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La instalación de la electricidad en el morro de Mata Gato fue saludada con entusiasmo por Jacó Galub: «Los trabajadores que levantaron sus casas en los terrenos baldíos del millonario José Pérez, Pepe Ochocientos Gramos, perseguidos por la policía, abandonados por la alcaldía, continúan trabajando en el nuevo barrio de la ciudad. Ahora lo han dotado de electricidad, incluso contra la voluntad de la compañía. Portadores del progreso, los bravos de Mata Gato son ciudadanos dignos de todo aprecio».

Como se ve, si no tuviera la invasión otros méritos que reclamar, bastaría citar en su elogio la literatura de ella nacida: los reportajes de Jacó —con los que obtuvo aquel año el premio de periodismo—, los discursos de Ramos da Cunha —reunidos en un folleto a expensas de la Asamblea del Estado—, las crónicas, tan sentimentales, de Marocas, el apreciado columnista del Jornal do Estado, el poema heroico-social-concreto de Pedro Job, vacilando entre Pablo Neruda y los demás avanzados concretistas, cuyo título era: «desde las alturas fundamentales del Mata Gato, el poeta contempla el futuro del mundo».

A decir verdad, Pedro Job no podía contemplar el futuro del mundo desde las alturas del Mata Gato porque nunca subió hasta allí. Para escribir su canto no necesitó salir del café donde discutían de literatura y de cine minoritario él y otros jóvenes genios del país. Mientras tanto, iba elevado en los aires por «hermana Filó, madre fundamental, vientre de la tierra paridora, fecundada por héroes», y así sucesivamente. Filó en primera plana. Y también él, el poeta Job, «poeta del pueblo, criado en la lucha y en el whisky», morro arriba para ver el mundo que nacía de las manos de aquella gente reunida en Mata Gato para construirlo. Fuerte el poema, no hay duda, a veces un poco embrollado, pero combativo, ilustrado con un grabado de Léo Filho donde se veía un Hércules más o menos parecido a Massu levantando el puño cerrado.

El poema no tuvo en el morro el éxito merecido. Los que lo leyeron no lo entendían, ni siquiera Filó, tan prestigiada y ennoblecida. «¡Oh! Madona del acero y de la electrónica, tu morro es nave sideral, y tus hijos opíparos arquitectos de lo colectivo», ni siquiera ella percibió la belleza del poema.

Vale la pena, sin embargo dejar constancia de que el poema de Pedro Job y el dibujo de Léo Filho fueron las únicas pruebas de solidaridad realmente gratuitas entre todas las ofrecidas a la gente del morro. Todo lo otro, reportajes, discursos, manifiestos, intervenciones de la justicia, pareceres, fue cosa de segundas intenciones con metas determinadas, puesto el ojo en un beneficio cualquiera para sus autores. Pero Pedro Job no pretendía nada, ni premios, ni empleo público, ni votos, ni siquiera la gratitud de la gente cantada en su poema. Quería sólo escribirlo y publicarlo, verlo en letras de molde. Del periódico, ni él ni el ilustrador recibieron un céntimo. Airton Meló no pagaba las colaboraciones literarias. Consideraba que ya hacía un gran favor al poeta y al dibujante publicando los versos y la ilustración, abriéndoles las puertas de la gloria. ¿No les bastaba con eso? Los reportajes sí que los pagaba. No había otro remedio.

Tarde y mal, pero pagaba. La literatura, no; sería un abuso insoportable.

A pesar de la generosa gratuidad con que fue compuesto y publicado el poema (y la ilustración), aun así, con el pasar del tiempo, Job se benefició de él, pues su canto quedó como un clásico de la nueva poesía social, citado en artículos, reproducido en antologías, consagrado por muchos, discutido y negado por otros, por los que sólo consideran poesía social la compuesta en redondillas de arte menor, en versos de siete sílabas y rima en ion. Pero la verdad es que el poeta estaba desprovisto de tales o cualesquiera otras intenciones al tomar la pluma y empezar su poema. Conmovido por un reportaje de Galub, su corazón radical, lleno de piedad por aquella gente pobre y perseguida y de odio hacia los policías, Job compuso su canto. Sin segundas intenciones. E igualmente Léo Filho con su dibujo.

Los otros tenían primeras, segundas y a veces terceras intenciones. Hasta el mismo jefe de policía, cuya campaña contra las apuestas al bicho disgustó e incomodó a gente muy poderosa. Esperaba él, defendiendo con ardor e inquebrantable ánimo la propiedad privada, rehacer su prestigio, robustecer su posición.

Aquella historia de la persecución del juego merece ser contada. En verdad nunca había sido parte del programa administrativo del doctor Albuquerque la persecución del juego.

Al contrario, cuando empezó a sonar su nombre para jefe de policía del nuevo gobierno, lo más tentador del cargo era precisamente el control del juego del bicho, la relación con los grandes banqueros y, ante todo, con Otávio Lima, el rey del juego en el estado. Llegó finalmente mi oportunidad, pensaba el doctor Albuquerque mirando a la hora de comer a su familia en torno a la mesa. Familia numerosa: mujer, suegra, ocho hijos, e incluso dos hermanos suyos, menores, estudiantes, todos a su costa. La política hasta entonces había sido para él sólo fuente de disgustos y quebraderos de cabeza. Había pasado todos aquellos años en la oposición, era un hombre obstinado, y, a su manera, inflexible y coherente en sus principios.

Sus principios le llevaban a proyectar una inmediata elevación en la tasa pagada a la policía por los poderosos industriales del juego. La administración anterior había legalizado el juego: un porcentaje diario era destinado a las instituciones de caridad. Los poderes públicos no participaban de las rentas, o al menos eso se decía y parecía. Había un delegado, encargado de fiscalizar el juego, y constaba que recibía importantes compensaciones.

Apenas nombrado, Albuquerque tomó contacto con Lima, a quien expuso sus ideas sobre el asunto. ¿Querían seguir en aquella dulce impunidad, protegidos por la policía, con casas de juego abiertas en todas partes? Pues, aparte del porcentaje destinado a las instituciones benéficas, había que verter otro, no menor, a la policía. Lima puso el grito en el cielo: era demasiado, no había banca que aguantara. ¿Creía el doctor Albuquerque que era verdad la historia del porcentaje para instituciones benéficas? Eso era un tapujo, prosa para taparle los ojos al gobernador, hombre honesto que había salido del palacio con la seguridad de haber terminado con la corrupción del juego del bicho. Pero a escondidas comían del porcentaje delegados, comisarios, diputados, secretarios de Estado, guardias, policías, la mitad de la población. ¿Aumento de tasa? No había una tasa para la policía, así, explícita. Había una tasa para instituciones, obras de monjas y frailes, protección de ciegos, sordomudos, etc., ¿cómo iban a hablar de una tasa, de un porcentaje para la policía? Si el doctor Albuquerque se refería a la propina, al sobre —y aquí Otávio Lima casi silabeaba la palabra, satisfecho de refregarla en las narices de ese bachiller insoportable con fama de hombre honrado— que daban mensualmente al jefe de policía, naturalmente que la mantendrían, y era una suma respetable.

Albuquerque sentía un calor de vergüenza en el rostro. La propina, el sobre. Aquel tipo maleducado, acostumbrado a dar órdenes a sus sicarios —algunos colocados en puestos altos de la esfera política—, chupando su puro, aquel sórdido Otávio Lima, usaba la palabra con un quiebro despectivo. Le daría una lección. Él había sido uno de los más eficaces colaboradores en la victoria del nuevo gobernador. Tenía mano fuerte en la jefatura de policía. Observó por un instante al «industrial» Lima en su poltrona, arrellanado, tranquilo… El sobre… Le iba a dar una lección.

Pues muy bien, señor Lima. Si el porcentaje destinado a la policía no es elevado al nivel del destinado a instituciones benéficas, la situación del juego será revisada. Él, Albuquerque, no quiere saber nada de maderos, policías, municipales, comisarios; si reciben propinas allá ellos. Quiere una tasa para obras de policía, para sus servicios más secretos, los de la lucha contra la subversión, tasa no declarada públicamente, claro está, y pagada directamente al jefe con discreción y puntualidad. En cuanto al sobre a que Lima se refería, si servía para comprar la conciencia de anteriores mandatarios de la policía, él, el doctor Albuquerque, lo despreciaba: no quería recibirlo.

Otávio Lima era hombre de buen humor. Se había enriquecido con el juego, aunque había comenzado muy bajo, de tahúr en los muelles, junto al cabo Martim, con quien había servido en el ejército, aunque sin pasar jamás de soldado raso. Antes de ser un profesional competente —muy por debajo de Martim sin embargo, pues no tenía ni su agilidad, ni su golpe de vista, ni, mucho menos, su suprema picardía—, era un organizador nato. Montó primero una «ratonera» con ruleta trucada, después organizó el juego del bicho en Itapagipe, al morir el viejo Bacurau, dueño tradicional durante veinte años de la banca del barrio, que se había arrastrado durante años, viejo y enfermo, contento con una pequeñez.

De Itapagipe salió Otávio Lima para conquistar la ciudad.

Y la conquistó. Dominó a los demás banqueros, se colocó al frente de ellos, dio audazmente una nueva forma a la organización, ligando a los diversos grupos en una estructura de gran empresa, económicamente poderosa. Poseía fábricas, casas, edificios de apartamentos, era miembro del consejo de bancos, de hoteles. Para él, sin embargo, lo más importante, la base de todo, era el bicho, juego popular, que vivía de la calderilla de los pobres. Cuando se cerraron los casinos por decreto gubernamental, su posición no vaciló, mientras, en una súbita quiebra, se hundían por todo el país otros reyes del juego. El bicho era imbatible, nadie conseguía prohibirlo, acabar con él. Lima, victorioso, amaba la buena vida: las mujeres —mantenía media docena de amantes, tenía hijos con todas ellas y a todas pasaba su estipendio, aunque dejara de frecuentarlas—, de la buena mesa, de la bebida, y de sentarse de vez en cuando en una verdadera mesa de juego con gente de su calibre y disputar un póquer: con tipos de la calidad de Martim. Cada vez lo hacía menos, cada vez se sentía más distante de aquel pasado y de aquellos amigos. La mayoría de ellos, no obstante, trabajaban para él, eran subbanqueros, ganaban su dinerito. Sólo el cabo, por independiente y orgulloso, y Cravo na Lapela, por pereza, se mantenían al margen de la organización, no dependían de él, vagabundos a salto de mata.

Manejando su dinero. Indiferente a los gastos, sabiendo untar a periodistas y políticos, despreciando a toda aquella caterva de payasos, hombres públicos, intelectuales, señoras de la buena sociedad dispuestas a revolcarse con él a cambio de un buen regalo, Otávio Lima se sentía mucho más fuerte que el doctor Albuquerque. No había apoyado al actual gobernador en su campaña, es verdad. Había financiado a la oposición, pero eso no importaba. Había mucha gente que lo defendería, incluso en palacio, que trabajaría para mantener el statu quo del juego del bicho. Eran muchas las propinas distribuidas con regularidad.

Así, con cierta displicencia y marcado aire de superioridad, se despidió el «industrial» del nuevo e impetuoso jefe de policía prometiéndole reunir, dentro de las veinticuatro horas siguientes, a los demás banqueros para transmitirles su propuesta. Por su parte, no estaba de acuerdo y defendería su posición contraria. Los otros, sin embargo, podían hacer lo que quisieran. Si aceptaban, Otávio Lima se uniría a la decisión de la mayoría. Era un demócrata.

El doctor Albuquerque era en el fondo un ingenuo, pero no hasta el punto de creerse lo de la reunión y la posibilidad de que Otávio Lima se inclinara ante la decisión de sus subordinados o socios menores en el negocio del bicho. Salió echando pestes de la entrevista.

Lima telefoneó a un amigo suyo muy ligado al gobierno para conocer la situación real del jefe de policía. ¿Era realmente hombre de prestigio? Si era tan fuerte como el amigo acababa de decirle, había obrado con ligereza tratándolo con desdén, tirándole la propina a la cara, enseñándole las uñas. Evidentemente, no estaba dispuesto a darle la participación pedida, pero podía aumentarle su parte, llegar a una componenda. Al mismo tiempo dio orden a Airton Meló para que empezara a meterse con el nuevo jefe de policía desde su periódico. ¿Con qué pretexto? Cualquiera. Lima no tenía preferencias…

Al día siguiente, un lugarteniente de Otávio Lima se entrevistó con el delegado Angelo Cuiabá, íntimo del rey del bicho, y, según le habían dicho, amigo de Albuquerque. Le llevó una contrapropuesta pidiendo a Angelo que la transmitiese a su jefe. Un error fatal.

Primero, no existía amistad entre el delegado y el nuevo jefe de la policía, apenas se conocían, relaciones corteses, pero sin gran intimidad. Segundo, Albuquerque era extremadamente celoso de su fama de hombre honesto. Sentía que ése era su capital y no quería verlo desgastado ni siquiera ante los ojos de un delegado de policía. Tercero, mientras tanto habían circulado rumores sobre un encuentro secreto, de tapadillo, del jefe de policía con el rey del juego del bicho. La cosa se divulgó y hasta en palacio se supo. El gobernador —interesado también en la historia del porcentaje— fue informado de los rumores e interpeló con cierta aspereza a Albuquerque:

—Hablan de que usted se ha visto con Lima, el del juego…

Albuquerque sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Enrojeció como si lo hubieran abofeteado. Volvióse hacia el gobernador.

—Le advertí que en cuanto fuera jefe de policía se acabaría en Bahia el juego del bicho…

Se jugaba los ingresos del juego, pero conservaba el prestigio y el cargo. No sabía que en aquel momento estaba decidiendo su dimisión. El gobernador se tragó la bola y no dejó que se manifestara su cruel decepción: ¡adiós a los ingresos del bicho, tan útiles y fáciles! La culpa la tenía esa manía suya de rodearse de sujetos que se las daban de íntegros. Tenía que librarse cuanto antes de esa bestia de Albuquerque, con sus fanfarronadas, con sus humos de incorruptibilidad… No podía obligarle a dimitir inmediatamente, claro está, pero lo haría a la primera oportunidad.

—Hizo muy bien, amigo. Ésta es también mi opinión. Tiene usted carta blanca.

Además, había asesores dignos de confianza que aseguraban a su excelencia el gobernador que no era mala táctica esa de empezar su gobierno repartiendo palos entre los bicheros. La actitud daría un brillo de honestidad al nuevo poder y haría más comprensivos a los banqueros del bicho en el momento de aflojar los cordones de la bolsa, de negociar un acuerdo. Albuquerque era un zoquete, desde luego; pero iba a ser útil. Era el hombre indicado para llevar a cabo una campaña contra el juego, hombre de una sola pieza, testarudo como una mula. ¿Cuánto pagarían los bicheros por verlo fuera de la policía? Además, Otávio Lima se había buscado una lección: había financiado al candidato derrotado.

Así, dos días más tarde, el gobernador llamó la atención a Albuquerque sobre la campaña:

—Amigo Albuquerque, ¿cómo va esa campaña? Sigue jugándose al bicho…

—Para eso he venido a palacio, señor gobernador. Para decirle que hoy he ordenado el cierre de todas las timbas. Los puestos de bicho y también los otros. Donde se juegue a los dados, a la durela, a cartas.

No le habló de que había recibido una contrapropuesta de los bicheros por boca del delegado Angelo Cuiabá. Se sentía en posición peligrosa, amenazada su fama de honestidad tan hábilmente construida, y, aún peor, en su primer alto cargo, inicio de su carrera y de su fortuna… Oyó la propuesta, indignado. El veinte por ciento de la cuantía sugerida a Otávio Lima en el primer encuentro. Infló el pecho, se puso la máscara de incorruptible hecha a base de ojos duros, de censura, rostro crispado, labio inferior estirado en un gesto de desprecio, voz silbante.

—Me sorprende, señor delegado… Ese delincuente llamado Otávio Lima se engaña conmigo. Si lo busqué fue para comunicarle que se había acabado, desde el momento de mi toma de posesión, la legalidad del juego en el estado, del juego del bicho y de cualquier otro. Nada le propuse y me niego a oír cualquier propuesta suya. Conmigo aquí, en esta silla, se acabó el juego.

Angelo Cuiabá se transformó inmediatamente: Otávio le había jugado una mala pasada, le había engañado.

Albuquerque acabó:

—Si hablé con él fue teniendo en cuenta la situación anterior. No quiero que luego me acusen de haber obrado por sorpresa, beneficiándome de la impunidad en que se encontraban bicho y bicheros.

Nada más podía hacer Angelo, sino el elogio de su nuevo jefe. En cuanto a él, si allí había llegado de parte de los bicheros fue sólo por lo que le dijeron; jamás, sin embargo…

—Olvidemos el incidente, delegado. Sé que es usted un hombre honrado.

Así comenzó la campaña «para acabar de una vez con el juego del bicho». La campaña causó trastornos serios tanto a la gente de más alta posición como al gobernador, a quien amigos y correligionarios presionaban para que aflojara en tan drásticas medidas. Los mismos trastornos causó a los modestos y míseros maderos cuya base económica era la aventajada propina de los bicheros. Y para acabarlo de complicar, el delegado Cuiabá, encargado de llevar a cabo la campaña, no contento con acabar con las ratoneras de ruleta, bacará, dados y póquer, invadió algunas casas ricas, viviendas de figuras eminentes de la sociedad, donde se jugaba fuerte. El delegado se reía del escándalo; ayudaba así a enterrar al necio de Albuquerque. También el gobernador estaba harto ya de aquel carnaval del juego y estaba a la espera del menor pretexto para destituir al jefe de policía y firmar luego su acuerdo con los bicheros. Pero, por decencia, no podía deponer a Albuquerque por el hecho de que persiguiera el juego. El jefe de policía tenía el apoyo del clero, de ciertas organizaciones sociales, y sobre todo su fama de incorruptible. Era, según todos decían, hombre que daba seriedad al gobierno.

Albuquerque sentía sin embargo que su prestigio se venía abajo. Diariamente el gobernador le transmitía quejas, hablaba de la flexibilidad exigida por la política, se puso hecho una fiera cuando el delegado Cuiabá invadió los salones de la señora Batistini, donde la gente ilustre iba a descansar de las tareas cotidianas, del tiempo consagrado al país y al pueblo, perdiendo unos billetes a la ruleta y guiñando el ojo a las mujeres bonitas. No impresionó al gobernador el hecho de que Albuquerque —repitiendo el informe de Cuiabá— le dijera que la suntuosa mansión de la señora Batistini en la Graga era sólo un «burdel de lujo», y su propietaria una «sórdida celestina». El gobernador sabía, sí, quiénes eran los frecuentadores de la animada mansión y quién protegía a la jovial señora venida de Italia, cuyos hábitos civilizados había introducido en Bahia. Su casa era verdaderamente modélica, de excepcional calidad, honraba a la ciudad… Una señora útil, después de todo. ¿Quién había dado con una chiquilla de quince a diecisiete años como máximo y experta, para nuestro ilustre señor ministro cuando éste visitó Bahia y pidió alguien de tales características de edad y moral para ayudarle a estudiar los graves problemas del país, de noche, en su departamento? Si no fuera por los servicios de la experta señora Batistini, ¿quién hubiera podido atender al señor ministro? Y luego lo de las finanzas, tan necesitado como estaba el estado de dinero…

Estaban así las cosas. Albuquerque se sentía en equilibrio inestable, cercado de amenazas por todas partes, cuando aconteció la invasión de Mata Gato. Era su posibilidad de recuperarse, de ganar el terreno perdido, de lanzarse a otra campaña y darle base política, de transformarse en un verdadero líder de las clases conservadoras, su candidato quizá al gobierno en las elecciones aún distantes pero ya disputadas.

La llamada del rico propietario, baluarte de la colonia española, el comendador José Pérez, llegó en el momento exacto. Toda su energía iba a ser empleada en el combate contra los quebrantadores del orden público, los enemigos de la Constitución de la República. Los periódicos gubernamentales no le regatearon elogios cuando, obrando con tanta firmeza como moderación, según dijo, mandó incendiar las chabolas.

Pero no obstante se elevaron nuevas barracas, aumentó el número de casuchas, se multiplicó el de moradores. La Gazeta de Salvador inició aquella serie de reportajes del condenado Galub, un currinche chupatintas de pésimos antecedentes, pagado con toda seguridad por los bicheros, que incitaba a la subversión y exigía la dimisión, la suya, la de Albuquerque, acusado por el tronitronante reportero de verdugo de mujeres y niños, de incendiario, de Nerón de los suburbios.

Toda la prensa se ocupó del caso seguidamente. Los diarios de la oposición en la misma línea demagógica que Gazeta de Salvador, los gubernamentales apoyando la acción de Albuquerque, pero en opinión de éste con demasiada timidez, siendo de notar que el periódico más próximo al gobernador insinuó la posibilidad de una solución de compromiso. Albuquerque mientras tanto se iba sintiendo más fuerte. La asociación comercial, presionada por Pérez, le dio un voto de gracia y lo llamó «abnegado defensor del orden».

Le apoyaban, sí, pero le exigían que actuara con mano dura, que acabara de una vez con el lamentable ejemplo de Mata Gato. Si no se acababa rápidamente con aquel escándalo, pronto serían invadidos otros terrenos. ¿Y después? ¿Quién tendría fuerzas para poner dique al desorden, a la anarquía?

Reunido con sus subordinados, el doctor Albuquerque estudió la situación. Era preciso realizar un nuevo ataque contra las chabolas del morro, volver a destruirlas, no dejar piedra sobre piedra, y no permitir nuevas construcciones. O sea derrotar al enemigo, ponerlo en desbandada, arrasar sus bienes, y ocupar el terreno, no permitir su vuelta. Consultado, José Pérez lo apoyó de plano. Ingenieros y arquitectos, por orden suya, estaban estudiando la parcelación del terreno. La invasión había asustado a Ochocientos. Lo mejor sería parcelar todas aquellas tierras, venderlas, librarse de ellas. Nadie podía sentirse seguro en tiempos como los que vivimos, tiempos de huelgas, manifestaciones, comicios, estudiantes izquierdistas, hasta sus nietos, imagínense semejante absurdo…

Albuquerque reunió a su estado mayor y dio las órdenes necesarias. Al mismo tiempo mandó intensificar la campaña contra el juego, algo descuidada debido a los sucesos. Atacaría en los dos frentes, se sentía un general, comandante en jefe de las tropas, un glorioso capitán. Nada de todo aquello le había dado aún la deseada riqueza, el dinero para sustentar tantas bocas en casa… Pero empezaba a hablarse de él, se había hecho un nombre, se encontraba en el buen camino…