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El poder para afrontarlo

Nunca es fácil adivinar el dolor que puedes generar en los demás con tus acciones, muchas veces involuntarias. Y todavía es más difícil calcularlo si a quien haces sufrir es a tu propia madre.

¿A qué otro daño puede compararse ver a tu hijo caer una y otra vez, regresar a tu lado acumulando un fracaso tras otro, y sin ningún deseo de seguir enfrentándose a la vida?

Siento tanto que haya tenido que descubrirlo

El día que supe de mi enfermedad pasé la noche con Álex, incapaz de imaginar siquiera el momento de informar a mi familia. Pasaron muchas cosas por mi cabeza, desde marcharme a vivir a otro lugar lejos de ellos, o intentar olvidarme de todo y simplemente esperar a que llegase mi día.

Por la mañana Álex me repitió que lo mantuviese en silencio por un tiempo, y estuve de acuerdo. Era mejor asimilarlo primero, recibir más información, y prepararme bien para el momento de dar la noticia a mi familia.

Al entrar en casa encontré a mi madre en el salón. Nada más verla corrí a abrazarla, y rompí a llorar como un niño, incapaz de soltarla ni de pronunciar palabra. Ella asustada no dejaba de preguntarme por lo ocurrido, pero ¿de qué manera podía contarle aquello?

Ayer fui a por las analíticas. No te asustes pero… —nunca podré olvidar su cara en ese momento— tengo el virus del SIDA

Por supuesto lloró, pero fui notando su alivio al hablarle de los avances en los tratamientos, de que es una enfermedad crónica más, etc… Enseguida organizó que fuese a hablarlo con mis hermanos en persona y, como acostumbra a hacer, se puso a hacer cualquier cosa por casa que le distrajera todo lo posible.

No puedo explicar lo que representó aquella conversación; por un lado me destrozaba tener que darle esa noticia que irremediablemente le haría sufrir; pero también sentí alivio de compartirlo con ella, y descubrir que iba a ser más que capaz de afrontarlo.

Fuimos a comer todos los hermanos, y allí junto a ellos me convencí de que nada malo iba a pasarme mientras les tuviera conmigo.

En cuanto a Álex, suavicé lo suficiente el asunto, y lo presenté como otra victima de lo ocurrido, queriendo evitar que nadie le culpara. Lo aceptaron, y nunca le reprendieron nada, pero la calma que mostraba y otras de sus actitudes pronto les hizo dudar, al igual que a mí, de su desconocimiento y de su inocencia.

Desde entonces la conexión con mi familia fue aun mayor de lo que ya era, y una y otra vez, con cada golpe de la vida y cada derrota, corrí al lado de mi madre y hermanos, sintiendo que sólo ellos podían sanar mis heridas. No sabría vivir sin ellos. No sería capaz de moverme por el mundo sin que ellos me esperasen al final del camino, como un niño que está aprendiendo a andar. No es que no haya aprendido nada por mi mismo; es que la vida me ha hecho olvidarlo, y fallar en todo lo que me habían enseñado.