Prólogo
Como si de una laberíntica tela de araña se tratara, la ciudad de Castellón se une al barrio marítimo del Grao a través de infinidad de caminos agrícolas que discurren entre campos de naranjos y las acequias que los riegan. En primavera, un profundo aroma a azahar inunda el ambiente. Se trata de un paisaje solitario y poco conocido, el decorado perfecto para llevar a cabo cualquier tipo de actividad delictiva.
En un almacén abandonado, situado en uno de los caminos menos concurridos, dos hombres pelean en un improvisado cuadrilátero ante un público que suda y abuchea con los ojos desorbitados. La temperatura en el interior del infecto local supera con creces los treinta grados. La intensa humedad convierte el aire en una masa asfixiante difícil de respirar. Los dos hombres mantienen un encarnizado combate de boxeo. Uno de ellos se tambalea extenuado al recibir un duro golpe en la zona del hígado, pero se repone y vuelve a la carga. Al otro le sangra una ceja y tiene el ojo tan hinchado que parece un tercer puño. Los espectadores vociferan lo que podrían ser los nombres de los luchadores, pero en realidad son solo sus apodos. Un hombre se pone de pie sobre un taburete en una esquina del local y, de forma manifiesta, muestra al público sus manos con sendos fajos de billetes.
–¿Quién da más? –grita para que los presentes puedan oírlo.
El fajo de la mano izquierda es más abultado que el de la derecha. Levanta la izquierda y anuncia a gritos el apodo de uno de los púgiles. A continuación levanta la derecha y clama el apodo del otro boxeador. Los espectadores depositan su dinero en una u otra mano del que parece dirigir la timba mientras este va anunciando la subida de las apuestas.
Los hombres continúan con la endemoniada pelea. Los golpes se suceden sin piedad; es un combate de boxeo, aunque parece mucho más que eso. No se trata de deporte, sino de una lucha por dinero. Los que están dentro del ring pelean por salvar la vida mucho más que por alcanzar la gloria.
En una décima de segundo, y sin que nadie se lo espere, el que parece estar menos entero lanza un gancho terrible que impacta directamente en la sien de su adversario, provocándole un quejido surgido del alma. Se oyen murmullos de consternación entre el público. El protector bucal sale despedido y algunas gotas de sangre salen disparadas en todas las direcciones. El púgil alcanzado cae al suelo, tambaleándose como una marioneta a la que de repente le han cortado los hilos. Los ojos en blanco. Las piernas sufren una convulsión. Una sacudida, otra más, otra, y el hombre queda inmóvil con la cabeza ladeada en el suelo del almacén. Los asistentes están divididos. Unos claman al verse vencedores; los otros blasfeman cariacontecidos, estupefactos.
El que tiene el dinero de las apuestas se pasa el pulgar por la lengua y empieza a contar los billetes. Los que habían apostado por el ganador improvisan una fila frente al del dinero, los otros agachan la cabeza y salen despacio sin dejar de mirar a aquel por el que habían invertido.
El perdedor continúa inmóvil en el suelo. Un hombre arrodillado junto a él intenta reanimarlo haciendo algo parecido a un masaje cardiaco. Desesperado, le practica la respiración boca a boca para insuflarle algo más que oxígeno.
El del dinero parece no inmutarse y sigue contando los billetes con los ojos inyectados de codicia.
Una mujer lanza un grito aterrador, sujetándose en las cuerdas del ring.