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Dante Veronezi subió al morro sin dificultad, atravesó entre los policías armados, entre las ametralladoras apostadas. No intentaron impedirle el paso. Nada le dijeron. Las órdenes recibidas precisaban sólo que nadie debería bajar del morro. Y cuando, Veronezi, acompañado del maestro de obras responsable de la construcción de los dos bloques de viviendas, quiso volver a la ciudad, fue detenido y encerrado en un coche celular en compañía del maestro de obras. Allí pasarían la noche si Miguel Charuto no lo hubiera reconocido y no hubiera soplado algo al oído de Chico Bruto. Dante Veronezi armaba un barullo tremendo en su ratonera. Chico Bruto decidió enviarlos en un coche a la jefatura. Que decidiera el jefe.
La detención de Dante Veronezi fue observada por los moradores desde lo alto del morro. Jesuíno volvió a sus disposiciones bélicas y envió un chiquillo a la ciudad para que avisara a Jacó Galub de lo ocurrido. El capitán de la arena partió por la senda recién abierta entre los matorrales impenetrables. Pasó escondido entre los arbustos sin que hubiera policía capaz de agarrarlo en aquel barrizal hediondo. Poco después corría hacia la ciudad, saltaba a un camión llevando el aviso de Jesuíno.
Pero antes incluso de llegar el chico de vuelta —se detuvo en la redacción de la Gazeta de Salvador, donde los reporteros lo fotografiaron y entrevistaron—, subió al morro el concejal Licio Santos con la noticia de la liberación de Dante y del maestro de obras, tramitada por él mismo y confirmada por el gobernador directamente. Anunció también la votación unánime del proyecto en trámite en la Asamblea, en primera votación. Estaban las comisiones reunidas. Al día siguiente ultimarían la votación, la segunda, y el gobernador firmaría la ley de expropiación. Ellos serían los dueños de sus chabolas. Licio Santos se sentía feliz y orgulloso de haber colaborado, con su palabra y su actividad a esa victoria del pueblo. Él era amigo del pueblo, y su más caracterizado representante en la Cámara de Concejales.
Todo eso lo comunicó en un discurso exaltado, a la puerta de una de las casetas construidas por Dante, coronada con una pancarta que ponía:
PUESTO ELECTORAL DEL CONCEJAL LÍCIO SANTOS Y DE DANTE VERONEZI
Los moradores se reunieron para oírlo. Licio, en medio de sus metáforas zoológicas («el poeta de los esclavos ya afirmó que la plaza es del pueblo como el cielo es del cóndor»), tenía salidas divertidas («y yo digo que el morro es del pueblo como el hueso es del cachorro») que hacían reír a la gente. Soltó unos palos al jefe de policía y anunció su inevitable dimisión. Era posible incluso que el tal Albuquerque ya no ocupara el cargo, que ya hubiera recibido el puntapié en el trasero.
Aún estaba. La orden del gobernador mandando poner en libertad a Dante Veronezi llegó acompañada de una recomendación: mucha prudencia al actuar contra los moradores del morro. El doctor Albuquerque se sintió, por primera vez, poco seguro en sus posiciones. Mandó soltar a Veronezi (Licio Santos lo aguardaba en la sala de espera; el jefe de policía se había negado a recibirlo), y salió para palacio. Necesitaba ver al gobernador, tener una entrevista con él. Pero el palacio estaba casi a oscuras, y su excelencia, tras un día de trabajo agobiador, había salido solo, de incógnito, a dar una vuelta. No había dicho ni adonde iba, ni cuándo volvería. El jefe de policía aún esperó un poco. Resolvió por fin volver a la jefatura dejando un aviso: pasaría la noche en su despacho, en vigilia cívica, allí esperaba órdenes del gobernador. Pero como dieron las dos de la madrugada sin que recibiera ninguna comunicación, y estaba muerto de sueño, se fue a su casa, con el rostro avinagrado y el corazón afligido. Al salir vio en una esquina al delegado Angelo Cuiabá riéndose y conversando en un corro de policías. Aún oyó un trozo de su frase, cortada al verlo por el saludo reglamentario:
—… se habla del diputado Moráis Neto, cualquiera mejor que ese animal…
Entró en el coche como quien acaba de oír su elogio fúnebre. Ni dinero del bicho, ni jefatura de las clases conservadoras. Pero caía con dignidad. «Caigo de pie», le dijo a su esposa, que lo esperaba en vela, nerviosa ella también por los rumores que había oído a las vecinas. Le quedaba la fama de honesto, de incorruptible. La esposa, un poco cansada de tanta altisonancia, de ese empaque poco rentable, le recordó que era difícil caer de pie, y en cuanto a la incorruptibilidad, era una palabra bonita, pero no daba de comer a nadie. El doctor Albuquerque se sentó entonces en la cama y se cubrió el rostro con las manos:
—¿Qué quieres que haga?
—Adelántate y pide la dimisión.
—¿Tú crees? ¿Y si las cosas cambian aún, y si el gobierno a pesar de todo me deja en el cargo? ¿Por qué precipitarnos?
La esposa se encogió de hombros. Estaba cansada y quería dormir.
—Si no pides la dimisión ni siquiera acabarás con dignidad… No se salvará nada…
—Lo pensaré… Decidiré mañana…
Al día siguiente, por la mañana, lo despertaron con un recado de palacio: el gobernador lo llamaba con urgencia. La mujer se levantó para recibir el recado. Él la miró a la entrada del cuarto. Ella sintió pena: ese pobre marido, tan lleno de sí y tan incapaz. Nadie mejor que ella podía medir con precisión toda su inutilidad, su vacío absoluto. Pero tenía un aspecto tan lastimoso que ella se acercó. Bajó el doctor Albuquerque los ojos: era la catástrofe.
—El gobernador quiere verte…
—A esta hora sólo puede significar…
—No te preocupes… De cualquier modo seguiremos viviendo… Cumplías con tu deber.
Pero él sabía cuál era el verdadero juicio, el concepto que su esposa tenía de él. Era inútil dárselas de honesto, hacer pose de estatua; ni la engañaba ni la convencía.
—Vencido por ese hatajo de miserables…
Ella nunca supo si se refería al gobernador y a los políticos, o a la gente del morro. Lo ayudó a vestirse, el doctor Albuquerque aún usaba cuello duro.
En palacio, el gobernador le reafirmó su consideración, su estima, su agradecimiento y el deseo de seguir contando con él, con un hombre que daba brillo y respetabilidad a su gobierno. Pero lo quería en otro cargo. Ya lo estudiarían después cuidadosamente. La jefatura de policía, en aquellos momentos de acuerdo político, de mutuas concesiones, necesitaba un titular sin la rigidez inflexible del doctor Albuquerque. Aquella rigidez era un capital precioso no sólo para el actual gobierno sino para toda la vida pública bahiana. El doctor Albuquerque era un modelo para generaciones venideras. La política, sin embargo, tiene sus exigencias, sus manchas de sombra, exige flexibilidad, concesiones, acuerdos, incluso ciertas martingalas. No era su amigo hombre de martingalas.
El doctor Albuquerque inclinó la cabeza: ¿qué le importaban los elogios? Salía de la policía con las manos limpias, como había entrado. Y sin embargo, había empezado con tantas y tan fundadas esperanzas… Honesto, inflexible, incorruptible, un animal, todo un buey. Miraba al gobernador, risueño frente a él, pronunciando todas aquellas palabras amables, rasgando la seda de los elogios. Manos limpias, ejemplo de honestidad; salía pobre de cargo tan delicado: su deseo era levantarse, mandar al diablo al gobernador y a la honestidad, a la inflexibilidad, a la incorruptibilidad, a la puta que los parió.
Se levantó, se abotonó la chaqueta, se inclinó ante el gobernador:
—Dentro de media hora recibirá su excelencia mi dimisión.
El gobernador se levantó también, lo envolvió en un abrazo caluroso y le reafirmó casi sinceramente su afecto:
—Muy agradecido, mi querido amigo…
La petición de dimisión no hacia referencia al juego del bicho. El delegado Angelo Cuiabá se había apresurado a comunicar al jefe de policía, apenas lo vio llegar tan de mañana, la noticia de la próxima liberación del juego, acuerdo tomado la víspera por la noche, cuando el gobernador visitó la casa de Otávio Lima —la casa de su verdadera esposa, aclaremos. Tampoco hacia referencia a los sucesos de Mata Gato. Salud estropeada, necesidad de descanso, prescripción facultativa. He ahí los motivos de la petición expuestos en la carta de Albuquerque: «Repetidamente he venido solicitando me concedieran la dimisión del espinoso cargo que me fue confiado. No la obtuve, y, sacrificando mi salud, atendí a los llamamientos de su excelencia para que continuara. Esta vez, sin embargo…».
El gobernador atendió su súplica y respondió inmediatamente con una carta concediendo la dimisión. En su carta hacía el elogio del dimisionario, hombre recto y ejemplo de integridad. Un periodista, a quien Albuquerque había dado un enchufe en la policía, redactó una nota para un programa radiofónico, y pagó su deuda de gratitud divulgando una versión favorable al jefe de policía: Albuquerque había dimitido por no querer pactar con el nuevo escándalo del juego del bicho. Con su salida, el gobierno pasaba a mancharse definitivamente en el cieno del juego.
La noticia de la dimisión del jefe de policía llegó al morro casi al mediodía, y fue saludada con entusiasmo por los moradores. Uno de los chiquillos empleados como enlace entre los sitiados de Mata Gato y la ciudad, trajo la noticia de parte de Licio Santos. Tras la dimisión del jefe de policía, aprobado el proyecto en las comisiones tras rápida y nueva discusión, iba a ser votado en plenario, en una sesión extraordinaria, y seguramente sería promulgado aquel mismo día. Los moradores debían prepararse para una gran manifestación de regocijo a la que estaba siendo convocada toda la población a través de los diarios y emisoras; manifestación de aplauso al gobierno, gran concentración popular frente al palacio del gobernador.
Y así era: los diarios de aquella mañana invitaban al pueblo a agradecer con su presencia en la plaza Municipal la benemérita decisión del gobernador. En la Gazeta de Salvador, había un reportaje entusiasta de Jacó Galub describiendo los «horrores del último cerco del morro de Mata Gato por la policía criminal de Albuquerque, urubú que se las daba de buitre», contando y dramatizando la prisión de Dante Veronezi. Reproduciendo las pintorescas declaraciones de Picapau, el capitán de la arena que le trajo el aviso, a quien describía con el hocico agresivo y simpático, un mechón sobre el rostro, y una colilla en los labios. Aparte del reportaje de Jacó Galub, había un editorial firmado por Airton Meló, el director. Sólo de tarde en tarde firmaba éste un artículo. Si lo hacía aquella mañana era precisamente para saludar el gesto del señor gobernador. Aunque adversario político, sabía reconocer la grandeza dondequiera que se hallara. Su excelencia había conquistado la admiración de todo el estado. Por eso, él mismo, Airton Meló, había aceptado ser uno de los oradores en la manifestación prevista para aquella tarde.
Las gentes del morro se preparaban. Pancartas, banderas, una cinta de saludo al gobernador. Los chiquillos seguían yendo y viniendo por la senda del barrizal en busca de noticias. La policía había cercado también aquel lado del morro, había apostado allí sus ametralladoras. Pero los capitanes de la arena atravesaban entre los arbustos, agachados con pies de gato, y cuando los guardias se daban cuenta, ya estaban lejos, saltando a la trasera de los camiones.
El único problema que seguía sin resolver era el del precio de los terrenos. El comendador José Pérez había puesto un precio y no cedía. Presentaba sus planos, los cálculos, los estudios de parcelación. Hubo intervención de mediadores, y por fin una entrevista entre el gobernador y el baluarte de la colonia española. Llegaron a un acuerdo. El comendador José Pérez, para facilitar la solución y queriendo contribuir por su parte en beneficio del pueblo, hizo un pequeño descuento o un gran sacrificio (elija cada cual la fórmula que prefiera para calificar el gesto, según su conveniencia o gusto). Los peritos modificaron la valoración inicial, aunque uno de ellos se negó a firmar el nuevo documento considerando que aquello era un chanchullo demasiado inmoral. Fueron muchos los que metieron allí la zarpa, y se dan muchos nombres, pero por nuestra parte sólo podemos garantizar la actuación de Licio Santos, siempre eufórico e infatigable.
Al pie del morro de Mata Gato, la policía, olvidada en la confusión que siguió a la dimisión de su jefe y mientras no se nombrara otro, seguía cercando la colina y agarrando y encerrando a quien se aventuraba a bajar. Ya había tres en la cárcel, aunque Jacó y Licio prometían libertarlos en cuanto tuvieran tiempo. Estaban muy ocupados, tratando de la manifestación. Ya dirían la hora tan pronto la supieran. Desde luego, sería al caer la tarde.
Jesuíno, perdida su bélica diversión, dirigía ahora los preparativos para la adhesión del morro a las celebraciones. Era también divertido y se sacaban algunos cobres. Sin hablar de la promesa de Licio Santos: aguardiente y cerveza a discreción para celebrar la victoria. Galo Doido, cuya profesión jamás nadie había conocido, se consideraba enemigo irreconciliable de cualquier trabajo y estaba dispuesto a convertirse en invasor profesional en terrenos de propiedad ajena, según decía riendo a Miro mientras pegaban carteles en unos maderos. No conocía ocupación más divertida. Ya estaba planeando una nueva invasión: unos terrenos, allá por Liberdade, en un lugar que llevaba el sugestivo nombre de Regó da Turca.
A las dos de la tarde, en medio del mayor entusiasmo cívico de los diputados, se votó la redacción final del proyecto Ramos da Cunha. Se había decidido que el presidente designaría una comisión para presentarlo al gobernador. Pero, a propuesta de Polidoro Castro, se decidió que fueran en bloque todos los diputados a presentar el proyecto en palacio. Se fijó la hora de la firma para las seis de la tarde. Así habría tiempo suficiente para preparar la gran manifestación.
Todas las emisoras radiaban de cada cinco minutos un comunicado invitando a la población y autoridades a sumarse al acto que se celebraría en la plaza Municipal, frente al palacio, a las dieciocho horas. Serían así testigos del acto histórico de la promulgación por el gobernador de la ley votada por la Asamblea expropiando los terrenos del morro de Mata Gato. Hablarían entre otros los líderes del gobierno y de la oposición en la Asamblea Legislativa, el periodista Airton Meló, el concejal Licio Santos y el propio gobernador. Camiones del estado y de la Prefectura, ómnibus y tranvías estarían a disposición de cuantos acudieran. Se movilizaron todos los recursos para el mayor éxito de la espontánea manifestación popular.