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Fue bonito mientras duró, pensaba la agente Silvia Redó sentada al borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y las palmas de las manos aguantándole la cabeza. Dormir se había convertido en una necesidad difícil de satisfacer. Los fármacos la adormecían durante un par de horas, pero pasado ese tiempo, clic y vuelta a empezar.

Jaume Ribes se lo había puesto más fácil de lo que cabía esperar en una ruptura sentimental. Encajó el golpe como un escollo con el que se tropieza en el camino, y tomó las riendas del asunto como si tuviera claro lo que debía hacer. Le habló con calma, sereno; estaba triste, pero entero. Habló de la felicidad de ambos, del poco tiempo transcurrido y de todas las sensaciones maravillosas que había experimentado junto a ella; de sus trabajos, tan poco compatibles, pero a los que no quiso atribuir la responsabilidad de la ruptura. Silvia estuvo a punto de arrepentirse de su decisión, de desmoronarse en un mar de lágrimas mientras él intentaba llevar aquella situación dolorosa por el camino del raciocinio, con el ánimo de conservar una amistad que ella sabía que sería imposible de mantener. Mientras le hablaba, agarrándole de la mano, desde algún rincón de su cuerpo había sentido el impulso de besar aquellos labios y arrancarle la camisa para acariciar su torso firme una vez más. No tengo remedio, pensó poniéndose en pie para dirigirse a la ducha. Se llevó una mano a la frente. ¡Incluso le había ofrecido quedarse en el piso de Castellón el tiempo que fuera necesario! Ella lo había rechazado sin dudar, claro. Compartir piso la hubiera llevado a mucho más que a abrir una puerta con la misma llave.

Ocupaba ahora la habitación reservada para el inspector Monfort en el Hotel Mindoro de Castellón de la Plana. Él había regresado urgentemente a Barcelona. Su madre estaba ingresada en el hospital y la cosa no parecía pintar nada bien.

En el hospital de Sant Pau de Barcelona, Bartolomé Monfort fumaba con gesto contenido junto a la garita del vigilante de seguridad.

–Perdone, pero aquí no se puede –advirtió el guardia, asomando la cabeza por la ventanilla con la vista fija en el cigarrillo recién encendido–. Puede hacerlo al otro lado de la calle –indicó.

Pero el inspector Monfort ya había aplastado el pitillo en la parte superior de una papelera, para encaminarse de nuevo hacia el interior del emblemático hospital, una de las joyas arquitectónicas de la ciudad y un magnífico ejemplo del modernismo catalán.

La madre de Monfort sufría una grave insuficiencia renal que llevaba de cabeza al acreditado doctor Senent. Un par de horas antes le había comentado que habría que esperar poco menos que un milagro para que saliera de la situación actual. Creía estar preparado para el desenlace. De hecho, hacía ya algún tiempo que se temía lo peor cada vez que veía el número de teléfono de la casa de sus padres reflejado en la pantalla de su móvil. Su padre se encontraba bien, pero su cabeza iba y venía cual barco a la deriva. En cambio, su madre siempre había estado delicada de salud. La asistenta lo telefoneó justo después de llamar a la ambulancia, su madre se acababa de desplomar en medio del salón del domicilio familiar.

El inspector había coincidido casualmente con el doctor Senent en unas jornadas sobre medicina forense, impartidas por un amigo común. Más tarde, los tres se encontraron en la barra del bar del hotel en el que se alojaban.

Ahora la madre de Monfort estaba en la unidad de cuidados intensivos. Que el doctor Senent lo conociera no mejoraba su estado, pero le reconfortaba poder preguntar y que le repitiera, una y otra vez, lo que ya sabía de antemano.

Como todos los sábados, en el Mercado Central de Castellón de la Plana había una actividad frenética. Era un espectáculo de colores, olores, sabores y sonidos. Una sucesión de puestos alineados exhibían con orgullo sus preciados productos, compitiendo unos con otros en frescura y calidad. La sección de pescados y mariscos era, sin duda, la joya del mercado; el cercano puerto del Grao suministraba las mejores piezas para deleite de los clientes. El resto de secciones tampoco se quedaba a la zaga: frutas, verduras, carnes, embutidos, quesos, salazones, aceites... Los bares instalados a las puertas del mercado trabajaban a destajo.

Entre la maraña de clientes, curiosos y turistas, un hombre caminaba con paso firme y decidido hacia los aseos públicos. Ocultaba las manos en los bolsillos de su chaquetón negro. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. Caminaba deprisa. Entró en el lavabo para hombres, echó el cerrojo y se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada. Sacó las manos de los bolsillos del chaquetón, llevaba guantes, pero estaban manchados de sangre. Se los quitó con cautela, buscó una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo y metió en ella los guantes manchados, la anudó con fuerza, y la introdujo de nuevo en el bolsillo del chaquetón. Apoyó las manos en la pila que había enfrente y se miró directamente en el espejo. Abrió el grifo y observó como el agua giraba junto al desagüe y luego desaparecía. Le hubiese gustado ser como el agua, girar y desaparecer, pero no podía, ahora ya no. Pulsó el botón del dispensador de jabón y se frotó las manos para desprenderse del olor de la sangre. A continuación se lavó la cara con fruición y se miró en el espejo una vez más. De repente alguien llamó a la puerta. El hombre se apresuró a secarse las manos con papel higiénico. Abrió la puerta y salió deprisa, tropezando con un joven que llevaba un delantal de pescadero. El joven lo miró de arriba abajo y el hombre giró la cara para no ser visto. Caminaba rápido entre la muchedumbre de clientes que abarrotaba el mercado, buscó la salida más cercana y salió a la plaza. Entonces se detuvo un instante para tomar aire, como si en el interior del local no quedara oxígeno. Rozó con la punta de sus dedos la bolsa con los guantes manchados que ocultaba en el bolsillo. Levantó la solapa del cuello del chaquetón. Hacía frío. Enero era el mes en el que las temperaturas descendían de forma más acusada en toda la provincia. Un viento que pinchaba como pequeños alfileres campaba a sus anchas por la plaza Santa Clara. Se relajó a medida que se alejaba, pero no tanto como para no oír el grito desgarrador que provenía del interior del Mercado Central.

En el comedor del hospital, Monfort sostenía un plato con un cuarto de pollo asado y patatas fritas. Una fila de personas recogía los platos cocinados del bufé para depositarlos en las bandejas. Algunos tenían el gesto compungido de dolor, otros ni siquiera veían lo que se servían. El plato estaba caliente. Lo depositó en la bandeja junto a la servilleta de papel, los cubiertos y un pedazo de pan. Al pasar junto a las bebidas, miró de reojo las latas de cerveza y los botellines de vino, pero optó por una botella de agua. Pagó en la caja con un billete de veinte euros y buscó una mesa libre. Al fondo del comedor un brazo alzado reclamaba su atención: el doctor Senent. Se dirigió hasta allí y se sentó a su lado. La elección del doctor era más simple: bocadillo de tortilla de patatas y una cerveza sin alcohol. Monfort miró su plato y pensó que se había equivocado al elegir.

–¿Está bueno? –preguntó, señalando el plato del doctor.

–Aquí todo sabe igual –contestó Senent–. No sé qué le ponen, pero todo tiene el mismo sabor, lo mismo da que elijas una cosa que otra. Comida de supervivencia.

–Ya –repuso resignado.

–¿Cómo lo llevas? –preguntó el doctor, y le dio un mordisco al bocadillo del que asomaban dos generosos pedazos de tortilla.

–No lo sé –contestó, y se encogió de hombros–. No estoy acostumbrado a venir a estos sitios y que los pacientes sean de la familia. Normalmente son delincuentes que hay que interrogar de inmediato, sin esperar a que se repongan de sus heridas.

–Tu madre... –comenzó, cambiando totalmente el rumbo de la conversación.

–... se muere. –Monfort terminó la frase por él.

–Me temo que poco vamos a poder hacer. Creo que no tardaremos mucho en trasladarla a Cuidados Paliativos.

–¿Cuánto puede durar? –Recordó el bondadoso rostro de su madre y sintió un leve escalofrío.

–No estoy seguro. –El doctor ya había dado cuenta de medio bocadillo mientras que Monfort solo había comido un par de patatas fritas y un pellizco de la carne del pollo–. Dependerá de ella, de la resistencia que oponga a marcharse, de las ganas de vivir que le queden.

–Ese comentario no es muy científico –puntualizó.

–No, pero es lo que hay –apuntó el doctor poniéndose en pie–. ¿Quieres café?

–Si lo tomamos fuera, sí –contestó, a la vez que dejaba los cubiertos en forma de cruz por encima del cuarto de pollo que apenas había probado.

–¿Fumas? –preguntó el doctor.

–Fumo –asintió el inspector casi con alivio–. Invito yo.

El piso en el que había vivido con su esposa estaba impoluto. Aunque él pasara la mayor parte del tiempo lejos de allí, una empresa de limpieza se encargaba de mantenerlo en perfecto estado de revista. Acarició con las yemas de los dedos la fotografía de su esposa que había en el mueble de la entrada. Encendió todas las luces que encontró en su camino hacia el salón.

La vivienda estaba situada en la Rambla de Catalunya, cerca del edificio de la Diputación de Barcelona. En la placa de la puerta todavía se podían leer sus nombres: Violeta Fortuny y Bartolomé Monfort. Manolo, el portero, le entregó un fajo de cartas sujetas por una goma y lo saludó cordialmente como si se hubieran visto unas horas antes. Esa era para Monfort la mejor virtud del portero: no hacía preguntas incómodas. Dejó en la cocina una bolsa con alimentos que había comprado en el viejo colmado de la esquina de la calle Córcega. Queso parmesano, jamón cocido, pan y una botella de vino de Somontano. Retiró la sábana que cubría el sillón desgastado y lo acercó al ventanal para ver a los viandantes que paseaban por la parte central de la Rambla de Catalunya. Escogió un disco de entre la colección que ocupaba parte de una de las paredes junto a la chimenea francesa: Abbey Road de los Beatles. Lo acomodó con suavidad en el tocadiscos. La aguja empezó a deslizarse sobre los gastados surcos del vinilo. La primera canción de la cara A inundó de acordes el salón. Come Together. Fue hasta la cocina y después regresó al sillón con la botella de vino y una copa. Respiró profundamente.

Pronto, quizá demasiado pronto, su madre estaría con Violeta. No supo si debía envidiarla por ello.

Salió del ascensor al rellano de la escalera. El piso estaba en una calle tranquila del centro de Castellón. Introdujo la llave en la cerradura. Su pulso seguía siendo firme, miró sus manos y pensó que quizá hubiera sido normal que le temblaran. Pero no era así, todavía estaba en forma. Una vez dentro, envió un mensaje de texto a un número de su agenda de contactos del móvil. «Ya está», escribió, y a continuación pulsó el botón de enviar. Un minuto más tarde recibió la respuesta escrita: «OK». Nada más. Así de sencillo.

Sin quitarse el chaquetón fue a la cocina y se bebió un vaso de agua del grifo. Apoyó la espalda en la encimera y encendió un cigarrillo. Satisfecho por el trabajo ejecutado, le dio una larga calada, y mientras retenía el humo en su interior intentaba calmarse y recobrar su ritmo habitual, escuchó un ruido proveniente de la terraza. Pensó que eran las palomas que llenaban el pequeño espacio de excrementos y plumas; lo ponían enfermo. No quería que los nervios le pasaran factura e intentó relajarse. Volvió a oír el aleteo de las aves. Aquello le irritaba enormemente. Abrió la puerta corredera con decisión, con la intención de espantarlas, y el aire frío le dio en la cara. Las palomas habían desaparecido. Observó asqueado la suciedad que provocaban.

Antes de darse la vuelta, oyó un ruido distinto, una pisada, un chasquido. Se giró y sintió un pinchazo agudo en el pecho, seguido de una sensación de quemazón. Se llevó la mano al lugar de donde provenía el dolor y notó cómo se le manchaba de sangre. Levantó la vista. Antes de que los ojos se le cerraran para siempre, pudo ver el rostro de quien empuñaba un arma con silenciador.

Le despertó el desagradable sonido del móvil. La música de los Beatles había dejado de sonar y la aguja del reproductor había vuelto a la posición de reposo. La lámpara del salón seguía encendida y las cortinas dejaban entrever las luces mortecinas del amanecer en la ciudad. Miró la hora en su reloj de pulsera: las siete y doce minutos. Se había quedado dormido en el sillón. Pulsó el botón verde del teléfono sin fijarse en quién llamaba. Temió lo peor, el rostro del doctor Senent se le hizo presente. Pero el que habló no fue él. Desde la primera palabra, reconoció la voz que se disculpaba por la hora intempestiva de la llamada.

–¿Cómo está tu madre? –Romerales, el jefe de la Policía de Castellón de la Plana, hablaba con tono lacónico.

–Mal. –Al contestar se dio cuenta de que sus palabras sonaban ásperas–. Sospecho que no me has llamado para preguntar por mi madre. De todos modos, te agradezco el interés.

El doctor Senent salió a su encuentro en mitad del pasillo. Monfort había podido ver a su madre unos instantes antes a través del cristal de la unidad de cuidados intensivos. Se estrecharon las manos con franqueza. Monfort había hablado con él por teléfono justo después de que el comisario Romerales colgara.

–No te preocupes, no puedes hacer nada aquí. Si hay algún cambio, te llamaré. Como te he dicho esta mañana, de momento voy a mantenerla en la uci. Haremos todo lo que esté en nuestras manos.

Miró a su alrededor. Estaba lleno de personal médico y de aparatos sofisticados que servían para mantener con vida a los enfermos. Sacrificio, esfuerzo, valor, tesón..., veía tantas cosas buenas que se le hacía un nudo en la garganta.

–¿Cómo te lo puedo agradecer? –preguntó con indecisión.

–Es nuestro trabajo –dijo el doctor al tiempo que alzaba ambas manos para quitarle importancia–. Cada uno tenemos el nuestro, ¿no? Si no fuera así, no te irías en estos momentos.

Monfort asintió con resignación, se sentía cansado, pero sabía que en cuanto saliera a la carretera y su mente empezara a trabajar, se olvidaría de casi todo y la vida volvería a empezar de la única manera que conocía en los últimos años.

–¿Puedo? –preguntó vacilante, señalando a su madre a través del cristal–. Ya sé que no es la hora.

–Claro, le hará bien. Conocerme te sirve de enchufe en este hospital. Acompáñame, tienes que entrar debidamente equipado, y recuerda que te escuchará.

Pasaban de las ocho de la tarde de aquel domingo, cuando aparcó el Volvo frente a la depauperada comisaría de Policía de Castellón de la Plana. Había conducido sin detenerse más que para repostar combustible y tomar un café, aguado y caro, en un área de servicio abarrotada de turistas asiáticos. La ronda de la Magdalena estaba completamente desierta. Sin apenas tráfico y sin gente, la ciudad parecía esperar con desidia la llegada de otro ajetreado lunes.

El comisario Romerales salió a su encuentro. Tras saludarse pasaron al interior del atestado despacho.

–¿Has tenido buen viaje? –preguntó el comisario, a la vez que quitaba los papeles apilados en una de las sillas frente a su mesa.

–Como siempre. La autopista es como un cordón umbilical entre estos dos lugares a los que vivo encadenado.

–Espero que tu madre esté mejor.

–Dicen que no le queda mucho.

–Paciencia –repuso el comisario. No sabía qué otra cosa podía decir.

–Cuéntame –lo animó para no dilatar más el momento de empezar.

–Se trata de un hombre de sesenta y tres años. Se llama, se llamaba, Pedro Casas. Se dedicaba a la importación de baratijas para venderlas en las tiendas de todo a cien. Estaba separado de su esposa desde hace algunos años. Tienen una hija que vive en Barcelona. Vivía solo en un piso de la calle Fernando el Católico, cerca del lugar donde se encontraba su empresa. Últimamente el negocio iba de capa caída, de los catorce trabajadores que llegó a tener en su día, no le quedaba ninguno. Es posible que estuviera tratando de jubilarse.

–¿Quién está trabajando en esto?

A Romerales le sobrevino algo parecido a un ataque de tos.

–La inspectora Ana Forcada no podrá estar con nosotros. Mañana mismo se marcha a Madrid para incorporarse a un caso de proxenetas lituanos. Los agentes Terreros y García, y también la agente Silvia Redó, trabajarán a tus órdenes.

–¿Y Corral? –preguntó Monfort, mirando hacia otro lado.

–El subinspector Corral ha pedido el traslado. No sé si se lo concederán. De momento prefiero que no intervenga. Hemos tenido más desavenencias desde la última vez.

–¿Qué le hicieron exactamente a la víctima? –resopló Monfort volviendo al asunto.

–Le cortaron el cuello con un cuchillo detrás de uno de los puestos del Mercado Central.

–¿Tenéis el cuchillo?

–Sí. El que cometió el asesinato lo robó en una carnicería del mercado. El propietario está muy asustado. Dice que en un momento dado se dio cuenta de que le faltaba uno de los cuchillos, pero no hizo nada porque tenía muchos clientes esperando para ser atendidos. Pensó que se le habría caído al cubo de la basura o algo así.

–¿El cuchillo estaba junto al cadáver?

–Sí. Aunque lo más curioso es que lo tenía en una mano.

–Pero no fue un suicidio –afirmó Monfort.

–No es nada probable. El doctor Morata se personó en el lugar de los hechos y dijo que era del todo improbable que él mismo se hubiera infringido semejante herida.

El médico forense y el comisario Romerales eran amigos. El doctor Morata era un erudito en su trabajo. Monfort lo conocía de otros casos y siempre le había extrañado que estuviera trabajando en una ciudad como Castellón. En ocasiones, al inspector Monfort se le olvidaba que para otras personas había vida más allá de su ingrato trabajo. Con toda probabilidad, el doctor Morata se sentía feliz en aquella pequeña ciudad, con su familia y, precisamente por eso, había descartado trabajar en un lugar más acorde con sus conocimientos.

–¿Quién lo encontró?

–La chica de la panadería. Justo detrás está el cuarto de la limpieza. Fue a tirar un par de cajas y entonces lo vio junto a un charco de sangre. Armó un escándalo, empezó a gritar como si se hubiera vuelto loca. La muchedumbre que el sábado por la mañana abarrota el mercado salió de estampida del edificio. Algunas personas mayores cayeron al suelo empujadas por los histéricos que corrían despavoridos. Imagínate el caos. Todo el mundo gritando y saliendo de allí como alma que lleva el diablo.

–O sea –apostilló Monfort–, que cualquier posibilidad de atrapar al que lo hubiera hecho se esfumó en un santiamén.

–Así es –asintió Romerales con pesar–. Tardamos apenas cinco minutos, pero cuando llegamos el mercado ya estaba cerrado y algunos periodistas y muchos curiosos se agolpaban en la entrada. Los encargados del centro habían cerrado todas las puertas y despejado a los clientes.

–Su exmujer –continuó el comisario– vive en Almassora. Terreros y García fueron a contarle lo sucedido. Se vino abajo. Los agentes le tomaron declaración, pero la mujer estaba en estado de shock, no daba crédito a lo que había pasado. Se ha trasladado temporalmente a casa de su hermana, que vive cerca de su domicilio, para no estar sola.

–¿Y la hija? –preguntó Monfort.

–Debe de estar en camino, si es que no ha llegado ya.

Marcó el número de Silvia Redó. Tras saber que había roto su relación con Jaume Ribes, él le había cedido su habitación reservada en el Hotel Mindoro. Pensaba que pasaría una temporada en Barcelona más larga que corta. Pero las circunstancias habían cambiado. La llamó con la intención de que no se preocupara, que siguiera allí, ya pediría otra habitación para él. Mientras se dirigía al hotel, la llamó, pero no la pudo localizar.

En la recepción lo saludaron tan amablemente como siempre. A veces dudaba de si realmente se alegraban de verlo o era una forma grata y educada de recibir a los huéspedes.

–Hay una nota para usted, señor Monfort –dijo la recepcionista, que le tendió un pequeño sobre cerrado.

Abrió el sobre y leyó las cuatro líneas escritas. Sonrió y volvió a guardar la nota, no sin antes percibir que olía a un perfume que conocía bien.

–Creo que vuelvo a tener disponible mi habitación –dijo enarbolando el sobre–. ¿Verdad?

–Así es, señor. Aquí tiene la llave. ¿Desea que le subamos el equipaje?

–Debes de verme muy mayor –bromeó y se dirigió al ascensor.

Silvia había aceptado la invitación de la inspectora Forcada de alojarse en su flamante piso de la avenida del Mar. Se lo explicaba a Monfort en la nota porque sabía que regresaría a Castellón nada más conocer los hechos del Mercado Central. Le dio las gracias por dejarle ocupar su habitación y le escribió algún comentario gracioso sobre lo que se rumoreaba entre el personal del hotel acerca de aquel trasiego de alcoba.

Ana y Silvia charlaban sentadas en el sofá del ático desde el que, a lo lejos, se veía el mar, como una línea azul que pugnaba por ganar el horizonte. Bebían gin tonic y de fondo se oía música suave. Silvia le relató a su compañera el desenlace de su relación con el doctor Jaume Ribes.

–Es guapo –observó Ana, llevándose la copa a los labios.

–Sí, demasiado. Cada vez que hablo con él me tiraría a sus brazos de nuevo, como una colegiala, pero no puede ser. No estoy convencida, no puedo engañarlo. No estoy tan enamorada, o eso creo. Yo que sé, estoy hecha un lío, como siempre.

Silvia no se estaba quieta, se atusaba el pelo, cambiaba de posición en el sofá una y otra vez, cruzaba las piernas, se sentaba sobre ellas, se mordía las uñas y vuelta a empezar.

–Lo que tienes es una empanada mental –soltó Ana con guasa para quitarle hierro al asunto.

–Lo sé, lo sé. ¿Te crees que no lo sé? –Se levantó del sofá y miró el azul del mar a través de la cristalera que daba a una gran terraza–. Con los hombres siempre me pasa igual: me enamoro perdidamente y luego, al poco tiempo, aparecen las dudas, los reproches conmigo misma, la inseguridad. Las tonterías.

–Pues a mí me parece que estás desaprovechando un tiempo maravilloso que luego igual no recuperas. –Ana levantó las manos como si no se hiciera responsable de sus propias palabras.

–Gracias, eso, tú dame ánimos, ya estoy bastante hecha polvo –se quejó Silvia volviendo de nuevo al sofá, para dejarse caer otra vez.

Ana dio una palmada y se puso en pie de un brinco.

–¡Bueno! Yo no sé lo que pasará contigo y con tus hombres, pero esta noche no pienso quedarme aquí para vestir santos. Mañana me marcho y me espera mucho trabajo con el caso de los lituanos. Así que ya te estás poniendo guapa que nos vamos a cenar a un lugar que conozco en el que nos tratarán como a dos princesas.

–Si hay hombres, no voy –replicó Silvia frunciendo el ceño.

–¡Espabila que la vida son cuatro días! –sentenció su compañera, y le tiró a la cabeza uno de los mullidos cojines del sofá.

Luis tenía catorce años cuando sucedieron los hechos que marcarían su destino.

En la escuela se reían de él, de sus proporciones deformes, de sus largos brazos, de sus piernas torpes y larguiruchas y de su cabezota apepinada. Se veía distinto a los otros niños, pero cuando preguntaba a sus padres por aquello que le hacía diferente, no obtenía ninguna respuesta. Pensó que lo normal hubiera sido que el maestro le hubiera defendido de los que se mofaban de sus defectos, pero él también se reía. Lo llamaba lerdo, corto, anormal; decía que estaba a medio hacer, y todos reían sus gracias. Le lanzaba pedazos de tiza desde la pizarra hasta el pupitre que ocupaba en la última fila. Nadie quería sentarse a su lado.

La niña de las trenzas que tanto le gustaba se llamaba Carmen, pero ella ni siquiera había reparado en él. La miraba embobado, le gustaba mucho. Por supuesto, no se atrevía a decirle nada. La seguía hasta su casa al salir de clase sin que ella se diera cuenta. La espiaba desde el seto que bordeaba el jardín que había frente a su casa. Se pasaba horas detrás del matorral, imaginaba que lo esperaba en su habitación y que, después de cenar, se quitaba la ropa para meterse en la cama. Por la noche, en su casa, mojaba las sábanas pensando en ella. Le gustaba mucho. Llevaba siempre el pelo recogido en dos trenzas peinadas con destreza. El uniforme del colegio le quedaba muy bien. La falda de cuadritos le cubría los muslos y dejaba a la vista sus rodillas torneadas. En clase solía levantar la mano cuando el maestro preguntaba. Respondía siempre correctamente, y él la felicitaba por estar tan atenta. A continuación, lo ponía a él como ejemplo de los que no aprendían nada en clase, porque, según decía, le faltaba un hervor. Intentaba estudiar, pero no le entraba nada en la cabeza. O al menos eso creía de tanto oírlo en boca del maestro.

En aquel curso, a Carmen le crecieron los pechos de un día para otro y el cambio en su físico fue más que notable. Los chicos empezaron a rodearla a la hora del recreo. Luis nunca pudo oír lo que le decían porque jamás estuvo lo suficientemente cerca de ella, pero veía cómo se ruborizaba y sonreía con picardía. Empezó a subirse el dobladillo de la falda para que fuera más corta, a desabrocharse un nuevo botón de la camisa que dejaba entrever un poco más la piel rosada de su escote. Un día, llegó a clase sin sus habituales trenzas. Tenía el pelo de color caoba, lo llevaba suelto y la melena al viento causó gran revuelo en la clase. Los chicos discutían por ella, algunas amigas se distanciaron. Ella llevaba en el rostro la marca del triunfo, la de la que se sabe admirada por los demás. Luis la vio una tarde fumando a hurtadillas en la puerta del gimnasio con uno de los chicos mayores. Cuando ella lo vio, apagó el cigarrillo con premura y se marchó deprisa.

A la mañana siguiente, cuando Carmen colgó su abrigo en los percheros que había en la pared del fondo de la clase, justo detrás de la última fila donde él se sentaba, se armó de valor, apartó una silla vacía y le dijo que, si quería, podía sentarse a su lado. Ella frunció aquellos labios que tanto había soñado en besar algún día. Arrugó la nariz con un gesto delicado, se atusó el pelo con una mano y le dijo en voz alta, para que pudieran oírla los demás: «Apestas a sudor y a meados».

Como si le hubieran pinchado con un tenedor en el culo, se levantó de un salto, aturdido, nervioso, compungido, morado de rabia y de dolor. Tiró al suelo el pupitre. Recorrió el pasillo del aula a grandes zancadas mientras veía los rostros de sus compañeros desencajados por las risotadas. Se volvió. La vio agarrarse el cuerpo para no partirse de risa. Todos se mofaron a su paso, pero él no los escuchaba, no podía oír nada de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Sus pies parecían no tocar el suelo, volaba a través del aula. Cuando llegó a la puerta, tropezó con el maestro. Llevaba puestas sus gafas redondas apoyadas en la parte baja de la nariz y lo miró por encima de los cristales con una mueca de asco que se le clavó en lo más profundo de su ser. El maestro dijo algo que él no atinó a entender. Los compañeros se retorcían de risa, una risa muda que sus oídos no llegaban a alcanzar. Se dio la vuelta de nuevo. Carmen ya no reía, había palidecido, su rostro tenía el mismo color que las encaladas paredes del aula. Le pareció que negaba con la cabeza, como en un gesto de desesperación. Empezó a caminar hacia él, gesticulando sin articular palabra alguna. Todos dejaron de reír de repente. Volvió de nuevo la vista a la puerta. El maestro seguía allí, mirándolo de arriba abajo, con desprecio, con descaro. Y entonces, en una centésima de segundo, oyó el grito ahogado de Carmen. Pero ya era demasiado tarde. El puñetazo dio de pleno en el mentón del maestro y lo alzó dos palmos del suelo. Como a cámara lenta, la barbilla se batió oscilante en todos los sentidos, se le quedaron los ojos en blanco, se le abultó la nariz y empezó a sangrar. Cuando las piernas se dejaron vencer doblándose por las rodillas como un objeto sin vida, le dio un nuevo golpe en el estómago que lo convirtió en una especie de muñeco de trapo y cayó contra las baldosas del suelo. Fue el último día que Luis pisó la escuela, el último día que vio a sus compañeros reírse de él. El día en que ella empezó a tenerle respeto, aunque el respeto se confundiera en demasiadas ocasiones con el miedo.