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Crecía la animación. Todo el mundo construía chabolas en los terrenos de Mata Gato, colina bonita con una vista magnífica sobre el mar, y brisa constante, jamás se sentía calor. Sólo el cabo Martim no se cambió. Sus amigos se afanaban, cada cual eligiendo el lugar donde alzar casa, levantar paredes y tejados. Él los ayudaba cuanto podía, pero no pasaba de esto. Desde su fracasado casamiento con la hermosa Marialva, no había vuelto a pensar en tener casa, y aún menos en construirla. Quedó harto para siempre de la vida de familia, y se contentaba con un cuartucho ruin en un desván del Pelourinho.

Pese a todo, estaba enamorado, enamorado como nunca. Una pasión que lo roía por dentro, que lo dejaba entontecido, como un bobo, igual que Curió, aquel Curió enloquecido por Marialva. ¿Se acuerdan? Pues así andaba el cabo Martim, con toda su picardía, su comentada prosopopeya. El objeto de su pasión, ya todos lo habrán notado con certeza: Otália, aquella muchachita llegada de Bonfim para darse a la vida en Bahia.

Martim no podía pensar en otra desde el día del cumpleaños de Tibéria, cuando se enfrentó con Marialva mientras bailaba con él. Pasó tiempo sin verla, pero guardó su recuerdo en la memoria, seguro de encontrarla un día y arreglarse con ella. Cuando Marialva se decidió finalmente a desocupar la plaza y largarse de la casita de Vila América, Martim, pasados unos días, se arregló, se puso su mejor traje, se limpió los zapatos con crema, gastó brillantina en su cabellera y salió en busca de Otália.

La tal Otália era de novela: chiquilla más atolondrada… Hacía la vida en el burdel de Tibéria, tenía su clientela segura, gustaba mucho a los señores de edad pues era delicada y gentil, con aires de niña mimada; y Tibéria la quería como a una hija.

Fuera de sus obligaciones no se liaba con nadie. Había muchos, amigos de la casa, gente como Martim, que se metían con las pupilas, se enredaban con ellas en pasiones a veces terribles y dramáticas. Teréncio, una vez, entró con un cuchillo en el burdel y acabó a puñaladas con Mimi, la de la cara de gato. Y todo por unos celos idiotas.

Otália no se ligó a ninguno. Si no estaba cansada dormía contenta con quien se lo pidiera. Y si había que ir a una fiesta, se colgaba del brazo de quien más le gustara. Era dulce en amores, dejábase envolver y poseer, como una jovencita desamparada. No como Marialva, que era puro teatro. Era una chiquilla, tal vez no hubiera cumplido los dieciséis años.

El cabo Martim no tuvo dificultades para abordarla. Otália parecía estarlo esperando cuando él llegó, con rostro melancólico para impresionarla, representando el papel de marido abandonado por la esposa, corazón lacerado en espera de consuelo. Ella lo acogió sin sorpresa, como si su venida y su encuentro fueran fatales. Martim llegó a encontrar todo aquello demasiado fácil, y se sentía un poco molesto.

Evidentemente no deseaba pasar semanas en enamorarla, tener que convencerla, diciéndole cosas. Eso era algo que no sabía hacer. No era Curió. Pero tampoco le gustaba acostarse con ella apenas le tendiera la mano y le dijera que no le importaba la defección de Marialva, pues desde aquel día del baile sólo para ella eran sus pensamientos, y no veía más mujer que Otália. Él mismo despachó a Marialva, ¿sabía ya la historia? Y lo había hecho para quedar libre y venir en su busca.

Otália sonrió, dijo que sí, que lo sabía todo. Sabía de la pasión de Curió —¿quién la ignoraba en la ciudad?—, de su desesperación, de los planes de venganza de Marialva, de la entrevista de los dos amigos. Sabía mucho y adivinó el resto. Vio a Marialva llegar al burdel, cara de burro apaleado, sin hablar con nadie. Se encerró con Tibéria en la sala, para charlar. Fue después a ocupar el cuartito del fondo, vacío por el viaje de Mercedes a Recife. Quedó entonces Otália esperando a Martim, segura de su venida. También ella lo esperaba desde hacía tiempo. Incluso antes de conocerlo, cuando apenas había oído hablar de él, comentar su casamiento en el Recôncavo. El día mismo de su llegada a Bahia, sin saber nada de la capital, huyendo de la persecución del juez de Bonfim por lo del hijo. El chico se enredó con ella, la madre torció el hocico, el padre igual. Y apenas desembarcada en Bahia le robaron la maleta… Bueno… Después ya vio que era una broma de Cravo na Lapela, como le explicó Jesuíno. Pues aquel día nadie hablaba de otra cosa que de Martim y su matrimonio con Marialva. Que por otra parte no podía ver a Otália ni en pintura, y al entrar en el burdel aún le echó una mirada de través… Pero ella, Otália, no le tenía rabia, no le guardaba rencor. Ella estaba segura de que Martim la abandonaría, con toda certeza, que dejaría a aquel mamarracho de costurera y vendría a buscarla. ¿Que por qué lo sabía? Que no se lo preguntase. Son cosas sin explicación. Hay tantas en la vida, ¿no?

Extendía las manos, ofrecía los labios, sonreía con su sonrisa de chiquilla. Demasiado fácil, pensó Martim. Así, hasta molesta.

Pero ahí precisamente se engañó el cabo, tan experto en materia de amor. Otália lo cogió del brazo y le propuso ir a dar una vuelta. Se volvía loca por pasear. El cabo lo prefirió así. La cama quedaba para luego, cuando ella acabara el trabajo. Él llegaría a casa de Tibéria a medianoche, comería algo con Jesús, echarían una cerveza, una parrafada, charlarían de esto y de aquello.

Y cuando Otália despachara al último cliente, se diera un baño y se pusiera el vestido de casa, recobrado su rostro de chiquilla, entonces celebrarían su primera noche de amor. Era un poco demasiado rápido. Generalmente la ronda duraba tres o cuatro días. Pero peor hubiera sido que lo invitara a la cama aquella misma tarde, cuando apenas Martim había empezado a hablar. Y, la verdad, es que él pensó que iba a ocurrir así, tan fácil vio que lo aceptaba, sin hacerse la difícil ni la rogada. Nada de remilgos, inmediatamente le dijo que le gustaba desde mucho antes, que estaba esperándolo.

Pasearon por la Barra, anduvieron por las playas, cogieron conchas; el viento jugaba con los cabellos finos de Otália, ella corría por la arena, él la perseguía, la cogía en brazos, aplastaba sus labios contra ella.

Volvieron al caer la tarde. Tibéria era estricta en los horarios. Otália no había trabajado aquella tarde y tendría que hacerlo por la noche. Martim se las arregló para encontrarse con ella, en la casa, después de medianoche.

Fue en busca de compinches para echar una partida. Así pasaría fácil el tiempo y ganaría algún dinero para los primeros gastos con Otália; algún regalo.

Había entonces un jefe nuevo en la policía, sujeto de mala sangre, metido a sistemático, que decidió acabar con el juego en Bahia. Persiguió las apuestas al bicho, metió a un buen número de bicheros en la cárcel, invadió con los maderos los locales donde se jugaba a baraja o dados, armó las del diablo. Pero el juego de gente rica lo dejó. En los cuartos de los hoteles se jugaba a la ruleta y al bacará, y lo mismo en las casas elegantes de la Graqa y de la Barra. Cuando se trataba de los ricos hacía la vista gorda. Sólo consideraba juego lo que hacían los pobres.

Tuvo así Martim alguna dificultad para encontrar compadre aquella noche. Al fin consiguió armar un corro de dados y ganó unas perras. El mayor perdedor fue Artur da Guima. No tenía éste suerte en el juego. Hasta su santo le había ordenado más de una vez que dejara los dados, pero él no lo conseguía, era incorregible.

Ya pasaba de medianoche cuando Martim volvió a casa de Tibéria. Otália lo esperaba en la sala, con Tibéria y Jesús, alrededor de la mesa. Martim había comprado un paquete de caramelos y ofreció a los presentes. Jesús le llenó el cuerpo de cerveza, brindaron. Luego Jesús se fue a dormir. Tibéria marchó a dar la última ronda por el local.

—¿Vámonos nosotros también, preciosa? —propuso Martim.

—Sí, vamos… Daremos un paseo. Hay una luna preciosa.

No se refería Martim precisamente a un paseo. Para él era hora de irse a la cama, no de andar por la calle. Pero no le dijo nada: toda mujer tiene derecho a sus caprichos. Él se dispuso a satisfacerla. Y allá se fueron, calle adelante, a admirar la luna, cambiando juramentos de amor, promesas de fidelidad eterna. Como enamorados, charlando. Mujer así, tan dulce y sencilla, el cabo jamás la había encontrado. Martim se fue enredando en la dulzura de aquel andar sin tino, bajo la luna, parando en los portales, robando besos.

Volvieron finalmente a casa de Tibéria. En la puerta, Otália tendió la mano, despidiéndose:

—Hasta mañana, mi negro.

—¿Qué? —Martim no comprendía.

Se hizo el desentendido y entró tras ella. Pero Otália se mantuvo inflexible. Dormir con él, aún no. Quién sabe, quizá algún día…, más tarde. Aquella noche estaba cansada, quería reposar, quedarse sola, recordar las horas pasadas con él, un día completo, feliz. Le tendió los labios en un beso. Se agarró a él, cuerpo contra cuerpo. Salió luego corriendo hacia su cuarto. Se cerró por dentro. Martim quedó como atontado, con el gusto de los labios de Otália en los suyos, y el calor de su cuerpo, y su ausencia.

De dentro llegó la voz autoritaria de Tibéria:

—¿Quién anda por ahí?

Se marchó. Furioso. Dispuesto a no volver a ver a aquel loco; con su cara de chiquilla queriendo burlarse de él. Salió echando pestes.

En contradicción con sus sentimientos anteriores, como se ve fácilmente. Antes le molestaba la idea de que iba a ser fácil acostarse con ella, tan fácil que perdía poesía. Y ahora, cuando la veía no tan fácil, cuando se daba cuenta de que iba a haber algún retraso, de que la moza quería un tiempo de rondas y enamoras, se irritaba, se ponía como una fiera, daba patadones a las piedras de la calle, truculento.

Renegando se fue en busca de los amigos, pero sólo encontró a Jesuíno Galo Doido en un cafetín de São Miguel, de charla con un padre de santo. Se sentó a la mesa, pidió bebida. Pero ni el aguardiente tenía sabor aquella noche. Traía el gusto de Otália en la punta de la lengua, en los dedos, en las narices su olor. Nada tenía gusto ni sentido.

Jesuíno, desconocedor de la evolución de los acontecimientos desde la partida de Marialva de la casa de Vila América, donde había dejado a Martim y a Curió comiéndose una sandía madura, se asustó: ¿habría afectado al cabo aquella historia de Marialva hasta el punto de quitarle el buen humor y el gusto por la bebida? Martim le dijo que ni siquiera pensaba ya en Marialva, podenco de mujer, ¡que se fuera a estallar en los infiernos! En cuanto a Curió, era su hermano, y si hubiesen nacido de la misma madre, en la misma camada, no estarían tan unidos ni sería mayor su intimidad. Si estaba fastidiado era por otras cosas.

No insistió Jesuíno. No forzaba confidencias. Si le confiaban amarguras y planes, dificultades y sueños, él los escuchaba, dispuesto a ayudar. Pero no forzaba a nadie, por curiosidad que tuviera. Además, su conversación con el padre de santo era muy interesante y de mucha instrucción: misterios de los eguns. Aquel viejo de Amoreira lo sabía todo sobre el asunto.

Martim decidió no volver a buscar a Otália, pero su decisión se disolvió en el sueño. Al caer la tarde estaba allí, en la casa. Tibéria se rió al verlo:

—¿Estás enamorado? De la chiquilla, ¿no?

Sentía la aprobación en su voz. Le gustaba proteger los líos de Martim, sus enredos. Y para ella Otália era como una hija. Era distinto del casamiento con Marialva, hecho a contrapelo, el cabo poniendo casa, apartándose de los amigos.

Otália lo recibió con la misma tierna sonrisa y la misma confianza, entusiasmada, feliz de ser amada y amar.

—¿Por qué no has venido antes? ¿Adónde iremos?

Él había llegado dispuesto a liquidar rápidamente el caso, llevándosela a la cama fuera como fuera. Pero, ante ella, ante su candor, perdió toda su rabia, nada le decía, desarmado. Y salieron a pasear. Aquel segundo día fueron a una fiesta en la plaza, con kermés y música de banda. Cuando volvieron al establecimiento de Tibéria, de nuevo se despidió Otália con un beso ardiente.

Martim estaba desconcertado: ¿cuánto iba a durar aquello? Más, sin duda, de lo que había imaginado. Pasaron los días, se alargaban los paseos, iban de un lado a otro de la ciudad, frecuentaban fiestas, candomblés, iban a comer pescado, a bailar, siempre de la mano, mirándose a los ojos, enamorados. En casa de Tibéria se despedían. No se acostaba con el cabo, pero tampoco, desde luego, había vuelto a aceptar un arrimo de ocasión. Hacía su trabajo y se acabó. No había hombre en su vida, fuera de Martim.

Ni con moza doncella había tenido el cabo relación más decente. ¿No era asombroso?, Saliendo con la prostituta del castillo, con una mujer de la vida, cuerpo abierto a cualquiera, bastaba con pagar.

Noviazgo cada día más decente con las otras, incluso con las más testarudas, las caricias iban en un crescendo hasta su último fin. Hasta dormir con ellas. Con Otália era al contrario. Cuando más suya la tuvo fue el primer día, con caricias osadas. Ella seguía entregándole la boca con avidez, apretándose contra él a la hora de las despedidas. Pero eso era todo.

Cuanto más pasaba el tiempo, sin embargo, más retraída la encontraba en los asuntos de cama. Crecía la confianza entre ellos, el dulce amor, la intimidad de sentimientos, pero no avanzaba hacia el lecho de Otália, en marcha hacia su cuerpo deseado. Como mucho, en los largos paseos o en la alegría de las fiestas, en los bailes de la Gafieira do Barao, lograba Martim robarle un beso, hundir el rostro en su cabello, rozarle levemente el seno, juguetear con sus cabellos lisos.

Y eso duraba desde hacía más de un mes, con escándalo de los amigos. Otália hacía a Tibéria confidente de su felicidad, de su amor por Martim, de su infinita ternura. Decíase su novia.

Novio o no, la verdad es que el cabo no se interesó lo más mínimo por alzar casa en Mata Gato. De casa quedara harto de una vez para todas.

Solo, o en compañía de Otália, aparecía para ayudar a los amigos. La casa que Tibéria estaba construyendo era, con mucho, la mejor del lugar: de ladrillos, con tejas de verdad y enjalbegada. También Curió levantaba su barraca, preparándose para el futuro; sin hablar de Massu, ya establecido, con sus trastos, su abuela y el pequeño. A veces Martim traía la guitarra y sentábase en un corro a tocar.

Crecían las chabolas, hijas de la más extremada pobreza. No tenían para pagar casa o cuarto, ni siquiera en los más inmundos patizuelos, en las casas ruinosas, en los hediondos tugurios de la ciudad vieja donde se amontonaban familias y familias en cubículos tenebrosos y misérrimos. Allí por lo menos tenían el mar y el arenal, el paisaje de cocoteros. Eran gente necesitada, los más pobres entre los pobres, un pueblo que no tenía donde caerse muerto, viviendo de chapuzas y de pesados trabajos, pero ni aun así se dejaban vencer por la pobreza. Se imponían a su miseria, no se entregaban a la desesperación, no estaban tristes y sin esperanza. Al contrario, superaban su mísera condición y sabían reír y divertirse. Alzaban las paredes de sus chozas, paredes de adobe, de tablas, de latas, de bidones, minúsculas chozas, ínfimas barracas. La vida se animaba, intensa y apasionada. El bateo de la samba gemía en las noches de tambores. Los atabales llamaban para la fiesta de los orixás, los birimbaos para las danzas angoleñas, la capoeira.

Sólo al cabo de una semana, cuando ya se erguían allí unas veinte chozas, un sábado, supo Pepe Ochocientos por un adlátere de la invasión de aquellas tierras suyas, una parte de sus posesiones que se extendían por todo aquel camino marítimo hasta los límites de las tierras de la Marinha, y en medio la colina de Mata Gato.

Pepe había comprado aquellos terrenos por un puñado de calderilla, hacía muchos años. No sólo la colina de Mata Gato sino grandes extensiones, a veces ni las recordaba durante meses, pero tenía un plan: dividirlas en lotes, construir un barrio residencial cuando la ciudad avanzase hacia el mar. Su plan era un plan vago, a largo plazo, no fácil de realizar de inmediato, pues la gente rica aún tenía mucho terreno baldío en la Barra, en morro do Ipiranga, en la Graga, en la Barra Avenida, antes de buscar los caminos del aeropuerto. No sería tan rápida la revalorización de aquella área.

Pero así y todo, no podía tolerar construcciones en sus terrenos, ni la presencia de extraños, sobre todo aquella banda de vagabundos. Mandaría arrasar las chozas, aquella inmundicia que ensuciaba la belleza de la playa.

Un día se alzarían allí construcciones, sí. Pero no aquellas barracas miserables. Serían casas amplias, de grandes terrazas, edificios de apartamentos proyectados por arquitectos famosos, con todas las exigencias del buen gusto y el material más caro. Casas y apartamentos de gente rica, capaces de pagar los terrenos de Ochocientos y de construir con belleza y confort. En cuanto a la colina de Mata Gato, pensaba reservarla para sus nietos, el muchacho y la chica, Afonso y Kátia, él, estudiante de primero de derecho, ella preparándose para ingresar en filosofía. Una gloria de chiquillos, metidos a izquierdistas como exigía la edad y el tiempo, pero independientes, con sus automóviles y sus canoas en el club náutico.

Crecerían allí jardines. Mujeres de belleza perfecta pasearían entre las flores, en traje de baño, quemando sus cuerpos en la playa, haciéndolos más deseables y más ágiles para las noches de amor.