17

Los amigos se quedaron abajo, al pie de la ladera, en el tabernucho. El grupo había aumentado con algún metomentodo, gente con intereses en la bolsa de apuestas, cuyo movimiento en la noche pasada había sido razonable. Desde allí, desde el bar, a pesar de la ladera que los separaba de la casa de Martim, podían, en cierto modo, seguir los acontecimientos: oirían cualquier grito, cualquier ruido de lucha o tiro de revólver, alteraciones en el ritmo de la tranquila vida conyugal del cabo. Estaban excitados y algunos daban palmaditas a Curió, en los hombros o en la espalda, para animarlo. Sobre todo los que habían puesto dinero en la reacción violenta del cabo y preveían como mínimo una paliza, tal vez puñaladas en la barriga de Curió. En la taberna pidieron la primera ronda, para animarse. Quisieron ofrecer un trago a Curió antes de que el enamorado amigo iniciara la subida, pero él lo rechazó. Había bebido demasiado la noche antes, sentía la boca amarga, la lengua pastosa y la cabeza pesada exactamente cuando más necesitaba la cabeza fría y la lengua suelta. Alzaron todos las copas de aguardiente en su honor, en un brindis mudo, pero significativo. Él observó lentamente a los amigos, uno tras otro, conmovido y grave. Al fin estrechó la mano de Jesuíno y echó a andar cuesta arriba. Todos los presentes se mantenían graves también y conmovidos, con clara conciencia de estar viviendo un momento histórico. Curió desaparecía en un recodo del camino embarrado. Las acacias se dejaban azotar por el viento y alfombraban el camino de hojas amarillentas.

Iba Curió muy puesto para la ocasión. Había dejado la ropa de trabajo, el levitón mugriento y los calzones listados, la vieja camisa de pechera almidonada, la cal y el albayalde. Se había puesto la ropa de fiesta, corbata y paleto, se había afeitado; estaba flaco, la cara pálida, negras ojeras… Subía con paso medido, el rostro melancólico, grave la mirada. Aparte de cierta severidad, rodeaba su figura una gravedad un tanto lúgubre que daba un aire de funeral a aquella caminata ladera arriba. Curió se había preparado, vistiéndose como sólo lo hacía en raras ocasiones solemnes, para que, inmediatamente, apenas entrado, se diera cuenta Martim de lo excepcional de su visita, de su importancia. He ahí por qué, antes de un recodo de la ladera desde el que se veía la barraca de Martim, paró Curió su marcha para acomodarse la ropa y dar aún mayor solemnidad a su andar. En la puerta, Marialva aguardando, impaciente. Los relojes acababan de dar las diez. Hizo un gesto hacia Curió como diciéndole que se diera prisa, pero él mantuvo el ritmo de su marcha. No era momento de carreras, de liviana impaciencia. Iba a destrozar la vida de un amigo, sangraba el corazón de Curió. ¿No hubiera sido mejor aceptar el consejo de Negro Massu, coger las botellas del misterioso preparado contra la blenorragia y largarse a Sergipe, a llorar allí la ausencia de la amada? Apenas atravesara la puerta, Martim se daría cuenta del carácter funesto de la visita; apenas posase la mirada sobre el rostro dramático de Curió.

Pero al llegar al umbral de la casa del amigo —donde iba a penetrar bellaco y vil, peor que un ladrón o un asesino, llevando desolación y tristeza sin consuelo— oyó las exclamaciones de Marialva susurradas entre dientes:

—¡Creía que ya no vendrías, que te habías asustado…!

Injusticia flagrante, pues había llegado a la hora exacta, a las diez, como habían quedado. Nunca, en toda su vida de compromisos asumidos y cumplidos, había sido tan puntual. Los amigos, tan solidarios en aquella encrucijada trágica de su existencia, y también tan interesados en los resultados de las apuestas, se habían encargado de despertarlo, y lo habían despertado mucho antes de la hora.

El rostro de Marialva estaba ansioso, sus ojos brillaban inquietos con una luz extraña; toda ella parecía distinta, como si se sostuviese en el aire, bella como un hada, pero llevando en su hermosura cierta marca cruel, una expresión satánica, tal vez debido al peinado formado con dos rulos en la cabeza, como si fuesen dos diabólicos cuernos. Jamás Curió la había visto así. Parecía otra, no la reconocía, aquella su dulce Marialva, que desfallecía de amor.

—Vamos. Está en la sala…

Y, apresurada, entró anunciando:

—Cariño, aquí está Curió que quiere hablar contigo…

—¿Y por qué diablos no entra?

La voz de Martim llegó de dentro, un tanto confusa, como si hablase con la boca llena.

Era preciso, se animaba Curió, revelar a Martim con los primeros gestos, desde las palabras iniciales, la gravedad de la visita, su excepcionalidad. Así lo hizo, y antes de entrar se anunció:

—Con permiso…

Jamás ningún amigo había pedido licencia para entrar en casa del cabo. Tenía Martim que darse cuenta del carácter trágico de los acontecimientos apenas Curió entrase en la sala con paso rígido, y luego se parase, más rígido aún, pálido, casi lívido. Pero, para desilusión y desespero del apasionado amante, el cabo nada notó. No reparó en nada. Entregado por completo al espectáculo de la melosa y rojiza visión de una sandía troceada, extendida en la mesa. Acababa de cortarla, y los gajos se abrían aromáticos, el jugo escurría por un periódico puesto en la mesa como mantel para proteger las tablas; todo el aspecto de la fruta daba gula y deseo. Martim ni se volvió. Curió perdía todo el esfuerzo de la pose difícil. Además, por las venas le entraba el perfume poderoso de la fruta y le llegaba al estómago. Curió estaba en ayunas. No había comido nada aquella mañana de traición y muerte.

La voz fraternal de Martim envolvió al amigo:

—Siéntate ahí. Coge unos trozos. Está buenísima…

Curió se acercó con el mismo paso medido, el rostro fúnebre, la postura enfática, casi majestuosa. Marialva se había apoyado en el quicio de la puerta dispuesta a no perder detalle de la escena que iba a desarrollarse. Martim mordía un trozo y el perfume de la fruta henchía la sala. ¿Quién podría resistir ese olor? Curió resistía impávido. Martim se volvió hacia él, finalmente, sorprendido de tanta seriedad.

—¿Pasa algo?

—Nada… Quería hablarte. Para resolver un asunto…

—Pues siéntate y habla, que si de mí depende no hay más que decir…

—Es muy serio. Mejor es esperar que acabes…

Martim se volvió hacia su amigo, examinándolo.

—Parece que te hayas tragado una escoba… Pero tienes razón, primero vamos a dar cuenta de esto. Luego hablaremos… Siéntate ahí, vamos a meterle mano…

Por entre los dedos del cabo escurría el jugo, los granos oscuros, el perfume. Nada había comido Curió por la mañana, no era ocasión de comer y sí de llorar y de hacer de tripas corazón. No había sentido hambre, sólo un nudo en la garganta. Pero ahora pasaba de las diez, los amigos le habían hecho levantarse tempranísimo, mucho antes de la hora. Sentía el estómago vacío; un hambre súbita le dominaba, reclamaba, exigía la aceptación del convite reiterado.

—Vamos, muchacho… ¿Qué esperas?

La sandía se mostraba irresistible. Era la fruta predilecta de Curió. El jugo escurría por los dedos y por los labios de Martim. Se estancaba en el aire aquel perfume embriagador. ¿Qué importaban unos minutos más o menos?

Curió se quitó la chaqueta, aflojó la corbata. No se puede comer sandía vestido de etiqueta. Se sentó, alargó la mano, cogió un pedazo, le dio un mordisco, escupió los granos.

—¡Está buena!

—¡Que si está! ¡Es de ahí al lado! —asintió Martim. Hay a montones…

El diálogo fue interrumpido por un portazo. Marialva llamaba la atención de los amigos, sus ojos echaban lumbre y los rulos del peinado se parecían cada vez más a los cuernos del demonio.

—¿No decías que tenías que hablar con Martim de un asunto urgente? —preguntó Marialva con voz dura.

Estaba furiosa. No esperaba aquel comienzo. ¿Ése era el amor tan pregonado, loco, sin medida, de Curió? ¿Y ni siquiera podía resistir una sandía madura?

—Cuando acabemos… Un momentito…

—Para todo hay tiempo y hora —sentenció Martim.

Con un bufido, Marialva se volvió al cuarto, furiosa.

—No le gusta la sandía. La única fruta para ella es la pera o la manzana…

—No me digas…

Curió se lamía los dedos. La fruta es buena, y más la sandía por la mañana, en ayunas. ¿Cómo es posible que no le guste la sandía y se pirre por las manzanas y las peras, frutas sosas? ¿Qué gusto tiene la manzana? Hasta la batata es más sabrosa. Exponiendo sus opiniones, Martim se dio por satisfecho y se limpió los dedos en el periódico. Curió saboreó aún dos trozos más; rió contento. Buena fruta aquélla. Y estaba en su punto. Martim usaba un fósforo como mondadientes.

—Bueno, vamos a ver. Qué asunto es ese…

Curió casi se había olvidado del motivo y la solemnidad de la visita. La sandía lo había dejado en paz con la vida, dispuesto a una charla amena, demorada, sobre los más diversos asuntos, como siempre ocurría cuando ellos, los amigos, se encontraban. Martim le empujaba ahora de nuevo por aquel túnel sin luz y sin aire. Tenía que atravesarlo. Se levantó.

Reapareció Marialva en la puerta del cuarto, los ojos brillantes, las narices olfateando, como una yegua de competición que espera la señal de partida. Curió se ajustó la corbata, se puso la chaqueta y recobró su aire solemne, la grave expresión funeraria, conseguida ahora con mucho mayor esfuerzo. Ya no estaba en ayunas, en vez de la boca amarga tenía la boca perfumada por la fruta. Las ideas de suicidio y muerte se habían distanciado. Aun así obtuvo apreciable resultado, hasta el punto de que Martim, al dar la vuelta a la mecedora para oír mejor, se asombró de su expresión y de sus maneras.

—Parece que vengas de un velatorio…

Curió extendió el brazo en un gesto de orador, con la voz quebrada por la emoción. Así, de pie, parecía exactamente una de esas estatuas de gente importante plantadas en las plazas públicas por la admiración de sus conciudadanos. Tan atento estaba a los gestos y a la pose de Curió, que Martim apenas oyó las primeras palabras de su pieza retórica.

Que Martim hiciera un esfuerzo por comprender —Curió empezaba su discurso— era difícil sin duda. Pero ¿qué hacer? Curió seguía desarrollando su discurso, estudiado días antes con la eficiente ayuda del Secretario de los amantes y de Jesuíno Galo Doido. Tan leal como él es posible que existiera algún amigo, pero más leal, imposible. Leal hasta el punto de sentirse morir a cada instante de amores por Marialva, aquella santa y pura «casta e impoluta doncella», la esposa más fiel. Eran dos vidas que se rompían en el juego terrible del destino, marcadas por la suerte adversa, maldición extraña, destino infernal. Juguetes de la desgracia, abandonados por la suerte.

En la puerta del cuarto Marialva no podía dominarse. Le era difícil en aquella hora gloriosa representar el papel de pobre víctima, doncella perseguida. Un aura de triunfo circundaba su rostro. Sus ojos iban de Curió a Martim, se preparaba para dominarlos a los dos, para ser disputada por ellos a hierro y fuego.

Martim se esforzaba en comprender la complicada explicación de su amigo, tan atestada de palabras difíciles, aquella manía de Curió de comprar y leer folletos y libros. Crispaba el rostro en su esfuerzo. Desesperación, imaginaba Marialva. Horror ante la traición del amigo, pensaba Curió. Y la verdad es que era puro esfuerzo para seguir el palabreo de Curió abarrotado de términos de sermón o diccionario. Allí estaba la razón de la desgracia de Curió con las mujeres: no había quien pudiera soportar aquel palabreo libresco. Aunque a costa de gran esfuerzo, Martim fue comprendiendo, cogiendo una palabra de aquí, otra de allá, a veces una frase entera, y mirando con el rabillo del ojo el teatro de Marialva, de pie en la puerta del cuarto con aquel aire sublime reflejado en la cara. Comprendía ahora el porqué de aquellos modos y ropas y melancolías de Curió: estaba enamorado de Marialva, loco por ella… ¿Sería posible, mi Señor de Bonfim, Oxalá, padre mío (Exê ê ê Babá)? ¿Sería posible?

Y ella también lo estaba… ¿No era a eso a lo que se refería Curió con la comparación de las almas gemelas, unión platónica, vidas partidas? Ahora iba entendiendo: Curió, loco por Marialva; pero conteniéndose porque era su amigo, para no colocarle los cuernos, respetando la honrada testa del amigo. Curioso tipo este Curió.

Lo mejor, sin embargo, era aclararlo de una vez. Interrumpió el discurso en un párrafo particularmente emocionante, y preguntó:

—Conque has andado acostándote con ella, ¿eh?

Curió se estremeció. En vano había gastado sus talentos y su erudición. No le había comprendido. No reconocía Martim la pureza de sus intenciones. Respondió definitivo:

—No lo he hecho. Y no ha sido por falta de ganas…

—Conque había ganas, ¿eh? ¿Y ella de ti también?

Aprovechó Curió la pausa y volvió a su discurso. No iba a abandonarlo para entregarse a aquel diálogo rastrero y no previsto. Sí, era correspondido; pero ella, ínclita matrona, había sido la primera en alzar la barrera de la imposibilidad…

Sonrió conmovido el cabo Martim. Tanta lealtad de parte de Curió le hacía saltar las lágrimas, ablandaba su corazón. Sabía de los insoportables sufrimientos de Curió enamorado. Podía ahora imaginar cuáles serían estando Martim por medio; sufriendo como un can leproso sólo por lealtad a su hermano de santo. Tanta abnegación exigía un premio adecuado, y él, el cabo Martim, hombre de educación y de palabra, no podía ser menos en pruebas de abnegación y amistad. Eran hermanos de santo, Curió acababa de recordarlo. Habían hecho juntos su bori, le era leal por eso, sufría por no traicionarlo, sufría como perro rabioso, sufría las penas del infierno… Merecía una compensación. Martim no había de quedar vencido en esa competición de amistad amenazada y victoriosa.

—Te gusta, ¿no? ¿Y de verdad?

En el silencio enorme y solemne, Marialva llegó incluso a perder la respiración, había sonado su hora de triunfo. Curió bajó la cabeza y, tras un segundo de titubeo, reafirmó su amor.

Martim miró hacia la puerta del cuarto. Marialva crecía, radiante, princesa a cuyos pies los hombres se arrastraban depositando sus corazones enloquecidos, hermosura sin rival, capaz de humillar a los machos más fuertes, mujer fatal y definitiva. Pronta a responder, cruel y sabia, a las ineludibles preguntas de Martim.

El cabo, sin embargo, nada le preguntó. Apenas la miraba, con ojo calculador, mujer fatal y definitiva, definitivamente fatal, nacida para avasallar a los hombres, así era ella. Marialva, la hermosa del lunar en el hombro izquierdo. Era fatal. ¿Quién podía escapar a su fascinación? A veces realmente un poco cargante. Incluso muy cargante. Curió la había merecido. Martim se sentía generoso y bueno como un caballero antiguo. Sentía crecer en su pecho los mejores sentimientos. En su pecho, un tanto pesado ya por la sandía que acababa de comerse.

Su voz resonó en el silencio de solemnidad y brisa:

—Pues hermano, ahora lo comprendo todo. Tú enamorado y sufriendo. Cosa digna de verse, Curió. Tú, hermano de tu hermano. Y te lo digo, Curió: eres tú quien la merece. Puedes llevártela. Es tuya.

Se volvió hacia la puerta del cuarto:

—Marialva, arregla tus cosas. Te vas con Curió —y sonriendo al amigo—: Te la llevarás ahora mismo. No está bien que dejes a tu mujer aquí, en mi casa, con la mala fama que tengo…

Curió abrió la boca y quedó con ella abierta, embobado. Esperaba cualquier cosa: gritos, maldiciones, desesperación, puñal en alto, revólver, ¿quién sabe? Estacazos, lloros, horror, suicidio, asesinato, tragedia con noticia en los diarios, todo menos aquello, aquella solución completamente inesperada. Cuando logró hablar, lo hizo como un borracho.

—¿Llevármela? ¿Ahora mismo? ¿Y para qué?

Marialva, pálida, en la puerta, inmóvil.

—Ahora mismo. Porque desde ahora es tuya. Y no está bien…

Pero Curió aún intentaba llamarlo a razones.

—Pero vas a sufrir mucho, solo… Prefiero…

Marialva crispada, con los dientes apretados, los ojos fuera de las órbitas. Martim, generoso y lógico.

—También tú sufriste por mí…, para ser noble conmigo. Ahora me toca a mí… También tengo derecho a sufrir por un amigo. No sólo vas a hacerlo tú…

Tanta capacidad de renuncia llevaba aquella amistad a la cumbre de la gloria universal. Los dos se sentían conmovidísios. En la puerta del cuarto, Marialva comenzaba a hundirse.

—Pero… tú eres su marido. Tal vez lo mejor es que siga yo sufriendo. Iré a Sergipe, a vender el remedio, un remedio bueno, me lo han ofrecido. No volveré más… Para que tú no sufras… Quédate con ella. Yo me voy solo ahora mismo. Adiós para siempre…

Dio media vuelta. El grito áspero de Martim lo contuvo. El cabo estaba irritado.

—Calma, hermano. ¿Adónde vas? Paciencia. Tú te vas, pero con ella. Ella te gusta, ¿no? A ella le gustas tú. ¿Qué pinto yo entre los dos? ¿Comer comida deseada por otro? Tú te la llevas ahora mismo… Por mi parte, se acabó… No quiero verla más…

Curió alzó los brazos, desconcertado.

—Pero no tengo dónde llevármela…

Martim resolvió, cada vez más generoso y decidido:

—Por eso no queda, hermano… Tú sigues aquí con ella y yo me largo… Voy a olvidar a casa de Tibéria. A ver si tiene alguna morena gordita y agradable… Ya le diré que no te espere tan pronto, que te has casado y un casado no debe andar metiendo las narices por los burdeles… Quédate con todo. Sólo me llevaré mi ropa.

—¿Con todo? Yo…

—Con todo… Mesa y sillas, cama y espejo. Te doy hasta la cafetera, cosa fina…

—¿Y qué voy a hacer yo con todo eso? No. No puedo aceptarlo. Mucha bondad la tuya, pero…

Marialva había perdido ya las ganas de gritar, de arañarlos. Ya no tenía cara febril ni ojos airados. Había pasado por todo aquello y ahora iba disminuyendo su figura en la puerta, los pelos cayéndole, desmelenada. Martim le sonrió. Estaba muy furiosa, eso sí. Curió no tardaría en arrepentirse.

Ya estaba arrepentido.

—¿Quieres saber una cosa, hermano?

Martim se levantaba un tanto ceremonioso, con aire de quien recibe a una visita.

—Tú dirás…

—De lo dicho, nada. Todo queda como antes. A decir verdad, ya no me gusta…

—¡Ah! ¡Eso sí que no, hermano! Tú has venido a buscarla y te la llevas. Yo no la quiero ya, ni de mujer ni de criada. No la conoces cuando se pone furiosa…

—No. Yo no me la llevo. Ya andaba yo con la mosca tras la oreja. Tanta pasión alguna razón tendría… Y te digo más: no es mujer decente. Si fuese por ella, ya tenías tú más cuernos que la luna…

Martim rió, señaló a Marialva, en la puerta, desmadejada.

—Y ese trasto pensó que nos iba a enemistar. A nosotros, que somos que ni hermanos… De risa, vamos…

Y rió a gusto, con su antigua y libre carcajada, recuperada para siempre.

Curió rió también, y la alegre risa de los amigos rodaba pendiente abajo. En el cafetucho los apostadores intentaban catalogar, explicarse, aquel extraño son que venía de la casa, ladera arriba.

Martim fue por la botella.

—¿Un trago? ¿Para celebrarlo?

Curió lo hubiera tomado a gusto, pero se acordó a tiempo:

—Hemos comido sandía. Nos haría daño…

—Es igual. Aguardiente con sandía, congestión segura.

—Es una pena… —se dolió Curió.

Las miradas de los dos amigos se encontraron sobre el resto de la fruta. Brillaban sus granos, su pulpa, como una invitación.

—Hay que acabarla. Por la noche lo celebraremos…

Curió se quitó el levitón y la corbata. Desapareció su aire fúnebre. Se lanzaron de nuevo a la mesa.

Marialva, en el cuarto, arreglaba sus cosas. Los dos amigos parecían haberla olvidado. Reían y comían. Ella atravesó la sala. Ellos ni se dieron cuenta.

—No ganó nadie las apuestas… —consideró Curió. La gente guardará el dinero para la noche… Podemos hacer una parrillada en el pesquero de Manuel…

—Y nos llevaremos a las chicas de casa Tibéria. Dime una cosa, Curió; aquella chiquilla del pelo liso, una que bailó conmigo en la fiesta de Tibéria, ¿está aún allá?

—¿Otália? Está, sí…

Marialva iba ladera abajo. La pandilla seguía bebiendo en el cafetín y la vio pasar. Se miraron unos a otros. De la casa de lo alto de la colina llegaba un restallar de carcajadas. No había duda, Martim y Curió estaban riendo. Decidieron subir todos a ver por qué terminaba con aquellas carcajadas la historia del casamiento del cabo Martim.

En la calle, con el fardel descansando en el suelo, Marialva, una pobre y solitaria muchachita, casi tímida y medrosa, esperaba el tranvía que había de llevarla a casa de Tibéria.