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En los quince días de intervalo entre aquella noche de lluvia en que fue recuperado el equipaje de Otália y la luminosa mañana del desembarque del cabo en compañía de su esposa Marialva en Rampa do Mercado, los comentarios hirvieron, multiplicáronse las habladurías. La noticia llegó a los recovecos más distantes, suburbios e incluso a otras ciudades. Llenó de lágrimas, en Aracaju, en el vecino estado de Sergipe, los deseados ojos de Maria da Graça, doméstica de alabadas prendas. No había logrado ella olvidar, a pesar del tiempo y la distancia, aquella locura del año pasado, cuando, tras verlo exhibiéndose en la Gafieira do Barao, abandonó empleo y novio para seguir a Martim en su vida alborotada, sin lar y sin horario.
Fue Tibéria la única que mantuvo la confianza absoluta en Martim. Jesuíno Galo Doido no acusaba al cabo, es bien verdad; tampoco lo hacía Jesús Bento de Sousa, y hasta lo defendían, intentando explicar, encontrar razones para el discutido casamiento. No se negaban, sin embargo, a admitir las habladurías. Actitud tan radical apenas Tibéria la asumía. Para ella todo aquello no pasaba de una malvada mentira, perversa invención de enemigos y envidiosos que transformaron en casamiento una de aquellas rápidas y habituales barraganías del cabo. ¡De cuántas había sido Tibéria testigo, e incluso algunas apadrinara, con las chicas de la casa! Aparecía el cabo locamente enamorado, declarando no poder pasar un solo instante sin la presencia de la amada, diciéndose amarrado para siempre. Bastaba, sin embargo, que topara con otra, y allá iba el cabo. Y si surgía una tercera, a ella se tiraba como si pudiese y debiese amar a todas las mujeres del mundo. ¡Cuántos incidentes, agarradas y hasta choques entre amadas de Martim no presenciara Tibéria!
Recordaba el caso de María da Graça, tan bonita e inocente. Ardiente de pasión, en vísperas de casamiento con un óptimo muchacho, un español bien empleado en la mercería de su patrón, con promesa de entrar muy pronto en el negocio, gallego fino. Pues ella todo lo largó, el empleo en casa del doctor Celestino donde la trataban como de la familia, el novio, las perspectivas de futuro, para irse tras Martim. El cabo la estrenó. También él parecía entregado a la pasión más furiosa. Mucho se habló de casamiento, por lo menos de prolongada amistad. El cabo Martim estaba conmovido: aquella chiquilla, aparentemente tan tímida, lo había abandonado todo para quedarse a su lado, y nada le pedía. ¡Tan graciosa! ¡Tan tierna y dócil! Martim se la llevó al arrimo del Cabula y por primera vez Tibéria lo creyó cazado.
Y de repente, cuando todos lo creían por entero entregado a aquel amor profundo y reciente —ni un mes había pasado, a contar del día de la Gafieira— llegó el escándalo y cayó sobre Martim: agredido por un zapatero en las proximidades del terreiro de Jesús, herido de un facazo en el hombro. El zapatero, avisado por una vecina irritable, solterona, claro, encontró a su esposa en la cama con Martim, olvidada de las obligaciones familiares, en plena tarde de día laborable. Estaba el zapatero trabajando cuando llegó la intrigante correveidile con la desventura: se levantó, cogió el cuchillo de cortar los cueros y se lanzó contra Martim. En el hombro le dio. Los vecinos impidieron desgracia mayor, que el zapatero quería matar a su mujer, suicidarse, un mar de sangre para lavar los cuernos. Con tanto barullo, acabaron todos en el cuartelillo. La noticia salió en los diarios, que llamaron al cabo Martim «el seductor». Quedó Martim muy finchado con este calificativo, y guardó el recorte en el bolsillo, para exhibirlo.
Maria da Graça, no obstante, al enterarse del hecho, cogió sus cosas y se fue. Tan silenciosa como viniera. No se quejó, no dijo una palabra de recriminación, pero tampoco aceptó disculpas ni súplicas de perdón. Martim agarró una turca monumental y durmió la aguardentada en un cuarto de los fondos de casa Tibéria.
Si ni entonces fue capaz de constancia; si ni la dulzura ni la abnegación de Maria da Graça consiguieron cautivar su liviano corazón, si jamás mujer alguna mandó en él, ¿cómo iba a transformarse, así de súbito, hasta el punto de empezar a hablar de trabajo? No sería Tibéria, mujer mayor, experta, vivida, dueña de aquel negocio desde hacía más de veinte años, quien fuera a dar crédito a tales habladurías.
Jesús Bento de Sousa se encogía de hombros. ¿Por qué no podía ser? Todo hombre, por mujeriego que sea, acaba un día por caer, por sentir necesidad de anclar en una sola mujer, de crear un hogar, de arraigar en un suelo donde sus raíces crezcan en ramas y frutos. ¿Por qué había de ser Martim una excepción? Se había casado, se pondría a trabajar, nacerían niños, se había acabado el viejo Martim sin ley y sin patrón, el juerguista por excelencia, el gandul emérito, el tocador de guitarra, de birimbao y de atabal, el amo del gallinero, el Martim de las cartas marcadas y los dedos ágiles, el enamorado de todas las vulpejas, «el seductor». Le había llegado el tiempo de los hijos y el trabajo, al que nadie puede escapar. ¿No fue también en tiempos, él, Jesús Bento de Sousa, inveterado juerguista, hombre de muchas mujeres, mulato caboverdiano disputado?, preguntaba el sastre a Tibéria, sonriéndole. Los diarios de la época no lo habían calificado de «seductor», es verdad, pero fue más por falta de ocasión que porque le faltaran méritos. Y luego, al conocer a Tibéria, había cambiado por completo, se había entregado al trabajo, se llenó de ambición, se convirtió en otro hombre.
En lugar de conmoverse con el homenaje, replicaba Tibéria áspera:
—¿Y quieres ahora compararme con esa piojosa?
—Pero Madrecita, ¿por qué hablas así de ella, si ni siquiera la conoces?
—No la conozco yo ni la conoce nadie, pero sólo oigo decir que si es guapa, si es una belleza, si no hay otra como ella, que si es formidable. ¡Qué sé yo! No la conozco, pero estoy segura de que no es para tanto…
Jesús se callaba, comprensivo. Tibéria, de tan amable natural, alegre siempre, se exaltaba con la simple mención del caso. Se ponía furiosa apenas alguien llegaba con un nuevo detalle o hacía cualquier mención que comprobara la verdad del caso. Para ella, Martim era como un hijo calavera y sin juicio, y por eso mismo más mimado. No les gusta a las madres ver a sus hijos casados, amarrados a otra mujer. En esos días difíciles su única distracción era cuidar de la recién llegada Otália, ingenua y novata, tan niña aún —¡imagínense!—, agarrada a sus muñecas todavía. Realmente, en el misterioso atadijo, mezclada con recortes de periódicos, se hallaba una vieja muñeca destrozada. Tibéria llevaba a Otália a pasear, le enseñaba la ciudad, los jardines, las plazas, los lugares bonitos.
Sólo estos cuidados a Otália distraían su irritación creciente. Y la ira llegó al colmo cuando supo que María Clara, mujer de mestre Manuel, había alquilado para el cabo y su esposa una chabola en Vila América, en las proximidades del candomblé Engenho Velho. Para eso le había dado Martim instrucciones y dinero cuando el patache de Manuel estuvo cargando ladrillos en Maragogipe. Le pidió que alquilara la casa y comprara muebles: mesa y sillas, cama ancha y resistente, un espejo grande. Recomendación especial había merecido el espejo, encargo de Marialva; y María Clara anduvo media Bahia en su busca y pagó por él un dineral. Martim, sin embargo, andaba hecho un tórtolo, nada le parecía bastante para los merecimientos de su esposa. Tibéria, al enterarse de las andanzas de la mujer del patrón, renegó de ella una y mil veces. ¡Qué diablos tenía que andar alquilando casa y comprando muebles! Cuando la viera la iba a poner verde.
Reconsideró, sin embargo, su agresiva actitud al saber, muy confidencialmente, la opinión de Maria Clara sobre la tal Marialva. La del batel le dijo su opinión, en secreto, a ella y a las más allegadas: no le había gustado la mujer del cabo, le parecía pedantuela y soberbia. Bonita sí, ¿quién iba a negarlo? Pero metida en carnes, remilgada, desagradable en fin —y resumía en una palabra—, un desastre. Lo peor era que Martim parecía adorar todo aquello, la voz llorosa, los alifafes, los humos de la fulana. Agarrado a sus sayas, no tenía ojos para otra mujer. Podían pasar a su lado contoneándose todas las mulatas del Recôncavo, sonreírle en convites tentadores, el cabo ni se enteraba. Arrullándose con su Marialva, marido perfecto, era otro hombre. Ya vería Tibéria cuando llegase. Sólo faltaban unos días.
Tibéria saltó como una fiera al oír los comentarios. Echaba pestes contra los correveidiles, como si ellos tuvieran la culpa de lo acontecido. Se negaba a creer. Podía meterle ante las narices las más concluyentes pruebas: se mantenía irreductible. Necesitaba ver para creer. Antes, no.
—Dentro de una semana estarán aquí, ya los verá… —Maria Clara encendía el fogón para hacer café, mestre Manuel escuchaba silencioso la conversación de las dos mujeres, no se movía, como una estatua. Fumaba su cachimba de barro en la popa del patache.
De todo aquel despelleje, de aquel chismorreo, sólo interesaba a Tibéria el anuncio de la próxima llegada del cabo. Lo esperaba sin falta para su cumpleaños.
Fiesta muy animada, la del aniversario de Tibéria, acontecimiento importante en el mundo del mercado, de Rampa, del Pelourinho, de la feria de Água de Meninos, de las Sete Portas y de los Quinze Mistérios. Cada año la conmemoración ganaba nueva amplitud, sobrepujando la fiesta del año anterior. Comenzaba con misa en la iglesia de Bonfim, continuaba con una comida fenomenal, y por la noche se celebraba la fiesta propiamente dicha, que terminaba de madrugada.
Tibéria veía acercarse la fecha, y Martim, figura obligatoria e indispensable, aún de viaje por el Recôncavo, a vueltas con la mujer. Tibéria no podía admitir siquiera la idea de la ausencia de Martim en los festejos programados.
El interés por la llegada del cabo no se limitaba, sin embargo, a Tibéria. Diariamente crecía el número de curiosos dando vueltas por Vila América, como quien no quiere la cosa, con el único objetivo de comprobar si ya había movimiento en la casita alquilada por María Clara para albergar a los esposos. Se sentían defraudados al ver las ventanas cerradas, atrancada la puerta. El propio Jesuíno Galo Doido, evidentemente por encima de esas locuras, no podía ocultar su nerviosismo. Un día, discutiendo el asunto, perdió el tempero.
—Al fin y al cabo, ¿qué es lo que se cree Martim? ¿Que la gente no tiene más que hacer que andar hablando de él, esperando que se decida a aparecer con la fulana? Se está burlando de la gente…
El desahogo ocurrió a aquella hora indecisa en que ni es ya noche ni aún mañana. Habían estado en una fiesta de Ogum, santo de Massu. Los festejos habían durado la noche entera con gran entusiasmo. Del candomblé volvieron hacia el cafetín de Isidro do Batualê. Como siempre, la conversación giró de un asunto a otro hasta acabar recayendo en Martim y su boda.
A aquella misma hora de luz aún indefinida, Martim y Marialva, en el patache de mestre Manuel, se acercaban a Bahia. El barco avanzaba marinero, empujado por la brisa. Marialva dormía, la cabeza recostada en el brazo. María Clara preparaba agua para el café. Mestre Manuel andaba al timón, tirando de su pipa. Solo, a la proa del barquichuelo, el cabo Martim buscaba a lo lejos las luces de Bahia, desmayadas en la tibia claridad del alba. El rostro impasible, pero el corazón latiendo disparado.
Posó la mirada en la mujer adormecida y bella; el seno irguiéndose al ritmo de los sueños, semiabierta la boca sensual de besos y mordiscos, la cabellera suelta, en abanico, escotado el vestido mostrando el lunar negro en el hombro. Volviose nuevamente a la distancia: allí estaba la ciudad, masa negra en la montaña verde, sobre el mar. La ciudad y los amigos, la alegría y la vida. Las luces morían con la aurora. No tardaría la ciudad en despertar.