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¿Tú también estas jodido?

Mi rutina comenzaba a las siete de la mañana.

Cogía el coche y de camino a mis clases paraba en un bar a comprar el desayuno, el cual disfrutaba una vez aparcado frente al centro. Durante esas casi dos horas (hasta las nueve no abrían) escuchaba música, fumaba y me bebía las tres o cuatro latas de cerveza que había comprado un rato antes.

Eso era lo único que me animaba a levantarme de la cama: el ansia por beber.

De todos aquellos excelentes compañeros que conocí, a día de hoy no guardo contacto con ninguno de ellos. Y es que, a pesar de las promesas de seguir viéndonos y manteniendo los lazos que se habían creado, yo me sentía profundamente avergonzado del Mario que habían conocido. Esa es la razón por la que no les he vuelto a ver… Fueron constantes mis salidas de tono y mis escapadas al bar durante las clases, ante el lógico estupor de mi profesora, que tras alguna charla y llenándose de comprensión, supo manejar y suavizar lo violento de muchas de las situaciones.

Si ya durante la relación con Cristian el alcohol fue el principal problema, tras la ruptura este se agravó mucho más. No disponía de apenas dinero, pero el que conseguía iba destinado a emborracharme. Y lo peor es que no lo hacía ni de manera instintiva ni inconsciente; sabía que tenía un problema, que cada día era mayor, pero no me importaba lo más mínimo.

No me preocupaba estar tirando mi vida «por la borda», porque no tenía vida.

El curso, que trataba sobre la atención a discapacitados, me acercó a verdaderas desgracias, a verdaderas víctimas de este mundo difícil. En ese momento no supe entender el mensaje, pues el dolor y el alcohol no me lo permitieron, pero quedó grabado en mí sabiendo que pronto me sería de utilidad.

Había una de las trabajadoras del centro social a la que me encontraba con frecuencia pasando sus descansos en el bar. Tenía el aspecto de una mujer sufridora, sin ningún tipo de ilusión por vivir. Quizás por eso nos acercamos el uno al otro.

Tú también estas jodido, ¿no?

Sonreí mientras daba un trago al botellín de cerveza.

¿Tanto se nota? —Pregunté irónico, conociendo la respuesta.

Hombre, uno no se emborracha a las siete de la mañana si no tiene razones para hacerlo.

Es que no me gusta el café… —Solía aparcar a dos calles del centro para que nadie viese lo patético de mi «desayuno», pero al parecer no me escondía lo suficiente—. Y por lo que veo a ti tampoco te gusta.

A mí hay pocas cosas que me gusten ya… —Aunque sonreía, podía ver con claridad asomar sus lágrimas.

Tú aun eres joven, eres guapo, hazme caso y no le des importancia a cosas que seguro no la tienen… —Acabó su whisky, me acarició la cara y se marchó.

La camarera, con quien teníamos ya bastante confianza, había oído la conversación y se acercó a mí, posiblemente notando mi mirada extrañada.

Me hizo referencia a un accidente ocurrido unos meses antes en el pueblo, donde murieron varios niños. Y con una contundente frase entendí lo que aquella mujer había querido decirme:

—Su hijo de 6 años fue uno de los que murió aquel día.