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Una locura que jamás le contaría a nadie

Recuerdo perfectamente la sensación que me tuve en mi primera cita con un chico. La recuerdo porque extrañamente, y aunque ya no soy ningún novato en eso de las citas de chat, aun hoy sufro esa misma culpabilidad y sentimiento de desarraigo cuando he de mentir a mi familia a cambio de lo que, con toda probabilidad, no llegará a ser más que un rato de sexo con un (casi) desconocido compañero.

Y es que no es fácil llegar a tomar ese tipo de decisiones, realizar ese cambio capaz de sacudir tan fuerte a quien hasta el momento, con 22 años, sólo había mantenido relaciones con chicas, y a quien todos, amigos y familia, aunque siempre con alguna sospecha, tenían por «hetero».

Pero con esa edad, algo tardía para sacar a flote el verdadero «yo», se convirtió en una necesidad imperiosa un primer contacto con otro chico. La búsqueda de ese primer amor gay correspondido, lejos de los enamoramientos adolescentes imposibles, o de un falso amor heterosexual.

En esa época, y durante varios años así fue, trabajaba en un almacén cercano a mi casa. Era un trabajador muy valorado y respetado en ese ambiente de «machitos» (simple apariencia como aprendí años más tarde, ya metido de lleno en «faena»).

Fuera del trabajo contaba con un pequeño grupo de amigos con los que pasar ratos en un bar, y riéndonos hasta de nuestra sombra. No éramos un grupo de ir a discotecas, ni de alcohol o drogas, como mucho algún botellón en un parque al que solíamos ir de madrugada y que llamaban «el parque de los moraos», pues era donde varios de ellos se fumaban sus porros. Yo siempre me mantuve alejado de eso, incluso pocas veces me apuntaba a las borracheras. Disfrutaba más riéndome de ellos, y contándoles al día siguiente quien había sido el primero en vomitar

Ese año también había empezado a estudiar cine en una academia privada en Barcelona. Ni más ni menos que en pleno «Gayxample», como se conoce a la zona gay de la ciudad. Hice algunas amistades, pero nunca visité ninguno de los clubes de ambiente, ni siquiera supe dónde estaban.

Y lo más sorprendente, a pesar de compartir clase con varios chicos que, como supe más tarde, «perdían el culo» por mí, en ningún momento me percaté de nada ni di pie a que alguien se atreviese a seducirme… Para ellos era una pose de macho y de duro, y nada más lejos de la realidad… Era simple timidez e inseguridad. Nunca me había tenido como alguien capaz de atraer. Esa idea de «creo que le gusto» no pasaba por mi mente.

Y el resto del tiempo lo pasaba en familia. Siempre he sido muy familiar, y mis hermanos y mi madre son pilares fundamentales en mi vida. Es por eso, como suele ocurrir, que reprimí esa parte de mí durante algunos años, queriendo evitar que los míos se sintiesen defraudados o avergonzados, en especial, lógicamente, mi madre.

Volviendo a mi primera cita con un chico; recuerdo que como ya trabajaba de manera estable decidimos poner Internet en casa, y por supuesto, yo no era ajeno a la cada vez más extendida forma de conocer una pareja a través de los chats.

Así, con muchas dudas y nervios entré por primera vez a uno muy conocido, donde una de las salas era para gais de 20 a 30 años. Entré, pero no me atreví a hablar con nadie. Aunque suene estúpido temía ser descubierto, aun sin foto, aun sin obviamente usar mi nombre real, ni mi ciudad ni ningún otro dato… Era irracional, pero así fue durante varios días, en los que sólo leía las conversaciones que los demás chicos mantenían en abierto.

Hasta que llegó el primer «hola». Es curioso que aun recuerde que hablé con un chico de Madrid, a quien le expliqué que era mi «primera vez», que no sabía muy bien como funcionaba aquello, etc… Ahora me extraña que ese chico se parase a hablar conmigo, de si mi salida del armario podría ser traumática o de si tenía claro que ese mundo gay era difícil de enfrentar.

Después de no muchos privados con varios extraños, finalmente llegó ese chico de la primera cita. Tenía mi edad, vivía en Barcelona centro, y en la foto mostraba una bonita sonrisa y unos llamativos ojos verdes. Con muchas dudas por mi parte, quedamos en vernos al día siguiente en la parada de metro de Plaza Universidad. El lugar no era casual, allí se encontraba mi escuela de cine y era un territorio en el que me sentiría más seguro.

Inmediatamente después de cerrar el chat comenzó la cuenta atrás, los nervios e incluso la culpabilidad ante mi familia, amigos y compañeros de trabajo. Me moría de ganas de que llegase el momento de tenerlo enfrente, y sin embargo muchas veces estuve a punto de enviarle un mensaje cancelando la cita.

¿A quién podía contarle aquello? Necesitaba hablarlo con alguien, que alguien supiera donde iba a estar. Podría haberlo hablado con mucha gente, lo sabía, pero era yo mismo quien realmente me avergonzaba de ser quien era.

La espera se hizo aun más insoportable, ya que el chico retrasó la cita otro día. Las horas parecían eternas, e hiciese lo que hiciese no podía dejar de pensar en ello.

Cuando me bajé del metro en Plaza Universidad el día y hora acordados, creí que iba a desmayarme. Sudaba de forma exagerada, me temblaban las piernas y tenía la vista nublada. Subí las escaleras mecánicas que me llevaban al exterior mirando al suelo, con las manos en los bolsillos y muerto de miedo. Y al llegar arriba y levantar la vista allí estaba él. Me ruboricé y él me saludó nervioso extendiéndome la mano, y con un tímido «Hola ¿Qué tal estas? ¿Eres Mario, no?».

El chico era bajito y regordete, y bastante menos agraciado que en la foto que me había enviado, aunque claramente era el mismo. Sin embargo no le di importancia a su aspecto, ni disminuyeron mis ganas de conocerlo.

Estuvimos un rato caminando hasta encontrar una terraza donde tomar algo. Ya sentados uno al lado del otro pude reconocer mejor esas facciones que había estado mirando casi obsesivamente los últimos dos días. Estaba muy serio, simple timidez supe luego, aunque en ese momento ese gesto era por mí, porque no le había gustado y quería marcharse.

Tardamos más de lo normal en romper el hielo y comenzar una conversación algo fluida. Recuerdo que fueron varias las veces aquella tarde que le pregunté si estaba cómodo o si prefería marcharse. Y no sólo se quedó, sino que en un impulso me invitó a que fuésemos a su casa.

Hubieron besos y algún «toqueteo», pero la cosa no fue más allá ese primer día. Me invitó a que le esperase un par de horas, que él debía ir a clase, y que nos encontráramos después para pasar la noche juntos. Pero en aquel momento yo ya había empezado a sentirme extraño y culpable, y necesitaba volver a mi casa y a mi vida normal.

Recuerdo el convencimiento de camino a casa en tren de que nunca más volvería a hacer aquello. Quedar con un desconocido, un hombre, ir a su casa casi sin conocerlo… Me pareció una locura que no iba a contarle a nadie.

Pero hubo otra cita varios días más tarde, y esa vez sí dormimos juntos. Y por la mañana vuelta a los remordimientos y la sensación de desarraigo de mi vida normal.

Lo viví prácticamente como un primer amor de adolescente, incluyendo el hecho de que en sólo dos citas, y unas pocas conversaciones por teléfono, me ilusioné con él. No era atracción física, y apenas le conocía, pero realmente me dolió que decidiese no volver a quedar conmigo.

Volví a verle unos años después. No diré cómo ni dónde, sólo que me aclaró algo que en ese tiempo yo ya había descubierto (por más narcisista y creído que suene, es la realidad): él sabía que físicamente estaba «a otro nivel», y mi actitud «extraña» le generaba demasiada desconfianza. Por ello prefirió evitar enamorarse de alguien como yo.

Yo tremendamente borracho le contesté:

—Una pena. Porque yo sí que me habría enamorado de ti…

Y me fui a por otra copa.