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La semana que transcurrió entre las dos sesiones del tribunal de justicia en las que fue vista la demanda del comendador de los ochocientos contra la gente de Mata Gato, se caracterizó por la radicalización de las posiciones en pro o en contra de la invasión, por cataratas de palabras, habladas o escritas, en la prensa o en las tribunas. Parecía que la guerra era inminente, los dos partidos crecían amenazadoramente, el doctor Albuquerque volvió de nuevo al primer plano con aires de estrella de cine, y el vicegobernador definió su posición.

Todo aquello impresionó grandemente al público, y hubo quien predijo graves acontecimientos y tal vez sucesos trágicos, quien temió incluso por la suerte del estado y por la seguridad del régimen. No obstante bastaba al observador leer entre líneas en los periódicos, escuchar los cuchicheos en los plenos de las cámaras en vez de oír los discursos de las tribunas, para no dejarse arrastrar por el pesimismo. En ningún momento había sido tan ruidoso el barullo en torno de la invasión de Mata Gato, las acusaciones y amenazas contra los invasores, la brillante campaña de solidaridad con los moradores dirigida por periodistas, diputados, líderes populares, ahora por partidos enteros, incluyendo estudiantes y sindicatos. Pero todo este barullo, toda esta enmarañada controversia, las amenazas de conflicto con sangre a punto de correr, ¿no tendrían por objetivo esconder los pasos de los negociadores, sofocar sus voces? No seremos nosotros, apartados de conversaciones y contactos por nuestra falta de categoría política e importancia social, quienes denunciemos esta trama de paz y sosiego, al fin y al cabo grata a todos sin excepción. La única excepción tal vez era la del poeta Pedro Job, protestando borracho contra esta «comilona general» a costa de la gente de Mata Gato. Pero bien sabemos el valor de esas ásperas denuncias de los poetas y, aún más, de los poetas borrachos. ¿No contribuiría a la irritada acusación del poeta el hecho de haberse peleado con el periodista Jacó Galub por causa de una chica del burdel de Dorinha, en la ladera de Montanha? Para la fulana, una tal Maricena, había escrito Job una inspirada composición lírica, genial en opinión de sus amigos íntimos y la gente de su peña: «Maricena virgen prostibular grávida del poeta y de la oración». Mientras el poeta trabajaba en su poema «de resonancias líricas verdaderamente revolucionarias», como escribió el crítico Ñero Milton, el periodista llamó para sí a la chica, dejando al poeta sólo la gloria y dolor del cuerno.

Para señalar la violencia del debate trabado en torno de la invasión de Mata Gato en aquella semana que precedió a los acontecimientos finales, vale la pena hacer referencia a tres o cuatro sucesos de amplia repercusión en la opinión pública.

El primero se relaciona con la toma de posición del vicegobernador del estado, viejo y poderoso industrial, legítimo representante de las clases conservadoras. Comencemos por él en homenaje a su posición. Hay quien no da mucha importancia al cargo de vicegobernador, considerándolo más o menos honorífico y nada más. Pero, de repente, falta corporalmente el gobernador, se transforma en puro espíritu y se eleva a la gloria del Señor, y ¿quién asume su lugar, quién manda y desmanda, y maneja a su placer, empleos y fondos?

Elegido por la oposición, mantenía el vicegobernador una discreta actitud con asuntos a los negocios públicos y a los problemas graves, para no crear más dificultades al gobernador. Por otra parte, su estrecha relación con los hombres del dinero, siendo él uno de sus más caracterizados líderes, hacía suponer que estuviera de acuerdo con la posición oficial del gobierno frente a los invasores del morro, la posición de «negarles pan y agua», como dijo el doctor Albuquerque, jefe de policía, en la entrevista de la que más adelante hablaremos. ¿Cuál no sería, pues, la sorpresa cuando el vicegobernador dio a la publicidad una nota solidarizándose con la gente de Mata Gato? La nota, evidentemente, no hacía el elogio de la invasión ni la apoyaba. Al contrario, criticaba el método equivocado por medio del cual quería el pueblo resolver el doloroso y crucial problema de la falta de vivienda. Pero el problema existía, era imposible negarlo, y la invasión de los terrenos del comendador Pérez era una consecuencia del mismo, y como tal debía ser visto y tratado. Tras analizar la cuestión, el vicegobernador proponía unas medidas concretas. Para el pueblo de Mata Gato, su solidaridad y su comprensión. No debían los invasores ser tratados como criminales, porque no lo eran. Merecían la consideración debida a unos ofuscados, cuyos actos no responden a la lógica ni al buen sentido. Sin embargo, el gran problema no era la invasión (y tal vez por eso mismo el vicegobernador no proponía ninguna salida para la invasión propiamente dicha del morro de Mata Gato) y sí la crisis de la vivienda. Para ese gravísimo problema social que amenazaba la vida de la ciudad, apuntaba él una justa solución: el gobierno tenía que estudiar la construcción de casas para obreros en la periferia de la ciudad. Construcciones baratas y confortables para las que no faltaban terrenos adecuados ni técnicos capacitados. La mano de obra podían proporcionarla los propios futuros moradores. El documento detallaba el proyecto y mereció generales elogios. Se notaba en él el pulso del estadista, del administrador. No faltó quien dijera convencido: «Si fuera él el gobernador, no el vice, ya estaría todo resuelto». Aparecieron también los eternos descontentos, los malas lenguas profesionales, que insinuaron la existencia de un gran chanchullo encubierto bajo la solución propuesta por el vicegobernador: ¿de quién era la gran empresa especializada en la construcción de fábricas y ciudades fabriles? Desde luego, el vice poseía el control de la empresa, pero era lamentable que la mezquindad política le atribuyera tales intenciones, cuando él pensaba sólo en el bien público. Terminaba su documento manifestando una vez más su solidaridad con los invasores del morro: su corazón latía el ritmo del sufrimiento de aquellas gentes.

Pero en la Asamblea del Estado los diputados gubernamentales se alzaron violentamente contra el proyecto de expropiación presentado por Ramos da Cunha. Lo vapuleaban por todas partes. ¿Dónde se había visto tan demagógico proyecto? ¿Cómo podía el estado expropiar unos terrenos invadidos por el pueblo? Con sólo que se crease un precedente, sólo uno, pasarían su legislatura aprobando proyectos de expropiación, pues los desocupados y los embaucadores no pensarían más que en construir casas en terrenos no parcelados. Pronto se levantarían chabolas junto al faro da Barra, en el Cristo, en la Barra Avenida. Absurdo. Queriéndose mostrar como amigo abnegado del pueblo, el líder de la oposición había perdido el control y presentaba un proyecto cuyo único objeto era popularizar su nombre, conocido tal vez en Buriti da Serra, familiar posiblemente a los electores de su distante circunscripción, pero aún desconocido y sin resonancia en la capital. Esa resonancia, y sólo ella, era el objetivo final del proyecto presentado.

Ramos da Cunha volvió a la tribuna para defender su propuesta. ¿Demagógica? ¿Por qué no presentaba el gobierno un proyecto no demagógico que resolviera el problema? Él lo apoyaría. Podían cubrirlo de insultos, podían los esbirros del gobierno intentar ridiculizarlo, intentar indisponerlo con el pueblo bahiano. Nada conseguirían. Los trabajadores, los honrados ciudadanos que, llevados por su aflictiva miseria habían levantado sus casas en el morro de Mata Gato, sabían con quién podían contar, sabían quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos. Él, Ramos da Cunha, era un amigo del pueblo. ¿Cuántos de entre sus adversarios podían afirmar tal cosa? No ciertamente aquellos que tan violentamente criticaban su proyecto. ¿No estarían ellos acaso intentando obtener el apoyo electoral de los grandes propietarios de terrenos, no estarían intentando agradar a ciertas colonias extranjeras? Si él, Ramos da Cunha, estaba, como decían sus adversarios, queriendo conquistar la gratitud del pueblo, ellos, los de la mayoría, intentaban ganarse la gratitud de los magnates nacionales y extranjeros…

¿Trabajadores aquella taifa de vagabundos instalada en el morro?, subía a la tribuna otro diputado y dejaba a Ramos da Cunha y a la gente de Mata Gato reducidos a un hatajo de ladrones, tramposos profesionales, mendigos, prostitutas, vagabundos de todo tipo, escoria de la ciudad.

Sin duda había entre los invasores gente poco amiga del trabajo, pero negar la existencia de trabajadores entre las gentes de Mata Gato, era evidentemente una exageración. Albañiles, herreros, carpinteros, conductores de tranvía, carreteros, maestros en diversos oficios habían levantado allí también sus casas. ¿Con qué derecho puede un señor diputado llamar escoria de la ciudad a la gente del morro? Sea quien sea, ejerza el oficio que ejerza, un hombre siempre es digno de respeto; una mujer, digna de consideración. ¿Acaso no es duro el trabajo de una prostituta? Puede no ser bello su trabajo, pero ¿lo eligió acaso con libre voluntad, o llegó allí empujada por la vida? Y por lo que se refiere al trabajo de un virtuoso como Martim, no sólo es duro y difícil, sino incluso bello, digno de verse y admirarse. ¿Cuántos de entre los señores diputados, hasta entre aquellos de más acusado olfato y de manos más leves, serían capaces de manejar una baraja o un cubilete y unos dados con la maestría, la delicadeza, la clase de Martim? No vamos a tomar partido, ya dijimos al principio que no estamos aquí para acusar a nadie y sí solo para contar la historia de la invasión, marco de aquellos amores (que son realmente nuestro tema) entre Martim y Otália, entre Curió y madame Beatriz, la famosa ocultista. Pero convengamos en que no es fácil mantenernos silenciosos cuando un diputado cualquiera, autor sin duda de rentables chanchullos, que mama de los dineros públicos, que vive a costa nuestra, moteja a honrados ciudadanos y amables conciudadanas, dignos de estima y de consideración en todos los aspectos, como «escoria de la ciudad». Increíble…

Iba así en la Asamblea, en un crescendo de discursos, la discusión del caso del morro de Mata Gato. El proyecto de Ramos da Cunha parecía definitivamente liquidado. La tensión entre los diputados llegaba a tal punto que incluso se cruzaban amenazas de agresión.

Y, hablando de amenaza de agresión, el periodista Jacó Galub denunció en las páginas de la Gazeta de Salvador que la policía lo había amenazado y que sentía en peligro su vida. Los guardias y el comisario Chico Bruto eructaban insultos por las esquinas y no escondían su decisión de «hacer un escarmiento» con el periodista. Jacó, con apoyo del sindicato de periodistas, responsabilizaba al jefe de policía, doctor Albuquerque, de cuanto pudiera sucederle. «Tengo esposa y tres hijos —escribió—, si soy agredido por Chico Bruto o cualquier otro esbirro de la policía, reaccionaré como hombre. Y si quedo tendido en el campo de lucha, sacrificado por los enemigos del pueblo, el doctor Albuquerque, jefe de la policía del estado, será el responsable de la orfandad de mis hijos, de una esposa sin marido».

El jefe de policía convocó a los periodistas. Podía tranquilamente Jacó Galub transitar por la ciudad, que no tuviera miedo. La policía no le haría objeto de ninguna agresión. Nunca a nadie de la policía se le ocurrió amenazar al periodista. Lo que tenía que hacer era guardarse de aquella recua de malhechores con quienes se había mezclado, los invasores del morro de Mata Gato, capaces de atacarlo y echar la culpa a la policía. A ésos, él, el doctor Albuquerque y sus subordinados de la policía, les negaban el «pan y el agua», y, para expulsarlos definitivamente de Mata Gato esperaban sólo una decisión del meritísimo tribunal de justicia. Así nadie podría hablar de violencia, exorbitando las cosas. Aquella anarquía, aquella vulneración de la ley y de los valores morales, estaba en vísperas de terminar. Él, el doctor Albuquerque, cuyo paso por la jefatura de policía ya se había hecho notar por haber puesto fin al juego en la ciudad, por haber liquidado la industria de los bicheros, prestaría otro relevante servicio a Bahia poniendo fin a esa peligrosísima tentativa de perturbación del orden, de orígenes ignorados y sospechosos, cuyo objetivo era la desintegración de la sociedad. Tolerar esa invasión sería crear las condiciones para el caos, para la sublevación, para la revolución… La revolución (afirmación dramática, con temblores en la voz y tétricas miradas), he ahí el objetivo final de los que, entre bastidores, inventaban invasiones, mítines, concentraciones…

Para los diputados gubernamentales la gente del morro era la escoria de la ciudad. Para el doctor Albuquerque, bachiller aterrorizado que aún no había podido disfrutar de las ventajas tan celebradas de su cargo por haberse metido en líos desde el principio al tratar con los bicheros, e intentaba ahora arreglar la historia de la invasión y quería aparecer como el campeón de los propietarios urbanos, para el doctor Albuquerque, un poco ingenuo y atontolinado, los moradores de la colina eran unos revolucionarios temibles. Y además, bandidos. Bandidos, malhechores, fuera de la ley, recua de forajidos. Revolucionarios, sin embargo, que encubrían bajo esa capa romántica y política su verdadera condición. Tanto habló de ello el doctor Albuquerque que hasta llegó a convencerse él mismo. Al final de la historia veía la revolución social en cada esquina, y en cada revuelta de la calle un bolchevique con el cuchillo en los dientes dispuesto a destriparlo. Aún hoy, pasado tanto tiempo, cuando ya se han sucedido tantas invasiones semejantes, cuando sobre las aguas de la ciénaga se han elevado barrios de palafitos, la gran invasión de los lacustres, cuando los sucesos de Mata Gato están ya completamente olvidados, y sólo nosotros aquí los recordamos mientras saboreamos nuestro aguardiente, aún hoy el doctor Albuquerque continúa aterrorizado con la revolución y sigue anunciándola cada vez más próxima si los gobernantes no tienen la buena ocurrencia de volver a ponerlo al frente de la policía. ¡Ay, si volviera a la jefatura! Ahora sí que no iba a caer en la estupidez de perseguir el juego…

No nos referiremos al concejal Licio Santos ni al director de la Gazeta de Salvador, doctor Airton Meló, ni a los otros menos conocidos y citados, porque estaban todos en tal actividad de aquí para allá, del despacho de José Pérez al palacio, del palacio a la Asamblea, de la Asamblea a casa del vicegobernador —¡excelente whisky!— de casa del vice a la de Otávio Lima —no sólo whisky excelente, sino coñac francés y licores italianos, porque el rey del bicho sabía tratarse y recibir a las visitas. Dejémoslos entregados a sus discretas negociaciones, que no por el hecho de no aparecer en esos días en las columnas de los periódicos o en la tribuna de la Cámara vamos a dudar de su decidida posición al lado de la gente del morro, de su condición de verdaderos amigos del pueblo.

¿Incluso el comendador José Pérez? ¿Y por qué no? Si profundizamos en la biografía de ese ilustre baluarte de la propiedad privada, encontraremos muchos y variados beneficios prestados a la comunidad, debidamente consignados por la prensa de la época, y algunos de ellos de mucha relevancia… ¿No fue él quien contribuyó en elevada cuantía a la construcción de la iglesia de São Gabriel, en el barrio popular de la Liberdade? Barrio nuevo, calles recién abiertas, densamente pobladas de obreros, de artesanos, de tenderos, gente pobre en general, la carretera de la Liberdade no poseía aún su indispensable iglesia. En materia de religión, antes de la generosa dádiva del comendador sólo existían en el populoso barrio dos mesas de espiritistas y tres candomblés del culto fetichista afrobrasileño. Fue Pepe Ochocientos —actualmente con cinco florecientes panaderías en el barrio de la Liberdade y aledaños— quien se rascó el bolsillo y posibilitó la fe a aquella desamparada multitud. ¿Otros servicios relevantes? ¿No basta la construcción de la iglesia? Pues allá van: ¿no contribuyó en más de una ocasión a la obra de los misioneros españoles en China, a la catequesis de los negros de las tribus perdidas en el interior de África? ¿O es que no tenemos sentido de la solidaridad humana y sólo consideramos pueblo a nuestro pueblo, y somos insensibles al sufrimiento de los paganos de los otros continentes?