2

El bautizo de un chiquillo parece cosa muy sencilla, pero bien mirado no lo es, e implica todo un complicado proceso. No se trata sólo de agarrar al chiquillo, juntar a unos conocidos, ponerse en marcha hacia la primera iglesia, hablar con el cura y ya está. Es preciso escoger previamente cura e iglesia, teniendo en cuenta las devociones y obligaciones de los padres y del propio chiquillo, los encantamientos y los santos a que está ligado, hay que preparar la ropa para el día, escoger padrinos, dar una fiesta a los amigos, buscar dinero para los gastos indispensables. Se trata de una ardua tarea, de una pesada responsabilidad.

La vieja Veveva no quería disculpas, pese a todo: el niño no podía cumplir el año en estado de pagano, como un animalito. Veveva se escandalizaba con el descuido de Benedita. Era una atolondrada, una necia… Se conformó con ponerle nombre al chiquillo: Felício, nadie sabía por qué. No era un nombre feo, pero de haber escogido ella, hubiera preferido Asdrúbal o Alcebíades. Pero Felício también servía. Cualquier nombre servía con tal de que la criatura estuviese bautizada y no corriese el riesgo de morir sin sacramento, condenada a no gozar jamás de las bellezas del paraíso, a pasarse la eternidad en el limbo, un lugar húmedo y lluvioso según Veveva.

Massu le prometió tomar las medidas necesarias. Pero no se haría nada con prisas. El niño no estaba amenazado de muerte y un bautizo apresurado podía complicar toda la vida de la criatura. Iba a consultar con los amigos, iniciar los preparativos. Veveva le dio un plazo estricto: quince días.

Al negro quince días le pareció un plazo demasiado corto, pero Jesuíno Galo Doido, pronto consultado, lo consideró razonable teniendo en cuenta la proximidad del cumpleaños del chiquillo, al que no debía llegar sin estar bautizado. Y se tomó una primera decisión: bautizo y aniversario habían de constituir una única celebración, así sería mayor la fiesta y menores los gastos. La sabia solución encontrada por Galo Doido para aquel problema dejó a Negro Massu embobado y admirativo: Jesuíno era algo serio, para todo tenía solución. Iniciáronse entonces, y prolongáronse en muchas rondas de aguardiente, las conferencias entre los amigos para resolver sobre los diferentes problemas planteados por el bautizo de Felício.

De comienzo no hubo grandes dificultades. Jesuíno iba resolviendo cada cuestión, siempre con argumentos razonables, y si no resolvieron todo en una sola noche fue porque sería excesivo trabajo, labor fatigosa para hombres ya mayores algunos de ellos, como era el caso de Jesuíno y de Cravo na Lapela. Ellos y Eduardo Ipicilone habían sido de gran ayuda en la discusión,-en la que participaron también Pé-de-Vento, el cabo Martim y Curió. Pé-de-Vento había dado el golpe inicial y luego se calló:

—Si fuese hijo mío, yo lo bautizaba en todas las religiones que hay: con el cura, con los baptistas, con los testigos de Jehová, con los protestantes todos y con los espiritistas. Así la cosa quedaba completamente amarrada. No había manera de quedarse sin cielo.

Pero esta curiosa tesis no fue considerada. Pé-de-Vento tampoco luchó por ella. No traía a la mesa de las discusiones sugerencias y planteamientos para verlos debatidos, elogiados, atacados, para brillar en suma. Su intención era sólo ayudar, y su contribución, gratuita. Además, aquella primera noche, fue él quien pagó el aguardiente, porque los demás estaban sin blanca, hasta el mismo Martim, que, en general, siempre tenía unos billetes, ganancia del juego. Pero aquella tarde había salido con Otália y le compró montones de revistas, y además la llevó a ver una boda. Otália se volvía loca por las bodas.

En la primera noche esbozaron la mayor parte de las materias en debate. El ajuar del bautizo lo ofrecería Tibéria. Para el dinero de la fiesta se apañaría Massu con la ayuda de los amigos. La iglesia sería la del Rosário dos Negros, en el Pelourinho, no sólo porque allí habían bautizado a Massu treinta años antes, sino también porque conocían al sacristán, Inocêncio do Espirito Santo, mulato atento, y en sus horas muertas agente de apuestas de Martim. Llevaba gafas oscuras y cargaba siempre con un viejo breviario, regalo de un cura de la Conceigao da Praia, entre cuyas páginas escondía las listas de las apuestas. Era tipo de confianza, que escapaba siempre a todas las batidas de los guardias. Y además era sacristán de primera, con más de veinte años de práctica, de vez en cuando, en la conversación, metía un Deo gratias o un Per omnia saecula saeculorum, latinajos que acrecentaban la admiración de los presentes. A él iban muchos a pedirle consejo y se decía incluso que poseía el don de la videncia, extremo éste no confirmado. Con su aire de santurrón, las gafas oscuras y el libro bendito, era buen compañero en una fiesta de cumpleaños, bautizo o casamiento; respetable comilón, no despreciaba tampoco una muchacha si la cosa no era demasiado a la vista, pues tenía que conservar su reputación a salvo de malas lenguas. En este particular concordaba con Martim cuando el cabo vinculaba su honor al honor de todo el glorioso ejército nacional. Inocêncio consideraba su reputación como parte de la reputación de la propia Iglesia universal. Cualquier mancha que cayera sobre el sacristán manchaba a toda la cristiandad. Por eso era cuidadoso y no se liaba con cualquiera.

Aunque no hubiera otros motivos, ése sería suficiente para que se fijaran en la iglesia del Rosário dos Negros: Inocêncio le estaba muy obligado a Curió y en cierta manera a Massu, que habían contribuido a salvarle la reputación.

Massu había presentado Curió a un amigo suyo, Osório Redondo, farmacéutico aficionado, entendido en hierbas, fabricante de un medicamento milagroso para la cura de la blenorragia. Curió se llevó unas botellas del producto para vender en los arrabales y entregó un frasco a Inocêncio.

El sacristán había sido engañado en su respetabilidad por una de esas trotonas metidas a puritanas. A la condenada le había dado por aparecer por la sacristía todas las mañanas, con los ojos vueltos hacia Inocêncio con un candor conmovedor. El sacristán arriesgó la mano muslo arriba, ella se dejó. Él se atrevió a más y ella se hizo un poco la remilgosa para hacerse valer. Inocêncio se precipitó, ocupó las posiciones. Encantado con la aventura: no era precisamente jovencita aquella salida, pero en compensación era moza fina, de familia, y tan vanidoso quedó Inocêncio que al día siguiente no fue a visitar a la mulata Cremildes, a quien desde hacía mucho tiempo venía rindiendo viriles homenajes todos los martes. Resultado: tres días después sintió en la carne la dolorosa decepción, le había pegado una enfermedad fea. Grave dilema para el sacristán: exponerse a las críticas del pueblo yendo a uno de los numerosos médicos con consultorio en el terreiro y en la Sé, especialistas en tales enfermedades, o pudrirse en silencio. Bastaría que las comadres lo vieran subiendo la escalera de uno de aquellos consultorios para que su mal estuviera en boca de todas. Podía hasta perder el empleo.

Fue entonces cuando oyó, en la tienda de don Alonso, que alguien comentaba las virtudes milagrosas del remedio vendido por Curió. Conocía al muchacho, mantenían los dos relaciones cordiales, se encontraban repetidamente en el Pelourinho. Inocêncio se iluminó por dentro. Al fin entreveía una salida a su desgracia.

Buscó a Curió, le contó una historia complicada. Un amigo suyo, pariente de la familia, había agarrado la maldita enfermedad y no conseguía curarse. Le daba vergüenza ir a Curió personalmente para adquirir la medicina y le había pedido que lo hiciera por él. Aun así, Inocêncio deseaba conservar su caritativa intervención en el más absoluto secreto, para que no empezaran las malas lenguas a inventar miserias: hasta eran capaces de decir que el remedio era para el mismo Inocêncio. Curió no sólo le prometió secreto absoluto, sino que incluso le hizo una rebaja en el precio. E Inocêncio, una semana después, ya pudo volver, arrepentido y humilde, a la casa y a las limpias sábanas de la despreciada Cremildes.

Ligado al grupo como estaba, no hay duda de que Inocêncio haría lo posible para el mayor brillo del bautizo del hijo de Massu. Tomaría personalmente las providencias necesarias para la ceremonia, y hablaría con el padre Gomes recomendándole al chiquillo, a su padre y a los amigos de su padre. Felício sería bautizado con toda perfección y detalle.

Escogida ya la iglesia, el sacristán y el cura, faltaba ahora lo más difícil: los padrinos. Decidieron dejarlo para otra noche: era asunto extremadamente delicado.

Jesuíno, llegado el capítulo de los padrinos, se lavó las manos y se mantuvo aparte de la discusión. Se veía bien claro por su actitud que daba por cierta su elección para tan honrosa encomienda. Al fin y al cabo, era íntimo de Massu, amigo de muchos y muchos años, lo había ayudado muchas veces, sin hablar de su contribución al asunto del bautizo.

Dijo que no quería influir ni presionar sobre Massu y que por eso se abstenía de participar en el debate. Padrino y madrina debían ser elección exclusiva de padre y madre. Nadie debía meter allí las narices. Habían de buscarse y encontrarse entre los más íntimos amigos, entre los más estimados, entre aquéllos a quienes más gentilezas y favores se debían. Los compadres eran como parientes próximos, una especie de hermanos. Nadie debía meterse en el asunto, y, tomada la resolución, tampoco se debía criticarla o alzarse contra ella. Por todas esas causas, y dando una vez más el buen ejemplo, Jesuíno Galo Doido se retiraba de la discusión y aconsejaba a los demás que hicieran como él, con la misma nobleza. Ésa era la única actitud digna, la que todos y cada uno debían asumir: dejar a padre y madre la libertad y la responsabilidad de tan grave decisión. Pero en este caso, sin embargo, sólo sobre el padre recaía tamaña responsabilidad, pues por desgracia faltaba corporalmente la madre, la añorada Benedita. Si ella estuviese viva, él, Galo Doido, sabía con certeza quién sería el elegido. Pero…

Retirarse, abandonar por completo la discusión, nadie lo hizo, ni siquiera el mismo Jesuíno a pesar de su elocuente perorata. Se perdieron todos en insinuaciones veladas, en frases de medio tono, y hasta Ipicilone se atrevió a mascullar algo relativo a su costumbre de hacer generosos y casi regios regalos a sus ahijados. Afirmación recibida con general e hilarante escepticismo: Ipicilone no tenía donde caerse muerto y no poseía tampoco ahijado a quien hacer regalos. De cualquier modo, Jesuíno consideró de muy mal gusto y extremadamente incorrecta tal insinuación e hizo constar su protesta, con apoyo de los demás.

Se dio cuenta así Negro Massu de que todos estaban, sin excepción —Jesuíno, Martim, Pé-de-Vento, Curió, Ipicilone, Cravo na Lapela y hasta el español Alonso—, a la espera cada uno de ser invitado al padrinazgo del chiquillo. Eran siete en aquel momento. Al día siguiente podían ser diez o quince los candidatos. La primera reacción de Massu fue de vanidad satisfecha. Todos deseaban la honra de llamarle compadre, como si fuese un político o un comerciante de Cidade Baixa. Por su gusto lo serían todos, el niño tendría padrinos innumerables, los siete presentes y muchos más, los amigos todos, los del muelle, los de las lanchas, los de los mercados, de las ferias, de las Sete Portas y de Água de Meninos, de las casas de santo y de los corros de las capoeiras. Pero, si los candidatos eran muchos, el padrino tenía que ser sólo uno, escogido entre ellos, y de repente se daba cuenta Massu de las dimensiones del problema, y no le hallaba salida. La única manera era dar largas al asunto, dejarlo de lado momentáneamente, aplazar la decisión para el día siguiente. ¿Cómo iban si no a seguir bebiendo en paz y camaradería? Miradas atravesadas, palabras de doble sentido, frases avinagradas comenzaban ya a entrecruzarse…

Para terminar la noche en perfecta amistad se pusieron de acuerdo sobre la madrina: sería Tibéria. Tibéria había escapado de ser madre de Felício, había querido adoptarlo, iba a darle la ropa del bautizo. Se imponía su nombre, sin discusión. Martim llegó a proponer a Otália, e Ipicilone a la negra Sebastiana, su lío del momento, pero apenas se citó a Tibéria, fueron retiradas las demás candidaturas. Tenían ahora que ir a su establecimiento, a comunicarle la buena nueva. ¿Quién sabe si quizá eufórica, emocionada, con la alegría de la noticia abriría una botella de cachaza o unas cervezas heladas para saludar al compadre?

Salieron de la tienda de Alonso de nuevo en fraternal camaradería. Pero entre ellos, como invisible lámina que los separara, como motivo de discordia permanente, iba el problema de la elección del padrino. Massu balanceaba la cabezota como si quisiera librarse de la preocupación: decidiría durante la semana. Al fin y al cabo no había tanta prisa. Veveva había dado un plazo de quince días y ya en el primero había resuelto la mayor parte de los problemas.