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La rueda que gira imparable
Ir a un lugar nuevo para empezar de cero fácilmente puede volverse en tu contra. Ha ocurrido en varios de mis intentos, y muy especialmente en mi estancia en Tarragona, cuando «huí» junto a mi hermano evitando el acoso de Álex.
Tras el reciente diagnóstico, la ruptura, los ataques de Álex y el conjunto de cambios a los que me estaba enfrentando por ese tiempo, encontré en mi nuevo piso un refugio donde esconderme del resto del mundo. Incluso para mi familia desaparecí lo máximo que pude. Lo máximo que ellos iban a permitirme.
Fueron meses de absoluta reclusión, y nunca llegué a intentar adaptarme, ni utilicé tampoco ese tiempo en «lamerme las heridas». Simplemente me oculté. Quise desaparecer y enterrarme en vida. Traté de no existir; de no pensar, de no sentir dolor ni tampoco provocarlo.
Con 26 años recién cumplidos, me senté cientos de días a ver pasar el tiempo, a beber cerveza, a tumbarme mirando al techo, mientras soñaba despierto con un presente y futuro muy diferentes que, sabía, nunca llegarían a existir.
Continuaba muy débil físicamente, aunque el verdadero problema y lo que realmente me limitaba, era la creciente depresión tras todo lo ocurrido.
Me convencí de no poder alcanzar jamás el futuro que me había imaginado; ni tan siquiera un futuro mediocre me parecía alcanzable.
Fue mi forma de castigarme por ello: negándome a tener una vida en la que pudiese volver a cometer errores. Y no caí en que aquel era el mayor error posible, y el que me arrastraría finalmente a adoptar una actitud equivocada frente a todo, y que me llevó a caer en una adicción que creció imparable desde ese momento, hasta transformarme completamente en lo que siempre había detestado.
Como digo, fue en esos meses cuando comenzó mi problema con la bebida. La cerveza conseguía devolverme de forma artificial un poco de evasión, de tranquilidad… incluso en ocasiones, tras pasar el día bebiendo, se dibujaba en mi mente la posibilidad de volver al mundo y retomar mi vida normal. Pero no era más que un espejismo. Al día siguiente me encontraba en el mismo «agujero» y la rueda volvía a girar.
Una jornada tras otra consumir alcohol se fue afianzando entre mis costumbres; y junto a ese fiel compañero me propuse, pasados unos meses, salir de nuevo «a la luz». Pero quien salió de aquella casa ya no era el mismo. Y no volví a serlo jamás. El nuevo Mario no respetaba a nada ni a nadie, en especial a sí mismo.