3

La mayor parte sí, pero no la más difícil. Lo más difícil era elegir padrino, y de ello se convenció Massu cuando, tres días después del feliz inicio de las conversaciones, la situación seguía sin modificación y el niño sin padrino.

Lo de que no había modificación es un modo de hablar: la verdad es que la situación había empeorado. No habían adelantado un paso cara a la solución del problema, y en compensación pesaba sobre el grupo la amenaza de serias disensiones. Aparentemente aquella antigua y exaltada amistad seguía perfecta, no había sufrido en apariencia el menor desgarrón. Pero un observador atento podría sentir al correr de las noches y los tragos, una tensión creciente, manifiesta en palabras y gestos, que ponían pesados silencios en medio de la discusión, como si tuvieran miedo de ofenderse unos a otros. Andaban todos educados y ceremoniosos, sin aquella amplia intimidad de tantos años y tanto aguardiente.

Todos, sin embargo, muy atentos con Massu, llevándolo en palmitas. No podía quejarse el negro, y, si no fuera tan estricto y riguroso el plazo establecido por la vieja Veveva, no desearía él otra vida que la de padre rodeado de generosos pretendientes a compadre.

Cravo na Lapela le había ofrecido unos puros, negros y fuertes, de Cruz das Almas, de primerísima. Curió había traído un amuleto para proteger al niño contra las fiebres, las mordeduras de serpiente y la mala suerte. También unas cintas de Bonfim. Ipicilone había invitado a Massu a un zarapatel en casa de la negra Sebastiana, regado con aguardiente de Santo Amaro, y había intentado emborracharlo, tal vez con la intención de arrastrarlo a una decisión favorable a sus pretensiones. Massu comió y bebió a tripa tendida, pero quien primero la agarró y soltó la vomitona fue Ipicilone. Massu aprovechó la ocasión para darle unos tientos a la negra Sebastiana, y si no pasó a mayores fue por consideración a Ipicilone, borracho pero presente. No quedaba bien beneficiársela con el amigo allí.

Y por lo que al cabo Martim se refiere, se mostró de una solicitud ejemplar. Habiendo encontrado al negro sudando en el camino de la Barra, en la cabeza un enorme cesto repleto de compras, debajo del brazo un cántaro de barro grande e incómodo, bajo el sol de las once, se acercó a él y se dispuso a ayudarle. Otro cualquiera le hubiera dado el esquinazo para evitar el encuentro. Pero Martim se acercó a él, le cogió el cántaro, aliviando así al negro de parte de su pesada carga, y siguió con él Barra adelante, haciéndole compañía, disminuyendo la distancia con su prosa siempre agradable e instructiva. Massu se sentía agradecido, no sólo por la disminución de la carga —un cántaro de los grandes es un cacharro difícil de llevar, no cabe debajo del brazo, y en la cabeza ya llevaba el cesto—, sino también por la charla que le conservaba el buen humor, pues antes del encuentro con el cabo iba el negro maldiciendo de la vida, renegando del diablo: había aceptado aquella chapuza que le propuso una dama elegante de la Barra. Eran compras hechas en el mercado de las Sete Portas, provisiones para una semana, porque estaba sin blanca y Veveva le pedía dinero para las papillas del chiquillo. Al pequeñajo le gustaba con delirio la papilla de banana y harina, comía como un hombrón, y él, Massu, llevaba una temporada de malas, y no daba con la ocasión de hacerse con unos cuartos.

Martim, agarrando el cántaro, intentó ajustarlo bajo el brazo —se negaba a llevarlo en la cabeza— e iba contando las novedades. No apareció la víspera por el cafetín porque fue la gran fiesta de Oxumaré en el candomblé de Arminda de Euá. ¡Qué fiesta, hermano, imposible mejor! El cabo, en su vida entera de devoto, jamás había visto bajar tanto santo de una vez. Sólo de Ogum vio siete, y a cual mejor…

Paró Negro Massu su caminata. Era hijo de Ogum y también ogã suyo. Martim hablaba de la fiesta, del baile y de los cánticos. Massu, a pesar del cesto en la cabeza, en equilibrio inestable, lleno de cosas quebradizas, inició unos pasos de danza. Martim hizo también sus quiebros y empezó la cantiga del orixá de los metales.

—¡Ogum ê ê! —cantó Massu.

Y tuvo una iluminación. Como si el sol explotara en amarillos, aquel sol cruel y castigón, y de repente le vino una visión: en unas matas próximas apareció Ogum, y le sonreía, todo adornado, con sus herramientas, diciéndole que no se preocupara, que él, Ogum, su padre, resolvería por él el asunto del padrinazgo de la criatura. Massu debía ir a verlo. Dicho esto desapareció el santo como había venido, y de todo aquello quedó sólo un punto de luz en la retina del negro, prueba indudable de lo acontecido.

Volviose Massu hacia el cabo y le dijo:

—¿Lo viste?

Martim estaba de nuevo en marcha:

—Para volverse loco, ¿eh? ¡Qué andares…! —Y sonreía siguiendo con la mirada a la majestuosa mulata que doblaba la esquina.

Massu no obstante estaba muy lejos de esas lucubraciones, aún dominado por su visión.

—Estoy hablando de otra cosa… De cosas serias…

—¿De qué, hermano? ¿Hay algo más serio que el trasero de una mulata?

Negro Massu le explicó la visión, la promesa de Ogum de que resolvería el problema, y la orden de que fuera a verlo. Martim quedó impresionado:

—¿Y tú lo viste en persona, negro? ¿No me tomas el pelo?

—Te lo juro… Aún me queda un bultito como de fuego dentro del ojo…

Martim consideró el asunto y se sintió esperanzado. Fue él quien llevó la charla hacia el tema de la fiesta de Ogum, del candomblé de la noche antes. Fue él quien habló de los varios Ogum que bailaron en la campa de Arminda. Si Ogum iba a decir algún nombre, ¿por qué no el suyo?

—¡Ay, hermano, tienes que ir ahora mismo…! ¿A quién vas a consultar?

—Pues… a madre Doninha, claro…

—Pues lo más pronto…

—Hoy mismo…

Pero aquel día la madre de santo Doninha, ialorixá del Axé da Meia Porta, donde Massu era ogã confirmado y donde Jesuíno tenía un puesto importante, de los de mayor honra, aquel día no pudo atender al negro, ni siquiera verlo ni decirle una palabra. Estaba en la cámara de los iaós ocupada en una pesada obligación, trabajo para una hija de santo suya, llegada de fuera. Le mandó recado de que volviese al día siguiente a cualquier hora de la tarde.

Por la noche, reunidos en la taberna de Isidro do Batualê, oyeron los amigos de boca del negro la versión exacta de lo acontecido. Martim ya les había adelantado algunas informaciones pero querían escuchar, con todos los detalles, la narración de Massu.

El negro les contó: iba con Martim por el camino de la Barra, cargado con cestos y cántaros, cuando empezó a oír música de tambores y cantares de santo. Al principio muy bajo, como en sordina, después fue creciendo y se convirtió en un son como de fiesta. Allí estaba Martim para confirmarlo, que no le dejaría mentir.

Martim confirmó lo dicho por Massu y añadió un detalle: antes habían estado hablando de la fiesta de Oxumaré en el candomblé de Arminda de Euá, y cuando citó el nombre de Ogum, Massu y él sintieron el golpetazo del santo encima, y una debilidad de cuerpo como si estuvieran en la rueda del baile de Ogum. Como si fuesen a entrar en trance. Él, Martim, hasta llegó a sentir un temblequeo en las piernas.

Luego creció la música y apareció Ogum, saliendo entre las matas, a orillas del camino. Era un Ogum enorme, de más de tres metros, todo adornado con sus insignias y atributos, la voz dominándolo todo. Llegó y abrazó a Massu, su ogã, y le dijo que no se preocupara con la historia del padrino, que él, Ogum, iba a decidir, liberando así a Negro Massu de tanta preocupación, de tan terrible dificultad, sin saber a quién escoger entre amigos igualmente queridos. ¿No fue exactamente así, Martim?

Martim confirmó nuevamente lo dicho por Massu, aunque sin garantizar la medida exacta del Ogum, tanto podía ser tres metros como un poco más. En su opinión eran tres metros y medio tal vez. ¿Y el vozarrón? Un vozarrón de vendaval, un estruendo feroz. Los demás miraban al cabo con el rabillo del ojo: bien se veía que estaba adulando a Ogum, haciendo méritos.

Massu concluía su narración satisfecho: Ogum decidiría sobre el padrino para el chico, y, quien quisiera, que fuera a discutir la elección hecha por el poderoso orixá, y que se las arreglara con él, que Ogum no es santo de admitir réplicas.

Hubo un silencio pleno de concordancia y respeto, pero de mudas interrogantes. ¿No estaría todo aquello preparado por el cabo Martim? ¿No habría convencido él al buenazo de Massu de que habían tenido aquella extraña visión al mediodía, con música de macumba y el santo danzando en plena vía pública? Martim era un tipo lleno de malicia y picardía, todo aquello podía ser un plan muy bien tramado: en la primera visión, Ogum prometía resolver el problema, en la segunda visión, y de nuevo sin nadie de los otros delante, Ogum, un Ogum de pega, existente sólo en la imaginación del negro excitada por el cabo, declararía que el escogido para padrino era Martim. Las miradas iban de Massu a Martim; miradas inquietas, que no ocultaban sus sospechas. Por fin, Jesuíno tomó la palabra:

—Bien, Ogum escogerá, pero ¿cómo va a hacerlo? Él te dijo que fueras a verlo. ¿Adónde? ¿Cómo vas a hacerlo?

—Consultaré a quien puede iluminarme. Ya fui hoy mismo.

—¿Que ya fuiste? —En la voz de Galo Doido se notaba la alarma. ¿A quién fuiste a consultar?

¿Habría ido al cabo Martim o a cualquiera preparado por éste?

—Fui a ver a Doninha, pero estaba ocupada. No pudo atenderme. Mañana lo hará.

Jesuíno suspiró, aliviado. Los demás también. Madre Doninha estaba por encima de cualquier sospecha y merecía absoluta confianza, ¿quién se atrevería siquiera a levantar la menor duda respecto a su honorabilidad? Sin hablar de sus poderes, de su intimidad con los orixás.

—¿Madre Doninha? Hiciste bien. Para una cosa tan seria, sólo ella. ¿Cuándo volverás a verla?

—Mañana sin falta.

Sólo Pé-de-Vento se obstinaba en su posición inicial:

—Yo que tú bautizaba al pequeñajo con el cura y en las iglesias de todas las religiones, que hay un montón, más de veinte de todas clases, y en cada una un bautizo distinto. Para cada bautizo un padrino…

Solución tal vez práctica y radical, pero inaceptable. ¿Qué diablo iba a hacer el chiquillo por el mundo con todas esas religiones? No iba a tener tiempo de nada, siempre corriendo de iglesia en iglesia. Bastaba con el católico y el del candomblé, que, como todos saben, católico y candomblé se entienden y se mezclan… Lo bautizaba en el cura y luego lo amarraba al santo del terreiro. ¿Para qué más?

Al día siguiente, por la tarde, Massu se puso en camino hacia los altos del Retiro, donde vivía Doninha. Era uno de los mayores santuarios del culto gegenagó, un axé, recinto inmenso con varias casas de santo, casas para las chicas y para las hermanas de santo, para los huéspedes, un gran barracón para las fiestas, las casas de los santones y la pequeña casa de Exu, próxima a la entrada.

Doninha estaba en casa de Xangô, divinidad de las más importantes y santo ilustre, dueño de aquel axé, y allí conversó con Massu. Le dio la mano a besar, lo invitó a sentarse, y, antes de llegar al asunto, platicaron sobre cosas diversas, como deben hacer las personas bien educadas. Finalmente Doninha hizo una pausa en la entrevista, reclamó un café a una de las sirvientas, cruzó las manos, inclinó ligeramente la cabeza hacia Massu, como diciéndole que estaba pronta a escucharlo, que había llegado la hora de la consulta.

Massu empezó entonces por el principio, explicando la llegada de Benedita con el chiquillo, bien cuidado, gordo, pero sin bautismo. Benedita nunca había sido de mucha religión. La pobre había muerto en el hospital, o al menos eso se suponía, pues nadie la había visto o acompañado el entierro.

Escuchaba la madre de santo en silencio, aprobando con la cabeza, murmurando palabras en nagó de vez en cuando. Era una negra de unos setenta años, gorda y pausada, pechos inmensos, ojos vivos. Vestía falda amplia y bata blanca, calzaba chinelas de cuero y llevaba un cordón de cuentas amarrado a la cintura, el cuello y las muñecas pesados de collares y pulseras, el aire majestuoso y seguro de quien tiene plena conciencia de su poder y sabiduría.

Massu hablaba sin temor ni vacilaciones, con confianza. Había entre él y Doninha, así como entre ella y las demás personas del axé, una íntima vinculación, casi parentesco. Contaba él de la aflicción de Veveva con el pequeño sin bautizar, y Doninha aprobó esta preocupación. Veveva era su hermana de santo, una de las más antiguas devotas de la casa. Cuando Doninha se había iniciado, Veveva ya había cumplido las obligaciones de los siete años. Veveva le había dado un plazo de quince días para bautizar al chiquillo, porque no quería verle completar el año aún pagano. Todo había ido bien en la discusión de los preparativos, incluso la elección de madrina. Todos de acuerdo habían elegido a Tibéria, pero habían encallado definitivamente al tratar del padrino. Massu era de natural amistoso, y sin contar con los conocidos, que los tenía a montones, eran tantos sus amigos fraternales que era imposible elegir entre ellos uno sólo para padrino. Sobre todo tratándose de los cinco o seis que se juntaban todas las noches, que ni siendo hermanos serían tan inseparables. Massu ya no dormía, pasaba las noches comparando las virtudes de los amigos y no lograba decidir. En toda su vida no había sabido lo que era dolor de cabeza, y ahora sufría de apreturas en las sienes, de zumbido en los oídos, como si le fuera a estallar la cabeza. Ya se veía reñido con los amigos, apartado de su trato. ¿Y cómo vivir entonces sin el calor de la convivencia humana, desterrado en su propia tierra?

Doninha comprendía el drama. Movía la cabeza, como indicándole su asentimiento. Llegó entonces Massu a la intervención de Ogum:

—Iba por el camino, cargado como un burro, Martim a mi lado, charlando, cuando, sin aviso de nada, mi padre Ogum se apareció a mi lado, como un gigante de más de cinco metros, más alto que un poste. Lo conocí porque venía con todas sus insignias, y por su risa. Llegó y se puso a decirme que viniera a verla a usted, mi madre, que él le diría lo que había decidido sobre el padrino del chiquillo. Que dejase el caso en él, que él resolvería. Por eso vine ayer, y he venido hoy, para saber la respuesta. Cuando Ogum acabó de hablar, se rió de nuevo, y desapareció por el lado del sol, entró por él adentro, hizo como una explosión y quedó todo amarillo como una lluvia de oro.

Terminó Massu su relato. Doninha le comunicó que estaba más o menos informada del asunto. Que no había sido sorpresa para ella, pues la víspera, cuando el negro fue a verla y no lo pudo recibir por estar ocupada con trabajos dificultosos y delicados, había pasado algo realmente increíble. A aquella hora exacta de la llegada de Massu estaba ella empezando a tocar la trompeta para pedir respuesta a Xangô sobre las afligidas interrogaciones de la devota, una hija de santo suya, apartada muchos años de Bahia, que vivía ahora en São Paulo, envuelta en una complicación como Massu no podía ni imaginar, bastábale saber que había venido del sur a la carrera para rendir aquel homenaje a Xangô y colocarse bajo su protección. Pues como iba diciendo, Doninha tocó para Xangô, invocó a Xangô, pero en vez de Xangô, quien apareció y habló un buen rato a trompicones —o al menos eso le había parecido entonces a ella— fue Ogum. Ella tocaba la trompeta, clamaba por Xangô, y se presentaba Ogum frente a ella, para marcharse luego con una confusión inaudita. Y Doninha sin saber nada, ignorante de las historias de Massu, despidiendo a Ogum y reclamando la presencia de Xangô. Llegó a pensar que todo aquello era arte de Exu maligno, muy capaz de ponerse a imitar a Ogum sólo para fastidiar. Doninha ya se estaba impacientando, y la hija de santo con los pelos de punta, pues teniendo sus asuntos tan liados, aquella confusión la dejaba aterrorizada. ¿Cómo soportar un desasosiego más, si ya con el suyo tenía de sobras?

Fue entonces cuando Doninha, desconfiando de la influencia extraña, mandó una iaó para ver quién estaba en el patio a aquella hora, y la iaó vino con el recado de que estaba Massu. Doninha no había relacionado entonces la llegada de Massu con la aparición de Ogum, y le mandó decir al negro que volviera al día siguiente. ¿Cómo iba a recibirlo en medio de todo aquel barullo?

Pero apenas Massu había atravesado la puerta del recinto cuando se retiró también Ogum, y todo volvió a la normalidad. Llegó Xangô con toda su majestad y respondió a la consulta de la moza. Resolvió sus problemas a pedir de boca y la pobre quedó con una alegría que había que verla…

Después, pensando en los sucesos, Doninha empezó a atar cabos, a sacar conclusiones: Ogum había venido porque tenía algo que ver con Massu. Había quedado entonces ella a la espera, y aún ahora, mientras charlaban, notaba algo raro en el aire hasta el punto de que juraría que Ogum andaba por allí oyendo su conversación.

Se levantó con esfuerzo de la silla, puso las manos en las caderas, anchas como ondas del mar revuelto, y le dijo a Massu que esperara. Iba a aclarar las cosas inmediatamente. Y se dirigió a la morada de Ogum en una pequeña pendiente detrás del barracón. Una hija de santo apareció trayendo una bandeja con tazas y cafetera, le besó la mano a Massu antes de ofrecerle el café caliente y aromático. El negro se sentía confortado y casi tranquilo por primera vez en varios días.

No tardó Doninha. Volvió andando con su paso menudo y apresurado. Se sentó, explicó a Massu las determinaciones de Ogum. Tenía el negro que traer dos gallos y cinco palomos, un saquito de puré de mandioca y masa de judías para dar comida a su cabeza. Respondería él entonces sobre el padrino. El jueves, de allí a dos días, al caer el sol.

Doninha se encargó de preparar el acarajé, pastel de frijoles, y de freír la masa. Massu adelantó el dinero necesario. Los gallos y los palomos los traería al día siguiente. El jueves vendría con los amigos, comerían con Doninha y las devotas, si es que estaban presentes, la comida del santo.

Vivieron todos en tensión aquellos dos días, preguntándose quién sería el recibido por Ogum como más digno de ser padrino del niño. El problema había adquirido nueva dimensión. Una cosa era la elección hecha por Negro Massu, que podía fácilmente engañarse, cometer una injusticia, pero Ogum no se engañaría, no cometería injusticias. Quien él escogiese quedaría consagrado como el mejor, el más digno, el amigo ejemplar. Todos se sentían un poco asustados. Ahora estaban en juego fuerzas incontrolables más allá de todo acomodo, trampa o sabiduría. Ni el mismo Jesuíno, tan altamente situado en la jerarquía de los candomblés, podía influir en la elección. Ogum, es divinidad de los metales, y sus decisiones son inflexibles, su espada es de fuego.