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Lágrimas que lo dicen todo

Llegó el momento de despedirse.

De nuevo tenía que alejarme para escapar del presente, como si fuese un prófugo que huye de una condena injusta.

Un nuevo hogar no representaba en ningún caso la solución, pero significaría un punto de inflexión, el impulso que necesitaba para romper con la vida tóxica que me asfixiaba.

Mi madre como de costumbre disimulaba la inquietud y la tristeza llenando mi equipaje de cosas innecesarias, y con una verborrea incontrolable me explicaba hasta el último detalle de cómo organizarme para comer, para poner las lavadoras, o para tomar la medicación. Me había visto vivir fuera de casa decenas de veces, y siempre me trataba como a un chico de 18 años que se emancipa por primera vez.

Y no vayas a abrirle la puerta a nadie

¡Mamá, calla un poco! —Le interrumpí para darle un abrazo—. Voy a estar bien, quédate tranquila.

¿Y si te pones malo, o si te da ansiedad…? —insistía—. ¿O si al estar solo te da por hacer alguna tontería?

La tontería la haré si me quedo aquí… Tú también sabes que es lo mejor. —Qué mierda hacerle sufrir así—. Vamos a hablar todos los días, y cuando esté mejor y con todo organizado vienes a verme.

Agarré las maletas y le besé antes de salir por la puerta.

Nunca nos lo decíamos; por alguna razón a ambos nos daba vergüenza decirnos esas palabras que en ocasiones son imprescindibles:

Te quiero mamá. —Ella también me lo dijo con sus lágrimas.

Otra vez con el equipaje a cuestas, buscando mi sitio. Una vez salí de casa y cuando volví ya no era el mismo. Esta vez esperaba el efecto contrario, y recuperar al Mario que nada sabía del alcohol, de las drogas, de los polvos vacíos de sentimiento o de la falta de interés por la vida.

No estaba cansado de la vida, de ser así no me encontraría buscando una solución. Estaba cansado de «Mi vida», al menos de la que había estado llevando los últimos años.

Sandra me esperaba para llevarme a la estación de tren. Había preferido no llevar el coche, al menos las primeras semanas. Iba a un pueblo pequeño, pero donde encontraría todo lo necesario sin tener que desplazarme. Era también una manera de evitar tentaciones

¿Ya estás preparado para convertirte en ermitaño? —Preguntó riendo.

Sandra era la única amiga que conservaba de aquel grupo que hice en mi primer trabajo. Ella siempre sacaba una carcajada de todo, y se llevaba las manos a la cabeza y me advertía escandalizada al explicarle mis «cagadas», pero sin dejar nunca de reír. No lo hacía de forma alocada ni burlona. Era su manera de ayudarme, de restarle importancia a aquello que me causaba tanto arrepentimiento; y siempre lo conseguía.

¡Mira lo que te he traído! —Alargó el brazo a los asientos traseros de su coche, y me entregó lo que llamó «el Kit del ermitaño»: un palo de madera al estilo bastón, una peluca larga y una barba.

¡Hija de puta! —Nos estuvimos riendo todo el camino a la estación, con la suposiciones más absurdas que se nos ocurrían sobre lo que iba a ser mi vida en el pueblo.

Nos abrazamos a las puertas de la estación.

Haz lo que tengas que hacer para expulsar de tu cuerpo a este Mario odioso que te ha poseído. —Con ella es imposible una despedida seria—. Aunque si no lo consigues te querremos igual y te soportaremos ¡eh!

Yo también te quiero

Ya sentado en el tren me puse música y apoyé la frente en la ventana, mirando el paisaje. Eso me relaja. Hacía años que no montaba en tren para un trayecto largo, y la excitación que recordaba de los viajes al pueblo de mi madre cuando era pequeño seguía presente. De hecho por entonces también ponía la cara contra el cristal, con las manos rodeando los ojos a modo de prismáticos.

Puede que no hubiese cambiado tanto, al fin y al cabo