planta en un desconchado ascensor. Llamó al timbre y le abrió la puerta un hombre mayor. La agente se presentó y le indicó que no ocurría nada grave, que únicamente necesitaba recopilar cierta información. Manuel Solís parecía encantado, se comportaba como si le estuviera pidiendo una entrevista para la televisión. La hizo pasar al salón y la invitó a tomar asiento. Hablaron un poco para romper el hielo. Estaba jubilado, le dijo. Por su aspecto, Silvia ya lo había imaginado. Su esposa había fallecido mucho tiempo atrás sin que llegaran a tener descendencia, explicó el hombre.

El comedor estaba repleto de recuerdos y fotografías de otras épocas que, a juzgar por las imágenes, fueron más felices. Silvia se fijó en los libros y las revistas que ocupaban la estantería. Un televisor, pesado y voluminoso, presidía la sala. El sofá tenía mantelitos bordados a mano en los reposabrazos, vestigios de su esposa, con toda seguridad. Le ofreció café. Silvia hubiera preferido un vaso de agua y una aspirina, pero se abstuvo de pedirlo. Le dio las gracias de todos modos y declinó la invitación.

–¿A qué se debe la visita? –preguntó él.

–¿Sabe algo de Pedro Casas?

–No –contestó Manuel Solís intentando esbozar una sonrisilla interesante–. Hace mucho tiempo que no sé nada. Trabajé para él cuando las cosas iban bien en este país, pero de eso hace mucho tiempo ya–. Lucía una dentadura cuidada, quizá fuera postiza.

–El sábado lo encontraron muerto en el Mercado Central.

–¡Dios mío! –El hombre dio tal brinco que se puso de pie.

–No se altere –le advirtió para calmarlo–. Siéntese, por favor.

–¿Es el que mataron en el mercado? –Volvió a sentarse.

–Así es, y le ruego que no diga nada al respecto. De momento preferimos que no transciendan los detalles para no alertar al asesino. ¿Lo ha entendido? –dijo mirándolo a los ojos.

–Sí, sí, claro –contestó un tanto azorado.

–Pues eso –convino Silvia–. Ahora, me gustaría que me escuchara con atención y contestara a mis preguntas sin dejarse nada de nada, ¿de acuerdo?

–Por supuesto –contestó.

Silvia dejó escapar un suspiro. Dudó si el hombre se había percatado de ello, pero en el fondo le daba igual. Manuel Solís estaba más dispuesto a oírse a sí mismo que otra cosa. En aquella soledad que le rodeaba, debió de sentirse protagonista por una vez.

El agente Terreros estaba hasta las narices de escuchar las explicaciones del director de la sucursal bancaria acerca de los negocios de Pedro Casas, de sus viajes de negocios a China y otras aventuras del empresario de baratijas de todo a cien. Su compañero, el agente García, lo estaba viendo y temía que en cualquier momento estallara.

–Es una suma que no está nada mal –puntualizó el director del banco, mientras removía un montón de papeles en su desordenada mesa de despacho–. Tenía una cuenta a plazo fijo, con una cantidad que no había tocado desde que la abrió. Pero eso no quiere decir nada, obviamente.

–¿De cuánto estamos hablando? –preguntó el agente García viendo que su compañero tenía los nervios a flor de piel–. Llevamos aquí una hora y sabemos vida y milagros de su cliente, ahora muerto, pero no el dinero que tenía en esas cuentas.

–Tuvo varias cuentas de ahorro: una solo a su nombre, otra a nombre de él y de su exmujer, otra con su hija, una cuenta corriente para la empresa y varios tipos de inversiones en acciones de empresas nacionales, así como...

–¡Basta! –gritó por fin el agente Terreros, y se puso de pie. Miró su reloj de pulsera y dándole golpecitos con el dedo índice dijo–: En diez minutos quiero las cuentas bien claritas encima de la mesa.

–Pero...

–¡Ni pero, ni pera! –bramó ahora el agente García–. ¡Coja una hoja de papel y un puto lápiz y apunte lo que tenía Pedro Casas en el banco!

–De acuerdo –admitió el director visiblemente molesto–. ¿Tienen que hacer algún recado por aquí cerca? –Al ver el rostro del agente Terreros se arrepintió de haber formulado la pregunta.

A penas quedaban clientes en el Mercado Central. Los dependientes limpiaban con ahínco los puestos y guardaban en las cámaras frigoríficas el género que no habían vendido. Monfort se apoyaba en una de las paredes exteriores del mercado, fumando un cigarrillo. Lo vio salir deprisa, con el gesto enfurruñado. Aplastó la colilla con la suela del zapato y en cuatro zancadas se puso a su altura.

–¿Álex? –preguntó.

El joven llevaba un pantalón vaquero y una cazadora de cuero sintético. Calzaba unas botas Dr. Martens de media caña, con los cordones de color rojo. Un atuendo atrevido pese al tufo a pescado que desprendía.

–¿Qué pasa? –contestó con un gruñido sin dejar de caminar.

–Soy el inspector Monfort, de la Policía Nacional. Quiero hablar contigo.

–Tengo prisa –contestó Álex, que aminoró el paso.

–Pues que espere la prisa –repuso Monfort–. Para un momento.

Álex se detuvo y miró al inspector de arriba abajo.

–¿Quieres una cerveza? –preguntó Monfort, y señaló una de aquellas terrazas en las que los clientes burlaban al frío a base de cafés y cigarrillos.

–No he comido –respondió el joven.

–Yo tampoco, y no pienso invitarte a comer.

Algo parecido a una sonrisa apareció en el rostro del supuesto novio de Judith.

Se sentaron en una terraza. Un camarero depositó un par de cervezas y un pequeño cuenco con cacahuetes encima de la mesa metálica. Bebieron los dos a la vez, Álex dio un trago más largo que Monfort.

–Explícame qué pasó el sábado cuando te tropezaste con ese tipo a la salida de los lavabos del mercado.

–¿Qué tipo?

–Me han dicho que tropezaste con alguien.

–No me tropecé con nadie, no sé de qué me habla.

–Sí lo sabes. Mira –Monfort le tendió el paquete de cigarrillos para que cogiera uno–, no vamos a estar aquí haciendo el tonto a esta hora y sin comer. Sé que te tropezaste con un tipo que no te dio buena espina y que instantes después tu novia encontró un cadáver por casualidad.

–¿Ella le ha dicho eso?

–No te hagas el sorprendido, que no se te da nada bien, se te nota a la legua. Sé que Judith te ha llamado esta mañana para decirte que me lo había dicho. Si no has hecho nada, no tienes de qué preocuparte ni culparla a ella de nada. Solo quiero que me cuentes cómo era ese hombre, cómo vestía, qué aspecto tenía..., todo lo que puedas recordar será de gran ayuda.

–Judith está acojonada. Se encontró el muerto y lo lleva mal. Ustedes no paran de hacerle preguntas. Le dije que había visto a un tipo raro, nada más, veo gente rara todos los días. –Miró de soslayo a Monfort–. Yo creo que empieza a ver fantasmas.

–Pero se lo dijiste, le dijiste que aquel hombre te había parecido extraño.

–Ya le digo, creo que Judith empieza a ver fantasmas.

–No entiendo por qué no quieres colaborar. –Monfort entró a las buenas.

–Porque es una tontería. No sé para qué demonios le dije nada.

–Pero se lo dijiste.

–Me voy. Usted paga –apuró la cerveza y se levantó.

–¡Siéntate! –le ordenó Monfort.

–¿Y si no quiero?

–Mira, Álex, yo creo que te conviene hablar. Te he observado con detalle esta mañana mientras trabajabas en la pescadería, reconozco la reacción de las pupilas antes y después de los viajes al baño.

Se sentó inmediatamente. La nuez de su garganta subió y bajó varias veces seguidas. Luego tosió pese a que no tenía tos. Cogió el cigarrillo que asomaba del paquete que Monfort tenía sobre la mesa y lo encendió con su propio mechero. Empezó a contarle lo que había visto aquella mañana del sábado. Monfort pidió dos cervezas más.

¿Dónde estás? –preguntó con el móvil pegado a la oreja, tapando con el dedo índice de la otra mano el oído contrario, para poder oír algo a pesar del ruido que una máquina limpiadora hacía al pasar junto a él en una calle del barrio marítimo de la ciudad.

–Si te digo la verdad, no lo sé –contestó Silvia.

–Pues sí que empezamos bien –repuso Monfort.

–Eso digo yo. Me he hecho un lío intentando llegar al piso de Ana Forcada, pero me he metido por unas callejuelas que no me suenan de nada. Está aquí al lado, eso lo tengo claro, pero no lo encuentro.

–Y eso que tú eres la experta en tecnología punta, GPS y demás artilugios sofisticados.

–Muy gracioso. Llevo uno de los modernísimos coches de la comisaría, con la tecnología más avanzada que se pueda una imaginar.

–Eso es lo que os pasa a los jóvenes de hoy en día: sin ponerle la dirección al cacharrito, no sabéis llegar a ningún lugar. Os habéis olvidado de la costumbre de preguntar.

–En fin... –resopló Silvia.

–¿Has comido?

–No, a eso iba, a ver si Forcada ha dejado algo en su nevera.

–¿Sabrías llegar hasta el Grao? –preguntó Monfort.

–Supongo que sí –contestó Silvia deteniendo el coche junto a la acera–. Según tú, siempre puedo preguntar.

–Te espero en el restaurante Rafael en veinte minutos.

–¿Con qué sorpresa culinaria me piensas sorprender esta vez, jefe? –preguntó ella haciéndose la graciosa, pero Monfort ya había cortado la comunicación y abría la puerta del conocido restaurante.

Estaba realmente delicioso –indicó Monfort al camarero cuando retiraba los platos.

–Lo celebro –contestó cortés tendiéndoles la carta de postres.

–Tomaremos café –dijo Silvia, que sabía que su jefe obviaría el postre.

El arroz negro estaba en su punto. Elaborado a base de un buen sofrito, con sepia, calamar, el toque justo de vino blanco y un delicioso caldo de pescado. El vino sugerido por el camarero también fue un acierto.

Silvia le relató su conversación con el que fue el encargado del negocio de la víctima, pero no había nada en aquel hombre que le hubiera suscitado especial interés. Había trabajado para Casas en los buenos tiempos y después habían perdido el contacto. Dijo que no lo había vuelto a ver más desde que dejó la empresa.

Los agentes Terreros y García habían telefoneado a Monfort antes de la comida. Estaban investigando las cuentas bancarias de Pedro Casas y las transacciones a una empresa china en la que la víctima compraba los artículos. Ahora faltaba constatar que las transferencias y los viajes de los que había hablado el director del banco eran únicamente de trabajo o si había algo más. Le confirmaron también que las cuentas de Casas estaban bien provistas.

Por su parte, Monfort le contó a Silvia la descripción que Álex, el novio o lo que fuera de la joven que halló el cadáver, hizo del personaje con el que se tropezó a las puertas del baño. Claro que Álex no había ido allí únicamente a hacer sus necesidades, por lo que quizá la descripción no era del todo fiable. Pero algo era algo. Silvia no se perdió ni un detalle de lo que el pescadero le había dicho a Monfort.

En el restaurante se habían quedado solos. Las luces del fondo del comedor se apagaron. Monfort miró al camarero para llamar su atención.

–¿Quiere que nos vayamos? –preguntó cuando el hombre se acercaba a la mesa.

–No, por favor, no hay problema, pueden quedarse el tiempo que gusten, faltaría más.

Monfort pidió entonces dos dedos de whisky de malta sin hielo y medio gin tonic para Silvia.

El propietario apareció discretamente para saludar a Monfort, a quien ya había visto por allí en alguna otra ocasión.

–¡Qué fama tienes en estos lugares! –exclamó ella con una sonrisa cuando el propietario se retiró.

–Más vale que te conozcan aquí que en el cementerio –contestó llevándose el ancho vaso a la boca.

Llegaron al domicilio de la víctima alrededor de las seis de la tarde. Un agente uniformado custodiaba la entrada de la finca. Otro lo hacía junto a la puerta del tercer piso. Tras enseñar sus credenciales a los agentes, pasaron al interior de la vivienda. Silvia echó un vistazo a la cocina, al salón y a la única habitación en la que había una cama. En las estancias restantes solo había cacharros inservibles, muebles viejos, una bicicleta estática, libros, periódicos y revistas.

–No parece un hogar, es como si fuera un almacén que utilizaba para dormir –apuntó Silvia.

–Pero está más o menos limpio –observó Monfort.

–Seguro que tenía a alguien que le hacía la limpieza. Habrá que encontrar a esa persona por si sabe algo que valga la pena.

–Buena observación –indicó mientras rebuscaba en los cajones de la mesita de noche de la habitación–. ¿Los agentes no han encontrado nada?

–Nada –confirmó ella–. Nada de interés. Pero lo dejaremos todo así por si tenemos que seguir buscando. De hecho Romerales habló de desmontar algunos de los muebles.

–Sí, y tirar las paredes abajo –terció con sorna Monfort–. ¿Y los vecinos? ¿Qué dicen los vecinos?

–Que era un hombre normal, que venía poco por aquí, que no acudía a las reuniones de escalera, que pagaba religiosamente lo que le pedían y que no causó nunca ningún problema. Ninguno de los vecinos a los que hemos preguntado tiene nada que decir en su contra. No hacía ruido, no llegaba a deshoras, no provocaba escándalos. Nada.

–Un vecino modélico. Cuando se enteren de que le han rebanado el pescuezo, ya veremos qué opinan de él.

–¿Te has fijado en los cacharros que tiene como decoración? ¿Y los cuadros? –preguntó Silvia alzando la voz.

–Sí, todo tiene un rollo oriental con regusto rancio. Y no precisamente a jamón de Guijuelo, que es lo que se corresponde con la abultada cuenta corriente del muerto.

–Pues tendría dinero, pero este piso está un poco cascado y decorado con pésimo gusto.

–Es lo que tenemos los hombres maduros y solitarios.

–¿Tacañería?

–¿Crees que soy un avaro?

–No creo que en tu casa tengas colgado ninguno de estos –replicó ella, mirando fijamente un cuadro en el que dos cachorros de oso panda roían bambú.

–Pues no –convino él–. De esos no tengo ninguno todavía. Tengo de otros.

–Aquí no hay nada que valga la pena –concluyó Silvia después de mirar en todos los cajones y armarios–. Si tenía algo que ocultar, lo debía de tener en otro lugar. Puede que en su oficina, en la empresa.

–Terreros y García han vuelto allí después de esclarecer el tema de las cuentas bancarias. Espero que tengan algo que decirnos. Recuérdame que mañana por la mañana vuelvan aquí y hablen de nuevo con todos los vecinos. Sin dejarse a ninguno.

El comisario Romerales los había convocado a las ocho de la tarde, pero Silvia y Monfort llegaron con antelación. Ambos estaban en el despacho que Silvia se había adjudicado, después de retirar una montaña de archivadores que olían a papel mojado, sillas viejas, percheros rotos, mesas cojas y otros enseres desvencijados que no darían ninguna alegría a un marchante de antigüedades.

Monfort dejó pasear la vista a través de la ventana mientras Silvia intentaba escribir con tiza los nombres de los que habían pululado alrededor de la vida de la víctima en una pizarra. Soplaba un viento intenso y había oscurecido deprisa. La iluminación amarillenta de las farolas de la ronda de la Magdalena ofrecía un aspecto mortecino a los pocos viandantes que iban y venían de sus casas a los colmados cercanos. Monfort pensó en una sopa caliente, una mantita y un sillón, pero sabía perfectamente que era solo una ilusión, apenas recordaba el tiempo que hacía que no gozaba de aquellos tres privilegios juntos.

–No me escuchas –advirtió Silvia; sopló los restos de tiza que habían caído en forma de polvillo sobre la manga de su jersey.

–No, tienes razón –trató de disculparse, volviéndose hacia ella.

–Bueno, por lo menos no mientes.

El comisario Romerales y los agentes Terreros y García llegaron a la vez. Se saludaron e intercambiaron unas palabras sobre la desagradable climatología y otras banalidades. Luego, tomaron asiento en las sillas que Silvia había dispuesto frente al encerado.

En la pizarra había escrito un puñado de nombres. No es que fuera gran cosa, pero por algún sitio había que empezar.

–Pedro Casas, la víctima, de la que poco a poco vamos recabando información –comenzó Silvia cuando todos estuvieron atentos–. Los carniceros del mercado, padre e hijo, a los que el asesino robó el cuchillo como a dos tontainas. La familia de la panadería, cuya hija, Judith, encontró el cadáver. Su..., digamos, novio, Álex, trabajador de uno de los puestos de pescadería. Instantes antes de que se hallara el cuerpo, tropezó a la salida del baño con un tipo que le pareció extraño, y del que nos ha dado una descripción que no es gran cosa, pero que es lo único que tenemos de momento.

»Manuel Solís, el encargado que trabajó en la empresa de la víctima, que no sabe nada de él desde hace años. La exmujer y la hija, con las que de momento solo se ha hablado para comunicarles el fatídico desenlace. Ahora las dos mujeres se han trasladado temporalmente a casa de la hermana de la ex de Casas. Y por último –Silvia hizo un círculo con la tiza para englobar dos palabras–, están estos dos componentes que no debemos pasar por alto: China y Dinero.

A los diecisiete años, Carmen ya estaba cansada de casi todo. Esperaba con ansiedad cumplir la mayoría de edad para largarse de la casa de sus padres y probar fortuna lejos de aquella ciudad que le apretaba como una soga en el cuello. Su madre, que no conseguía levantar cabeza tras seis largos años de profunda depresión, había dejado de preocuparse por ella. Aquella enfermedad la mantenía enclaustrada en un sillón frente al televisor, sin soltar palabra. Solo lágrimas y pucheros, miradas lánguidas, desespero, desolación y miseria emocional. Era como si no tuviera madre.

Su padre regentaba un bar. Un próspero negocio de carajillos, cervezas y tapas de caracoles picantes, que no le dejaba un minuto libre en todo el día y gran parte de la noche. Carmen nunca supo a ciencia cierta si su padre se daba cuenta de que en su casa –aquella casa que apenas pisaba más que para dormir– había dos personas que se estaban muriendo despacio: la una de la enfermedad de la tristeza y la otra del mal de la transparencia. Porque así se sentía Carmen, transparente, como si nadie se fijara en su existencia. La figura de un padre de familia no aparecía por ningún sitio. Ella pensaba que llegaría el día en que se cruzaría con él por la calle y no la reconocería.

Su cuerpo se desarrolló deprisa, explotó demasiado pronto, provocando los pavoneos habituales en los muchachos de hormonas dislocadas. Para colmo, era una enamoradiza idiota que tropezaba una y otra vez con la misma piedra, o mejor dicho, con el mismo tipo de inmaduro que la llevaba por un camino de rosas efímero con la única perspectiva de acariciar su joven y voluptuoso cuerpo.

Tuvo un novio al que le costó Dios y ayuda dejar. En un bar de mala muerte que olía a cerveza rancia, le dijo que no lo podía aguantar ni un minuto más. A decir verdad, no se lo dijo de aquella manera, sino que dio mil rodeos. Escogió las palabras una a una como si deshojara un margarita para decirle finalmente que quería darse un tiempo para pensar en su futuro. Un futuro que a todas luces pasaba por estar muy lejos de él.

Tiempo atrás, en el colegio, hubo un chico del que todos se burlaban. Demasiado alto y algo deforme, con la espalda encorvada, los brazos descompensados respecto al resto del cuerpo, las piernas exageradamente largas y la cabeza alargada como un pepino. Le pegó una paliza a un maestro burlón. Carmen sabía que había sido culpa suya, y a partir de aquel momento germinó dentro ella la semilla del remordimiento. Él le pidió que se sentara a su lado, y ella lo insultó. Tras la paliza lo expulsaron de la escuela. Pero siguió espiándola todos los días, a la llegada y a la salida de las clases, intentando pasar desapercibido, tarea imposible con semejantes hechuras.

Varios días después de dejar al que fuera su novio, él la estaba esperando cerca de su casa, sentado en una vieja motocicleta. La llamó y ella se le acercó despacio. Pensó que la iba a matar por lo que le había dicho tiempo atrás. Se fijó en su cuerpo. Había cambiado, sus piernas seguían siendo largas, pero se habían adecuado a un cuerpo grande, más compensado de lo que recordaba. Él le tendió un casco. Carmen apenas le llegaba a la altura del pecho. Su cuerpo se había transformado. Aquel torso, los hombros, los brazos, nada tenían que ver con lo que ella recordaba. Todavía se hablaba de la tremenda paliza que le había dado al maestro que se reía de él. A decir verdad, nadie en aquella clase estaba libre de culpa. Todos se mofaban de su aspecto. Pensó de nuevo que ella fue la culpable de la paliza. Sabía que él descargó su ira en el maestro por no hacerlo en ella.

Seguía tendiéndole el casco en silencio. Carmen reparó por primera vez en sus ojos, pequeños, tristes, pero bellos. Sin decir palabra se puso el casco que le ofrecía, y con algo parecido a una sonrisa lo invitó a que la llevara hasta su casa. Ya en marcha se agarró a su cintura, ancha, tensa, dura, y apoyó la cabeza en aquella espalda en la que tan segura se sentiría a partir de entonces, aunque en ocasiones le asaltara un temor desangelado.