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El viento siempre lo fastidiaba todo. Tenía esa terrible convicción. En invierno producía una sensación gélida. El viento propiciaba que las personas se acurrucaran en sus abrigos y apretaran el paso para llegar a su destino lo antes posible. Provocaba caídas de objetos de los balcones y las cornisas. Él siempre caminaba por el centro de la calle cuando hacía viento. El viento lo ponía de mal humor. Le producía un dolor de cabeza que no desaparecía hasta que cesaba de soplar. El viento era un incordio, pensó, y le vinieron a la cabeza los aerogeneradores instalados en las montañas cercanas a Vilafranca del Cid, y las conversaciones que los parroquianos del bar mantenían acerca de los pros y los contras de aquellos gigantes con aspas. Seguro que el viento tenía sus cosas buenas, como el aprovechamiento para producir energía, también en los desplazamientos migratorios de las aves, en los vuelos de los aviones, para aprovechar corrientes y ahorrar combustible. Tendría sus cosas buenas, claro, pero a Monfort lo ponía de muy mala leche.
Dejó el coche en el aparcamiento y subió a la habitación del hotel.
Llamó al doctor Senent para preguntar por su madre.
–Soy Monfort.
–Hola, ¿cómo te va? Aunque si hay víctimas prefiero que no me des muchos detalles.
–Sí las hay, desgraciadamente siempre las hay.
–Tu madre sigue igual.
–¿Eso es bueno o es malo?
–Según se mire. Míralo como un «sigue luchando por sobrevivir».
–Pues entonces es bueno.
–Ha preguntado por ti, también por tu padre. Por cierto, ¿cómo se encuentra?
–El pobre no rige demasiado bien. La enfermedad avanza deprisa. Se olvida de todo. A veces parece estar bien y otras da la impresión de que su cerebro se ha ido muy lejos.
–¿Crees que podría venir a verla? Sería beneficioso para ella.
–Pero es probable que ni siquiera la reconozca.
–Pienso que vale la pena correr ese riesgo.
Monfort se quedó pensativo mirando el minibar. Sentía una presión en el pecho.
–¿Qué me dices? –preguntó Senent para romper el silencio.
–No lo sé, de verdad, no lo sé.
–¿No será que temes enfrentarte a las respectivas enfermedades de tus padres y a sus inevitables consecuencias?
–Yo no lo hubiera descrito mejor. No hace falta que lo preguntes.
El doctor Senent se rio al otro lado del aparato. Monfort escuchó que daba una fuerte calada al cigarrillo.
–Me voy –dijo el doctor al cabo–. Tengo trabajo y aquí fuera hace un frío que pela.
–Claro, los médicos vais siempre vestidos con las batas esas.
–Es por el calor que hace dentro –puntualizó el doctor, y apagó la colilla en un cenicero instalado al lado de la puerta.
–Ya –sonrió Monfort.
–Busca un hueco y consigue que tu padre venga al hospital. Yo te echaré una mano.
–Lo intentaré –dijo con un hilo de voz mientras se quitaba los zapatos sentado al borde de la cama.
–Avísame cuando vayas a venir para que no me pille fuera de turno. Y cuídate.
Su amigo había cortado la comunicación. Monfort seguía sentado en la cama, ahora con los calcetines sobre el suelo de parqué.
–Cuídate, cuídate, cuídate... Qué manía tiene todo el mundo en desearte que te cuides. ¿Y si no quieres hacerlo? ¿Qué pasa?
Obviamente nadie le respondió. Tras lavarse la cara se puso los zapatos de nuevo y salió de la habitación. Bajó por la escalera y hojeó un par de periódicos locales en la cafetería del hotel en busca de alguna noticia sobre el caso de Pedro Casas. Nada nuevo. Desde el domingo no había habido ninguna novedad. Tan solo alguna especulación, argumentos poco creíbles y sin fundamento.
Salió a la calle y encendió un cigarrillo. No pudo evitar contar los que ya había fumado. Una condena, sin duda.
En el bar del cercano Casino Antiguo de Castellón pidió una cerveza negra que saboreó despacio, recreándose con la espuma que se había formado en la parte superior. Declinó la oferta del camarero de comer algo. Más tarde iría a cenar, si es que todavía tenía hambre. El Casino Antiguo era un espacio con clase, al estilo de los viejos cafés literarios de las grandes ciudades europeas. Varios señores vestidos de forma elegante, mayores todos, leían periódicos sentados en sillones de piel junto a los grandes ventanales que daban a la transitada Puerta del Sol. Monfort se los imaginó en otra época, fumando puros habanos e impregnando de aquel olor característico las elegantes paredes del establecimiento.
El Casino Antiguo se encontraba en el corazón de la ciudad, en un edificio singular reformado con buen gusto a principios del siglo XX. Lo que antiguamente fuera el palacio de Francisco Tirado, una mansión al estilo de las grandes casas de campo centroeuropeas, se había convertido en el lugar de encuentro de los personajes más ilustres de la ciudad. La decoración daba fe de aquellos tiempos pasados con salones abigarrados, suelos de madera, alfombras mullidas, lámparas majestuosas que colgaban de los altos techos, chimeneas otrora encendidas durante todo el invierno, y el delicioso jardín, ahora convertido en una concurrida terraza. El Casino Antiguo representaba todo aquello que era la burguesía y la clase alta de una acomodada capital de provincia como Castellón.
A Monfort le gustaba aquel ambiente. No había estado allí en sus anteriores visitas a la ciudad, pero le era familiar. Era como si ya hubiera estado en aquel lugar, quizá su padre lo había llevado allí cuando lo acompañaba en alguno de sus viajes de negocios. Junto a la gran escalinata que llevaba al piso superior, observó un cuadro colgado en el vestíbulo, debajo de él leyó los nombres de las personalidades de la provincia que habían contribuido a la remodelación del edificio. Entonces, para su asombro, vio el nombre de alguien que podía ser su abuelo. Quizá fuera solo una coincidencia, pero allí, escrito con la caligrafía de la época, se podía leer el nombre de don Agustín Monfort. En efecto, podía tratarse de su abuelo, un importante comerciante de lana de Vilafranca del Cid. Monfort apenas lo recordaba más que por alguna fotografía que había visto, y se lo imaginó, con su gran bigote de color gris y su rechoncha barriga, sentado en uno de aquellos salones, debatiendo con ingenio el precio de la lana de las ovejas de la comarca de Els Ports.
Entonces leyó otro apellido y se le ocurrió algo. Se sentó en uno de aquellos cómodos y gastados sillones de piel junto a otro que estaba ocupado. Saludó cortésmente al sentarse. Miró distraído la portada del ABC que estaba sobre la mesa baja de mármol blanco y lo cogió. Buscó entre las páginas hasta llegar al suplemento dedicado a la Comunidad Valenciana e hizo ver que leía con interés una noticia que ocupaba un cuarto de página. El truco no tardó en surtir efecto.
–Vaya barbaridad lo del hombre que mataron en el mercado –dijo un hombre de edad muy avanzada.
Vestía traje de color gris, camisa blanca y corbata azul marino. Sus zapatos estaban bastante ajados, pero alguien se había encargado de darles lustre para que parecieran, al menos, elegantes.
–Desde luego, ya lo puede usted decir –convino Monfort; levantó la vista del periódico para regalar media sonrisa al hombre.
–Quizá fuera familia de don Santiago Casas, un hombre importante en su tiempo.
–¿Santiago Casas? –preguntó Monfort, buscando más información.
–El mismo –asintió el hombre, y entornó los ojillos–. Fue uno de los que aportó capital para que este lugar fuera lo que es hoy en día.
–¿Lo conocía?
–No –negó con una sonrisa–. Yo no, pero mi padre seguro que sí. Me trajo aquí cuando creyó que ya me había hecho un hombre. En aquella época, Castellón era una ciudad importante. Tenía mucha vida social, tertulias, reuniones y también se hacían muchas fiestas privadas. Los hombres que aparecen en el cuadro que estaba mirando antes fueron los que contribuyeron a la gran reforma de este palacio, pero sobre todo los que sacaron a la luz a la clase alta de esta ciudad, que hasta entonces vivía bastante a la sombra.
–¿Y dice usted que ese Casas podría ser un familiar del que asesinaron?
–No lo sé. –Se encogió de hombros y se acomodó dificultosamente en el sillón–. Podría ser. Entonces el apellido Casas no era muy habitual en Castellón. Don Santiago fue una persona influyente, pero también un crápula. Por lo que tengo entendido siempre fue un poco calavera. Creo que incluso llegaron a prohibirle la entrada aquí por algún escándalo extramatrimonial con la esposa de uno de los socios. Pero no me haga caso, son cosas que se decían y es mejor no darles demasiado crédito. ¿Quién sabe si es verdad? El tiempo lo borra todo y, de eso, hace ya mucho.
–Qué interesante –apostilló Monfort–. ¿A qué se dedicaba don Santiago Casas?
–Era comerciante, compraba y vendía aquí y allá, desconozco con exactitud qué compraba y qué vendía, pero eso era lo que se contaba de él.
–El hombre que encontraron muerto en el mercado también era comerciante. –Señaló el artículo con el dedo índice.
–De ese hombre no sé nada, salvo la barbaridad de la que habla todo el mundo. En Castellón no suelen ocurrir cosas de estas. Parece sacado de una película americana; ajustes de cuentas, venganzas y cosas por el estilo.
Ajustes de cuentas, venganzas y cosas por el estilo. No estaban nada mal sus posibles conclusiones. Monfort miró de reojo la taza vacía de la que todavía colgaba la etiqueta de la infusión que había consumido. De haberse tratado de algo más fuerte se hubiera ofrecido a invitarle, pero a manzanilla...
Al salir del Casino Antiguo caminó sin rumbo fijo imbuido en sus pensamientos. Hacía frío y el viento no cesaba, aunque en aquellas calles del centro, parapetadas por los altos edificios, se hacía más llevadero. Entró en una librería. El local era agradable y estaba bien acondicionado. Una de las dependientas lo saludó con una sonrisa. Observó sin prisa las estanterías dedicadas a las publicaciones de gastronomía. Cada vez era más difícil encontrar buenos libros de recetas, los textos gastronómicos habían sido sustituidos por fotografías. Fotos profesionales, retocadas, coloreadas especialmente para realzar los platos y convertirlos en magia culinaria. Pura trampa, pensó. Recordó con añoranza los libros antiguos de cocina y los recetarios al uso, libros con los que las papilas gustativas se ponían en marcha con solo empezar a leerlos. Ahora, todo aquello había sido sustituido por fabulosas fotografías que hacían las delicias de los entusiastas de la gastronomía moderna, pero a ver quién era capaz de elaborar con éxito aquellos platos en una cocina doméstica.
Recorrió otras secciones de la librería, hojeando, toqueteando los libros, pasando páginas. Le encantaba aquel ambiente, el olor a papel. El silencio.
Mientras curioseaba en aquel mundo que tanto le reconfortaba, llamó el comisario.
–Soy Romerales –anunció, y a continuación preguntó–: ¿Dónde estás?
–En una librería del centro.
Romerales guardó silencio. Algunas veces sus respuestas le despistaban y no sabía cómo interpretarlas.
–¿Y Silvia? ¿Está contigo? –preguntó al fin.
–No –respondió Monfort.
–¿Dónde se ha metido?
Monfort dejó escapar el aire que retenía en su interior. Sostenía en las manos una edición especial de La montaña mágica, de Tho-Thomas Mann. Apoyó el móvil entre el hombro y la oreja, arriesgándose a que el aparato, o el libro, o ambos, se precipitaran al suelo.
–No preguntes tanto, llámala y saldrás de dudas. Tienes su número, ¿verdad?
Romerales dijo algunas cosas que Monfort no pudo oír ya, pues había apartado el auricular. Observaba la lujosa edición del libro por simple curiosidad, pero aquel clásico de la literatura alemana le había hecho recordar algo.
–Disculpe –advirtió a un dependiente que pasaba por allí–. Estoy buscando algún ejemplar de una editorial que se llama Libros del Crepúsculo.
Le aterraba la posibilidad de quedarse embarazada. Debía mantenerse alerta para que no ocurriera bajo ningún concepto. Se había convertido en su obsesión y su mayor temor. Intentaba no pensar que la verdadera razón de no querer concebir un hijo fuera que en el fondo no amaba a Luis lo suficiente. En ocasiones se preguntaba si realmente había estado enamorada alguna vez, o si su atracción por él se remontaba a aquel día en que temió que después de la paliza al maestro la matara a ella.
Su adicción a fumar hachís le ablandaba el cerebro y le destruía parte de las neuronas, al menos las buenas, pensaba ella. Pero fumar la evadía de todo, le hacía olvidar la razón por la que vivían en aquel lugar, la precariedad y la triste vida que llevaban.
Por las mañanas se levantaba de la cama y lo primero que hacía era dirigirse temblorosa hasta la mesita baja que había delante del televisor, para liarse un porro y fumarlo con avidez antes de desayunar. Después fumaba otro tumbada en el sofá. El fregadero estaba atestado de platos sucios y la cama sin hacer. Antes de salir a la calle vertía dos gotas de colirio en cada uno de sus ojos para que dejaran de parecer dos estrechas ranuras. Ya no sentía el apetito que experimentaba tiempo atrás después de fumar hachís. Ahora le quitaba el hambre. Perdía peso. Cada día estaba más delgada. Sus ojeras iban en aumento, una mancha oscura, imposible de disimular, se había instalado bajo sus ojos. Pero le daba igual. Creía que los porros la mantenían viva y la hacían soportar todo aquello que no quería vivir. No quería ni imaginar lo que podría ocurrirle si tuviera acceso a otro tipo de estupefacientes. Lo sabía, sí, pero prefería no pensarlo.
Aunque había sido generosa dándole el trabajo, empezó a odiar a la dueña de la zapatería. Le parecía que la observaba más de lo necesario, que la espiaba, que creía que le robaba el género o el poco dinero que hacían de caja. ¿Quién iba a comprar zapatos allí? ¿Quién? Cuando estaba despejada y serena atribuía aquellos pensamientos a las paranoias que le provocaban los porros, pero no lo podía evitar y, en vez de poner remedio, aprovechaba cualquier descuido en la tienda para correr al piso a fumar de forma desesperada. Luego creía volver al trabajo más reconfortada, pero era todo lo contrario, al momento volvía a sentirse enojada y culpaba a Luis de su miserable vida.
Él seguía deseándola. Algunos días, en la cocina, sin llegar a desnudarla del todo, la poseía sobre la mesa, de aquella forma que antes tanto le gustaba a ella y que ahora empezaba a producirle unas sensaciones totalmente opuestas al deseo.
A principios de otoño reformaron un viejo almacén para destinarlo a gimnasio municipal y Luis empezó a entrenar al salir del trabajo. Tras muchas horas de esfuerzo fue adquiriendo músculo. Allí no había nadie capaz de entrenarle como era debido, pero a él no le importaba, seguía las lecciones de un libro de ejercicios. Compró el equipamiento necesario pese a que no estaban sobrados de dinero. Guantes, botas, pantalones... El día en que una empresa de transporte llegó a la zapatería con el pedido que había hecho y Carmen tuvo que pagarlo de su bolsillo, cargó contra él con ira desbocada. Luis aguantó los gritos estoicamente, con la mirada fija en un punto más allá del cristal de la ventana. En un momento dado, ella vio de nuevo a aquel muchacho deforme que agredió brutalmente al maestro, y sintió miedo. Luis desvió la mirada de la ventana y gritó como nunca antes lo había hecho. Le dijo que no hacía otra cosa más que trabajar como un esclavo, acarreando cajas, cargando camiones, tragando el polvo que castigaba sus pulmones. Le reprochó que llevaran tanto tiempo intentando tener hijos sin resultado y que a ella le diera exactamente igual. Carmen se encogió pensando que quizá había descubierto las píldoras anticonceptivas que escondía con sumo cuidado en un armario de la cocina y que tomaba sin falta cada noche. Intentó contestarle, sabía que no tenía nada que hacer, pero le recordó que le había dado una vida miserable. Luis pareció arrugarse por un instante, mientras ella despotricaba sobre todo lo que él creía que era parte de su felicidad, hasta que agarró con fuerza el pomo de la puerta para girarlo con decisión. Al salir, con la mirada inyectada de odio le dijo:
–Solo piensas en fumar esa mierda y en hacer el amor como si fuera un desconocido.