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«¿No será que temes enfrentarte a las respectivas enfermedades de tus padres y a sus inevitables consecuencias? ¿No será que temes enfrentarte a las respectivas enfermedades de tus padres y a sus inevitables consecuencias? ¿No será que temes enfrentarte...»
La frase que había pronunciado el doctor Senent se repetía como un mantra cansino en su subconsciente. Monfort se despertó empapado en sudor. Soñar con su amigo el doctor era una pesadilla. Quizá si la frase repetitiva la hubiera pronunciado una voz femenina hubiera sido distinto, pero Senent no, por favor.
Se sentó en el borde de la cama y observó las botellitas vacías encima del minibar. El libro traducido por Alba Casas permanecía abierto con las páginas contra el suelo. Eran las siete de la mañana. En el mantra en forma de pregunta que le había formulado Senent podía cambiar los interrogantes por signos de exclamación. ¡Por supuesto que le daba miedo enfrentarse a las respectivas enfermedades de sus padres!, pero ¿qué podía hacer?
No tenía mucho tiempo ni demasiadas ganas de estrujarse el cerebro, tampoco podía, la mitad de las neuronas se habían quedado entre Barcelona y Castellón, quizá en aquella área de servicio en la que cenó un triste bocadillo de atún. No sabía qué le había sentado peor: si el pan convertido en goma elástica por las horas que llevaba expuesto en la vitrina o el atún reseco y escandalosamente escaso de su interior.
La ducha le reanimó. Un buen afeitado, ropa limpia y un café solo acompañado de una tostada le devolvieron al mundo real. Ya en la calle encendió un pitillo que le supo a rayos, pero siguió fumando. Cuenta atrás, se dijo, el primero. A ver si hoy lo consigo, pensó sin llegar a precisar la cantidad de cigarrillos que debía fumar para tener éxito.
Cuando el reloj marcó las ocho en punto, llamó a Silvia.
–Buenos días –contestó animadamente.
–A ver si conseguimos que lo sean –dijo él todavía con la voz pastosa.
–Eso, alegría de buena mañana.
–¿Dónde estás?
–De camino a la comisaría. Voy andando deprisa. Un poco de ejercicio antes de empezar la jornada.
–Ah, bien –contestó sin comprenderla del todo mientras se dirigía al aparcamiento del hotel.
–Por cierto...
–Estuve en Barcelona –la interrumpió Monfort porque ya sabía lo que iba a preguntar.
–¿Cómo está tu madre? –terminó la frase.
–Bien, bueno no, mal, como antes, no sé, como antes tampoco, quizá un poco mejor, dice el doctor, pero mal, bueno, en fin, la pobre está en un momento complicado. Oye, para de caminar, dime dónde estás y paso a recogerte. Quizá sea más agradable hablar fuera de la comisaría.
Monfort se acercó a la acera con el coche cuando la vio junto a una parada de autobús.
–¿Un café? –preguntó él.
–Claro, jefe.
La terraza de la cafetería en la que se habían sentado estaba situada en una avenida que Monfort no conocía. Se llamaba bulevar Vicente Blasco Ibáñez y estaba cerca de los nuevos juzgados. Era un espléndido paseo propiciado por la proliferación de bloques de pisos que se habían construido unos años atrás, cuando el ladrillo era lo que movía aquella ciudad. Situado en lo que poco antes había sido la periferia, junto a las nuevas rondas de circunvalación, era un barrio de clase media. La zona central del bulevar era ideal para aquel tipo de bares con terraza, tan en boga tras la prohibición de fumar en el interior de los locales.
Monfort quería contarle lo que había averiguado en Barcelona acerca de la hija de la víctima, pero ella se anticipó y empezó a hablarle de su encuentro con Juana.
–¿Y a qué conclusión has llegado? –preguntó cuando Silvia acabó.
–Es obvio, ¿no? Quizá sea demasiado sencillo. Pero podemos empezar a tirar por ahí. Yo, por lo menos, considero que sí. Tampoco hay mucho más.
–¿Qué es lo que ves tan obvio? –preguntó Monfort apurando el café–. Disculpa mi torpeza.
–¡Está claro! –exclamó ella bebiendo las últimas gotas del zumo de naranja–. Juana tenía un lío con Pedro Casas. Fueron amantes. ¿Te das cuenta?
–Sí, sí, me doy cuenta –dijo poco convencido.
–Tengo la corazonada de que esas tres esconden algo –apostilló Silvia.
–Mira, en eso sí que te doy la razón –concluyó Monfort. La conversación era muy interesante, pero era hora de irse.
–Tenemos una reunión con el juez a las diez y media –anunció el comisario Romerales–. Os quiero a los dos conmigo.
–¿Tenemos que ir a los juzgados? –preguntó Silvia–. Estábamos allí al lado.
–No. La reunión es en el ayuntamiento. Han convocado una rueda de prensa a las once sobre no sé qué asunto de seguridad ciudadana. Hemos quedado media hora antes para hablar del caso.
Monfort dejó escapar el aire que retenía antes de hablar.
–Seguro que hay cámaras, saldrás en los periódicos. ¿Vas a ir vestido así? –La mofa surtió efecto en el comisario, que enrojeció ligeramente–. Por cierto, cuando puedas deberíamos hablar de lo mío. Y de lo de ella también –dijo mirando a Silvia que salía ya del despacho del jefe.
El Ayuntamiento de Castellón era un edificio de estilo barroco construido entre los siglos XVI y XVII, situado en la céntrica Plaza Mayor junto al Mercado Central. Se trataba de un bello edificio de tres plantas cuyo rasgo característico era el pórtico de entrada con cinco arcos de medio punto. Frente al ayuntamiento, en el extremo opuesto de la plaza, se encontraba la concatedral de Santa María, también conocida como la iglesia de Santa María la Mayor, construida en estilo gótico valenciano. A Monfort le pareció que tenía cierto aire siniestro, ya fuera por el color de la piedra o por un estilo que le resultó singular. Pensó que, dándole algún retoque fotográfico, podría ser una imagen perfecta para la portada de una novela de intriga. Lo más curioso era que el campanario estaba separado de la iglesia, peculiaridad que no había visto en ningún otro lugar. Se trataba de un campanario de 58 metros de altura y planta octogonal, a la que los castellonenses habían bautizado popularmente con el nombre de El Fadrí. Su nombre le había sido otorgado porque se encontraba separado de su iglesia; no en vano fadrí era la traducción valenciana de soltero. En todo caso, El Fadrí se había convertido en el símbolo de la ciudad y, observándolo de cerca, no le extrañó en absoluto.
A las diez y media entraron en el ayuntamiento cruzando el pórtico. Un único ascensor, bastante arcaico, no cesaba de subir y bajar. Monfort y Silvia decidieron ir a pie hasta la segunda planta, en la que se encontraba el antiguo salón de plenos, todavía en funcionamiento. Al fondo, tras una pequeña portezuela escondida detrás de la tribuna donde se situaban los gobernantes de la ciudad, se hallaba la sala de comunicación y prensa del consistorio.
El juez resultó ser la jueza. Una mujer que rondaba los cincuenta años, elegante, con el pelo de un intenso color negro que bajo la luz artificial de la sala parecía casi azulado.
Romerales se encargó de las presentaciones. Le encantaba hacerlo cuando se trataba de personalidades.
–Les presento a la jueza Elvira Figueroa. Ellos son el inspector Monfort y la agente Silvia Redó.
–Encantada –saludó la jueza a la vez que les tendía la mano. Tenía una mano delgada y suave, pero apretó con energía al saludar, demostrando seguridad–. Y bien, ¿cómo ven el asunto?
–De momento estamos centrados en el entorno más cercano de la víctima –informó Monfort–: la familia, los amigos, los vecinos, los trabajadores de su empresa.
–La prensa está tranquila –comentó la jueza.
Romerales intervino. No pensaba quedarse al margen.
–De momento, pero no tardarán en necesitar rellenar las páginas de los periódicos. No pueden decir lo mismo todos los días.
–No estaría de más que siguieran así por el momento –terció la jueza Figueroa–. Encárguese, Romerales, hágame el favor. Mantenga a los periodistas a cierta distancia, al menos de los detalles importantes. De esa manera jugaremos con algo de ventaja. Los responsables pueden relajarse, cometer un desliz, y que les veamos el plumero.
Silvia pensó que hablaba como Monfort. Tenían un vocabulario parecido.
–Y, dígame, inspector, ¿cómo es que está usted aquí y no en su demarcación habitual? Si no me equivoco, su lugar de trabajo está en Barcelona.
Monfort se encogió de hombros. La jueza lo interpretó a su manera.
–«Lo mismo te echo de menos, que antes te echaba de más», que cantaba Kiko Veneno, ¿no es así?
–Digamos que mantienen una peculiar relación conmigo y mi trabajo –ironizó Monfort, sorprendido de que la jueza hubiera dado en el clavo tan deprisa–, pero a mí no me preguntan, me dicen dónde debo ir y yo acudo.
–Algo parecido a un comodín –apuntó Silvia, y vio la cara de estupor del comisario.
A la jueza Figueroa le hizo gracia el comentario de Silvia y se puso a reír sin complejos.
–Creo que usted tampoco se salva, agente. Según tengo entendido le ocurre algo similar, solo que usted pertenece a Valencia.
–Así es –Silvia le siguió el juego–. El comisario los prefiere de fuera.
–En fin, usted sabrá, comisario –concluyó; miró a Romerales y por fin tomó asiento. Los demás la secundaron–. Tengo solo veinte minutos, ya me perdonarán. Revisemos el caso para que esté al corriente y no tiren balones fuera –bromeó y abrió una carpeta de color verde en la que había un buen puñado de hojas escritas con el resumen de lo ocurrido a Pedro Casas.
Mientras la jueza hablaba, Monfort observó que fuera empezaba a llover. Desde allí podía ver la catedral, cuyas paredes se teñían con el agua de la lluvia. Los peatones que cruzaban la plaza corrían en busca de cobijo. ¿Por qué nadie llevaba paraguas en aquella ciudad?
Romerales se quedó en el ayuntamiento para participar en la rueda de prensa sobre seguridad ciudadana. Antes de despedirse, y según las instrucciones de la jueza, le indicó a Silvia que se reuniera en la comisaría con Terreros y García para repasar y poner en orden todas las declaraciones de las personas a las que se les había preguntado sobre Pedro Casas y su entorno directo. Silvia no mostró gran entusiasmo. Miró al comisario y luego a Monfort, que levantó los brazos en señal de que él no tenía la culpa de nada. No tuvo más remedio que hacer lo que le habían encomendado. Silvia y Monfort se despidieron bajo el pórtico del ayuntamiento.
Había dejado de llover, pero las nubes amenazaban con soltar un buen aguacero en cualquier momento. Monfort paseó por el centro de la ciudad sin rumbo fijo hasta que se hizo la hora de comer. No le interesó ningún restaurante de los que se encontró mientras caminaba y de regreso al hotel encargó un bocadillo en el bar para que se lo subieran a la habitación. No tenía hambre, aun así dio buena cuenta del bocadillo de jamón. Pensó en el pan crujiente, posiblemente lo habían hecho los de la panadería del mercado.
En la televisión autonómica informaron acerca de la rueda de prensa que había ofrecido la jueza Figueroa sobre la campaña financiada por el Ayuntamiento de Castellón. Romerales intervino tras ella y habló con claridad meridiana. Ahora faltaba que actuaran con contundencia cuando fuera necesario. Pero cuidado, pensó Monfort con cierta amargura, si los agentes se pasaban de la raya los mandarían a alguna ciudad de provincias todavía más pequeña que Castellón.
Llamó a Silvia.
–¿Cómo va? –le preguntó cuando se puso al aparato.
–Un mar de papeles con declaraciones que estoy segura de que no nos van a llevar a ninguna parte.
–Lo de siempre. ¿Habéis comido ahí?
–Si a esto se le puede llamar comer, sí. Nos han traído unos bocadillos de tortilla francesa que estaba más fría que la Sierra Calderona en invierno.
La Sierra Calderona era uno de los tres macizos montañosos más importantes de la Comunidad Valenciana, junto al Penyagolosa y el Montgó, que formaban lo que algunos denominaban las «tres montañas mágicas valencianas».
–¿Estás ahí? –preguntó Silvia.
–Sí, claro, ¿dónde quieres que esté?
Silvia hizo un chasquido con la lengua.
–Estamos revisando todo lo que se ha hecho hasta ahora.
–¿Y?
–Pedro Casas tenía bastante dinero para ser un comerciante de baratijas. Lo tenía repartido aquí y allá en diferentes cuentas.
–¿Había hecho testamento?
–No tenemos ningún dato sobre eso, pero según el director del banco no era hombre que hiciera esas cosas. No mostró interés cuando le plantearon la posibilidad de arreglar los papeles por si le ocurría algo.
–Y le pasó.
–Vaya que sí.
–Bueno, ¿tenéis para mucho?
–Sí, para lo que queda de día, la verdad. Los informes recogidos por los agentes que hablaron con las personas de su entorno son complicados, hay que descifrarlos como jeroglíficos. Al final no dicen nada que valga la pena, pero hay que revisarlos bien para no dejar ningún cabo suelto.
–Estaré localizable si me necesitas. Llámame cuando quieras.
–Así lo haré –dijo, y se despidió Silvia. De fondo se oía el rumor de los agentes trabajando a destajo para encontrar alguna posible pista a la que agarrarse.
Monfort abrió la ventana tres dedos y encendió un cigarrillo. Se acomodó en la butaca y retomó la lectura del libro traducido por Alba Casas. Muy bien traducido, por cierto.
En Toro salvaje, Jake La Motta narraba su propia historia, la de un boxeador de peso mediano a quien la rabia, los celos y un descomunal apetito le hicieron exceder los límites del cuadrilátero y destruyeron la relación con su esposa y su familia.
Giacobbe La Motta, estadounidense de ascendencia italiana, peleaba con los chicos de su misma edad en su barrio natal, el Bronx. Decía que pelear era lo normal para él. En la adolescencia empezó a robar con su pandilla del barrio, pero a los dieciséis años fue detenido e internado en un reformatorio, donde empezó a entrenarse para boxear. Al salir de su internamiento inició su carrera como boxeador profesional. La Motta tenía un estilo diferente y muy agresivo. Los expertos dijeron de él que peleaba como si no le importara vivir. Una de sus principales características era que, aunque recibiera tremendas palizas, siempre iba en busca de sus contrincantes, jamás retrocedía. Destacó por su terrible gancho de izquierda, al que los rivales temían públicamente. Desgastaba y castigaba a sus rivales hasta que los vencía por KO. A pesar de su corta estatura, era un peso medio, una categoría que parecía no corresponderle. Tenía un apetito voraz que era incapaz de controlar, al igual que sus kilos. Todo en su vida estaba marcado por el exceso.
Dejó el libro encima del sillón y se lavó la cara. Estaba cansado de leer. Alba Casas traducía muy bien, casi como si lo hubiera vivido en primera persona.
Una hora más tarde detuvo el coche cuatro casas más allá de la vivienda de Juana. Paró el motor y puso la radio. Desde allí veía perfectamente la casa. El Audi de Alba Casas estaba aparcado en la puerta, así vería algún posible movimiento y tendría tiempo de reaccionar. Cambiaba de emisora buscando algo que le interesara. Lo mejor era la música clásica, el resto eran tertulias políticas, programas de chismorreos y música de radio fórmula, chillona e insufrible. La clásica le relajaba, bueno, toda no, habían algunas piezas que tampoco soportaba e incluso le alteraban los nervios. Echó un vistazo al teléfono por si había recibido algún mensaje durante el trayecto de Castellón a Almassora. Nada. Silvia y el resto de los agentes debían de seguir trabajando en aquel montón de declaraciones. Silvia sospechaba de las tres mujeres. Era normal. Se sentía mal por no haberle prestado atención por la mañana, mientras le contaba su visita a la hermana de Leo, pero él estaba en otra cosa, tenía la cabeza más en el hospital, junto a su madre. Salió fuera del coche y encendió un cigarrillo con especial cuidado de no ser visto desde las ventanas del adosado. Pasó una hora larga entre cigarrillos y música clásica. Lo bueno de aquella emisora era que el locutor tardaba lo suyo en volver a hablar entre pieza y pieza, y cuando lo hacía utilizaba un tono neutro, sin aspavientos, sin exclamaciones innecesarias, para anunciar un nuevo movimiento de Beethoven.
Toda espera tenía su triunfo. La vio salir y cerrar la puerta. Sola. Bingo, pensó. Vestía un abrigo largo de color negro. Se subió al coche aparcado junto a la casa. Se tomó su tiempo para ponerlo en marcha y salir del aparcamiento. Monfort se situó tras ella a una distancia prudencial. Esperaba que no tuviera prisa ni se internara por calles estrechas o demasiado concurridas. Seguir a alguien en coche en la vida real no era como en las películas, fácilmente podías sufrir un accidente, atropellar a alguien o, simplemente, ser descubierto.
Alba se detuvo en doble fila frente a una farmacia. Se apeó del vehículo y entró en el establecimiento. Monfort pasó de largo y paró en la siguiente esquina, de manera que pudiera verla por el retrovisor. Tardó más de diez minutos en salir. Llevaba una bolsa de plástico en la mano que seguramente contenía medicamentos. Continuó hacia adelante con el coche y pasó por donde estaba él. Monfort aguardó varios segundos antes de incorporarse a la vía y seguirla. El coche de Alba Casas era fácil de distinguir pese a que estaba oscureciendo. Iba bastante deprisa, pero conducía con seguridad. En el límite de la población tomó una rotonda y enfiló en dirección a Valencia. Instantes después, en la siguiente rotonda, se desvió en la entrada a Vila-real. Condujo por Francisco Tárrega, una larga avenida de sentido único con muchos semáforos. Monfort tuvo que tener especial cuidado para no perderla de vista. Había bastante tráfico, y en todos los pasos de peatones se tuvo que detener. Badenes cada doscientos metros dificultaban la conducción. A la altura de lo que debía ser un teatro dobló a la izquierda y luego a la derecha, y seguidamente de nuevo a la izquierda. Monfort creyó que, a poco que Alba Casas mirara por el retrovisor y se fijara, le escamaría el viejo Volvo de color verde que iba detrás. Se detuvo cuando encontró un aparcamiento libre, Monfort volvió a pasar de largo y paró en la esquina detrás de un camión que descargaba en una frutería sin dejarle espacio para trabajar. El camionero soltó algún improperio que no podía oír. Alba llamaba a un timbre de una finca de pisos junto al aparcamiento que milagrosamente había encontrado. El camionero se acercó en dos zancadas. Monfort no bajó la ventanilla pese a sus indicaciones de que lo hiciera. Vio cómo movía los labios y el bigote, y estaría en lo cierto si pensara que no decía nada bueno. Empezó a pegar manotazos en el cristal con la palma de la mano. Monfort estuvo a punto de abrir la puerta de golpe y propinarle un portazo en la cabeza a aquel energúmeno que amenazaba con romper el cristal. Contó solo hasta seis por miedo a tener que tragarse los cachitos del cristal roto. Bajó cuatro dedos la ventanilla.
–¡Métete el coche en el culo, pedazo de cabrón, no ves que estoy trabajando!
Monfort tuvo que sacar la fuerza de voluntad que, según su jefe de Barcelona, no tenía y aguantarse las ganas de sacudir al camionero. Le mostró su placa identificativa sin salir del coche.
–Esto es lo que te voy a meter por donde dices como no dejes de chillar como una rata.
–¡Hostia! –exclamó el del camión dando un paso atrás.
–Cállate y llévate el camión de aquí, y de paso te pierdes tú también para que no te vea en un buen rato.
Aquello no le hubiera gustado al jefe, pero ya estaba dicho. ¿Era una conducta demasiado expeditiva, o tenía que haberle dado diez euros para que fuera a tomarse una cerveza a su salud? ¿Qué hubiera hecho un policía políticamente correcto en su situación? Quizá tenían razón y debería reciclarse, pero se había contenido; si se descuida le hubiera arrancado la cabeza sin darle tiempo a identificarse. Pensó en la canción Malos tiempos para la lírica, del grupo gallego Golpes Bajos.
El camión se puso en marcha y se fue deprisa de allí. Por la puerta de la frutería dos mujeres asomaron la cabeza, pero cuando vieron a Monfort la metieron dentro otra vez y no la volvieron a sacar.
Con el altercado había perdido de vista a Alba. El coche seguía aparcado en el mismo lugar, lo más normal era que estuviera en uno de aquellos pisos. Se acercó a la puerta del inmueble; en los timbres no había nombres y la puerta estaba cerrada. No quiso llamar a un timbre cualquiera y preguntar, para no buscarse más problemas. Cambió de acera para ver las ventanas por si veía algo, pero era imposible. Sonó el móvil. Era el doctor Senent. Fue deprisa hasta el coche para atender allí la llamada.
–Hola, doctor –dijo casi sin resuello.
–¿Molesto? –Senent y sus buenos modales.
–No, tranquilo, bueno, sería largo de explicar, no te preocupes. Si oyes que cuelgo es por trabajo.
–De acuerdo, seré breve: tu madre nos ha dicho algo que deberías saber.
Monfort se pasó la mano por la frente en un gesto nervioso y miró de nuevo por el retrovisor la puerta de la finca que vigilaba.
–Adelante –lo invitó a seguir hablando.
–Ha dicho que ya que estás en Castellón le gustaría que fueras al pueblo. ¿Vilafranca del Cid, puede ser?
–Es.
–Pues eso, que si estás por ahí, que lo estás, le gustaría que fueras al pueblo y buscaras a una tal... –Monfort oyó un ruido como si desdoblara una hoja de papel– ... Encarna Querol. Ha dicho que fue su mejor amiga y que hace muchísimos años que no la ve, pero que le gustaría saber qué ha sido de ella, si vive y si la vida la ha tratado bien. Dice que se lo debe, que cuando eran jóvenes le hizo un gran favor y nunca se lo agradeció.
Monfort guardó silencio. Era lo que le faltaba. Encendió el cigarrillo que le hubiera gustado evitar. Bajó la ventanilla para que se fuera el humo.
–¿Qué hacemos? –preguntó Senent rompiendo el silencio.
–Puede que se le haya ido la cabeza, ¿verdad?
–Puede, pero creo que habla en serio. Tendrías que verla. Hoy ha charlado un ratito con las enfermeras, hasta sonríe.
–¿Ha ido mi padre a verla?
–Como un clavo –el tono de Senent era de satisfacción–. Aquí estaban él y la asistenta cuando yo llegué. Ya te lo dije, a veces estas pequeñas cosas hacen milagros.
–O sea, que he de ir a buscar a la tal Encarna Querol.
–¿La conoces?
–¡Qué va! No había oído nunca ese nombre.
–Pues ya sabes, a preguntar. –Senent soltó una risita que a Monfort no le hizo ni pizca de gracia.
–De acuerdo –dijo algo aturdido–. Lo haré, dile que lo haré.
–Esta vez soy yo el que te da las gracias en su nombre. Llámame, dime algo, haré de interlocutor entre vosotros por un módico precio. Conozco un restaurante con dos estrellas Michelin.
Monfort pulsó el botón rojo del teléfono y quedó sumido en sus pensamientos. Era uno de los encargos más extraños que jamás le habían hecho. Desde luego que sus padres no le pedían cosas de aquel tipo. Puede que su madre empezara a desvariar, aunque también podría ser cierto que existiera aquella mujer y que hubieran sido amigas. Lo que parecía claro es que su madre tenía una cuenta pendiente con ella. A saber qué había hecho por su madre la tal Encarna Querol, pensó. Lo más importante era su mejoría, al menos en su estado de ánimo, y eso ya era mucho. «Sonríe», le había dicho Senent. Aquello era suficiente.
Echó un vistazo por el retrovisor. Maldijo en voz alta. El Audi de Alba Casas ya no estaba allí, se había marchado. No la había visto pasar. La calle era de una sola dirección, tenía que haber pasado por delante de él y no la había visto. Había discutido con el camionero para nada.
–Se me ha escapado. No la he visto marcharse –se lamentó sin contarle que había sido a causa de la llamada de Senent.
–Quizá deberíamos buscar la manera de hacerla venir a la comisaría para hablar en serio –propuso Silvia–. En realidad solo pudimos hacerlo unos instantes el primer día que la vimos. Creo que habría que investigarla más a fondo. No me tomaste en serio cuando te lo dije, pero hay algo.
–Tienes razón, disculpa, estaba en otro lugar –admitió Monfort.
No le había prestado la suficiente atención cuando le explicó sus sospechas, ahora faltaba ver si eran relevantes. La crema estaba caliente, pero se podía tomar sin aspavientos. A Silvia le gustaron los tropezones, Monfort había insistido en ponerle unos picatostes que había encontrado en la cocina de Ana Forcada. Era una sopa de lata de la marca Campbell’s, la de langosta. Quizá tuviera un pequeño exceso de sal, pero también le gustaba, para qué engañarse. Las sopas Campbell’s siempre le habían gustado, en todas sus variantes. Para Monfort eran un clásico, como los discos de vinilo, el salpicadero de madera de los coches antiguos o los vasos de pinta de cerveza inglesa. No por nada el polifacético artista Andy Warhol las convirtió en un icono pop.
Tras perder la pista de Alba Casas en Vila-real, había llamado a Silvia para ir a cenar, pero ella rechazó la invitación argumentando que solo quería zapatillas y sofá. Él se ofreció a comprar la cena y ella no supo ni quiso negarse. Nada mejor que un hombre te prepare la cena después de un día agotador, pensó.
En la tienda El Pilar, de la calle Colón, compró la lata de crema de langosta, dos muslos de pato confitado, una barra de pan crujiente y una botella de tinto Clotàs, un excelente vino de Castellón.
Se sentaron a la mesa de la moderna cocina del ático. Monfort había descorchado la botella de vino instantes antes para que se oxigenara. Los muslos de pato se estaban dorando en el horno y el piso empezaba a oler a las mil maravillas. Silvia quiso acompañar el crujiente confit con una sencilla ensalada, aliñada con un poco de sal, un suspiro de vinagre de Módena y un generoso tiento de aceite de oliva virgen extra. Brindaron antes de empezar.
–No he comprado nada de postre –observó Monfort cuando en los platos solo quedaban los restos de los huesos del pato que habían apurado sin complejos.
–He sacado un poco de queso de la nevera –dijo ella.
–Para acabarnos el vino –afirmó Monfort aprobando la decisión–. Una de las cosas que más me gustan de las costumbres gastrónomas de los franceses es que suelen dejarse para el final un poco de pan, otro poco de ensalada y dos dedos de vino en la copa, para rematar la comida con un pedazo de queso rico. Es una delicia. Deberíamos tomar nota aquí.
Silvia se levantó y empezó a recoger los platos.
–¡Como una reina! –exclamó sin que él le hubiera hecho ningún comentario.
Monfort hubiera salido a la terraza a fumar un cigarrillo, pero se contuvo. Silvia se sentó en el sofá con las piernas cruzadas y su libreta de trabajo abierta y Monfort se sentó a su lado.
–¿Trabajo? –preguntó señalando la libreta con el dedo.
Silvia guardó silencio. De fondo sonaba una música que él no conocía. Tampoco tenía por qué conocerlo todo.
–Mañana tengo que ir a Vilafranca del Cid –dijo de repente–. Tengo algo que hacer.
–¿Acerca del caso? –preguntó Silvia.
–No. Es sobre mi madre.
Monfort le explicó la razón por la que Alba Casas se le había escapado. Le habló de la llamada del doctor Senent y de la extraña petición de su madre. Pasaron unos instantes hablando de todo aquello, de las sensaciones contradictorias que sentía acerca de la relación con sus padres y de lo difícil que debía de ser vivir como lo hacían ellos, enfermos, cansados, en el ocaso de la vida. Monfort vio que Silvia consultaba el reloj. Quizá fue solamente un tic, una costumbre, pero él se puso en pie y recogió su abrigo.
–Espero que te haya gustado mi sencilla elección de cena envasada.
–Gracias –dijo ella torpemente. ¿Por qué se había levantado de golpe del sofá? Estuvo a punto de decirle que se quedara, pero tuvo miedo a que él la malentendiera y no dijo nada más.
Los participantes del combate de exhibición fueron a entrenarse al gimnasio municipal para animar al público local a acudir al evento. Improvisaron un pequeño cuadrilátero y los curiosos se apiñaron para verlos en acción. Luis se situó en primera fila, expectante; Carmen lo acompañó. Supo mantenerse sobria pese a que le temblaba todo el cuerpo. Por primera vez entró en aquel lugar en el que Luis esculpía su cuerpo a base de darle puñetazos al saco lleno de arena. Ella notó su evidente nerviosismo. No creía haberlo visto así jamás. Sintió cómo se estremecía e incluso pudo notar que se ruborizaba por la excitación.
Dos hombres saltaron al improvisado cuadrilátero. Daban saltitos a modo de un ensayado calentamiento, ejercitaban toda clase de estiramientos, soltaban puñetazos dirigidos a la nada. Un hombre que parecía el organizador entró en el ring. Carmen no sabía nada sobre aquel deporte. Descubrió por fin qué era lo que a Luis le atraía por encima de todo, no cabía la menor duda. El hombre ordenó silencio a los curiosos que se habían congregado en el gimnasio. Llamó a los boxeadores al centro del cuadrilátero y les dijo algo en voz baja que nadie pareció entender. Se oyeron murmullos entre los presentes. El hombre levantó un brazo, presentó a los boxeadores y dio comienzo al combate antes de dar un paso hacia atrás. Los púgiles quedaron a solas, el uno frente al otro, cubriéndose la cara con los guantes y con aquel bailoteo de piernas que mostraba agilidad y destreza. Carmen los observó atentamente, recreándose en sus cuerpos atléticos.
En cuanto los vio con los músculos tensados, vestidos con aquellos calzones de colores vivos que les llegaban hasta las rodillas, sin un gramo de grasa y la piel reluciente, supo que a ella también le excitaba lo que tenía delante, solo que en un sentido completamente distinto.