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Más dura será la caída

Hubo un momento que mi infierno personal pareció calmarse y darme una pequeña tregua.

Hacía unos meses que había conocido a Aitor, y aunque la relación no pudo marchar adelante a causa de mis problemas, tanto sentimentales como económicos, él seguía mostrando mucho interés hacia mí, y me prometía que, una vez solucionados esos inconvenientes estaría esperándome para, esta vez sí, disfrutar de lo que estábamos sintiendo.

Con esa futura relación como motivación principal, pronto encontré un trabajo y todo comenzó a mejorar. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien; años realmente. El trabajo me devolvió las fuerzas, me volvió a «activar»; y tuve un buen sueldo que me permitió alquilar mi propio piso.

En cuanto a la enfermedad, desde el diagnóstico hacía ya 5 años, la infección se mantenía muy controlada, sin necesidad tan siquiera de una medicación.

Ya en mejor posición pude retomar la relación con Aitor. Nos veíamos los fines de semana que podíamos, y la ilusión por un futuro junto a él fue creciendo.

Con este panorama tan positivo, el alcohol ya no era necesario en mi vida. Es cierto que no lo aparté del todo, en especial los días que veía a Aitor siempre acabábamos los dos bastante borrachos, ya por simple diversión. Finalmente controlaba sin demasiado esfuerzo el consumo diario, lo que suponía todo un logro tras años de adicción.

Me acercaba a los 30 años, y mi vida por fin parecía avanzar por buen camino.

Tal vez haberme «levantado» hizo aun más dura la caída

Tras apenas unos meses disfrutando de mi «nueva vida», comencé a sufrir varios síntomas que me alarmaron. Las infecciones se hicieron constantes, así como un terrible cansancio que me hacía casi imposible continuar en mi trabajo. A pesar de ello no permití rendirme, y saqué fuerzas de donde, como me anunciaron las analíticas, no las había. Mis defensas habían caído de forma brutal desde el anterior control, y mi estado cambió de «portador del virus» a enfermo de SIDA. Estaba en serio peligro de sufrir infecciones graves, de hecho ya habían comenzado. Así que la única solución posible fue iniciar el tratamiento con un cóctel de antibióticos y antiretrovirales; estos últimos los tendría que tomar el resto de mi vida.

Ya de baja laboral, sufrí varias semanas los efectos secundarios de los medicamentos, aunque pronto los asimilé y se hicieron más soportables.

Y de nuevo me enfadé con el mundo y conmigo mismo, y encontré consuelo en el alcohol. Los días volvieron a ser oscuros, al igual que cualquier proyección de futuro.

La relación con Aitor obviamente también se vio dañada. En realidad ya lo estaba cuando retomamos el contacto. Él había intentado guardar la ilusión hasta que la situación nos permitiese estar juntos, pero sin quererlo se había desgastado por todos esos días separados. Se hizo más frío, y nuestros caracteres chocaron continuamente, haciendo constantes las broncas.

Adopté ante a él una actitud de estar por encima de todo, y no le hablé sinceramente de lo que me estaba ocurriendo, de lo asustado que estaba, o de cuanto le necesitaba conmigo. Al contrario, me enfrenté a él por cualquier motivo, en especial cuando, como de costumbre, nublaba mi mente con alcohol.

Creé frente a Aitor un personaje odioso, chulo, insensible, que prefería perderlo a mostrar cualquier signo de debilidad y derrota.

Comprensiblemente nuestra relación no tardó en romperse. Incluso al verle marchar silencié mis verdaderos sentimientos y afirmé estar de acuerdo, aunque la verdad era que estaba locamente enamorado de él.

Todo se había terminado. Otra vez. Hice las maletas y volví de nuevo al hogar familiar, cansado de luchar contra molinos de viento.