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Mientras duró la ceremonia de presentación, Otália sonreía unas veces, quedábase otras seria, mirando al suelo, frotando con las manos el lazo del vestido amarillo, recelosa, como quien pide disculpas. Tímidamente paseaba la mirada por el grupo allí reunido, la posaba en Curió, movía el cuerpo lentamente. A pesar de su boca demasiado pintada, rostro y ojos maquillados y el complicado peinado, se podía notar su juventud, diecisiete años, no más. El muchacho daba el recado aprisa, con ganas de volverse:
—Mi madrina mandó traer esta moza y decir que se llama Otália. Está recién llegada. Vino de Bonfim, al caer la tarde, pero en la estación de Calçada perdió la maleta, todo lo que traía. Se la robaron. Pero ella va a decírselo todo para que ustedes se lo arreglen. Ustedes encontrarán la maleta y al ladrón que se la llevó. Denle unos sopapos. Luego volveré, que si no, me dan a mí las bofetadas…
Respiró, sonrió con sus dientes blancos, avanzó lentamente la mano, cogió un pastel del mostrador y salió corriendo, seguido de las maldiciones de Alonso.
Otália se quedó con las manos inquietas, la vista baja, y dijo:
—Quisiera encontrar por lo menos el fardel. Había cosas que quería…
Una voz triste como la noche recién inaugurada. Levantó los ojos suplicantes hacia los dos amigos, cada uno con su vaso de aguardiente. A ellos había sido enviada y presentada. No a los demás. Sólo a Curió y a Negro Massu. Curió, vestido con su frac mugriento, bombín en la cabeza, el rostro pintado de rojo, parecía un payaso. Otália quería preguntar, pero temía parecer indiscreta. Negro Massu la invitó:
—Siéntate muchacha.
Otália le sonrió agradecida. Oferta gentil, revelación de la innata delicadeza de Massu, pero un tanto platónica, como comprobó Otália al recorrer el local con la mirada: del lado de más allá del mostrador se movía Alonso. Para acá todos los cajones estaban ocupados por los parroquianos, y muchos bebían su aguardiente en pie, apoyados en las paredes y en las puertas. Naturalmente, el ofrecimiento de Massu era una fórmula de cortesía, y Otália se quedó sin saber dónde ponerse. Todas las miradas posadas en ella, todos deseosos de oír su historia. El muchacho había despertado su curiosidad, y una buena historia de robos, oída antes de la cena, a la hora del aperitivo, es ideal para abrir el apetito. Otália dio un paso hacia el mostrador con la intención de apoyarse en él, pero se paró ante el grito de Massu:
—¡Qué tíos malcriados! ¡Hay que ver!
Cuando el negro invitó a la muchacha a sentarse no lo hizo por simple fórmula, en un juego de palabras vanas y gratuitas. Era una oferta concreta. La muchacha podía ocupar el lugar que prefiriera. Pero los tipos sentados parecían no haberlo entendido así: sentados estaban, sentados seguían, cómodos y groseros. Aún más a sus anchas estaba sentado Massu sobre una barrica de bacalao. Cómodo, pero no grosero. Al contrario, vigilante cumplidor de los ritos de gentileza. Su mirada, en la que lucía una llamarada de cólera, recorrió el semicírculo de bebedores y se posó en Jacinto, rufián acreditado de Água de Meninos, joven soplagaitas, siempre con la corbata amarrada al pescuezo, queriendo pasar por sucesor y heredero del cabo Martim. Allí estaba, arrellanado en un cajón, los ojos melosos clavados en Otália. Massu escupió, tendió un brazo, puso un dedo en el pecho del rufián. El dedo negro parecía un puño y Jacinto sintió que se le hundía en las costillas. Los del mercado y aledaños decían que Negro Massu no medía la fuerza que tenía.
—¡Deja el sitio a la moza, so marica! Y a toda prisa…
Jacinto saltó del cajón y se apoyó en la puerta. Massu se dirigió a Alonso:
—Algo para la chica.
Provista así de asiento y refrigerio, Massu se sintió más aliviado. La historia de la maleta robada le iba a dar quebraderos de cabeza, lo presentía sin saber por qué. Además, aquella noche aún no había aparecido Jesuíno, y en cuanto al cabo Martim, andaba hacía más de dos meses fuera de Bahia, escondido en Recôncavo. Jesuíno Galo Doido y el cabo eran buenos para asuntos complicados, resolvían los casos más embarullados a plena satisfacción de todos. En cuanto a él, Massu, haría lo posible: Tibéria había enviado a la moza, ¿cómo no ayudarla? Tibéria mandaba, no pedía. Curió e Ipicilone colaborarían ciertamente, pero para Negro Massu iba a ser una noche difícil. Ni siquiera Pé-de-Vento había llegado. Hay noches que empiezan así: confusas, oscuras, dificultosas. ¿Por qué diablos Jesuíno Galo Doido se retrasaba esta noche? Ya era hora de estar bebiendo su cachaza, contando los sucesos del día. ¿De qué valía que la moza contara su historia antes de llegar Jesuíno? Ni él, Massu, ni Curió, ni Ipicilone con toda su prosopopeya y menos aún el burro de Jacinto, ninguno de los presentes estaba capacitado para resolver aquel asunto de la maleta perdida, cuyas dificultades podía prever Massu por la actitud de Otália, que experiencia y juicio no le faltaban. Massu trató pues de volver a lo que hablaban, instructiva discusión sobre cosas del cine. Como si Otália no tuviera nada que decir ni ellos quisieran escuchar.
—¿Vas a decirme que lo del cine es mentira? —siguió el negro, dirigiéndose a Eduardo. ¿Que lo que pasa no es verdad? ¿Tiros de mentira, tortazos de mentira, y los caballos corriendo, también? ¿Todo? No lo creo…
—¡Claro que sí! —cortó Eduardo Ipicilone, famoso por sus universales y proclamados conocimientos. Bastaba hablar de algo para que Ipicilone metiera baza declarándose especialista en la materia. Todo es truco, para engañar a bobos como tú… Lee lo que dicen las revistas —y con esa frase aplastaba toda oposición. Tú te crees que el caballo va galopando y se está quietecito, meneando las patas delante de la máquina de hacer películas. Tú ves un chiquillo jugando junto a un abismo de más de mil metros, y no hay tal abismo, es un agujero de medio metro…
Negro Massu caviló prudentemente, sopesó tales afirmaciones. No estaba convencido. Buscó apoyo en los demás, pero estaba claro que nadie se interesaba por su tema. El asunto había perdido todo encanto, se había transformado en una discusión académica, tediosa, que impedía que la chica empezara su historia. Todos se habían vuelto hacia Otália, esperando. Jacinto había sacado del bolsillo unas tijeritas y se limpiaba las uñas, los ojos derretidos posados en la viajera. Negro Massu sin embargo no se daba por vencido. Preguntó a Otália:
—¿Qué le parece a usted? ¿Todo eso es mentira, lo del cine? ¿No nos estará tomando el pelo, el Ipicilone?
—La verdad es que no me gusta el cine —dijo ella. Allá en Bonfim hay uno, pero todo destartalado. La cinta se rompe a cada momento. Los de aquí serán mejores, eso me han dicho, pero el de allá no vale nada. Aun así yo iba de vez en cuando. Quiero decir, después de empezar en el oficio, porque antes papá no me dejaba ni yo tenía dinero. Mi hermana Teresa sí va mucho. Está loca por el cine, sabe el nombre de todos los artistas, se enamora de ellos, recorta las fotos de las revistas, las pega en las paredes de su cuarto. ¡Está loca! ¡Una mujer mayor enamorarse de un artista! Si ni son hombres de verdad, si todo es mentira lo que pasa allí, como dice aquí el señor, que parece que entiende… Pero Teresa es así, medio boba; y hablando de cine, el robo de la maleta parece cosa de película, o de libro…
Negro Massu suspiró resignado. Había intentado contener la expectación del auditorio, parar el relato de Otália hasta que llegara Jesuíno Galo Doido (¿dónde se habría metido el condenado?) y creyó que la chica iba a embarcarse en la discusión sobre el cine. Había querido ganar tiempo. Pero ella, con su idea metida en la cabeza, había desviado la charla hasta volver a la estación de Calçada, a su equipaje desaparecido. Curió no podía disimular su ansiedad:
—¿Y cómo fue lo de la maleta?
Ya la había armado, pensó Massu. Todos los demás querían saber también. El propio Ipicilone había dejado rodar por el polvo del almacén el asunto de las películas. Negro Massu se encogió de hombros. Preveía una noche agitada: él y los amigos de un lado a otro tras la maleta de la chica. Se apoyó en el mostrador pidiendo más cachaza. ¡Que fuera lo que Dios quisiera! Alonso sirvió y alzó la voz:
—¿Alguien más?
No quería que le interrumpieran luego, cuando la chica estuviera contando. Quería escuchar en paz. Otália sintió de repente su responsabilidad: todos atentos, a la espera. No podía decepcionarlos. Bebió un sorbito, alargando los labios, sonrió a Curió ¿sería de verdad un artista de cine? Si no lo era, ¿por qué llevaba el rostro pintado y vestía de frac y llevaba aquel sombrero? Curió le devolvió la mirada con una sonrisa. Ya estaba enamorándose de ella, ya le empezaba a gustar su pelo escurrido, negro y fino, muy fino, finos también los labios, y de un color pálido desmayado. Una mestiza de indio, de gestos tímidos, como quien necesita protección y cariño. Animada por la sonrisa de Curió, Otália empezó a explicar:
—Pues, como iba diciendo, llegué de Bonfim, donde estaba en la casa de Zizi, y todo iba bien hasta que el delegado empezó a meterse conmigo y a perseguirme. La culpa fue del escándalo del hijo del juez, pero ¿qué tengo que ver yo con que Bonfim sea una tierra miserable y con que el chico estuviera siempre metido en la casa, todo el día en mi cuarto? A mí no me gustaba. Esos chicos de ahora… No tienen conversación. Me aburría. Sólo decía bobadas, sin gracia… Pero el juez dijo que iba a meterme en la cárcel y la mujer sólo me llamaba por mal nombre, diciendo que yo lo tenía embrujado con hechizos. ¿Se dan cuenta? ¡Hechizos yo, para buscarme complicaciones! La cosa se puso mal, me perseguían. ¿Qué sacaba yo con todo aquello? El día menos pensado iba a amanecer en chirona, si no me daban antes una cuchillada. Y además el juez le cortó los cuartos a su chico. El desgraciado no tenía ni para una cerveza. Zizi estaba negra. Y mucho menos para pagar mi cuarto, la comida y demás. Lo que es dinero no tenía, pero celos…, unos celos condenados. Hacía de mi vida un infierno… Entonces, yo…
La interrumpió la llegada de Pé-de-Vento. Venía silbando. Se quedó un momento en la puerta para dar las buenas noches a los compadres. Luego se fue hacia el mostrador, dio la mano a Alonso, cogió su aguardiente y se fue al lado de Massu mirando a los presentes. Jesuíno Galo Doido aún no había llegado. A pesar de todo, Pé-de-Vento anunció:
—He pedido a Francia cuatrocientas mulatas… Llegarán en barco. Llegarán el miércoles —y después de una pequeña pausa, para un sorbo de cachaza, repitió—: Cuatrocientas…
Revelación intempestiva. El anuncio de Pé-de-Vento cortó la narración de Otália. Pé-de-Vento volvió a silbar y a ensimismarse, como si nada más tuviese que decir. Otália, tras cierta vacilación, iba a continuar cuando Negro Massu preguntó:
—¿Cuatrocientas? ¿No serán demasiadas?
Pé-de-Vento contestó, un poco airado:
—¿Demasiadas? ¿Por qué? Cuatrocientas, ni una menos…
—¿Y qué vas a hacer con tanta mulata?
—¿No lo sabes? ¿Que qué voy a hacer? Mira este…
Otália esperaba que acabara el diálogo para seguir su historia, Negro Massu se dio cuenta y se disculpó:
—Adelante, muchacha, sólo quería informarme…
Hizo un gesto con la mano, como queriendo dar libre paso a Otália. La chica siguió:
—Lo mejor era coger el petate y largarse. Zizi me dio una carta para doña Tibéria. Son comadres las dos. Yo la metí aquí, en el escote. Tuve suerte, porque si no hubiera perdido la carta también. ¿Y qué iba a hacer entonces? Salí de la ciudad, medio a escondidas, en el tren, no se fuera a dar cuenta el chico y armar la gorda. Sólo Zizi lo sabía, ella y mi hermana Teresa. Llegué acá con la maleta y el fardel… Lo llevaba todo a mi lado, en la estación…
Estaba llegando al punto culminante de la historia. Hizo una pausa midiendo los efectos. Negro Massu la aprovechó para seguir con Pé-de-Vento, buscando confirmación:
—¿Y dónde has dicho que has pedido las mulatas?
—En Francia. Todo un barco lleno. Llega el miércoles. Las francesas son las mejores.
—¿Quién ha dicho tal cosa?
—El doctor Menandro.
—¡Chist! —dijo Curió llevándose un dedo a los labios al ver que Otália estaba esperando.
La chica reanudó su historia:
—Pues puse la maleta y el paquete junto a mí, en el andén. El envoltorio encima, para no aplastarlo; ya dije que había cosas importantes… Nada de valor… Vestidos, zapatos, un collar que me dio el chico cuando empezó conmigo. Todo iba en la maleta. En el paquete iban otras cosas, importantes para mí ¿saben?… Yo quería ir al retrete. Al del tren era imposible, porque apestaba. Junto a mí había un señor, un hombre muy bien puesto, que me miraba. Yo no aguantaba más. Le dije que me guardara la maleta y el paquete. Él contestó: «Puede ir tranquila. Yo se lo guardaré».
Hizo una nueva pausa y tendió la copa vacía a don Alonso. Negro Massu se inclinó hacia Pé-de-Vento:
—¿Con qué vas a pagar? —Había un temblor de duda en la voz del negro.
—Compré a fiado… —aclaró Pé-de-Vento.
Otália recibió el aguardiente y lo apuró de un trago. Luego siguió:
—Fui allá dentro. Un retrete muy decente. Y cuando volví no encontré ni hombre ni maleta, ni paquete. Busqué por toda la estación, pero nada…
Estaba escrito que Otália no podría contar su historia con la tranquilidad necesaria, sin verse interrumpida a cada instante. Esta vez fue el patrón Deusdedith, del patache Flor das Ondas, quien entró en la taberna preguntando por Jesuíno Galo Doido. Al no dar con él, pareció conformarse con Massu, Curió y Pé-de-Vento. Acababa de llegar de Maragogipe y traía un recado para ellos.
—Andaba buscándote, Massu. El recado era para Galo Doido, pero tú me sirves a falta de él.
—¿Recado?
—Y urgente… Del cabo Martim…
Hubo agitación de parroquianos y amigos, un interés mayor como si la maleta de Otália, Pé-de-Vento y su carga de mulatas pasaran a un plano secundario.
—¿Viste a Martim? —Había un trémolo en la voz del negro.
—Estuve con él, ayer, en Maragogipe. Yo estaba allá, cargando la barca. Apareció él y echamos una cervecita. Me encargó que os dijera que está al llegar. Apenas unos días. Hasta me ofrecí para traerlo, pero él tiene que hacer allá…
—¿Y está bien de salud? —se informó Curió.
—Hasta de más. Casado con aquella doña, que es una hermosura… Una mujer bonita si las hay…
—¿Una nueva? ¿Mulata? —interesóse Pé-de-Vento.
—Es capaz de pasarse allá sabe Dios cuánto tiempo… —concluyó Ipicilone, convencido de que es locura rematada acelerar el regreso cuando se está de pasión reciente.
—No me has entendido. He dicho casado…
—¿Casado? ¿De cama y mesa?
—Eso me dijo. Así: «Deusdedith, amigo, ésta es mi señora, me casé, constituí una familia. El hombre sin familia nada vale. Le aconsejo que haga lo mismo».
—Pero ¡qué me dices!
—Lo que oyes… Y me dijo que viniera donde vosotros a contaros lo ocurrido. Y que os diga que llegará con su mujer la semana que viene. Una mujer de bandera, amigos; con una como ésa hasta yo me casaba… —Y en silencio recordó el lunar negro del hombro izquierdo de la señora del cabo.
El silencio se hizo general, un silencio tenso. Nadie, ni los tres amigos ni los otros cofrades, se sentía capaz de decir palabra, de hacer un comentario. La noticia era difícil de digerir. Finalmente Pé-de-Vento comentó:
—¿Conque Martim está casado? ¡No me lo creo! Le voy a dar dieciséis mulatas…
Deusdedith se asustó:
—¿Dieciséis mulatas? ¿Y de dónde las vas a sacar?
—Bueno, de dónde… De las cuatrocientas que he pedido.
Los demás se iban recobrando de la espantosa noticia.
—Estupidez mayor… —empezó Massu.
Otália se daba cuenta de la importancia del suceso, pero a pesar de todo intentó seguir su relato. No obstante, como era evidente la confusión que dominaba a la concurrencia, consultó antes con Negro Massu en quien sospechaba una especie de jefe, tal vez debido a su tamaño:
—¿Puedo seguir?
—Paciencia, chica, apenas un momento…
Ella comprendía que algo grave acababa de pasar, un suceso más serio e importante que la desaparición de su maleta. El propio Alonso comentaba:
—¡Caramba! ¿Conque Martim se ahorcó…?
Pé-de-Vento notó la tristeza de Otália, perdida como su maleta y su historia en aquel ambiente extraño. Metió la mano en el bolsillo y sacó la rata blanca. La puso en el suelo, chasqueó los dedos, la rata se tumbó boca arriba y él le acarició la barriga.
—¡Oh, qué maravilla! —suspiró Otália con los ojos brillantes.
Pé-de-Vento se sintió satisfecho. Allí había alguien capaz de comprenderlo. ¡Qué pena que no fuera una mulata verdadera!
—Sólo le falta hablar… Yo tuve un gato que hablaba. La gente charlaba con él como si nada. Hasta en inglés hablaba un poco.
Otália bajó la voz para que no le oyeran los demás:
—¿Son gente de circo, usted y esos dos? —Y señalaba con el hocico a Curió y Negro Massu.
—¿Nosotros? ¡En mi vida…! No…
La ratita se alzaba, erguía la puntita del morro para aspirar el perfume de bacalao y cecina, de queso y mortadela. Otália seguía preguntando:
—¿Es verdad que va a traer todas esas mulatas?
—De Francia. Un barco cargado. Llegara el miércoles. Las francesas son las mejores, el doctor Menandro lo sabe bien —y en un susurro le transmitió el secreto hasta entonces guardado sólo para sí. Ni a Massu ni a Curió se lo había dicho—: Son mulatas también en el sobaco.
Dio con el dedo en la mesa. La ratita dio unas vueltas. Varias miradas se habían posado en ella. Curió, Ipicilone, Jacinto y otros. Deusdedith hasta soltó una carcajada, tan interesante parecía aquella ratita obediente. Negro Massu consideró la situación. Deseaba hacer algo, tomar una resolución, decidir de una vez. ¡Habían pasado tantas cosas en aquellos inicios de la noche! El equipaje de Otália desaparecido, las cuatrocientas mulatas de Pé-de-Vento, y ahora la absurda noticia del casamiento del cabo Martim. Era demasiado para él. Sólo Jesuíno Galo Doido podía cargar con tanta novedad, desenmarañar los cabos de tanto ovillo. ¿Dónde se habría metido el viejo sinvergüenza?
Estaba parado en la puerta, sonriendo, en la mano el usado chapeo de fieltro, desgreñado, un dedo asomando por un agujero del zapato. Y saludaba a los amigos. Ahora Negro Massu podía respirar tranquilo y agradecer a Ogum, su santo: «¡Ogum es, Ogum es, padre mío!». Galo Doido había llegado. Ahora le correspondía a él afrontar los acontecimientos, desentrañar todo aquel lío enmarañado.
Había llegado y quería saber, los ojos posados en Otália, bondadosos:
—¿De dónde vino tanta hermosura?
Curió le informó sucintamente. Avanzó Jesuíno, tomó a Otália de la mano y le dio un beso. También ella besó la mano a Galo Doido pidiéndole la bendición. Bastaba verlo para comprender que lo suyo eran bendiciones y no buenas noches. Sería un santón, un brujo, un babalorixá, quién sabe si hasta un enviado de Xangô, y desde luego un viejo ogán de los que a su entrada en los campales son saludados por los tambores entre el respeto de la gente.
—Un trago doble, don Alonso, que es noche de lluvia y de alegría. Vamos a celebrar la llegada de esta moza aquí presente.
Alonso sirvió el aguardiente y encendió la luz. Los ojos de Jesuíno sonreían. Todo él parecía feliz y contento de la vida. Gotas de agua brillaban sobre su levitón de puños y cuellos raídos, y en el basto bigote enmarañado y blanco. Saboreó el aguardiente en un trago ruidoso y largo, de conocedor.
Negro Massu bajó la cabeza, grande como la de un buey, y gimió:
—Padrecito, hay tantas novedades que no sé por dónde empezar. Si por la maleta de la chica, perdida o robada; si por las mulatas, no sé cuántas, si… ¿Sabe, Galo Doido la desgracia que ha ocurrido? Martim se casó…
—Gran bobada… —cortó Pé-de-Vento guardándose de nuevo la ratita en el bolsillo de su abrigo. Le iba a dar dieciséis mulatas, escogidas a dedo… —y, en confidencia, a Jesuíno—: He encargado cuatrocientas, en un barco… Si usted quiere puedo dejarle una…